1. EL PESO DIPLOMÁTICO DE LA BATALLA: DE GEERTRUIDENBERG A VILLAVICIOSA DE TAJUÑA
La relación de causalidad entre la victoria militar y la dinamización de las conversaciones preliminares a los acuerdos de paz parece haber recibido una escasa atención por parte de la historiografía reciente, más inclinada hacia interpretaciones centradas en los aspectos económicos y políticos de fondo. Estamos así ante una aproximación científica al problema que no ofrece mayor espacio a la importancia dada por los contemporáneos al triunfo en el campo de batalla como solución al conflicto armado y conclusión lógica de la superioridad tecnológica, ideológica y cultural sobre el otro (Whitman, ; Freedman, ). Lejos de caer en una lectura maximalista, es posible estudiar la estela inmediata dejada por una victoria militar para comprender mejor las expectativas y las posibilidades diplomáticas recién abiertas por esta. A nuestro entender, este enfoque práctico hacia las oportunidades que ofrecía el triunfo militar resalta la importancia de la batalla como un evento diplomático capaz de moldear los procesos de paz. En un sentido más amplio, esta perspectiva vendría a subrayar la diplomacia respaldada por el poderío militar como un elemento integral en las relaciones internacionales. Si entendemos el conflicto bélico como un proceso multidimensional cuya resolución depende de distintos factores, debemos incluir entre ellos a la batalla como elemento dinamizador. Trasladado esto al periodo de estudio del presente artículo, podemos hallar un claro patrón dentro de la propia diplomacia francesa en conflictos previos, cuya intensidad en la mesa de negociaciones fluctuaría según se desarrollaban los acontecimientos en el frente de guerra (Stapleton, , pp. 87-106).
En el caso que nos ocupa, encontramos en los éxitos militares obtenidos por el duque de Vendôme en España un claro ejemplo de ello, el cual habría que insertar en un contexto de cambio más amplio. Los acontecimientos se iniciarían durante 1709, en el marco de las conversaciones de La Haya y la inmediata crisis diplomática entre las monarquías francesa y española. La razón de la ruptura en las relaciones hispanofrancesas estaba en las negociaciones que el marqués de Torcy, secrétaire d'État des Affaires étrangères de Luis XIV, llevaba a cabo con los representantes de las potencias aliadas en La Haya. No obstante, las condiciones de paz planteadas por las potencias marítimas resultaron inaceptables: Felipe V debía abandonar España y, en caso de no hacerlo, Luis XIV estaría obligado a intervenir militarmente contra su nieto; asimismo, la totalidad de los territorios de la corona española debían pasar al archiduque Carlos, reconocido unánimemente como Carlos III. Torcy asumió también importantes concesiones para garantizar acuerdos comerciales y la barrera territorial reclamada por las Provincias Unidas, junto a la expulsión de suelo francés del candidato jacobita al trono británico.
Las negociaciones de La Haya fracasaron, abriendo una etapa de incomodidad y desconfianza en las relaciones hispanofrancesas, al tiempo que aumentando la discordia entre británicos y neerlandeses toda vez que, además, comenzaba a calar la impresión en sectores descontentos de que las condiciones presentadas a Francia eran premeditadamente inaceptables con el propósito de prolongar la guerra. Una segunda ronda de conversaciones, iniciada en enero de 1710 en Geertruidenberg, se planteó en similares términos, insistiendo la diplomacia francesa en compensar a Felipe V con parte de la Italia española. La presión por parte neerlandesa llevó nuevamente a la ruptura de las conversaciones (Coombs, , pp. 189-202; Bély, , pp. 431-464; Albareda Salvadó, , pp. 278-289; Castellano García, , pp. 19-24).
Por su parte, la posición austriaca en el concierto europeo parecía más sólida mientras se daban estas negociaciones: Luis XIV no tenía aliados en Centroeuropa tras la ocupación imperial del ducado de Baviera (1704) y la implicación polaco-sajona en la Gran Guerra del Norte frente a Suecia (1700-1721). Italia, la prioridad de los emperadores Leopoldo I y José I desde el comienzo del conflicto, estaba bajo dominio Habsburgo de forma directa —Milán (1706), Nápoles (1707), Cerdeña y Mantua (1708)—, o indirecta, en el caso de la alianza con Víctor Amadeo II de Saboya. En cuanto a los Países Bajos españoles, las victorias obtenidas por el duque de Marlborough en Ramillies (1706) y por el propio Marlborough y Eugenio de Saboya en Oudenaarde (1708), aseguraban el dominio austriaco a través de la ocupación británica y neerlandesa de la región. Por último, la Santa Sede era favorable a los intereses imperiales. En 1709, Clemente XI reconoció al archiduque Carlos como rey de España, lo que implicaba un grave deterioro en las relaciones entre Roma y las monarquías borbónicas que no se enmendó hasta una vez concluida la guerra. Sin embargo, el alejamiento entre las potencias marítimas y Austria era cada vez mayor, considerándose que José I no contribuía al esfuerzo común en España lo suficiente, anteponiendo sus intereses a los de la alianza tejida en torno a su hermano menor, el archiduque Carlos. Un marco de desconfianza mutua que se agravaría mediado el conflicto y que explica la incertidumbre vivida alrededor de la sucesión imperial (Albareda, , pp. 307-312; 316-321; Hochedlinger, , pp. 174-193).
Tanto las tensiones internas del rival como la inviabilidad de las negociaciones eran conocidas en Versalles. Si bien en febrero de 1710 Luis XIV todavía escribía a Felipe V que este debía asumir la aceptación francesa de las demandas de paz hechas por neerlandeses y británicos, el tono cambió poco después: «las nuevas conversaciones de paz que se están celebrando en Holanda […] preveo que no producirán ningún efecto». El abuelo prometía al nieto el envío del duque de Vendôme al frente de un nuevo ejército, pero antes era necesario ganar tiempo en las negociaciones. Las exigencias de las potencias marítimas, totalmente inaceptables para Francia, permitían, por otra parte, maniobrar en lo militar y diplomático. A este respecto, el marqués de Torcy recogía en sus memorias algunas de las vías abiertas durante esos meses, protagonizadas por agentes extranjeros en la órbita francesa, caso de Sebastiano Foscarini, embajador de Venecia en La Haya. De cualquier modo, la inflexibilidad neerlandesa no dejaba mayor alternativa a Luis XIV. La desconfianza, en cualquier caso, era mutua: Gualterio Hennequin —burgomaestre de la ciudad de Rotterdam (Bély, : pp. 107-110)—, uno de los mediadores entre Torcy y el Gran Pensionario de Holanda, Antonio Heinsius, reconocía al ministro francés la gran presión a la que estaba sometido Heinsius y la incredulidad en las Provincias Unidas respecto a los deseos sinceros de Luis XIV de alcanzar un acuerdo de paz.
A esta situación se sumaron en España las derrotas de Almenar (27 de julio) y Zaragoza (20 de agosto), y la ocupación austracista de Madrid (el 28 de septiembre). Sin embargo, el aislamiento de las tropas aliadas en Castilla, por un lado, y, en paralelo a esto, las expectativas generadas por el cambio político dentro del gobierno británico aumentaron la confianza francesa. «No hay lugar a retomar de parte del Rey la negociación», como señalaba Torcy, máxime «si llega algún acontecimiento negativo para ellos en España, y si viendo al archiduque contra las cuerdas, pierden la esperanza de situarle en el trono». Una victoria militar en España podía cambiar drásticamente el curso de los acontecimientos y facilitar una paz satisfactoria para los intereses franceses. Todas las informaciones parecían confirmar esta premisa. José I no se mostraba dispuesto a sacar tropas de Italia para enviarlas a España y la división interna en el Parlamento de Londres, previa a las elecciones, abría la puerta a negociar directamente con un nuevo ejecutivo británico, favorable a conversar con Francia al margen de sus aliados neerlandeses. En el plano bélico, las tornas habían cambiado rápidamente. El duque de Vendôme, recién llegado a España como generalísimo, juzgaba que una batalla dejaría al archiduque Carlos «completamente perdido» y el partido anglicano o tory se avendría a negociar, anteponiendo los intereses mercantiles británicos a los compromisos adquiridos con Austria. Días antes de los choques de Brihuega y Villaviciosa, Vendôme se mostraba confiado ante el agotamiento del rival y su inferioridad numérica. Al archiduque le acompañaban en su retirada entre 9.000 y 10.000 infantes y 4.500 jinetes, mientras que el ejército borbónico sumaba 16.000 efectivos de infantería y 8.000 de caballería. La captura de prisioneros y de correspondencia, como la del marqués de Triviè, embajador de Saboya ante el archiduque Carlos, confirmaban su dramática situación en una Castilla hostil, sin caballos y con la infantería mermada tras meses de campaña.
Lo acontecido en Brihuega (9 de diciembre) y Villaviciosa de Tajuña (10 de diciembre), fue inmediatamente interpretado como una victoria táctica definitiva para el curso de la guerra en España y como un activo diplomático que aceleraría la paz en los términos deseados por Francia.
El propio Luis XIV no podía ocultar su entusiasmo y expresaba con claridad las esperanzas puestas en España tras lo sucedido:
Ya no es cuestión de socorrerle, pues lo que necesitan es un nuevo ejército. Veremos grandes movimientos internos en Holanda e Inglaterra cuando llegue allí la noticia de la derrota del conde de Starhemberg y la captura de todas las tropas inglesas. Quizá no sería inútil que un hombre como el propio Stanhope diera cuenta en el Parlamento de Inglaterra de lo que han sufrido las tropas inglesas en España, y de los motivos que sin duda tendrá para quejarse del conde de Starhemberg. Es uno de los jefes del partido presbiteriano, y como el partido contrario es actualmente superior, su presencia animaría aún más la división y el odio que reinan entre estos dos partidos. Estas consideraciones me llevarían a creer que podría ser útil para los intereses del rey de España concederle unos meses de permiso para ir a Londres. Me es fácil ver que cree importante para sus intereses aprovechar esta situación para desligar al rey de Portugal de su alianza con mis enemigos; no podemos demorarnos demasiado en reducir el número de los que nos hacen la guerra, y cuanto más divididos estén, más fácil será reducir a una paz justa y razonable a los que se han visto más obstinados en rechazar cualquier propuesta de tratado.
Las expectativas generadas por los éxitos militares de Vendôme tienen como precedente lo vivido en los meses posteriores a la victoria borbónica de Almansa en 1707 (Díaz Paredes, , pp. 393-422). Ante el rápido avance inicial sobre el reino de Valencia, el alto mando francés acarició el proyecto de, en vista a lo que parecía un golpe definitivo a la contienda, acometer la invasión de Portugal. Tanto el duque de Orleans, al mando del ejército en Valencia, como el duque de Borgoña, desde la corte francesa, veían al reino luso «desarmado» y abandonado por sus aliados. Las resistencias encontradas en Valencia por el ejército borbónico y los problemas logísticos pronto desaconsejaron esta estrategia. Ahora bien, ante la imposibilidad de invadir Portugal, se interpretó que, mediante la presión diplomática, el rey Juan V, recién ascendido al trono y visto como un monarca inexperto y débil, podría abandonar su alianza con británicos y neerlandeses. De esta manera, desactivado el frente extremeño y complicada sobremanera la comunicación entre el Mediterráneo y el Atlántico para las potencias marítimas, la guerra concluiría pronto en suelo peninsular. Al respecto, Luis XIV, informado del descontento existente en Lisboa por el curso de la guerra, mostró su confianza en que Juan V cediese a la influencia del sector proborbónico encabezado por el duque de Cadaval, al tiempo que se tomaban plazas fronterizas. Mediado el verano de 1707, se desestimó esta posibilidad tras constatar el estrechamiento de las relaciones luso-británicas.
En esta ocasión, la situación era si cabe más favorable a los intereses borbónicos. Para empezar, se reabría la cuestión portuguesa, ahora tras la captura del conde de San Juan, yerno del duque de Cadaval, un valioso activo que afirmaba estar dispuesto a transmitir a Juan V los deseos hispanofranceses de llegar a una paz separada, tanteo visto con buenos ojos desde Versalles. Sin embargo, el contexto ofrecía más alternativas que en 1707. Las relaciones entre Francia, España y la Santa Sede se habían deteriorado profundamente tras el posicionamiento de Clemente XI a favor de la candidatura austracista. Las victorias de Vendôme habían sido recibidas en Roma con preocupación, y Clemente XI temía que el archiduque Carlos embarcara pronto rumbo a Nápoles. La posible salida de la península del archiduque implicaba asimismo un vacío de poder en Cataluña, de la que incluso podía esperarse un levantamiento popular contra Carlos en un momento en que el duque de Noailles sitiaba Gerona y los acontecimientos parecían sucederse a gran velocidad. En un marco más amplio, se requilibraba la hasta ese momento dispar relación de fuerzas. Hermann Petkum, agente del duque de Holstein-Gottorp en La Haya, e informante de Torcy —si bien el ministro francés le consideraba de lealtad dudosa—, transmitía el desánimo del duque de Marlborough y del conde de Zinzendorf, interpretando, no obstante, que lo sucedido en España no haría sino comprometer más a las potencias marítimas a continuar implicadas en el conflicto. Ampliando el foco, había otras razones para el optimismo desde la óptica francesa: el estallido de un nuevo conflicto entre Rusia y el Imperio Otomano podía generar un efecto dominó en la Europa oriental, implicando a José I, por un lado, y afectando a los intereses comerciales neerlandeses en el Báltico, por otro. En cuanto a los británicos:
Podemos juzgar por el estado de ánimo en Inglaterra que este gran acontecimiento [en referencia a las victorias militares obtenidas por el duque de Vendôme] desengañará a los ingleses de la esperanza, que empezaba a desvanecerse en sus mentes, de obligar al Rey Católico a renunciar a España y a las Indias. Muchos ya pensaban que era necesario pensar en formar un proyecto de paz más razonable, y algunas de estas opiniones daban motivos para creer que no se dejaría a los holandeses el control de la negociación.
Es, por tanto, de interés analizar las distintas vías abiertas por la diplomacia francesa en los meses posteriores a diciembre de 1710 para iniciar unas negociaciones de paz desde la posición de poder adquirida en virtud de las recientes victorias militares obtenidas en España. Constatamos que alcanzar un acuerdo con Gran Bretaña era la opción prioritaria para Francia, que fue la que fructificó. Sin duda, el cambio político experimentado en Gran Bretaña durante 1710 permitió la apertura de una vía de diálogo entre Londres y Versalles, y el creciente grado de entendimiento entre ambas potencias explica la resolución del conflicto dinástico español. No obstante, consideramos relevante analizar también los canales de diálogo alternativos mantenidos por Torcy y sus agentes en las principales capitales europeas con el propósito de asegurar sus objetivos en la Europa continental en caso de fracasar las conversaciones de paz con Gran Bretaña —o de verse en la necesidad de ejercer una presión añadida sobre esta.
2. LA GESTIÓN DIPLOMÁTICA DE LA VICTORIA MILITAR
Desde la perspectiva francesa, la crisis económica, el agotamiento bélico y la posibilidad de dividir a la coalición aliada mediante la consecución de paces separadas, justificaban una nueva aproximación, en esta ocasión, a Gran Bretaña. La cuestión era más compleja en Londres, donde se hacía necesario contentar a los whigs, más partidarios de continuar con la intervención militar en la Europa continental, y que habían controlado la vida parlamentaria británica durante la última década, y a los tories, más aislacionistas, defensores de una política exterior orientada a la supremacía naval y sospechosos de ver con buenos ojos una posible restauración jacobita. Además, inserto como estaba el país en una coalición internacional, en la que estaban implicadas distintas potencias con intereses de difícil encaje, cualquier negociación con Francia debía tratarse con la mayor cautela posible. El apoyo de la reina Ana a la facción encabezada por Robert Harley, con la consiguiente salida de la toma de decisiones del duque de Marlborough —generalísimo y plenipotenciario inglés en los Países Bajos— y Sidney Godolphin —primer ministro en la práctica—, los conocidos como «duunviros», que habían liderado la toma de decisiones durante la guerra, abrió un nuevo ciclo en la política británica (Albareda Salvadó, , pp. 31-60; Castellano García, , pp. 199-232; Castellano García, , pp. 51-62). Torcy era consciente de ello, pero tenía motivos para dilatar las negociaciones con los británicos. Contemporizar podía acrecentar la división entre los extremos del espectro whig-tory, al tiempo que los mantenía a la expectativa, disminuyendo la presión aliada en los Países Bajos y la Península Ibérica. A su vez, conservaba bajo control el sentimiento de agravio que podrían sentir los españoles al verse desplazados en las negociaciones de paz, pues no había que ignorar el descontento de destacados aristócratas castellanos Désos, (, pp. 294-299; García-Badell Arias, , pp. 365-396).
Instrumental fue la figura de François Gaultier, quien había sido capellán del conde de Tallard durante su embajada en Londres en 1698 y había permanecido en la capital británica desde entonces, convirtiéndose en confesor de la esposa del conde de Jersey. Los contactos, iniciados en el verano de 1710, adquirieron velocidad a raíz de los acontecimientos de España. Gaultier aseguraba así que Gran Bretaña estaba dispuesta a reconocer a Felipe V como rey de España. Esto coincidía, precisamente, con las sesiones celebradas en la cámara de los Comunes para aclarar responsabilidades sobre la derrota sufrida en Almansa, de la cual se hacía corresponsable, entre otros, al plenipotenciario inglés en España, el whig James Stanhope, dando más argumentos a la facción partidaria de negociar la paz con Francia. La confianza mostrada por Torcy revela la seguridad con la que Francia afrontaba la negociación con Gran Bretaña después de las victorias militares en España. El objetivo de la diplomacia francesa era desvincular a Gran Bretaña de sus aliados holandeses. El diálogo, ya iniciado, permanecía en secreto, pero Torcy avisaba a Vendôme de lo que estaba por venir:
No me sorprendería verlos iniciar una negociación por la paz. Si este es el caso, el rey de España debe estar seguro de que será sobre la base de dejarle el dominio de España y de las Indias […] pero probablemente será necesario calentar la buena voluntad de los ingleses concediéndoles ventajas especiales además de las que se pueden poner a disposición en el comercio. Estoy convencido de que Mahón y Gibraltar no les serán arrebatados.
Torcy hacía hincapié en la necesidad de llevar el asunto con la máxima discreción en Madrid, para evitar cualquier queja por parte de los ministros españoles. Felipe V debía facilitar la paz, asumida como prácticamente segura —«los enemigos admiten que es necesario un cambio de planes, y que ya no es posible obtener la monarquía de España para el archiduque»— y considerada como ventajosa desde la óptica francesa, al tiempo que se subrayaba el elevado coste asumido por Luis XIV a lo largo de diez años de guerra. En cualquier caso, la paz no era sino un paréntesis hasta la próxima guerra: «las rencillas que tendrán entre ellos [Gran Bretaña y España] después de la paz darán lugar a suficientes oportunidades de venganza siempre que se gestionen bien». Luis XIV y sus ministros eran conscientes de que las concesiones que tenía que hacer España sembrarían la semilla de futuros conflictos, los cuales, tal vez, llegarían en un momento más favorable a los intereses franceses.
Pese a la euforia inmediata a la exitosa campaña del duque de Vendôme, el avance borbónico se interrumpió pronto. El duque de Noailles consideraba «imposible» emprender el asedio de Barcelona por cuestiones logísticas y operacionales —entre otras razones, por la necesidad de dar reposo a las tropas y las dificultades en el transporte de «municiones de guerra y de boca»—. Era prioritario, pues, continuar estrechando el cerco sobre la ciudad. Una fase final de la guerra que se iniciaría con la toma de Girona el 23 de enero por el propio Noailles.
Luis XIV estaba de acuerdo con sus generales: el archiduque Carlos todavía podía defender Barcelona y recibiría refuerzos en los próximos meses. Por ello, era necesario aprovechar la inercia adquirida, dadas las informaciones contradictorias que llegaban, en particular de los Países Bajos. Según Petkum, Heinsius había cambiado su discurso: la derrota había sido parcial y el conde de Starhemberg aún podía recomponer las defensas de Cataluña. Los Estados Generales no negociarían ningún acuerdo a menos de que se asegurasen sus intereses mercantiles sobre España y las Indias; algo inviable si Felipe V reinaba en Madrid. Torcy, frustrado, advertía a Hennequin que las exigencias holandesas eran, una vez más, las que imposibilitaban cualquier acuerdo de paz. Pese al secretismo, el acercamiento entre franceses y británicos era ya conocido en Holanda, acrecentando el miedo de sus dirigentes a verse aislados en la guerra contra Francia y totalmente desplazados por los británicos en el comercio atlántico. En cualquier caso, las Provincias Unidas habían dejado de ser tomadas como interlocutor por Francia, centrada ahora en las conversaciones con Gran Bretaña y en la apertura de tanteos con terceros actores, incluyendo aquí a José I.
Francia contaba con una significativa red de espías tanto en el norte de Italia como en Austria (Bély, , pp. 98-101). La imagen que la corte francesa tenía de José I no era particularmente positiva. El duque de Saint-Simon se referiría a él como un príncipe impulsivo, violento y de un talento «por debajo de la media». La impresión general en Europa era que José I no sentía particular consideración por su hermano el archiduque Carlos. No obstante, un perfil más reciente, enviado en septiembre de 1710, se refería al emperador como un gobernante implicado en los asuntos de gobierno y «más liberal», de «buen juicio» y de mejor talante que Leopoldo I. A raíz de la ruptura de las conversaciones de Geertruidenberg, la diplomacia francesa prestó una especial atención a las relaciones entre Austria y las potencias marítimas. Los intereses austriacos, centrados en la Italia española y la rebelión húngara, no parecían compatibles con los objetivos de británicos y neerlandeses desde el comienzo del conflicto: ejercer un control directo sobre los Países Bajos católicos y otro indirecto sobre una monarquía española regida por un Habsburgo. Este distanciamiento de los aliados fue visto como una oportunidad por la diplomacia francesa. Distintos agentes informaban a Torcy del desinterés que reinaba en Viena respecto a los asuntos de España y la preocupación por el curso de la rebelión húngara y el expansionismo ruso: «los ministros del Emperador quieren conservar sus cargos y dejar los asuntos de España; estas razones y muchas más hacen que deseen hacer la paz por el Emperador». Con todo, es sabido que Gran Bretaña no podía descuidar a su aliado austriaco, pese al deterioro en sus relaciones y a los rumores de presiones inglesas sobre José I para que este obligase a su hermano a renunciar al trono de Madrid en favor de la candidatura saboyana.
En cuanto a Portugal, este reino siempre había sido visto por franceses y españoles como el eslabón débil de la Gran Alianza. A raíz de la frustrada ocupación de Madrid de 1706 y de las posteriores derrotas en Almansa (1707) y La Gudiña (1709), caló la desconfianza hacia británicos e imperiales entre los portugueses, inmersos en una guerra que no parecía reportarles ningún beneficio. La falta de apoyo económico por parte británica, sumada al descontento con el trato recibido por sus aliados, eran una oportunidad para la diplomacia francesa y española. Ya a finales del verano de 1710, Luis XIV hacia referencia al descontento de los portugueses tras años de guerra, si bien señalaba con desagrado las ambiciones españolas de compensar la pérdida de Italia con posibles ganancias territoriales a costa de Juan V. Una posibilidad que era vista con temor en Lisboa, toda vez que ocupada Cataluña temía un avance español sobre el Alentejo. La comunicación entre ambas cortes permitió un nuevo intento de negociación en abril, cuando un agente del marqués de Bay, capitán general de Extremadura, pudo reunirse con el duque de Cadaval, el marqués de Corte Real y el propio Juan V —extremo este que negaría la diplomacia portuguesa (Martín Marcos, , pp. 151-175)—. La buena disposición encontrada llevó al propio Felipe V, favorable ahora a entregar la provincia de Tuy, a solicitar el nombramiento de un negociador con plenos poderes, para lo cual se consideró al secretario del duque de Noailles.
Como hemos señalado, la captura como prisioneros de guerra de destacados miembros de la nobleza portuguesa era un interesante activo diplomático. En este marco, esos prisioneros podían servir de palomas mensajeras. Podían hacer llegar al conde de Starhemberg, que estaba negociando con Vendôme el intercambio de prisioneros capturados en la campaña de 1710, las propuestas francesas al archiduque Carlos. Starhemberg era un militar respetado por los franceses —que mantenía una conocida enemistad con Eugenio de Saboya, principal halcón del entorno de José I— y era considerado el hombre fuerte de la corte archiducal. El planteamiento que Torcy quería hacer llegar a Starhemberg era claro: la guerra se hacía en España para favorecer a los intereses comerciales de las potencias marítimas y Austria debía centrarse en su área de influencia —los Balcanes, Centroeuropa y la Italia española, dada por perdida por la diplomacia francesa—. Asimismo, las buenas relaciones entre Francia y Austria eran necesarias por el bien de la religión católica en Alemania. Además, y de forma premonitoria, se apuntaba la necesidad de que, y visto que José I no tenía un heredero varón, el archiduque Carlos regresase a los estados patrimoniales de los Habsburgo por «si la desgracia le ocurriera al Emperador». A cambio, Felipe V debía comprometerse a renunciar tanto a los Países Bajos como a los reinos de Italia, incluida Sicilia, todavía bajo gobierno español. Por último, el aparente apoyo brindado por las potencias marítimas al duque de Saboya en sus pretensiones sobre el ducado de Milán, fuente de discordia entre José I, el archiduque Carlos y Víctor Amadeo II (Storrs, , pp. 131-157; Quirós Rosado, , pp. 335-356), e incluso ante un hipotético intercambio con el archiduque que permitiese, bien al duque de Saboya o bien a su heredero, el príncipe de Piamonte, reinar en España y las Indias, parecía dar alas al sentimiento de agravio austriaco y a la posibilidad de alcanzar un acomodo con Francia.
Vendôme mostró su acuerdo, aunque rehusó informar a Felipe V en un primer momento. El general francés veía en ello una oportunidad para asestar un golpe definitivo a la guerra, pero consideraba que José I no se avendría a un acuerdo con Luis XIV si este ofrecía al emperador lo que ya tenía, es decir, la Italia española, a excepción de Sicilia, y los presidios toscanos. La respuesta que obtuvo de Torcy revela, no obstante, la confianza depositada en un posible arreglo con José I —si bien tanto este como el propio Luis XIV coincidían en no informar de ello a Felipe V:
[La negociación] tal vez no sea tan difícil como parece, porque es cierto que este príncipe [José I] está muy descontento con sus aliados. Pretenden darle la ley con una altanería insoportable y algunos de los ministros que emplea fuera de su Corte le han sugerido que si se atreviera a confiar en Francia no estaría lejos de negociar con ella. Sólo le mueve de verdad el deseo de conquistar Italia. Él quería España porque esperaba que los ingleses y los holandeses la conquistaran a su costa para el archiduque, pero desde que vio la perturbación que habéis causado en sus planes y desde que le apremian a enviar tropas allí amenazándole, considerará sus propios intereses […] Estaría dispuesto a renunciar a España y las Indias, de las cuales no está muy preocupado, para estar en posesión de toda Italia. Incluso se dice que no le costaría renunciar a los Países Bajos porque ve que los holandeses siempre serán sus amos.
Sí debía Vendôme informar a Felipe V del avance en las negociaciones con Gran Bretaña —las cuales «están tomando más cuerpo»—, pero recomendando un «secreto inviolable», sin que esto llegase al conocimiento de nadie a excepción de la reina y la princesa de los Ursinos. El tanteo con Austria, empero, era demasiado delicado como para planteárselo abiertamente a Felipe V, pues la cuestión italiana chocaba frontalmente con los ambiciosos planes trazados desde Madrid para reconquistar el reino de Nápoles surgidos a raíz de las recientes victorias militares, los cuales marcarían la política exterior española posterior a Utrecht (Sallés Vilaseca, , pp. 277-317; Sallés Vilaseca, , pp. 313-334; Storrs, , pp. 213-239; Baudot Monroy, , pp. 169-200). El mismo Vendôme dio su visto bueno a este plan desde un posicionamiento táctico, y no dinástico-patrimonial como era el de Felipe V: dado que la ocupación austriaca generaba rechazo entre la población y que parte de la nobleza napolitana permanecía leal a Felipe V, la operación permitía abrir un nuevo escenario, obligando a los austriacos a destinar más recursos a Italia en detrimento del envío de refuerzos a Cataluña, forzándoles además a negociar su salida de España. La falta de embarcaciones —se planteaba incluso el recurso al corso— y la traición del duque de Uceda, plenipotenciario español, ahora residente en Génova, impidieron que el proyecto tomase forma Martín Marcos, (, pp. 154-157; García-Badell Arias, , pp. 365-396), pero revela los vientos de cola nacidos tras las victorias obtenidas en España.
La actitud imperial en los estados italianos había generado descontento entre estos, algo que no escapaba a la inteligencia francesa. El plan de José I de absorber el ducado de Toscana, ya ocupado por tropas imperiales, a la muerte de Cosme III provocaba un profundo rechazo. Además, la actitud de Clemente XI era vista con desagrado por Luis XIV, quien consideraba que «el Papa, que debería dar el ejemplo de pensar en la libertad común, es el primero en dejarse oprimir», sin manifestarse en contra de la ocupación austriaca de los ducados de Milán, Mantua y Toscana y del reino de Nápoles, que dejaba el conjunto de Italia bajo dominio imperial (Cremonini, , pp. 177-188). A ojos de la inteligencia francesa, el Papa estaba sometido por completo a los intereses austriacos. El cardenal de la Trémoille, principal agente francés en Roma, informaba de sus encuentros con el pontífice, en un intento de revertir la ruptura entre las monarquías borbónicas y la Santa Sede. Los esfuerzos de Clemente XI parecían centrados únicamente en recuperar la ciudad de Comacchio, feudo papal ocupado por tropas imperiales desde 1708. Esta humillación respondía a la estrategia de presión de José I sobre Clemente XI para que este reconociese a su hermano Carlos como rey de España. Sin posibilidad de ser auxiliada por las monarquías francesa y española, Roma basculó hacia Viena, un viraje ya confirmado por el acuerdo firmado por el piamontés marqués de Prié y el cardenal Paolucci el 15 de enero de 1709, mediante el cual se anulaba la fuerza militar papal y la Santa Sede aceptaba a hechos consumados el dominio austriaco sobre Italia (Martín Marcos, , pp. 128-151; 161-163) quedando, en palabras de Lucien Bély, reducida a la condición de «protectorado» imperial (Bély, , p. 367).
Clemente XI había enviado a su sobrino, Aníbal Albani, futuro cardenal, a Viena para negociar la devolución de Comacchio por parte del emperador. Contrariado, Clemente XI, y para incredulidad de Trémoille, comenzó a mostrar deseos de mediar entre los Habsburgo y los Borbón. «Puesto que este asunto va a terminar en breve» —en referencia a la guerra—, Clemente XI ofrecía los servicios de su sobrino, planteando la posibilidad de enviarle a Francia para iniciar las conversaciones de paz entre Luis XIV y José I. El monarca francés alentó esta posibilidad —«no hay forma más honorable y segura de negociar la paz que con la mediación del cabeza de la Iglesia»— pues en ella confluían las claves de su propuesta de paz para Austria —«la principal ventaja que el Emperador podría encontrar en una paz conmigo y el rey, mi nieto, sería asegurar para su Casa la posesión de los Estados de Italia obligando al archiduque a renunciar a sus pretensiones sobre España»—, pero nunca consideró al Papa como un interlocutor válido por su posición de debilidad frente al emperador. La insistencia francesa en que Clemente XI mandase a Albani abandonar Viena para dirigirse a Versalles, sin resultado, acrecentó las distancias con la Santa Sede.
Una última pieza, de difícil encaje, era el elector de Baviera. Maximiliano II, gobernador de los Países Bajos españoles, conservaba el control de las escasas plazas que permanecían en manos borbónicas. Luis XIV insistió a su nieto en que compensase a Maximiliano II, al que se había subsidiado desde el comienzo de la guerra y a quien se le habían prometido compensaciones territoriales tras ser expulsado de sus estados patrimoniales después de la batalla de Blenheim, en 1704 (Pamplona Molina, , pp. 213-233). Era una cuestión de honorabilidad, pero también la manera de crear un estado neutral que garantizase una barrera territorial frente a Francia en torno a la cual había girado la política exterior neerlandesa desde la década de 1670 (van Nimwegen, , pp. 147-175). Una vez más, Luis XIV empleaba el palo y la zanahoria. Al tiempo que se planteaba esto, Francia amenazaba con prohibir el comercio con los Países Bajos, decisión que era secundada por España. Luis XIV insistiría en repetidas ocasiones a su nieto en que cediese las plazas todavía bajo su control a Maximiliano, al darlas por perdidas de antemano en cualquier posible negociación de paz. Una solución al problema bávaro que planteaba nuevos problemas: si el frente del Mosa quedaba pacificado, la presión sobre la Picardía se intensificaría, tal y como razonaba Vendôme. En cualquier caso, se dudaba de la buena voluntad neerlandesa sobre esta cuestión y se veía a Maximiliano como una víctima de sus intentos por generar confusión sobre el futuro de la región y alienar al que, hasta el momento, había sido un fiel aliado de Francia. No sería hasta junio, ya en un contexto diferente, cuando Felipe V se aviniese a las instancias de Luis XIV.
3. EL FALLECIMIENTO DE JOSÉ I: OPORTUNIDAD Y FRACASO
Todas estas líneas de diálogo se vieron alteradas por el fallecimiento de José I, cuya primicia llegó a Versalles el 25 de abril de 1711. Las primeras noticias sobre la enfermedad de José I se conocieron en la corte francesa a mediados de abril, después de revelarse las conversaciones entre el conde de Peterborough y el emperador sobre la reapertura de las operaciones en Saboya y el proyecto del príncipe Eugenio de penetrar en suelo francés desde Flandes sobre las plazas picardas de Arrás y Saint-Omer. Una vez confirmada la muerte de José I, lejos de alejarse la posibilidad de firmar una paz separada con Austria, Luis XIV se mostraba más confiado que nunca en alcanzar un acuerdo, ahora con el archiduque Carlos: «me cuesta creer que el archiduque sea tan poco inteligente como para perder no sólo la Corona imperial, sino también para arriesgar parte de los Estados hereditarios de su Casa» si permanecía en España. Ahora sí debía implicarse a Felipe V. El consejo de ministros celebrado el 26 de abril llevó a los primeros movimientos: Torcy partía inmediatamente al encuentro del duque de Baviera para garantizar su apoyo y el de su hermano, elector de Colonia, en la futura elección imperial. A cambio de una vaga promesa —Maximiliano sería el poseedor de los Países Bajos españoles y obtendría el título de rey gracias a la cesión de Cerdeña, amén del matrimonio entre el príncipe elector y la hija mayor de José I—, Francia se garantizaba un activo en su propuesta al archiduque Carlos. El ministro de exteriores era también claro con sus corresponsales en las Provincias Unidas: la muerte de José I les haría «más dóciles», pero no se iba a presentar un nuevo borrador al Gran Pensionario. Luis XIV endureció igualmente su tono con Roma, instando «enérgicamente» a la salida de Aníbal Albani de Viena y transmitiendo a Clemente XI que su comportamiento contemporizador con Austria no predispondría a los españoles a un arreglo de las diferencias entre Roma y Madrid favorable a los intereses de la Santa Sede. Luis XIV concluía sus instrucciones al cardenal de la Trémoille con una reflexión palmaria: Nápoles no era segura para recibir al archiduque Carlos una vez este saliese de España y el Papa comenzaría a «arrepentirse» de la conducta «tendenciosa» que había adoptado a favor de los Habsburgo.
Los acontecimientos aparentaban dar la razón a la diplomacia francesa, que parecía por fin haber adquirido una posición negociadora dominante. Los tímidos movimientos realizados por el Papa eran «inútiles», como se hacía saber al cardenal Gualtieri. Ahora que «las máximas de la vieja política» habían cambiado y se daba paso «a nuevas reglas», la supervivencia de la casa de Austria estaba en peligro. Roma debía asumir entonces que sólo Francia podía evitar un conflicto imprevisible en Centroeuropa si un príncipe protestante era elegido emperador y en Italia si las tropas imperiales regresaban a Alemania. Los distintos agentes de la inteligencia francesa en Viena coincidían en el potencial efecto dominó. Si Carlos XII de Suecia, todavía huésped del sultán otomano Ahmed III, obtenía el apoyo de los turcos y los príncipes protestantes, podía estallar una guerra en Centroeuropa, el Báltico y los Balcanes en contra de los intereses austriacos. Por otra parte, el elector de Hannover, aunque también protestante, era un candidato más aceptable para Francia, pues su elección imperial debía implicar su renuncia a reinar en Gran Bretaña, abriendo de nuevo la sucesión jacobita. La opción preferida, Augusto II de Polonia —y elector de Sajonia—, se daba por inviable. En cualquier caso, la cuestión de fondo fue identificada con claridad por todos: el archiduque Carlos no podía reinar en España y en Austria, al presentar «el mismo inconveniente que el emperador Carlos V», lo que facilitaría el acuerdo entre las potencias marítimas y Francia. Una hipótesis más radical, la «guerra de religión», aunque improbable, no era una posibilidad completamente indeseada, pues volvería a Austria dependiente de Francia y España, siendo Luis XIV «protector» de los príncipes católicos del Imperio, culminando de este modo la secular aspiración francesa sobre Centroeuropa.
El duque de Borgoña escribía a su hermano empleando el mismo argumentario: otros príncipes alemanes —e incluso otros soberanos, como el duque de Saboya o el rey de Suecia— podían postularse al título imperial, al tiempo que Austria podía perder el control de Hungría, y quizá Bohemia, si el archiduque Carlos no se hacía cargo inmediatamente de la situación. El objetivo de negociar con Austria ya no era un secreto y Luis XIV enviaba instrucciones claras a Vendôme. Era necesario tomar la iniciativa a través de Felipe V: las propuestas las firmaría el Rey Católico y se entregarían al conde de Starhemberg. La carta, rubricada por el rey de España y dirigida al rey de Bohemia, al que se refería como «mi hermano y primo», suponía un movimiento con pocos visos de obtener resultados, pero, a su vez, se trataba de un gesto audaz. La oferta de paz incluía la garantía de un paso seguro por Francia para ir a Alemania, advirtiendo a Carlos de los «peligros» de permanecer en Cataluña una vez se conociese su inminente partida y el voto de los electores de Baviera y Colonia para elevarle a la dignidad imperial, los cuales, sumados a los votos del elector del Palatino y de los otros dos electores eclesiásticos, facilitarían la elección imperial. A cambio de la renuncia de Carlos a España y las Indias, Felipe V haría lo propio con los reinos de Nápoles y Sicilia. Asimismo, el ducado de Milán debía quedar bajo el dominio del duque de Saboya y los Países Bajos españoles serían entregados al duque de Baviera, quien a su vez recuperaría su rango en el Colegio Electoral. Este proyecto de tratado de reparto debía inocular en el futuro Carlos VI la idea de que tenía «demasiados enemigos» y, por lo tanto, de que sólo Francia podía asegurar la sucesión imperial, máxime cuando las potencias marítimas ya habían decidido que, en caso de fallecer José I, España y las Indias serían ofrecidas al príncipe de Piamonte para evitar que Carlos reinase en Viena y en Madrid, y que el duque de Hannover podía disputarle la elección imperial reuniendo el apoyo de los príncipes protestantes y la ayuda de británicos, neerlandeses y suecos.
Las expectativas francesas de una paz separada con Austria toparon con una resistencia mayor de la esperada. Los informes llegados de los Países Bajos indicaban que el archiduque Carlos sería elegido emperador de forma unánime y que tanto Heinsius como lord Raby, embajador británico en La Haya, habían obtenido resultados satisfactorios del representante imperial, el conde de Zinzendorf, para mantener la alianza unida y asegurar su apoyo al archiduque Carlos ante «el miedo» de las potencias marítimas a un acercamiento de este a Francia. Un extremo que se ve confirmado por la correspondencia del duque de Marlborough, quien transmitía la total confianza en la sucesión de Carlos al trono del imperio. Aun reconociendo que la «partida» jugada en España era ahora «más difícil que nunca», la armonía entre británicos y neerlandeses era prioritaria para Marlborough y el partido favorable a continuar con el conflicto. La emperatriz madre, Leonor Magdalena de Palatinado-Neoburgo, ejercería como regente en Viena hasta la llegada de Carlos, quien, para sorpresa de franceses y españoles, no abandonaría Barcelona hasta septiembre. La pacificación de Hungría y la declaración de apoyo de la reina Ana al archiduque Carlos acrecentaban el margen de seguridad del heredero de la Casa de Austria. La mediación de Clemente XI quedaba descartada de forma definitiva toda vez que nombraba a su sobrino, Aníbal Albani, como legado en Frankfurt para asistir a la elección imperial, pese a las quejas francesas.
A finales de mayo, Torcy reconocía que la vía austriaca no tenía visos de culminarse. La muerte de José I había «cerrado el camino a cualquier negociación». Dado que «no cabe esperar que la paz se consiga por este medio», el monarca francés daba carpetazo a la cuestión. La carta firmada por Felipe V fue devuelta sin abrir a Zaragoza, donde se encontraba el cuartel general borbónico para escasa sorpresa de Vendôme, quien aprovechó para recordar que en todo momento había sido escéptico al respecto, al contrario que en lo concerniente a las conversaciones con Gran Bretaña: «espero mucho y podemos esperar sin lisonjearnos demasiado que llegue a buen término». Tanto británicos como neerlandeses estaban enterados del tanteo francés y, en particular los primeros, estando avanzadas las negociaciones, no permitirían que Carlos firmase una paz separada con Luis XIV y Felipe V. Si bien el gobierno de Londres se vería presionado internamente para endurecer sus condiciones, en los meses siguientes se cerrarían las claves de los futuros tratados de paz, negociados al margen de neerlandeses, austriacos y españoles. Por su parte, Luis XIV se guardaría de autorizar la llegada de los emisarios de Felipe V hasta no sellar los acuerdos con Gran Bretaña, anulando cualquier iniciativa diplomática por parte española (Bély, , pp. 508-510; Albareda, , pp. 65-122). Era, pues, momento de culminar el pacto con Gran Bretaña, apostando por la división entre las potencias marítimas y desentendiéndose del archiduque Carlos.
Así se lo hacía saber Luis XIV al duque de Vendôme, para que este comunicase a Felipe V el contenido preliminar del acuerdo:
En el primer artículo se trata de conceder a los ingleses seguridades reales para realizar en adelante su comercio en España, Indias y el Mediterráneo […] Me escribisteis que el rey de España estaba de acuerdo en dejar a Inglaterra la posesión de Gibraltar y Puerto Mahón si era posible mantener el resto de España a través de esta cesión. Estos dos puertos dan a los ingleses acceso al comercio español y mediterráneo, pero necesitan seguridad para las Indias, y es probable que pidan una plaza en América […] La animosidad entre las dos naciones [británicos y neerlandeses] es muy grande, y aumentará si el rey de España concede a los ingleses ventajas y seguridades para su comercio que no dará a los holandeses.
Luis XIV bloqueaba, igualmente, cualquier posible reapertura del diálogo con las Provincias Unidas. Para el marqués de Torcy, el único reproche que podían hacerse a sí mismos era haber confiado en la república neerlandesa para iniciar un proceso de paz. El canal que conduciría a un acuerdo definitivo llevaba a los británicos, «menos difíciles y mucho más razonables que los Estados Generales». Asimismo, la guerra parecía haber entrado en un punto muerto, al no obtenerse nuevos avances sobre Barcelona y al sufrir el ejército francés un revés en la frontera con los Países Bajos tras la toma de Bouchain por el duque de Marlborough, caído en desgracia ante la reina Ana y que sería cesado en sus funciones unos meses más tarde. Pese a la protesta francesa por la coronación de Carlos VI —se esgrimía que la elección no podía ser válida sin los votos de los electores de Baviera y Colonia—, las conversaciones anglo-francesas eran satisfactorias para ambas partes y lord Raby, ya como conde de Stratford, comunicaba a Heinsius la necesidad de escoger una de las cuatro ciudades propuestas —entre ellas, Utrecht— como sede de los acuerdos de paz. Al respecto, Torcy escribía en términos elogiosos al duque de Vendôme, un año después de sus victorias en el campo de batalla. Acerca del buen curso de las negociaciones con sus homólogos británicos, «sigo atribuyendo las primeras disposiciones [de paz] a la batalla de Villaviciosa» y, según el ministro de Luis XIV, la conclusión de las negociaciones se debía «al buen estado» en que el general francés había colocado «los asuntos del rey de España».
4. CONCLUSIONES
Tal y como hemos podido constatar, los éxitos militares de Vendôme deben ser enmarcados en un proceso más amplio, conducente a la firma de los acuerdos de paz de Utrecht. La campaña de 1711 no provocó cambios de relevancia en España. La llegada de refuerzos aliados a Barcelona, los problemas logísticos experimentados por los ejércitos borbónicos y la consolidación de las conversaciones entre británicos y franceses, ralentizaron el curso de la guerra durante la primavera y el verano de 1711. El duque de Vendôme tomó una actitud defensiva, algo que fue aprobado por Luis XIV: era conveniente no asumir ningún riesgo y esperar a la salida del archiduque Carlos de Barcelona. Mediado el mes de junio no se había recibido respuesta desde la corte carolina, algo atribuido a las presiones de las potencias marítimas sobre el candidato austriaco. No obstante, llegado el verano, se aceptaba que Gran Bretaña, una vez alcanzados sus objetivos, aceleraría la apertura formal de unas negociaciones de paz concluyentes. El liderazgo anglo-francés abría una nueva etapa en las relaciones internacionales y dejaba en evidencia la desconexión de la diplomacia española, con las dinámicas expuestas y la pérdida de iniciativa por parte de las autoridades neerlandesas. En cuanto a Roma, aislada del concierto internacional, no pudo hacer valer sus derechos históricos frente a Austria sobre lo que la Santa Sede defendía como feudos pontificios, toda vez que permanecía enemistada con las monarquías borbónicas.
Una serie de acontecimientos que confirmaron lo que ya se había perfilado en las conversaciones franco-británicas. Por esta razón, consideramos que no debe minusvalorarse el peso de las victorias militares en la fase preliminar y de tanteo previo a un proceso de paz, al menos en tanto a cómo estas pueden ser percibidas por el poder político. En este caso, y como hemos podido ver en este trabajo, desde el punto de vista francés, Luis XIV y el marqués de Torcy enfatizaron la importancia de los triunfos obtenidos por el duque de Vendôme en España. De igual modo, la victoria obtenida por el mariscal de Villars ante el ejército imperial en Dénain el 24 de julio de 1712 también fue saludada por Torcy como un gran avance en las negociaciones de paz ya iniciadas formalmente con las potencias marítimas, aislando al nuevo emperador y no dejándole más alternativa que avenirse a la firma de la paz con Francia (Bély, , pp. 665-668). En suma, gracias a una serie de éxitos militares, la diplomacia francesa adquirió la posición de poder perdida en el tramo central del conflicto dinástico español, reequilibrando la balanza en la mesa de negociaciones. El diálogo, pero también la violencia, desempeñaron un papel fundamental en el proceso de paz, poniendo de manifiesto así que la diplomacia se desarrolló también merced a la fuerza de las armas, lo que recuerda al investigador el nexo existente entre la historia militar y la historia de las relaciones internacionales.
Agradecimientos
Este trabajo forma parte del proyecto de investigación «La defensa global. La movilización de recursos militares en la construcción imperial de la Monarquía Hispánica, siglos XVII y XVIII» (PID2021‐127306NB‐I00), financiado por el Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades del Gobierno de España.
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Notas
[2] La campaña de 1709 se había iniciado en España de forma positiva para los intereses de Felipe V, tal y como anotaba el duque de Alba, embajador español en París. La toma de Alicante y la victoria en La Gudiña parecían asegurar tanto el reino de Valencia como la frontera extremeña. Sin embargo, Alba recibía en junio la noticia de la decisión tomada por Luis XIV de sacar de España tanto a su embajador como a sus tropas. El duque de Alba a Grimaldo, París, 29 de abril de 1709 y ss., Archivo General de Simancas (en adelante, A.G.S.), Estado (en adelante, E.), leg. 4307.
[3] La humillación experimentada por la delegación francesa a manos de los negociadores neerlandeses seguiría presente más de dos años después, en Utrecht, cuyas conversaciones fueron definidas como una «completa revancha» por Melchor de Polignac, plenipotenciario francés tanto en Geertruidenberg como en Utrecht (Bély, , pp. 462-465).
[4] Luis XIV a Felipe V, Versalles, 4 de febrero de 1710, Archives diplomatiques (en adelante, A.M.A.E.), Correspondance politique Espagne (en adelante, CP. E.), leg. 203.
[5] Luis XIV a Felipe V, Versales, 17 de marzo de 1710, A.M.A.E., CP. E., leg. 203. [N. del A.: las traducciones del francés al español son obra del autor].
[6] Journal inédit de Jean-Baptiste Colbert, marquis de Colbert, Plon, Nourrait et Cie., París, 1884, pp. 236-249.
[7] Instrucción de Luis XIV al duque de Noailles, Marly, 6 de septiembre de 1710, A.M.A.E., CP. E., leg. 200.
[8] La compensación que obtendría Felipe V, los reinos de Nápoles y Sicilia, o Sicilia y Cerdeña, no era vista con malos ojos en La Haya, preocupada ante la amenaza al equilibrio de poder en el Mediterráneo que representaba ahora la Casa de Austria, pero, como señalaba Torcy a Hennequin, los holandeses no estaban en posición de imponerse ante José I, Journal inédit…, pp. 259-261; 295-296; 312-313. Esta información es corroborada por carta de Torcy a Vendôme, Marly, 3 de noviembre de 1710, A.M.A.E., CP. E., leg. 204.
[11] En su primer encuentro, Felipe V dejó a Vendôme claras sus líneas rojas en vistas a un acuerdo de paz: «con tal que se le dejase el continente de España y las Indias, se haría por otra parte todo lo que quisiésemos y que, ya que se decía que era necesario que hablase y entrase en el tratado de paz, lo haría con esta condición, que hiciese tal cesión de los estados separados de España como se estimase conveniente y que diese sobre el comercio de las Indias tal derecho como se juzgase conveniente», Memoria del duque de Vendôme, s/f, A.M.A.E., CP. E., leg. 201. En lo concerniente a la América española, Felipe V se negó reiteradamente a la cesión de ninguna plaza a los británicos. Por ejemplo, Felipe a Luis XIV, Zaragoza, 11 de junio de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 207.
[13] Copia de carta del marqués de Triviè, campo de Hita, 17 de octubre de 1710, A.M.A.E., CP. E., leg. 201.
[14] N. del A.: en contraste con los tories, identificados con la Iglesia anglicana y la institución monárquica, Luis XIV utiliza en esta carta el término «presbiteriano» para referirse a los whigs, calificativo empleado históricamente para referirse a los presbiterianos escoceses, cuyo gobierno eclesiástico hacía especial énfasis en la participación de la comunidad religiosa. Esta asociación llevó a que a los whigs se les denominara también «partido presbiteriano», en tanto que defensores del Parlamento sobre la Corona. Luis XIV a Vendôme, Versalles, 26 de diciembre de 1710, A.M.A.E., CP. E., leg. 202.
[15] El duque de Borgoña a Felipe V, Marly, 9 de mayo de 1707, Archivo Histórico Nacional (en adelante, A.H.N.), Estado (en adelante, E.), leg. 2514.
[16] El duque de Orleans a Felipe V, campo de Cheste, 7 de mayo de 1707, A.H.N., E., leg. 2454; Amelot a Luis XIV, Madrid, 9 de mayo de 1707, A.M.A.E., CP. E., leg. 168.
[17] Correspondencia entre Luis XIV y Amelot de 23 de mayo a 18 de julio de 1707, A.M.A.E., CP. E., leg. 168.
[19] El duque de Borgoña a María Luisa Gabriela de Saboya, Versalles, 26 de diciembre de 1710. Lettres du duc de Bourgogne au roi d’Espagne Philippe V et à la Reine, Librairie Renouard, París, pp. 72-73.
[20] Trémoille a Torcy, Roma, 27 de diciembre de 1710, A.M.A.E., Correspondance politique Rome (en adelante, CP. R.), leg. 506.
[21] Luis XIV a Vendôme, Versalles, 26 de diciembre de 1710, A.M.A.E., CP. E., leg. 204; Journal inédit…, p. 325.
[22] Podemos observar, según se desarrollaban los acontecimientos, cómo Petkum transmitía informaciones cada vez menos fiables. Por ejemplo, al advertir de un recrudecimiento de las hostilidades fruto de las negociaciones lideradas por el conde de Peterborough con el Emperador y el duque de Saboya, «de tal manera que atacarán a Francia por todos los flancos» y aconsejando que «Francia y España, para tener paz, necesitan hacer y mantener la guerra», palabras lo suficientemente derrotistas como para perder la confianza de Torcy. Petkum a Du Meunil, Ámsterdam, 29 de marzo de 1711, A.M.A.E., Correspondance politique Hollande (en adelante, CP. H.), leg. 229.
[26] A este respecto es ilustrativo el papel de sujetos como Francisco Mollo, quien ya había trabajado para la diplomacia francesa durante la década de 1690 en el marco de la Guerra de la Liga de Augsburgo (Bély, , pp. 102, 109-110; Stapleton, , pp. 87-106). Este mercader empleado por la inteligencia francesa e instalado en Ámsterdam cual aseguraba la «buena disposición para concluir el comercio» de vino con «los mercaderes de ultramar» en la reunión tenida en Ámsterdam, en probable alusión a los encuentros discretos entre agentes británicos y borbónicos. Mollo a Dujardin, Ámsterdam, 10 y 18 de febrero de 1711, A.M.A.E., CP. H., leg. 229.
[27] Journal inédit…, pp. 347-350; Mémoires de Monsieur de Torcy pour à l'histoire des négociations depuis le Traité de Riswick jusqu'a la paix d'Utrecht, T. III, pp. 28-ss.
[28] Recueil des nouvelles ordinaires et extraordinaires, relations et récits des choses avenues, n.º 6 (7 de febrero de 1711).
[32] Pese a esta aproximación realista, Noailles confiaba en una pronta paz con Portugal y Saboya, fruto de los recientes éxitos militares. Noailles a Vendôme, campo de Gerona, 3 de enero de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 205.
[33] Cartas de Luis XIV a Vendôme, 12 de enero y 2 de febrero de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 202, 204.
[35] Journal inédit…, pp. 340-341. A este respecto, los neerlandeses siempre reprocharon a los franceses que las negociaciones de Geertruidenberg no habían sido sinceras, y que habían buscado dilatar las conversaciones para dividir a los aliados. Petkum a Torcy, La Haya, 7 de mayo de 1711, A.M.A.E., CP. H., leg. 229. Otras informaciones indicaban la creciente preocupación existente en La Haya: si la guerra se recrudecía en Europa del Este, los príncipes alemanes y el Emperador se desentenderían de los Países Bajos en el peor momento de las relaciones franco-neerlandesas. Distintos informes señalaban el creciente descontento entre la población neerlandesa. A la desconfianza hacia los británicos y el rechazo hacia los austriacos, a quienes se acusaba de no contribuir lo suficiente al curso de la guerra en los Países Bajos, se sumaba el agotamiento económico y social propios de un conflicto de larga duración. El conde de La Marck, noble renano que servía a la inteligencia francesa, enfatizaba también el cada vez peor estado de los ejércitos aliados en los Países Bajos españoles: «parecen muertos que se levantan de la tierra». Mémoire et declaration exacte et veritable sur les 21 articles…, La Haya, 1 de abril de 1711, A.M.A.E., CP. H., leg. 229; informe del conde de La Marck, Bruselas, 9 de abril de 1711, A.M.A.E., Correspondance Politique Pays-Bas espagnols (en adelante, CP. PB.), leg. 66.
[37] Mémoires complets et autentiques du duc de Saint-Simon, T. IX, Librairie Parisienne, Bruselas, 1829, pp. 231-232.
[38] Un perfil que distaba del recibido por Torcy en 1707 de M. de la Chapelle, mucho menos amable. Memoria sobre la Corte de Viena, Viena, 10 de septiembre de 1710, A.M.A.E., Correspondance politique Autriche (en adelante, CP. A.), leg. 88.
[44] Journal inédit…, pp. 398-399. La esperada predisposición del conde de Starhemberg a mediar entre borbónicos y austracistas podría deberse a la presencia de un espía en su entorno de confianza que informaba al marqués de Torcy (Bély, , p. 127).
[49] Pontchartrain a Torcy, Marly, 24 de junio de 1711, A.M.A.E., CP. Nápoles (en adelante, N.), leg. 23.
[50] Trémoille a Luis XIV, Roma, 11 y 18 de abril de 1711, A.M.A.E., CP. R., leg. 512; Journal inédit…, pp. 403-404; Mémoires politiques et militaires pour servir à l’histoire de Louis XIV…, T. IV, Chez Moutard, París, 1777, pp. 156-157.
[57] El Tratado de la Barrera firmado entre británicos y neerlandeses en 1709 garantizaba el apoyo de los segundos a la sucesión protestante en Gran Bretaña a cambio de ayuda militar en los Países Bajos españoles. En la práctica, suponía ceder a las Provincias Unidas el control sobre los territorios ocupados pertenecientes a la Monarquía Hispánica. No obstante, fue pronto una cuestión problemática en las relaciones entre ambas potencias, al casar de forma insatisfactoria sus intereses sobre la región. Copia del Tratado de la Barrera…, s/f., A.G.S., E., leg. 4309 (Coombs, , pp. 202 y ss.).
[58] Cartas de Luis XIV a Felipe V y el duque de Vendôme, Versalles, 17 de noviembre de 1710, A.M.A.E., CP. E., leg. 202.
[62] Igual consideración recibió la presunta carta de Eugenio de Saboya dirigida a Felipe V, claramente falsa, en la cual el principal general de José I se ponía a disposición de los intereses borbónicos a cambio del gobierno de los Países Bajos españoles. Journal inédit…, pp. 372-374.
[64] Copia de carta escrita por el Gran Prior al conde de Luc, 11 de abril de 1711, A.M.A.E., CP. A., leg. 89.
[66] Journal inédit…, 424-429; 440. Clemente XI también se mostró favorable a la unión entre Carlos Alberto de Baviera y María Josefa de Austria. Partidario de que el archiduque Carlos fuese Emperador, pero también de que se restituyese en sus estados patrimoniales al elector de Baviera, veía en dicha unión una garantía para neutralizar una mayoría protestante en la Dieta Electoral. Trémoille a Luis XIV, Roma, 2 de mayo de 1711, A.M.A.E., CP. R., leg. 512
[68] Tanto era así, que el monarca francés presionaba a Clemente XI remarcando la independencia de su nieto, afirmando que Felipe V debía «gobernar según sus máximas y como lleva reinando más de diez años, y no me corresponde a mí darle consejos sobre las medidas que debe tomar para preservar los derechos de su Corona y por el bien de sus súbditos». Luis XIV a Trémoille, Marly, 27 de abril de 1711, A.M.A.E., CP. R., leg. 512.
[69] No por ello, Torcy dejaba de cargar contra los considerados por Francia como abusos cometidos por Leopoldo I y José I en sus relaciones con la Santa Sede. Torcy a Gualtieri, Marly, 27 de abril de 1711, A.M.A.E., CP. R., leg. 511.
[70] Mémoire au sujet des suites que la mort de l’Empereur peut avoir par rapport à la France, M. de Bonnac, Viena, 30 de abril de 1711; Reflexions sur l’effet que peut produire la mort de l’Empereur par rapport aux affaires generales et sur le moyen d’en profiter, Anónimo, Viena, 1 de mayo de 1711, y ss., A.M.A.E., CP. A., leg. 89.
[71] Mémoire de M. de Frischman sur la situation ou se trouvent les affaires par la mort de l’Empereur Joseph, M. de Frischman, Viena, 2 de mayo de 1711, A.M.A.E., CP. A., leg. 89.
[72] Borgoña a Felipe V, Marly, 26 de 1711, Lettres du du de Bourgogne au roi d’Espagne…, pp. 87-90.
[73] La carta firmada por el propio Felipe V dirigida al archiduque Carlos llamaba al entendimiento entre ambas coronas por motivos de religión —«aunque esta carta no surtiera efecto y el archiduque no respondiera a ella, me alegraría mucho haber dado a conocer a toda Europa que trato de ayudar a mi enemigo, cuando los intereses de la Iglesia están unidos a su elevación»— e intereses compartidos frente a los príncipes protestantes: «Vuestros verdaderos intereses os llaman a otra parte. Dependerá, pues, de V.M. si no trato de apoyarlos con la misma fuerza y vivacidad con que he resistido todos los esfuerzos que hasta ahora ha hecho contra mí». Felipe V al archiduque Carlos, Zaragoza, 14 de mayo de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 207; Felipe V a Luis XIV, Madrid, 15 de mayo de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 211; Mémoires politiques et militaires pour servir à l’histoire de Louis XIV…, pp. 174-181. A este respecto, Torcy definió la carta como «una obra maestra» que apelaba al «bien público», y, de ser rechazada y hacerse pública, podía contribuir a la narrativa existente de que eran británicos y neerlandeses los que bloqueaban cualquier iniciativa de paz para continuar con la guerra. Torcy a Vendôme, Marly, 25 de mayo de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 207.
[74] El futuro Carlos VI tenía «enemigos en su propia casa», pues sus sobrinas podían, mediante matrimonio, reclamar los Estados de la Casa de Austria, cosa que terminó sucediendo tras la muerte de Carlos y desencadenó la Guerra de Sucesión Austriaca (1740-1748). Cartas de Luis XIV a Vendôme, 3 de mayo de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 204 y 206.
[75] Hennequin a Torcy, 5 de mayo de 1711, Roterdam, A.M.A.E., CP. H., leg 229; Sin autoría, Gante, 5 de mayo de 1711, A.M.A.E., CP. PB., leg. 66.
[76] Cartas de Marlborough al conde de St. John y el duque de Shrewsbury, Warde, 7 de mayo de 1711, y al archiduque Carlos al cual garantiza el apoyo angloholandés frente a «las intrigas» de la diplomacia francesa en el Imperio, Warde, 3 de junio de 1711, The Letters and Dispatches of John Churchill…, Vol. V, pp. 329-331.
[77] Esta tardanza se atribuiría a las presiones de las potencias marítimas sobre el archiduque Carlos, interesadas en mantenerle en España para alargar el conflicto y ejercer presión en las negociaciones, toda vez que le aseguraban la elección imperial. Borgoña a Felipe V, Marly, 11 de mayo de 1711, Lettres du duc de Bourgogne…, pp. 91-93; Alba a Grimaldo, París, 12 de mayo de 1711, A.G.S., E., leg. 4308; Trémoille a Luis XIV, Roma, 27 de junio de 1711, A.M.A.E., CP. R., leg. 512; Cornejo a Grimaldo, París, 30 de junio de 1711, A.G.S., E, leg. 4308. El propio Marlborough indicaba que Carlos debía permanecer por el momento en España. Marlborough a lord Raby, Warde, 1 de junio de 1711, The Letters and Dispatches of John Churchill…, pp. 362-363. Incluso James Stanhope, en esos momentos prisionero en Zaragoza, se mostraba confiado en que, si bien el archiduque debía abandonar Barcelona inmediatamente, la alianza se mantendría, pues obtendría el apoyo de las potencias marítimas para la elección imperial. Blécourt a Luis XIV, Zaragoza, 5 de mayo de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 207.
[78] «Espero que la concurrencia unánime de todos los electores haya desbaratado completamente las intrigas y expectativas de la Corte francesa» escribía Marlborough a St. John, Warde, 25 de mayo de 1711, The Letters and Dispatches of John Churchill…, 354-356.
[79] Cartas de La Chausse a Torcy, Roma, 30 de mayo de 1711, y de Torcy a Gualtieri, Marly, 2 de julio de 1711, A.M.A.E., CP. R., leg. 512.
[81] Luis XIV a Vendôme, Marly, 15 de junio de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 204. Otro tanto sucedía con los tanteos hechos en Lisboa. Luis XIV a Vendôme, Marly, 15 de junio de 1711, A.M.A.E., CP. E., leg. 207.
[83] Los acuerdos preliminares sorprendieron igualmente a los austriacos. Carlos VI manifestó a través de Eugenio de Saboya y del conde de Zinzendorf su disconformidad con las conversaciones. Pastor a Torcy, Viena, 9 de diciembre de 1711, A.M.A.E., CP. A., leg. 90. Respecto a las quejas de las Provincias Unidas ante la opacidad británica en sus conversaciones con Francia, ver Coombs, 1958, pp. 253 y ss. En lo respectivo a los preliminares y a la reacción internacional, ver Castellano García, 2022.
[84] De hecho, las negociaciones hispano-británicas no se iniciarían hasta 1712 (Albareda Salvadó, , pp. 31-60; Storrs, , pp. 77-99; Castellano García, , pp. 329-363; Castellano García, , pp. 249-278).
[88] Cartas de Torcy a Villars, Fontainebleau, 3 de agosto de 1711, A.M.A.E., CP. PB., leg. 66, y del duque de Borgoña a Felipe V, Fontainebleau, 31 de agosto y 7 de septiembre, Lettres du duc de Bourgogne…, pp. 104-109. Asimismo, el cese de las hostilidades entre Rusia y el Imperio Otomano aseguraba la permanencia de tropas alemanas en los Países Bajos. Marlborough a Augusto II, Bouchain, 7 de septiembre de 1711, The Letters and Dispatches of John Churchill…, pp. 479-480.