1. Introducción. Arkhé: de la potencia al poder
Se entiende por poder la capacidad de ejercer una fuerza o una forma sobre otra realidad: cuanto más se domina esa otra realidad o sujeto, más poder se atribuye a quien dispone de tal capacidad. Su disposición es transcendente, está condenada a lógicas de dominación y sumisión y, en tanto que se escinde la fuerza de lo que puede, se desplaza hacia las esferas de representación. El poder acaba siendo capacidad –más que fuerza– para establecer las formas o modelar los contenidos: la potestas es la capacidad para producir cosas, en un orden análogo, mientras que la potentia es la fuerza que las produce actualmente (). Ésta no tiene relación con el dominio, pues, siguiendo las cláusulas spinozianas, según la lectura de , la potencia, que es el poder de afectar y ser afectado, aumenta a medida que se realizan conexiones en un universo relacional: varía según las afecciones que la pueblen.
La potencia coincide con la fuerza inmanente –o transcendental– que durante el período preclásico griego se entendía como aquello que da lugar a lo existente, a los entes, todavía sin considerar en extremo la diferencia entre lo que existe y lo que se aparece (). Esa fuerza inmanente quizá empiece a desdoblarse en Aristóteles, al proponer que la potencia de ser tiene por objeto cierto acto (), pues el energein habla de un estado en acto, pero destinado para el uso. En ese sentido, la potencia pasa a tener un objeto directo, es decir, pasa a estar separada de sí misma y a operar de forma transcendente.
Esa potencia de ser aristotélica implica la escisión de la fuerza con respecto a lo que puede, que pasa a ubicarse en la forma y en la instrumentalización de la misma, pues realiza una acción o actividad que produce obra (ergon). Sin embargo, distingue también la potencia de no ser (dynamis me einai) –o impotencia (adinamia) –. “Toda potencia es impotencia de lo mismo”, y con tal afirmación lo que pretende es darle “una consistencia propia” a la potencia, para que “no se desvanezca una y otra vez de forma inmediata en el acto”, al poder pensar “la existencia de la potencia sin ninguna relación con el ser en acto” (ibid, p. 66). En ese sentido, el ser puede no ser, puede la propia impotencia, en la que el poder constituyente no se diluye totalmente en el poder constituido, de manera que “es equivalente a la idea de una potencia que no agota todo su poder en el pasaje al acto” (). Desde el punto de vista de Agamben, esto se acerca a una potencia pura o perfecta, en tanto que no se vincula a la finalidad. Se relaciona con el concepto de inoperosidad, “un modo de existencia genérica de la potencia, que no se agota (…) en un transitus de potentia ad actum” ().
2. El poder como fundamento de lo político en Schmitt
¿En qué sentido Kervégan puede ver en el concepto de lo político de Schmitt la potencia? En el sentido de fuerza, pues en ¿Qué hacemos con Carl Schmitt? nos recuerda que para él lo político no tiene que ver con esencias, “no tiene sustancia propia” (). No se trata de topología, prosigue, sino de energética. Schmitt entiende la política como poder en tanto que fuerza, sin embargo, no debe reducirse a lo óntico, sino que se asume tipificada en la forma estatal. Uno de sus intérpretes, , no considera que Schmitt forme parte del organicismo de tradición romántica germana, y en Genealogía de la política llega a considerarlo antiorganicista. Para ello, señala la distinción entre origen de la política y política del origen: si el primer término parte de una unidad metafísica que aseguraría la unidad del cuerpo político, el segundo hace referencia a la inexorable multiplicidad fundamental a la que dar forma, orden. Galli sitúa a Schmitt en este terreno.
Sin embargo, en La mirada de Jano presenta al joven Schmitt como una hibridación entre organicismo y mecanicismo: “Para el joven Schmitt, el Estado con su poder no crea el derecho, sino que más bien el poder estatal plasma una Idea jurídica que lo precede. El Estado es, por lo tanto, instrumental, sin que por eso sea un Estado máquina” (). No se decanta, todavía, hacia una contingencia radical de la norma y reconoce una idea-esencia previa. Asimismo, no apuesta por el mecanicismo institucional, como hace, por ejemplo, Hobbes. Sin embargo, considera la multiplicidad del origen y la necesidad de ser organizada, pacificada, sin que eso acontezca de manera definitiva: “El Estado se hace cargo de la necesidad de un orden político y al mismo tiempo de la imposibilidad de que ese orden sea perfectamente pacificado y autosuficiente, de la necesidad de que la forma política, para subsistir eficazmente, reconozca la propia deformidad originaria e insuperable” ().
Las fuerzas dispares se mantienen, motivo por el que la disolución de la forma en el caos está siempre presente () y, en ese sentido, la posibilidad de la guerra siempre late bajo la paz. Es responsabilidad del Estado ser consciente de ello, pues “deriva su propia eficacia del hecho de ser consciente de estar atravesada por fuerzas que la deforman” (ibid, p. 17). Por tal motivo, el Estado que defiende Schmitt no seguirá la fórmula de la democracia: en primer lugar, porque el principio democrático no se concibe por sí mismo, sino como instrumento para la consecución de la propia democracia. Podríamos prejuzgar que se decanta por una democracia formal o por una fórmula procedimental, pero no es así: defiende una definición sustancial para ella, a pesar de que, para él, lo político no consiste en lo sustancial. ¿Asume lo político como poder y por tanto como fuerza (que domina o es dominada) y la democracia, como forma política?, ¿debe ser ésta una forma, una fuerza sustanciada? Si la forma que adopta la política es la de democracia, siendo esta una forma de gobierno (), y esta se reduce a regular procedimientos, los contenidos o las materias concretas deberían ser legisladas por el gobernante de turno, lo que otorgaría una inestabilidad únicamente salvable por la voluntad unitaria de Hobbes, y entiende que esto no sería compatible con el pluralismo que defiende la democracia. Schmitt considera que el pluralismo en el que se asienta el liberalismo es una mera ficción, porque asume una confrontación irresoluble entre los intereses particulares y la razón, motivo por el que postula pactos o relaciones de fuerza ().
Pero no solo observa ese obstáculo, que la incapacitaría para sus propios principios –y fines–, pues para Schmitt la unidad soberana que presupone la democracia también es una ficción (1996, p. 84). La homogeneidad solo surgiría a partir de las condiciones ideales de una discusión general que ha de darse en el Parlamento, no a partir de una voluntad unitaria que constituiría al pueblo como tal, de manera que la disparidad de intereses mantendría al pueblo en el estadio de multitud (). Además, si los sujetos que constituyen la multitud son soberanos, tal y como proclaman los principios democráticos, se pierde la potestad del Estado. El pueblo, en tal tradición política, se entiende como unidad, y, en este sentido, “es soberano a condición de dividirse de sí mismo” de los cuerpos que lo componen que, en cualquier caso, constituirían la multitudo, la pluralidad de intereses ().
De este modo, el cuerpo político único conforma, como en la portada del Leviatán, el cuerpo del soberano. De ahí que se diga que “el rey es el pueblo”, o que “el pueblo, es decir, la ciudad, reina en toda ciudad” (). Cuando la asamblea se constituye, “el pueblo se disuelve” (), es decir, el poder constituyente se desvanece. Concretamente, se distingue entre la multitud desunida que precede al pacto social y la multitud disuelta, que es posterior a tal pacto, es decir, una multitud que reaparecería tras una disolución de las Cortes, en una línea parlamentarista clásica. Podríamos entender, naturalmente, que la unidad del cuerpo político está solo hasta cierto punto presente en la sociedad civil de Locke.
Para el autor liberal, en la constitución del pacto social cada individuo cede su poder de castigar a quien comete transgresiones contra la ley de la naturaleza. Por eso, tanto para actuar contra injurias procedentes de afuera como para las internas pueden emplearse “todas las fuerzas de todos los miembros del cuerpo social” (). En tal pacto social, orientado a un “fin principal” que “es la preservación de la propiedad de cada uno de los miembros” (), no aparece la transubstanciación mística en el uno, porque operan las dos dimensiones del individuo en la formulación liberal: la privada y la social, y la segunda no anula la primera. El cuerpo colectivo se limita a la asamblea o al parlamento o a cualquier otra forma de representación de la sociedad civil (). La concepción del consenso se desarrolla en relación con ese cuerpo colectivo en tanto que político, pues debe actuar en una sola dirección “hacia donde lo lleve la fuerza mayor, es decir, el consenso de la mayoría” (). Someterse a esa mayoría forma parte del pacto, es la manera de superar la “variedad de opiniones y contrariedad de intereses” que asume como parte natural de una comunidad humana.
Justificar o demandar, en caso de ausencia de la homogénea voluntad del pueblo, que la homogenización se dé en las condiciones ideales de una discusión general gracias a los intérpretes, que representan la unificación de las distintas voluntades por encima de los intereses, conciliaría hasta cierto punto tales intereses con la racionalidad y respetaría, de este modo, un cierto pluralismo, adalid de la democracia. Por ello, Schmitt no es capaz de entender esa pluralidad como punto de partida para la homogenización racional y representacional de intereses y solo acepta que la Constitución se sitúe al servicio del Estado, es decir, que funcione como un instrumento del mismo, y en absoluto pueda disciplinarlo (). Es decir, la Carta Magna no ha de representar la fuente de soberanía, que coincide, en democracia pluralista, con los miembros de la sociedad civil, sino que la soberanía proviene de la fuerza ontológica que ha de constituirse como una sólida forma teológica del Estado. La Constitución ha de ser solo el libro de instrucciones para la multitud, pues el poder es irracional, “algo no susceptible de ser sometido a disciplina desde criterios jurídicos materiales” (). Un gobierno de ley no es suficiente y el Estado ha de ser la legítima forma de la fuerza.
De manera contraria, el poder estable y claramente diferenciado que era el Estado hasta su forma liberal-burguesa del siglo XIX se despolitiza, esto es, pierde su poder con esa nueva fórmula que abandona los distintos ámbitos, como la economía, la moral, la religión o la salud, a terrenos aparentemente neutrales () o a formas de gestión epistémicas, fruto del proceso de racionalización del poder que supondría el Nuevo Régimen, como estudió ampliamente Foucault.
3. La metafísica del uno (que se impone sobre otro): amigos y enemigos
El hecho de que una fuerza se distinga de otra es para Schmitt, y se evoca el sentido nietzscheano, una situación óntica. A partir de este planteamiento no es difícil comprender la distinción clásica entre amigos y enemigos: “lo que no se puede negar razonablemente es que los pueblos se agrupan como amigos y enemigos, y que esta oposición sigue estando en vigor, y está dada como posibilidad real, para todo pueblo que exista políticamente” (). A su vez, los enemigos pueden ser inimicus u hostis. El hecho de diferenciar dos ámbitos para lo que se entiende como opuesto a la amistad, indica que existe algo más que diferenciar.
Podríamos expresar que el enemigo pertenece al terreno personal o privado y el hostis al terreno estatal o público, no obstante, Schmitt no olvida la naturaleza liberal de esa distinción. Así, propone que se trata de una diferencia de grado: si la confrontación es óntica y es reducida a la energía, a las fuerzas, la diferencia debe ser necesariamente de grado (). Sin embargo, siendo enemigo “un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, esto es, de acuerdo con una posibilidad real, se opone combativamente a otro conjunto análogo”, concluye que “sólo es enemigo el enemigo público” (), no siéndolo “cualquier competidor o adversario” ().
Insiste en que tal distinción no es metafórica ni simbólica: “no se debe confundir o debilitar al reducirla a ideas morales, económicas ni de cualquier tipo, pero sobre todo no se los debe reducir a una instancia psicológica, privada e individualista” (). De esta manera, está desdibujando la posibilidad de incluir esas diferentes esferas, privada y pública, pues no se trata de ámbitos externos a la individualidad, en tanto que potencialmente racionales o razonables, ni se trata de la esfera del sentimiento, de la aversión psicológica, perteneciente a una supuesta privacidad. No obstante, sí reconoce que lo que le afecta a un conjunto de personas es público, y en ese sentido, el hostis, frente al inimicus, es un enemigo público (). Schmitt no juzga si el hecho de que existan amigos y enemigos es resquicio de un pasado bárbaro, tribal, de supuesta lucha por los recursos –que en cualquier modo se seguiría dando–, ni entra a valorar si resultaría positivo superar tal estadio: es una realidad óntica, los enemigos siguen existiendo en el planteamiento óntico de la realidad.
Lo político es energético, irracional, fuerza que se opone a otras, pero eso no significa que sea únicamente bélico: “Lo político no estriba en la lucha misma, ésta posee a su vez sus propias leyes técnicas, psicológicas y militares” (). Lo político es, pues, la fuerza, pero es la fuerza no solo como potencia, sino también como poder, y el poder no es únicamente la fuerza, sino que se ha escindido de ella en la representación, motivo por el que el poder es, además de transcendente y abocado a establecer relaciones de dominación o sumisión, esencialmente representativo: se ostenta, se comunica –a veces con silencios–: es semiótico.
En Schmitt se observa una deriva hacia la recuperación de las formas míticas y teológicas del poder, aunque él entiende que la relación entre teología y política se mantiene, secularizada, en la tradición liberal moderna, pues esta “conserva algo de la religión, y precisamente lo que conserva es el vaciamiento y no la superación de sus conceptos teológicos (sobre todo de la unidad del orden y de su creación soberana)” ().
Las fuerzas se entienden, no como ensamblajes moleculares, sino como unidades, como elementos molares: se enfrentan formas que recubren fuerzas divergentes. Asegurar la victoria es lo que lleva a Schmitt a apostar por un Estado fuerte, por una forma que aúne y contenga, refrenando, la multiplicidad. Un poder que supere la potencia como orden transcendente acaba convirtiendo “el descubrimiento del origen de la política” en “una política del origen concreta, un uso político autoritario de la legitimidad originaria, capaz de indeterminar toda la vida política, de rechazar el desorden al precio de una constante reinterpretación de las razones del orden” ().
Comprende la lucha como realidad óntica, “la muerte infligida a otros seres humanos que están del lado enemigo, todo esto no tiene un sentido normativo sino existencial” pero no por ello existe norma ni ideal social tan elevado que pueda justificar “que determinados hombres se maten entre sí” (). Ninguna guerra puede justificarse, dice, “a base de argumentos éticos y normas jurídicas” (ibid). No obstante, cuando sucede esa confrontación óntica, es necesario “rechazarlos físicamente y, si es necesario, combatir con ellos” (). La fuerza que recoge el Estado le permite crear un derecho que, siendo contingente, es legítimo pero no legal.
4. Ontoteología: el gobierno de dios y la vuelta del ser
Solo el concepto de humanidad implica la inexistencia de un enemigo, al menos sobre la Tierra. Esa Unidad que se presenta como imposible, pues no cree en la posibilidad de un Estado único, parece operar como utopía bajo el concepto del katekhón, el gobierno de Dios, que se opone al gobierno de la bestia, observado en el Leviatán y, a su vez, vinculado al Estado moderno liberal.
Frente a la progresiva inmanentización en el Estado Moderno, defiende el poder transcendente de un Estado fuerte y, por ello, su proximidad con la fuerza originaria no es a través de una potencia inmanente, sino de una concepción transcendente del poder que emanaría de la inmanencia. Esta sería, a su modo de ver, la única manera por la que Dios no abandonaría el mundo, como insiste: señala la encarnación como vía de recuperación de la potencia del cosmos (), lo que, en realidad, permitiría una cierta amplitud hermenéutica.
Es el katekhón, “justamente, la fuerza que detiene” (), lo que puede evitar las fuerzas que atraviesan el Estado deformándolo, llevándolo al estado de no-ser, lleno de lo múltiple, diríamos. Tal fuerza que “frena y que da forma a los procesos de la inmanencia, que tiene que ver con una apertura a la transcendencia, pero no con una <fundamentación>” (), coincide con la política del origen, pues no preexiste, sino que debe constituirse.
A pesar de la demanda de transcendencia, entiende Schmitt que de la tierra emana el orden simbólico, la pluralidad de órdenes semióticos. Ora bien, de un solo nomos divino se nutren los nomoi humanos (), y esto, o su búsqueda, lo sitúa en la corriente del katekhón. En la tierra se extiende, a su vez, la necesidad del dominio, en el sentido de repartición y atribución. “Esta primera partición y división del espacio” es el nomos (). Nomos proviene de nemein, verbo que significa dividir o apacentar (). Ese primitivo ordenamiento espacial es el origen del nomos, que no es puramente simbólico o convencional, sino que es la convención que se ajusta al reparto, concepción que señala la contingencia del orden. El arraigo en el territorio, en una localización, es el acto fundacional del nomos y es el acto fundamental de la humanidad y relación con el territorio. Se remonta al derecho mítico para situar en la tierra el origen del derecho (): las mismas señales de labranza funcionan como marcador de la propiedad fruto del trabajo, contempla, como si el propio Locke estuviese hablando. De hecho, no se demora a la hora de nombrarlo para atribuirle la concepción de la esencia del poder político como jurisdicción sobre la tierra ().
Como una cinta de Moebius, nos dice también , estado de naturaleza y estado de derecho, physis y nomos, se entrelazan, se cruzan y se transitan indefinidamente. Por un lado, la lucha por el territorio y la posible imposición del nomos o forma de vida es la diferencia óntica que se muestra a Schmitt como un otro al que abatir. Por otro lado, esa ordenación de los recursos, es decir, de las fuentes de energía, vendría dada por una energía o poder anterior que funda esa categoría de lo político y lo jurídico. Se trataría del principio constituyente que realizan los nomotetes. En los sofistas esa remisión del nomos al espacio, a su origen telúrico, se ha perdido ya () y se entiende como leyes, como nomoi .
A partir de la anulación del sentido primitivo emerge la confrontación entre physis y nomos, pues en un principio el ser no se separaba del deber, considera Schmitt (). Es, por tanto, la fuerza previa a la jurisdicción y un acontecimiento histórico constitutivo (). Al reificarse lo telúrico, se reduce la naturaleza a la tierra pasiva y, a la vez, se escinde la significación del nomos hacia su gestión –y defensa–. No por ello es partidario de recuperar el sentido originario de la palabra para el mundo moderno, ora bien, tampoco de reducirlo al sentido del siglo XIX, de mera convención jurídica positiva ().
5. La polemos frente a la stasis
La polemos es la base social, para Schmitt, y la stasis, la división interna de la comunidad, es una automasacre (). La guerra civil se produciría, según Agamben, en el umbral de la politización, así, dejaría de poder pensarse la tradicional superación del orden de las phratrias en la polis. Resultaría un oxímoron en griego el oikeíos pólemos, pues dispondrían del término stasis (): la guerra civil no se daría en el tradicionalmente concebido espacio político, sino que sería un conflicto con el parentesco de sangre, muy connatural a la familia. Ta emphylía (literalmente “las cosas internas de la estirpe”) significa “guerras civiles” y esta guerra no proviene del exterior. La esencia connatural a la familia que, según , define la stasis e impide pensar una superación de la gens en la polis, de las relaciones familiares en las políticas, mantiene una presencia irreductible en esta última. La zoé¸ relativa al ámbito de la supervivencia, deja de estar reducida, por tanto, al ámbito doméstico, en tanto que de la política –en principio ligada a la biós– también formará parte la stasis, al no permanecer confinada, tal confrontación, en la domus ().
Aristóteles insistía en que la diferencia entre dirigir una empresa o una familia no es cuantitativa, y se remitía, a su vez, a la distinción entre el vivir, to zen, y el vivir bien, to eu zin, vinculado a una vida políticamente cualificada. Tal distinción quedaría invalidada con esa guerra fraternal que tendría lugar, según la hipótesis de , en una zona de indeterminación entre el espacio doméstico de la familia y el espacio político de la ciudad. Con tal umbral “el oikós se politiza y, a la inversa, la polis se economiza” (). La política estaría atravesada por ese vector de despolitización que se acepta, pues, siguiendo las leyes de Solón, el ciudadano que no toma parte por alguna de los dos bandos enfrentados (atimia) “es expulsado de la polis y confinado al oikós”, lo que equivale a “ser reducido a la condición impolítica de lo privado” ().
Lo que se entiende a partir de esto es que la guerra es política siempre, pues está funcionando como “umbral de politización que determina de por sí el carácter político o impolítico de un determinado ser” (). No obstante, Agamben señala la política como un “campo de fuerzas cuyos extremos son el oikós y la polis” (), es decir, en tanto que campo de fuerzas entiende, como Schmitt, que la política es algo energético, pero, parece que en ella hay zonas de racionalización y zonas de pre-racionalidad. Precisamente, los vectores de politización y despolitización, las líneas que marcan esas zonas, coinciden con la stasis, así como desdibujan la clásica demarcación entre lo doméstico y lo público. No existe sustancia política, por lo tanto, sino “campo incesante recorrido por las corrientes de tensión entre la politización y la despolitización” ().
Para el autor, la stasis funcionaría como un dispositivo similar a un estado de excepción por el que “la zoé, la vida natural, se incluye en el orden jurídico-político a través de su exclusión” (). Sin embargo, no se entiende la guerra como origen de lo político, como fundamento óntico que “sirve para resolver los conflictos entre Estados, sino, más bien, como un aspecto más entre los intercambios familiares” (), y prosigue Agamben, citando a Vernant: “como una de las formas que puede adoptar el comercio entre grupos humanos, al mismo tiempo asociados y opuestos” (). El binarismo tampoco se mantiene entre sociedades económicas y sociedades militares. Además, xenos y hostis designan tanto al extranjero y enemigo como al huésped. El término othneios vuelve a reflejar la ambigüedad, al significar “extranjero y extraño y, a la vez, la relación de alianza entre familias” (). En este sentido, se deduce que el matrimonio pone fin a la guerra, pues transforma dos grupos rivales en aliados, algo que ya señalaba Levi-Strauss. Parece que “el enemigo estuviera destinado a constituirse como amigo” (), por ello se recuerda la cita de la Politeia platónica en la que se escribe que los griegos combaten entre ellos como si estuvieran destinados a reconciliarse.
Recoge Plutarco, además, para explicar el origen del término doruxenos, huésped de la lanza, una suerte de guerra entre cinco aldeas en las que se dividían las poblaciones megáricas “y se combatía de modo doméstico y como entre parientes” (). Consistía en capturar a un prisionero, llevarlo a su casa, repartir comida y sal con él, enviarlo libre a su hogar, a cambio de un rescate que se aceptaría o no, después. El que pagaba el rescate sería philos. Lee Agamben en esto una función social de la guerra: las relaciones de alianza entre grupos que no son enemigos, sino xenoi, esto es, extranjeros y huéspedes.
6. Excepción y Estado, homo sacer y soberano
nos recordaba que el afuera se vincula etimológicamente a fores que en latín es la puerta de la casa, o que el griego el término thyrathen, referido a ella, se entendía como umbral. Por lo tanto, más que un espacio de exterioridad es su acceso, “su rostro” (). , interpretando al autor, sitúa el estado de excepción, no en un afuera, sino en esa zona de indeterminación que no es un estado de ley, pero tampoco su exterioridad. Es una suerte de anomia regulada, prevista en el ordenamiento jurídico.
La propia política, en la ejecución de su tarea metafísica, ha dado forma a una biopolítica y a una lógica de la excepción, sostiene , que no sería exclusiva de la Modernidad, sino que hundiría sus raíces en un pasado más remoto. La figura del homo sacer no solo sirve a Agamben para presentar las lógicas biopolíticas, sino también para presentar la propia ambigüedad de soberano. El modelo de excepción abarca la zoé, que era la vida de los dioses y la vida de las bestias, según Aristóteles. Este modelo entiende, por tanto, que algunas de esas vidas, constituyentes de la Otredad, deben –o pueden– ser exterminadas. Sin embargo, es la propia inscripción moderna la que convierte la vida de los ciudadanos en insacrificable: digna, pero no sagrada, pues ni en Grecia lo era, ya que únicamente se transfiguraba en tal a través de una serie de rituales que la separaban de su contexto profano ().
Para analizar onto-políticamente esta figura es conveniente señalar que distingue Agamben entre sustancias y dispositivos. Parte de Foucault para entender el dispositivo como algo que vincula la estrategia y la fuerza, luego, lo semiótico y lo energético. Es un conjunto heterogéneo que incluye tanto lo lingüístico como lo no lingüístico, siendo él mismo “la red que se establece entre estos elementos” (). Opone, el autor, el dispositivo a la sustancia, o a los seres vivos que son “constantemente capturados” en los dispositivos (), que acaban siendo para él “cualquier cosa que de algún modo tenga la capacidad de capturar, orientar, determinar, interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las opiniones y los discursos de los seres vivientes” (). Sustancia y sujeto pueden ser similares, pero el sujeto será lo que resulte de las relaciones entre vivientes y dispositivos, de manera que una sustancia puede estar sometida a múltiples procesos de subjetivación.
Se partía de la figura del homo sacer para ilustrar la zona de indeterminación que supone el estado de excepción para Agamben, indeterminación que se acerca a la del soberano. Para explicar la simetría entre el cuerpo del poder soberano que produce homo sacer y el cuerpo de estos último, los propone como ambos polos de un mismo dispositivo: uno es imagen y el otro, exposición. Para desarrollarlo se remite a la función de la imagen en algunos rituales funerarios. En ese sentido, el homo sacer puede considerarse una suerte de estatua viviente () reenviada “más allá de lo humano hacia el grupo de los espectros” ().
Con la indeterminación del homo sacer, así como la de la noción de stasis, binarismos y antinomias no desaparecen en el análisis de, pero “pierden su carácter sustancial y se transforman en campos de tensiones polares. La tensión que solapa o cruza las phratrias y las polis afecta al ámbito de lo jurídico, del derecho, del poder constituido, atravesado por su propia excepcionalidad, aunque se podrá “encontrar una vía de salida”.
Si en Schmitt la excepción precede a la norma jurídica (), Agamben toma de él el decisionismo del soberano, que determina la aplicabilidad o inaplicabilidad de la ley (), es decir, actúa desde la propia excepción señalando la inclusión o exclusión de las vidas desnudas de los súbditos. Por ello, el estado de excepción es la forma legal “de aquello que no puede tener forma legal” ().
El hecho de que Agamben adopte la terminología jurídica alemana, y no la italiana o la francesa, que no hablan de Estado de excepción, sino “de “decretos de urgencia” o de “estado de sitio” político o ficticio [état de siège], o la anglosajona, en la que se utilizan las expresiones martial law [ley marcial] y emergency powers [poderes de emergencia], acerca esta situación a la posibilidad de ser pensada como estado civil ordinario, pues no se expresa ninguna conexión con el estado de guerra (). Esto, además, pudo haber facilitado que la jurisdicción nacionalsocialista hiciese coincidir la instauración del Estado con un estado de excepción deseado (). Para el III Reich el estado político en sí mismo debe coincidir con el estado de naturaleza, de la misma manera que en el orden del nacimiento, y no de la soberanía, inscribe la selección de quien debía vivir o morir. Es decir, no se trata de un estado inconstitucional, sino de anomia que se asimila al iustitium, un no-lugar respecto al derecho del que emana, de manera casi mística, la fuerza de ley (). Liberar la zoé, esa vida nuda, es lo que pretendía la democracia moderna, algo así como “transformar la nuda vida misma en una forma de vida y de encontrar, por así decirlo, el bíos de la zoé” ().
7. Conclusiones. La teología política frente al mesianismo impolítico
Recuerda que Agamben ha rastreado el vínculo entre los paradigmas teológicos o metafísicos y los políticos para poder desmantelar “el funcionamiento, hasta hoy intacto, de un discurso teológico que ha producido importantes dispositivos de sujeción y ha colaborado en el aislamiento e invención de lo específicamente humano –más allá de lo animal y más acá de lo divino”.
Si la política del origen busca una suspensión del derecho, justificada por su finalidad, la recuperación de la soberanía, la refundación del orden que, en tanto que unidad, se acaba correlacionando teológicamente con el kathekón, la postura impolítica de Agamben, es lo opuesto. El mesianismo impolítico pretende mantenerse en lo múltiple, en “la antítesis de la teología política” (), una forma de Estado redentor que pretende frenar la anomia mesiánica ().
Agamben recupera la advertencia de la octava tesis de la Filosofía de la historia de Benjamin, que recordaba como la tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el cual vivimos es la regla. Violencia y derecho difieren, pero se cruzan y se justifican. Así, el texto que Benjamin publica en 1921, Para una crítica de la violencia se remite a los conceptos de derecho y justicia, pero también a los órdenes de medios y fines. La justicia se rige por el criterio de los fines, mientras que la legitimidad, lo hace por el de los medios: “fines justos pueden ser alcanzados por medios legítimos, y medios legítimos pueden ser empleados para fines justos” (). Si el derecho natural aspira a justificar los medios por la justicia de sus fines, “el derecho positivo intenta garantizar la justicia de los fines a través de la legitimación de los medios” (). Ora bien, es cierto que la violencia, perteneciente al orden de los medios, al que se le atribuye la consecución de fines justos, puede ser empleada para fines injustos. De igual manera, puede existir otro tipo de violencia que no sea medio de nada sino que guarde “otra relación respecto a ellos” ().
Distingue, pues, entre la violencia mítica, vinculada al origen de la política, a la fuerza unitaria del ser que necesariamente se impone, de la violencia divina: “en tanto que la violencia mítica es fundadora del derecho, la divina es destructora de derecho. Si la primera establece fronteras, la segunda arrasa con ellas; si la mítica es culpabilizadora y expiatoria, la divina es redentora, cuando aquella amenaza, ésta golpea, si aquella es sangrienta, esta otra es letal aunque incruenta” ().
Benjamin habla, por tanto, de la violencia “como instauradora del derecho” () y propone una violencia no cruenta capaz de suspenderlo, “una violencia-poder diferente de aquella que establece el derecho y de aquella que lo conserva. En el lenguaje de Benjamin, se trata de una violencia “pura” o “divina” y, desde el punto de vista humano, “revolucionaria” (). Es una apuesta anómica, una violencia pura porque, mientras la violencia jurídica es siempre un medio respecto de un fin, ésta “no es nunca un <medio para>, es un medio sin fin, un medio puro” (). Se habla entonces de un poder suspendido, de una pura capacidad que no llega a adquirir una forma determinada (). La revolución impolítica es pasiva y se muestra en contra de la secularización teológico-política (). La revolución mesiánica muestra “la naturaleza contradictoria de la ley”, que no debe ser aniquilada, sino “suspendida en su potencialidad” (). El mesías completa la ley y así la suspende (): es capaz de recuperar la vida deshaciendo la ley en sus aporías y regresando así a la potencia.
Inspirándose en la propuesta de Benjamin, propone como praxis la imaginación, que señala dos caminos: la violencia revolucionaria, que ignora el derecho que contiene la violencia (i)legítima, o la del estudio del derecho que no debe ser aplicado nunca a la vida, de manera que se quede suspendido en la búsqueda de la justicia. El autor (2011, p. 104) retoma, específicamente, el concepto de potencia divina, vinculada a lo múltiple inmanente: ¿cómo es que ella, que antes ostentaba una claridad cegadora, se ha cubierto de negros signos? Es así como propone un mesianismo impolítico que ejemplifica bien Bartebly, siendo “un experimento de contingencia absoluta” () que solo puede cancelarse por la imposibilidad o por la necesidad (). El sistema interioriza aquello que le excede, por ello apuesta por la inoperancia, por figuras contemplativas en las que la ontología coincide con la ética ().
Notas
[1] Esto es posible en tanto que la subjetivación desharía su forma de sujeto clausurado, capaz, únicamente, de entrar en relación con los demás a partir de lógicas verticales.
[2] Si no contuviese la potencia su impotencia, es decir, su potencia de no ser (que no su falta de potencia), estaría condenada a transcenderse a sí misma en el acto, confundiéndose con él o, según la tesis megárica, “sólo existiría en el acto que la realiza” (2011, p. 98, p 104).
[3] La potencia inmanente, informe y múltiple, puede ser pensada como el umbral hacia algo que conforma, pues relaciona el afuera con su origen etimológico: “fores, en latín, es la puerta de la casa, thyrathen, en griego, equivale a ”. El afuera, por tanto, no es un espacio distinto al espacio determinado, “sino que es el paso, la exterioridad que le da acceso, en una palabra: su rostro, su eidos”.
[4] Se han dado distintas interpretaciones en cuanto a su concepción. Si en el pasado se asentaba la visión de Bobbio, que adjudicaba el organicismo a las concepciones antiguas, hasta medievales, considerando que el mecanicismo era propio de la Modernidad, sostiene la coexistencia de las dos corrientes, en el Mundo Moderno, siendo Schmitt un ejemplo de la hibridación de concepciones. En otras ocasiones, se relacionaba al autor directamente con el organicismo alemán, conservador, esencialista y unitario ().
[5] La interpretación genérica de Schmitt, más allá de sus etapas, se hace coincidir con la concepción irracionalista y con la contingencia de la norma, estando, en tales planteamientos, próximo a Agamben ().
[6] que Schmitt reconoce, en contra de lo comúnmente propuesto, un cierto organicismo en el liberalismo, al entender que el proceso político cristaliza en una voluntad social homogénea.
[7] De hecho, el poder tiene el brazo militar, del emperador, que opera por imposición, como analiza Dumézil y el brazo que opera por pactos, el sacerdote ().
[8] señala el choc como aquella dimensión del lenguaje que hace hincapié en la dimensión simbólica de la mercancía, por la que se constituye como fetiche, al pasar a un segundo plano su valor de uso. Se remite al Agamben de Stanze. La parola e il fantasma nella cultura occidentale, (1977, p. 51) que dice: “El choc es el potencial de enajenación del que se cargan los objetos cuando pierden la autoridad que deriva de su valor de uso y que garantizaba su inteligibilidad tradicional, para asumir la máscara enigmática de la mercancías”. Así puede ser entendido el juego del lenguaje de poder, del que forman parte los silencios (como también Barthes reconoció en sus Mitologías, 1957).
[9] Esto es, si en Schmitt se reconocía la contingencia del nomos, espacio próximo as posfundacionalismo, pero, a la vez, “la necesidad de fundar (contingentemente) la política”, los autores impolíticos se acercan “al sistemático e interminable cuestionamiento, a la radical y problematización de nuestras mediaciones: praxis, procedimientos e instituciones. Ni siquiera pretende apropiarse de ellas –especialmente del Estado– para volverlas contra sí mismas” ().
[10] En ocasiones Schmitt semeja hablar del pluralismo de fuerzas entendidas como corrientes molares y homogéneas, y en otras se remite a la diversidad cultural. Finalmente, lo aplica también al orden de los Estados: “del rasgo conceptual de lo político deriva el pluralismo en el mundo de los Estados” (). Y prosigue: “la unidad política presupone la posibilidad real del enemigo y con ella la existencia simultánea de otras unidades políticas” ().
[11] Schmitt renunciaría a la fuerza informe que es, al fin y al cabo, fundamento del Estado y apostaría por la totalización de la misma en la forma transcendente.
[12] Tanto Hobbes como Schmitt coinciden en que el estado de naturaleza se mantiene en el pacto civil y el propio Agamben así lo considera, coincidiendo con Schmitt en la irracionalidad del poder y en la contingencia del derecho (). Por otro lado, Schmitt se separa de Hobbes en su concepción puramente mecánica del Estado, así como en su iuspositivismo ().
[13] De esta manera, el populum, como decía Hobbes, se constituye como tal, como fuerza homogénea que desbanca a esa pluralidad de intereses que es la multitudo, siendo esa fuerza homogénea la base política que se deshace o toma forma en la figura transcendente del soberano. Por otro lado, aquello que no es la Unidad es un enemigo potencial.
[14] Recuerda que el nomos cristiano considera las tierras paganas como abiertas a la misión cristiana (así como las tierras musulmanas son consideradas enemigas). Ese imperio cristiano es la barrera contra el anticristo, “según San Pablo Apóstol en la Segunda Carta de los Tesalonicenses, capítulo 2” (). Esta creencia constituye “el único puente que conduce a la paralización escatológica de todo acontecer humano”, gracias a tal “fuerza histórica tan extraordinaria como la del imperio cristiano de los reyes germanos” (ibid, p. 41). Se mantendría en este reino la diferencia entre potestas y auctoritas: el Emperador y el Sacerdote rigen dos órdenes diferentes (), no hay conflicto entre ellas, mantienen la unidad de una sociedad o comunidad. En el momento en el que se cruzan los ámbitos y se habla de una potestas spiritualis, el espíritu y la fuerza de la República Cristiana decaen (; ) señala que en la Iglesia encuentra el referente para “poseer legitimidad (auctoritas) y no mantener el poder (potestas) en la mera técnica”, pues se separa del mecanicismo, como se ha visto.
[15] Jenofonte, el demócrata amigo de Sócrates, atribuye la emanación de los mismos al pueblo. En Aristóteles el dominio del nomos se entiende como el dominio de una propiedad mediana, bien distribuida, del suelo, por lo tanto, entiende Schmitt, todavía se observa un resquicio de la palabra originaria, así como se entiende el dominio de las clases medias frente al de las más acaudaladas o de las más pobres ().
[16] No obstante, no siempre está clara la distinción entre vida desnuda y zoé en Agamben, así como el concepto de biós. Aún así, asume que “en el mundo clásico, [la vida natural] era al menos en apariencia claramente distinguida, como zoé, de la vida política (bíos)”, mientras que los sujetos del mundo moderno “ya no podemos distinguir entre zoé y bíos, entre nuestra vida biológica y nuestra existencia política” (), pues la vida biológica se convierte en la tarea política del biós. En este sentido, se reserva la vida desnuda para aquella vida desprovista de derecho o la misma zoé “relacionada con el derecho bajo la forma de la exclusión-inclusión” (). Por otro lado, la evolución intelectual del autor acaba reservando la vida política para la resistencia, es decir, para la potencia de no”. Ahora, en cambio, afirma que propiamente política es la inoperosidad y la opone al bíos” ().
[17] También resaltó la indiferenciación entre la lucha y el juego en el mundo de los niños y de los animales. Presenta esta proximidad como una “prueba de la potencia”, algo “entre lo religioso y lo político” (), sin ignorar lo lúdico que se constituye como ritual. Su origen es “la primitiva esfera agonal, donde coexistían indiferenciados el juego y la lucha, la justicia y el echar a suertes” (). Entenderá que, de alguna manera, el modelo agonal anteriormente señalado nunca se ha borrado totalmente, porque en los conflictos bélicos no se trata tanto de aniquilar al otro como de hacerlo reconocer una hegemonía.
[18] Schmitt diferenciaba entre dictadura comisarial y dictadura soberana: la primera suspende la Constitución para protegerla, mientras que la segunda una dictadura funde el estado de excepción con la forma de gobierno, como hizo el III Reich. Para él, el estado de excepción, a diferencia del caso de Agamben, no es una zona de indeterminación, sino una situación extrema. Es en Teología Política (1922) el texto en el que “aparece la frase “Es soberano quien decide el “estado de excepción” y es donde Schmitt concibe la soberanía como “concepto límite” que, como él mismo aclara, no es un “algo confuso”, sino un “concepto extremo” a partir del cual su definición debe basarse en el caso límite” (). Agamben, por otro lado, valora la conceptualización de Schmitt como el lugar en el que norma y actuación alcanzan una máxima intensidad: “Se trata de un campo de tensiones jurídicas en el que un mínimo de vigencia formal coincide con un máximo de aplicación real” ().
[19] La diferencia que ve Agamben entre el mundo griego y la modernidad sería puramente cuantitativa. En cualquier caso, tal diferencia haría posible en esta última etapa la constitución de la biopolítica (). Por otro lado, la dicotomía que Aristóteles presenta entre phoné y logos, entre zoé y bíos, a pesar de no cumplirse en el orden material, inauguraría, con su disposición formal, “la máquina antropológica”, tal y como analiza. Esta autora analiza en Agamben un proyecto antihumanista, una intención de “desenmarcarar al humanismo” ().
[20] Las sustancias son constitutivamente pasivas e <indeterminadas>, son determinadas por su pura potencialidad, entendida siempre como potencia de no” (), mientras que los dispositivos fuerzan a los procesos de subjetivación y desubjetivación constantes. Bartebly será el símbolo de la desactivación de las máquinas, al vivirlas “como si no” ().
[21] Lo que observa en el capitalismo actual es que los procesos de subjetivación y desubjetivación parecen volverse “recíprocamente indiferentes y dar lugar a un nuevo sujeto de forma larvada y, por así decir, espectral”.
[22] De la misma manera llega a pensar al homo sacer a partir de la figura del devotus (). Agamben relaciona también la figura del devotus con el homo sacer en el sentido en el que Ruvituso lo está planteando, pues aquel que ofrece la propia vida “para salvar a la ciudad de un grave peligro” pero sobrevive, permanece en situación de exclusión en relación con el mundo de los vivos, no ha muerto: pertenece a un espacio intermedio, “el umbral entre dos mundos” ().
[23] indica que el problema ya no es el de la dignidad de la vida, sino el derecho a una muerte personal.
[24] La propuesta de la inoperancia se acerca a la noción de mesianismo, una suerte de como si no (). Pero es Periáñez el que profundiza en la propuesta ontoética de Agamben como un encontrarse con el otro en un fondo no humano: “Más aún, allí donde el humano se topa al mismo tiempo en su interior con un intruso irreconocible pero insoslayable, y el rostro inasumible e ineludible de sus (a veces a duras penas) semejantes en torno a él. Se trata, pues, y este es el resultado de su destrucción y propuesta ética, de hacer de la experiencia de esa tensión constitutiva un ethos, concretamente un ethos cuyo horizonte asintótico sea la vida feliz –recogiendo la idea spinoziana– que no pueda renunciar a la universalidad. (Es este, creemos, el punto crucial en el que el dar forma a la propia vida mediante una praxis acorde con su incompletitud constitutiva se concreta en una praxis para con el otro: el punto en el que el singular cualsea abre el paso a la comunidad)” ().
[25] Si en la antigüedad el poder consistía en “hacer morir o dejar vivir, se transforma, con el biopoder, en un poder de hacer vivir y dejar morir” ().
[26] Recuerda : “la military order, emitida por G. W. Bush el 13 de noviembre de 2001, que autoriza, como un acto de señorío de hecho, la “indefite detention” (detención indefinida) de los no-ciudadanos sospechados de actividades terroristas. Ya no se trata ni de prisioneros ni de acusados, sino de sujetos sometidos a una detención indefinida tanto en el tiempo como en su naturaleza”.
[27] Los procesos de subjetivación que se materializan son analizados por Agamben como una ontología existencial que partiría de Heidegger, pero no desde lo cotidiano u ordinario, sino desde el exterminio: “Podríamos describir entonces la labor de Lo que queda de Auschwitz como una analítica existencial heterodoxa. La diferencia fundamental es que lo que en Ser y tiempo se logra a partir de una fenomenología de la cotidianeidad (…), en Lo que queda de Auschwitz se busca en primer lugar mediante una fenomenología histórica” que hace coincidir con “la estancia, como prisioneros, en un campo de exterminio” (). De esta manera, “el refugiado pasa de ser una forma de subjetividad concreta a ser una categoría existencia con potencial político” ().