Medicina artesanal, medicina científica. Notas sobre un movimiento pendular
Gran parte de la literatura médica contemporánea se construye sobre avances tecnológicos, evidencias generadas a partir de la alquimia estadística con cohortes poblacionales cada vez más amplias o fundamentadas en ensayos clínicos y sólidas investigaciones experimentales. Se trata de procedimientos cada vez más complejos y refinados que precisan de expertos matemáticos para el diseño y la interpretación. Se ha comentado cómo la escalada de complejidad hace que incluso los potenciales lectores de este tipo de artículos no sean capaces de conocer de manera crítica los procesos interpretativos. Podríamos decir que desde mediados de los años ochenta del siglo pasado, con el establecimiento de la epistemología de la Evidence Based Medicine, los asuntos médicos se trasladaron al discurso de los números y la autoridad de los ensayos clínicos. Para hablar de enfermedad, la autoridad recaía en las cifras y la complejidad de relaciones causales, el renovado lenguaje autoritario de los cuerpos aquejados por aquella. Sin embargo, los artículos científicos en el campo de la medicina también albergan otros idiomas y otras lenguas. Pongo aquí un par de ejemplos de lo que los profesionales de la medicina pueden, hoy, leer igualmente:
Como escribe el crítico literario R. W. B. Lewis, "la narrativa trata de experiencias, no de proposiciones". A diferencia de su complemento, el conocimiento lógico-científico, mediante el cual un observador independiente y reemplazable genera o comprende avisos replicables y generalizables, el conocimiento narrativo conduce a comprensiones locales y particulares sobre una situación por parte de un participante u observador. El conocimiento lógico-científico intenta iluminar lo universalmente verdadero trascendiendo lo particular; el conocimiento narrativo intenta iluminar lo universalmente verdadero revelando lo particular (...) De las humanidades, y en especial de los estudios literarios, los médicos pueden aprender a realizar los aspectos narrativos de su práctica con una nueva mayor eficacia.
Las historias son la sangre de nuestra vida. Nos gusta escuchar historias, y es a través de ellas como damos sentido al mundo, como se forma la identidad, y como intentamos comunicar lo que nos importa.
Resulta interesante contemplar cómo este otro discurso –subalterno– intenta encontrar un espacio en la epistemología médica contemporánea. Y lo hace, sobre todo, a partir de una reivindicación de los espacios de la palabra y el relato de experiencias en la clínica, con un claro interés práctico y aplicado. Practicar la medicina, nos recuerdan en este tipo de textos, debería ser asunto casi imposible sin convertirse en expertos hermeneutas de las historias de aflicción. A finales del siglo XX el péndulo parecía virar en busca de los enfoques narrativos y fenomenológicos sobre el encuentro médico paciente. La medicina contemporánea debate sobre la posibilidad de prescribir “arte” y en la estrategia nacional de salud en Gran Bretaña, los médicos han comenzado a recetar lecturas para tratar la depresión, dentro de un marco renovado que reivindica el social prescribing . Las contribuciones de las ciencias sociales también se refieren al ámbito práctico, como las aportaciones de las ciencias del comportamiento o las ciencias sociales en el escenario contemporáneo de la salud pública. Las historias de aflicción se acumulan en repositorios considerados como evidencias mientras se repiten congresos de profesionales de la salud que abogan por humanizar la práctica clínica.
La inercia del péndulo, sin embargo, dirigía los esfuerzos en una dirección contraria hasta hace no mucho tiempo. La poesía de William Carlos Williams se asienta en su concepción de que no hay ideas si no es en las cosas. Leo esta frase en un libro de arquitectura que recoge igualmente lo que parece fueron sus palabras y que traigo aquí mientras pienso sobre estas cuestiones de epistemología médica: “La máquina es algo que no tiene partes superfluas”. Y superfluas, sobrantes, incluso falaces, fueron consideradas las palabras para el discurso y la práctica médica hasta finales del siglo pasado. La máquina, en el sentido otorgado por el poeta, había servido para definir el encuentro ideal entre el profesional de la salud y el afligido. Un diálogo que debiera estar carente de elementos superfluos, que es la manera en que se han definido todos los ámbitos de experiencia y subjetividad. No era necesario el relato si la definición de enfermedad –el silencio de los órganos– se hacía en base a problemas de funcionamiento anatómico. Las ideas son imperceptibles sin la materialidad del cuerpo. La tendencia empirista se expresaba, sobre todo, en el interés hacia las historias de aflicción, a la parte subjetiva y particular del padecer la enfermedad.
Desde esta perspectiva, los asuntos de la salud eran, como decía el poema de Stevens “demasiados para que los cambie una metáfora,/ demasiado verdad, cosas que al ser reales/ hacen que imaginarlos sea una cosa menor”. En este texto intento sobrevolar ese movimiento pendular de la epistemológica médica, prestando atención al impacto que las ciencias sociales en general y la antropología en particular, ha tenido en parte de las propuestas teóricas de la medicina contemporánea. En primer lugar, reviso el proceso de destierro de la palabra en la clínica, para centrarme en su recuperación en posiciones como la Medicina Narrativa o la Terapia Narrativa. Sostengo –más allá de otros elementos del contexto de emergencia– que el impacto del conocimiento social resulta crucial en esta deriva epistemológica contemporánea. Apunto aquí a las bases teóricas e incluso prácticas que beben de aportaciones de las ciencias sociales y las humanidades, un contexto poco abordado y menos reconocido. Sin ese proceso de trasferencia, muchas veces negado, sería imposible entender una práctica médica que atienda la súplica del verso de José Ángel Valente, “que la palabra sea solo verdad”.
La medicina convertida en ciencia. Notas historiográficas del abandono de la palabra
La pérdida de protagonismo de la palabra y la experiencia fenomenológica del paciente no resulta, claro está, una cuestión novedosa para los historiadores o los científicos sociales interesados en la lógica cultural de la ciencia médica. Resulta un lugar común situar el surgimiento de la clínica moderna a finales del siglo XVIII, el tiempo en que la tekhné o el arte tradicional médico dio paso a una disciplina tan científica como la Física . Hasta esa fecha, la relación clínica estaba construida en términos neohipocráticos entre medio –cultura– y enfermedad, y las deficiencias del arsenal terapéutico –al menos desde una perspectiva contemporánea– llevaba a los médicos a concentrarse en los relatos del paciente. Porter explica que “con la ausencia de una decisiva pericia anatómica o fisiológica y sin un poderoso arsenal de remedios o destrezas quirúrgicas, la habilidad para diagnosticar y realizar pronósticos era altamente valorada y se fomentó una íntima relación profesional-paciente. Foucault ya había señalado el proceso histórico por el que la palabra había visto cómo su espacio mermaba y empequeñecía. Los elementos subjetivos debían ceder ante el “arte de describir los hechos (…), el arte supremo de la Medicina: todo palidece ante él”.
A medida que el conocimiento médico en términos de anatomía y fisiopatología aumentaba, los espacios de la palabra se estrechaban. Un movimiento definido en términos de “giro copernicano en el pensamiento patológico” en el que la lesión desplazaría al síntoma a la vez que los pacientes enmudecían. Más adecuado sería decir que dejaron de ser escuchados, al menos todo lo que no ayudara, muchas veces bajo un haz de sospecha, a elaborar un diagnóstico. Lo invisible se hacía visible, los tejidos podían comunicar –hablaban– sobre el estado patológico del organismo a aquellos que sabían “mirar”, que no será otra cosa que buscar la lesión dentro del cuerpo La mirada médica deslocalizaba así la experiencia y la narrativa del paciente, inservible e inexpresiva si no servía para alcanzar el diagnóstico médico. Las personas enfermas, en palabras de Illich, se veían privadas de las, en otro tiempo, palabras significativas para expresar la angustia cuando los médicos se apoderaron del lenguaje. La enfermedad era algo que acontecía en el cuerpo, con un concepto de enfermedad descrito en términos individuales que se convirtió en el paradigma dominante. Ángel Martínez Hernáez sintetiza la cascada de acontecimientos históricos que definen la manera moderna de mirar en Medicina, la construcción de su episteme. El método anatomoclínico incorporaría la observación empírica del lenguaje del cuerpo, buscar la lesión dentro del cuerpo. La primacía del cuerpo y su universalidad frente a la variabilidad de la experiencia fenomenológica del enfermo. Posteriormente, la irrupción del paradigma bacteriológico o modelo de Henle-Koch, sobre el que se asientan las bases de la etiología específica y única de las enfermedades, implicaría una mayor subordinación de los relatos de experiencia. La enfermedad era una alteración anatómica o funcional provocada por virus o bacterias que expoliaba los otrora fértiles espacios de la cultura. Por último, la biología molecular avanza con la promesa de tratamientos personalizados en diálogos que son siempre microscópicos, en la escala de proteínas y genes, amparados en la gramática de la bioquímica.
El crecimiento del poder de la profesión médica a lo largo del siglo XX situó el discurso biomédico en la posición exclusivista de delimitar las definiciones de enfermedad y obtener el monopolio de su tratamiento en un proceso histórico donde la idea de enfermedad en términos individuales se convirtió en el paradigma dominante. Los avances tecnológicos –vacunas, farmacoterapia, cirugías del siglo pasado convirtieron al modelo médico en la manera autoritaria de atender la enfermedad, que a partir de la década de los cuarenta reforzó una posición subalterna del paciente, que veía como su aflicción y sufrimiento eran sistemáticamente silenciados. Los innegables éxitos hicieron descansar el discurso sobre la universalidad de la biología. Los pacientes –su historia, su biografía– eran inconvenientes no siempre necesarios, como ese modelo ideal de paciente que se encuentra sedado en una unidad de cuidados intensivos y que comunica a partir de datos de laboratorio y gráficas en diversos aparatos tecnológicos.
En los años ochenta del siglo pasado se produjo el surgimiento del paradigma o movimiento de la Medicina Basada en la Evidencia (MBE-EBM). El término fue acuñado por Gordon Guyatt en un documento informal destinado a residentes que se convertiría en una apuesta por una práctica clínica aún más cientificista y apegada de forma casi religiosa en los ensayos clínicos, que ocuparán la cumbre de un modelo jerárquico que desplazaba la experiencia personal al lejano espacio de la periferia, en un nivel cercano al de la “anécdota”. Bajo el clásico lema de “facts, just give us the facts”, la evidencia de la narrativa y el testimonio se consideraban como manchas en la lente positivista de la práctica médica, impurezas que debían ser desechadas. La medicina era una disciplina objetiva y científica o no era nada.
La necesidad de comprender en la medicina. El impacto de las ciencias sociales en la epistemología médica
Los procesos históricos que adelgazaron el espacio y valor de las experiencias de los pacientes son la trama principal, pero no la única de la historia. Una parte de la medicina ha virado la mirada médica para incorporar procesos de comprensión de la experiencia de enfermar y curar. Y en este transcurso, las aportaciones de disciplinas como la antropología, la historia o la filosofía de la ciencia tienen un peso no siempre bien calibrado. La historia de éxito del modelo biomédico comienza a fisurarse a partir de críticas recibidas a finales de los años sesenta . Los éxitos cosechados por un modelo orientado a la curación de enfermedades infectocontagiosas se ponían en cuestión a medida que la esperanza de vida creciente dirigía los esfuerzos de atención a las enfermedades crónicas y degenerativas. La negación de la subjetividad del paciente deambulaba junto a un incremento en los costes y una pérdida de la eficacia. El escenario crónico de la calidad de vida y la gestión del sufrimiento cuestionaba a la biomedicina puesta en cuestión, y “no sólo la eficacia sino la ideología de la medicina denominada científica”. En ese tiempo surgieron proyectos de reforma que enfatizaban la Atención Primaria y la defensa de una medicina holística que atendiera también a los ámbitos psicosociales. Los enfoques críticos descansan en trabajos proporcionados por las ciencias sociales y las humanidades.
Por ejemplo, la insistencia en la cultura al lidiar con minorías étnicas en los sistemas de salud –cultural competence– construye modelos teóricos de las profesiones de la salud que se basan en las teorías proporcionadas por la antropología en el manejo de la cultura y la diversidad cultural. De esta manera, las bases de la enfermería transcultural propuesta por Madeleine Leininger fusionan antropología y enfermería, o al menos una influencia clara del particularismo histórico boasiano. Sin embargo, que la práctica médica sobre la atención a la diversidad cultural reciba aportes de los expertos en cultura no es extraño.
Me centro aquí en un impacto más general a partir de dos casos de estudio: el surgimiento de la Medicina Narrativa –el paradigma de la Narrative Based Medicine (NBM)– y la Terapia Narrativa en el ámbito de la psicoterapia. A partir de la descripción de sus bases teóricas, reconstruyo las fuentes originarias que delimitan y construyen ese andamiaje epistemológico.
A mediados de la década de los noventa surge un renovado interés por incluir la narrativa de pacientes y profesionales en la práctica clínica, articulando el movimiento de la denominada Narrative Based Medicine. Esta propuesta se aglutinó a través publicaciones que demandaban una reconsideración de todo lo que había sido excluido durante la revitalización del paradigma positivista. La línea argumental criticaba la sacralización de un modelo que convertía en dogma lo general frente a lo específico, lo cuantitativo frente a lo cualitativo, los ensayos clínicos sobre la experiencia y que amenazaba en convertirse en una historia que acabara con todas las historias (p. 433). Se incrementaba así la atención y el recuento de las versiones de los pacientes, en lo que Polkinghorne denominaría como “giro narrativo” en el campo de la medicina y que alcanzaría ámbitos marcados por su carácter esencialmente clasificatorio como el DSM-IV, donde ya se señaló en su proyecto de reforma que se adolecía de una información imprescindible, la historia del paciente, su narrativa.
La medicina basada en narrativas emergía como una corriente que pretendía rescatar la narrativa y experiencia del paciente, intentando emprender la función de “puente” entre médicos y pacientes, acortando la distancia entre “saber” acerca de la enfermedad y “comprender” la experiencia del paciente. Este modelo o marco teórico partía de una desmitificación del mundo de hechos y observables empíricos de la clínica para ofrecer espacio al mundo subjetivo de la experiencia del paciente, entendiendo la narrativa como “aparatos semiológicos que producen significados” y abriendo el espectro de “evidencias” a asuntos como dolor interior, la esperanza y la desesperación, el dolor moral “que frecuentemente acompañan y a menudo, de hecho, constituyen las enfermedades que sufren las personas”.
De alguna manera, estas propuestas pretendían resolver la irónica paradoja que situaba la narrativa y los relatos de aflicción en la periferia de la escala de evidencias a pesar de que los médicos, sean cuales sean sus orientaciones teóricas y especialidades, emplean la mayor parte de su tiempo de trabajo escuchando historias. La narrativa entendida como el acto de construir un relato en el que una serie de eventos se muestran en un orden, permiten al paciente mostrar su mundo de experiencia y aflicción, pero también ofrecen al profesional una información contextualizada, individual y biográfica sobre otros datos no accesibles de otra manera. Los relatos de la experiencia de los pacientes pasaban a considerarse como “evidencias” y su producción bibliográfica crecía dentro de los estudios médicos.
La clínica dejaba de ser un procedimiento para descubrir la verdad y convertirse en un proceso coautoral de lectura, siguiendo con algunas de las aportaciones de los textos posestructuralistas y nociones como “polifonía autoral”. Al escuchar, con competencia narrativa, el profesional de la salud intenta reconocer los múltiples y a menudo contradictorios significados, ubicándose en el lugar del paciente en términos emocionales, sociales, familiares y culturales. Aquí entra en juego la escucha diagnóstica, el espacio donde interseccionan los recursos del médico –memorias, asociaciones, anécdotas, la creatividad, las capacidades interpretativas o las alusiones a otras historias para identificar el significado y así intentar responder, no siempre de manera completa, las cuestiones planteadas en la narrativa del paciente: ¿Qué me pasa? ¿Por qué me pasa esto a mí? Y ¿qué va a ser de mí?. Desde esta perspectiva, la clínica se define a través de un conglomerado de relatos e historias, de narrativas diversas, de verdades alternativas en las que se busca un sentido particular. Las historias de los médicos son evaluables no como una verdad superior a la validez de la verdad del paciente, sino en términos en que el paciente encuentra fructífera su contribución a la trama.
Los pacientes deberían ser escuchados de manera “activa”, abarcando “oceánicamente” toda la narrativa, en la línea de lo que Arthur Kleinman había denominado una postura de “testigo empático –empathetic witnessing–. En palabras de Charon, “la atención debería ser el objetivo más urgente en nuestro trabajo”. Este ejercicio diagnóstico pasa por esa escucha atenta que absorbe gestos y silencios y que intenta ubicar la trama y el sentido de la trama pues es en estas narrativas donde se torna evidente el sufrimiento: “las narrativas de los pacientes dan voz al sufrimiento en una forma que queda fuera del dominio de la voz de la biomedicina.
Muchos profesionales de la salud quizás se muestren escandalizados ante este giro hermenéutico de la profesión. Las fuentes de este andamiaje teórico se encuentran en trabajos de filosofía hermenéutica como las de Ricoeur o Gadamer o el impacto de las ciencias sociales al delimitar modos de conocimiento que se alejan de la explicación (Erklarung) a favor de la comprensión (Verstehen) e Interpretación (Auslegung). Tal y como señala Ángel Martínez Hernáez, las aproximaciones simbólicas o interpretativas de la antropología médica pusieron en cuestión el discurso del isomorfismo entre las categorías médicas (nosologías) y los hechos (enfermedades), que habían expulsado la atención al enfermo, a su biografía, su mundo local o sus condiciones materiales de existencia. Se trataba de recuperar las voces de aflicción. Los trabajos articulados en torno a la “fenomenología de la experiencia de la enfermedad” se han erigido como importantes medios para el análisis de la relación entre significado y experiencia como fenómenos interpretativos. Desde esta perspectiva, de acuerdo con Lipson, si el “vivir con la enfermedad” es mucho más importante para los pacientes y por otro lado, desligarse de las implicaciones sociopolíticas es negar una parte central de la enfermedad, la justificación de rescatar esos otros mundos de experiencia resultaría más que evidente.
La herencia de la mirada posmoderna se volvía esquiva a asumir un proceso investigador que “descubriera” verdades sino que asumía el carácter social de la construcción de la realidad y del conocimiento. De las metáforas propulsivas, el lenguaje de los pistones daba paso a las metáforas lúdicas y las analogías del drama para entrar de lleno en lo que la literatura ha denominado el “giro narrativo”. El énfasis contemporáneo en las narrativas personales o el conocimiento experto se acrecentaba, una tendencia que no puede desligarse de la pérdida de autoridad de la ciencia y la medicina como “grandes narrativas” en el ordenamiento de la experiencia cotidiana y especialmente en las respuestas a los padecimientos. A finales del siglo pasado, la medicina había perdido el monopolio y el derecho exclusivo a hablar sobre el cuerpo y la enfermedad, en un proceso de democratización de recursos –medicinas alternativas, complementarias, recursos web, redes sociales…– que había reformulado el panorama médico. Los trabajos sociológicos y antropológicos sobre la medicina encuadrados en esta corriente la definirían como un discurso y un sistema cultural particular, donde la clínica estaría mejor definida por “la creación activa de los significados”y ejercicio diagnóstico como un proceso cultural que permitiría construir las enfermedades más que descubrirlas. El posmoderno giro narrativo desplazaría el locus de la medicina del médico y su verdad factual en términos positivistas a las historias de los pacientes y sus versiones y autoridades diversas. Frente a las propuestas reduccionistas que encontramos en la sociolobiología de los sesenta, las ciencias sociales abrían los significados de las acciones al contexto de la experiencia en general y de las emociones en particular, artefactos, volviendo a Geertz, tan culturales como las ideas. Los historiadores culturales empezaron a interesarse por el miedo, el odio o el amor en una forma nueva de hacer historia que podría denominarse, en palabras de Moscoso, como “historia interior”. Aunque el concepto de “experiencia” había sido relevante en la historia de la disciplina antropológica, alcanzaría una posición protagonista en la década de los ochenta desde enfoques que privilegiaron el análisis de las prácticas sociales y las vivencias cotidianas de los individuos o los procesos de articulación identitarios de la experiencia dentro de los contextos socioculturales.
La preocupación de los enfoques interpretativos de la antropología médica articulaba el interés de “dar voz” a las formas y relatos de experiencia de los pacientes aquejados de enfermedades crónicas, incapaces de encontrar un espacio dentro de las categorías biomédicas. En las bases teóricas de la NBM se aprecian las influencias de estos enfoques y su trabajo por definir la enfermedad –un concepto explicativo y no ya una entidad– como un locus apropiado para la investigación social desde perspectivas simbólicas, interpretativas o hermenéuticas. Los trabajos pioneros de los antropólogos de Harvard Arthur Kleinman y Byron Good transformaron los tradicionales enfoques biologicistas sobre la enfermedad, reconvertida desde entonces en sentido a través de conceptos cada vez más usuales, como símbolo, metáfora, narrativa, “mundo moral local” o “red semántica de enfermedad”. Sobre este paradigma hermenéutico (meaning-centered approach) descansa el viraje de la medicina de las enfermedades hacia el significado, un giro hacia el paciente y su narrativa. La enfermedad dejaba de ser una realidad puramente biológica para ser atendida como un producto cultural de un mundo local de significados.
La formación en competencia narrativa se realiza a través de proyectos docentes tan célebres como el dirigido por Rita Charon en la universidad de Columbia. En ellos se incluyen categorías propuestas por la antropología como los Explanatory Models pero también seminarios donde se pide a los alumnos escribir en un lenguaje no técnico destapando sus propios sentimientos, grupos de lectura sobre relatos illness o clásicos como Cortázar, Faulkner o Henry James junto a textos como The Best Physician Is also a Philosopher Slow Man de Coetzee o a Tolstoy y su "The Death of Ivan Ilych" y donde la bibliografía sobre los actos narrativos son un lugar común de esta formación en hospitales y facultades. Esto repercute en una calidad de los cuidados a través de un riguroso entrenamiento en habilidades narrativas para leer y escribir de manera reflexiva un autentico discurso con los pacientes. Sin la producción teórica de las ciencias sociales difícilmente entenderíamos que las narrativas de los pacientes constituyen evidencias para la clínica que son recogidos en bases de datos o repositorios cualitativos, como https://healthtalk.org/# o https://www.dipex.es/nueva/
Resulta interesante observar cómo las críticas a las propuestas de la NBM por enfatizar los significados y los mundos de experiencia beben igualmente de las críticas recibidas por los enfoques centrados en el significado de la antropología médica, esto es la idea que no todo es significado: tal y como se ha señalado para la medicina narrativa, no todo en ella es “cerveza y bolos”. Launer advertía que el mayor reto de la perspectiva narrativa era conocer cuando parar, advirtiendo que la “la enfermedad, la discapacidad, la privación o la muerte no son historias, son hechos. Los profesionales que se dejan llevar por las ideas narrativas hasta el punto donde olvidan esto no son seguros” (p. 6). Las críticas desde el constructivismo social lideradas por Allan Young abogaban por no olvidar las condiciones sociales en dónde las dimensiones simbólicas se reificaban, esto es la inclusión de la sickness o las dimensiones sociales de la enfermedad.
Como decía, las ciencias sociales debatieron anteriormente estas cuestiones. El clásico postulado de Turner advertía que la enfermedad es un lenguaje, el cuerpo una representación y la medicina una práctica política. Las críticas hacia los trabajos interpretativos de antropólogos materialistas enfatizaron los peligros de los excesos “idealistas” que opacaban la capacidad mistificadora –veladora de ese discurso sobre formas de dominación y desigualdad. Gran parte de los intentos por aglutinar perspectivas simbólicas con materialistas se reproducen en los papers científicos de la medicina contemporánea. Por ejemplo, la NBM se denomina ahora Narrative Evidence Based Medicine, que es el esfuerzo por incluir las condiciones biológicas del padecimiento y los enfoques empiristas con los narrativos. Aunque las condiciones sociales de producción de enfermedad –y los discursos sobre la enfermedad– continúan ocupando un lugar secundario.
La Terapia Narrativa (TN) es un ejemplo de práctica clínica en la que estas cuestiones se vislumbran con mayor claridad. Tiene un impacto menor en la epistemología médica que la NBM –se engloba dentro de la psicoterapia, para muchos dentro de la terapia familiar sistémica–, pero sirve igualmente para explicitar los procesos de trasferencia del pensamiento de las humanidades y las ciencias sociales en asuntos clínicos. En la década de los ochenta, David Epston y Michael White (1993) –el primero antropólogo de origen canadiense– sentaron las bases de un modelo de terapia centrado en el significado. Sus bases teóricas se alimentan del posestructuralismo, esencialmente de las categorías de discurso y biopoder propuestas por Michel Foucault . A partir de referencias al análisis del acto discursivo y la definición de enunciado como su unidad básica, plantea la necesidad de abordar las relaciones que establece con las condiciones en las que emergen estos enunciados. La terapia narrativa incorpora prácticas “deconstructivas” o la inclusión de definiciones de poder tomadas de Foucault para intentar delimitar cómo su incorporación en las vidas de las personas, fragmentado, deslocalizado, difuso, pero impregnado en todas las relaciones sociales afecta y puede ser intervenido para tratar la salud de los afligidos. La base metodológica de la T.N. incluye categorías como “carnavalización”, “discurso normalizador dependiente del poder” o “heteroglosia” que permiten describir una práctica terapéutica no culpabilizadora que ubicaba a las personas como expertas de sus propias vidas o sustituir los pacientes o clientes por “coautores” del proceso de terapia.
Los trabajos de Michael White enfatizan la idea de atender en la clínica cuestiones teóricas enunciadas desde las ciencias sociales. La terapia debe identificar los procesos en que el poder ejerce un control social sobre la vida de las personas a partir de juicios normativos y procesos de vigilancia de políticas de vida, a través de una “tecnología “normalizadora”, caracterizada por la evaluación de categorías de normalidad/anormalidad, tablas de desempeño y categorización de las personas que permite que estas se “ajusten”.
Se asume la idea de que todos (terapeutas y pacientes) pueden caer en los discursos culturales que determinan historias hegemónicas. Siguiendo tesis posestructuralistas, nadie está en condiciones de ser un experto objetivo en la experiencia de otra persona y la labor terapéutica vuelve aquí a parecerse más a un arqueólogo de la cultura y sus reglas. Se trata de identificar los discursos de poder que contribuyen en actos performativos a los problemas del paciente, trabajando en una colaboración, reconociendo a los pacientes como los autores privilegiados de sus propias historias, lo cual está relacionado con la búsqueda de una justicia social. En ese proceso, las practicas de deconstrucción se vuelven centrales:
According to my rather loose definition, deconstruction has to do with procedures that subvert taken-for-granted realities and practices: those so-called “truths” that are split off from the conditions and the context of their production; those disembodied ways of speaking that hide their biases and prejudices; and those familiar practices of self and of relationship that are subjugating of person’s lives.
En general la deconstrucción se refiere a desarmar o revisar cuidadosamente las creencias y prácticas de la cultura que están fortaleciendo la dificultad que atraviesa la persona, y la historia dominante “saturada de problemas”. Estas “verdades” generalmente ocultan prejuicios y creencias respecto del “deber ser”, acerca de los discursos de género, etc. White refiere que los métodos de deconstrucción nos permiten hacer extrañas estas creencias y realidades “familiares” o “no cuestionadas”, “volviendo exótico lo doméstico”, que quiere decir, cuestionar lo que aceptamos como verdad absoluta. En ese proceso, resulta crucial entender la práctica de las Externalizing conversations"en las que el problema se convierte en el problema, no en la persona(...) Las conversaciones externalizadoras emplean prácticas de objetivación del problema frente a las prácticas culturales de objetivación de las personas".
Esta forma de terapia pone un énfasis considerable en el lenguaje, en cuestiones de poder y en las formas en que el significado y las identidades son construidas El impacto de la antropología se encuentra en el uso metodológico del concepto de "thick descriptions" tomado de los textos de Clifford Geertz,—“historias ricas, significativas y con múltiples vertientes de los aspectos de la experiencia vital de las personas que no podrían predecirse con el argumento saturado de problemas. Los autores detallan de manera clara el impacto de esta obra en sus propias definiciones de terapia.
Tenemos una marcada preferencia por las analogías que aparecen en la parte inferior de la tabla, por aquellas relacionadas con los avances más recientes de las Ciencias Sociales, libres de realidades objetivas. En esta exposición se prestará especial atención a la analogía del texto, que ha dado lugar a lo que Geertz (1973) denominará “la más amplia y reciente reformulación del pensamiento social”.
A modo de conclusiones
El discurso hegemónico de la práctica médica contemporánea construido en torno al empirismo autoritario de los números está siendo puesto en cuestión. Diferentes voces abogan por una recuperación de parte de las bases teóricas que organizaban el saber médico, la tekhné. Gran parte del discurso crítico bebe de fuentes y trabajos de antropólogos, sociólogos, filósofos o historiadores. A partir de esta producción teórica se ha configurado otro discurso que constata la insuficiencia de aquella manera de mirar y no escuchar. Recordemos aquí la tesis de Byron Good: “No puede haber enfermedad sin cuerpo, pero la enfermedad no es algo que acontece en el cuerpo, sino en la vida”. Las demandas de pacientes aquejados de patologías crónicas o la reflexión sobre los contextos de inequidad en la práctica clínica ensancharían los espacios normativos, con una tímida revalorización de la noción “experiencia” y los enfoques cualitativos. Se trata de un movimiento que ocupa aún posiciones marginales, pero que poco a poco ocupa espacios en la investigación y la docencia. Los trabajos sobre calidad de vida se abren a maneras de medir no siempre bajo la tiranía de los cuestionarios estandarizados. La irrupción de la cultura y lo cultural comienza a deslegitimar las visiones uniformistas, alejando la idea de categorías médicas del ámbito denotativo para situarlo en el plano clasificatorio. Las jerarquías de “evidencia” comienzan a enfrentarse entonces al plomizo peso de la evidencia del sufrimiento, transportado, como el oxigeno por la hemoglobina, en los relatos de pacientes y familiares, en su narrativa. En estos procesos pendulares, el impacto y la trasferencia de las ciencias sociales tiende a ser minusvalorado. Las relaciones entre enfoques disciplinarios, entre teoría y práctica, convergen en un proceso de ocultamiento del carácter alterador de las propuestas de las ciencias sociales y las humanidades. Y ya va siendo hora de desvelar esa contribución.
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