Este artículo analiza los derechos de los esclavos a contraer matrimonio y a alcanzar la libertad en el contexto de las relaciones humanas y sociales producidas históricamente en torno a estas personas, observando los modos en los que se produjo la interacción del Derecho con las realidades demográficas, los hábitos sociales y las estructuras económicas en los siglos XVI y XVII. Sevilla, la ciudad española con mayor número de esclavos en aquella época, considerada en el marco del sudoeste de la Península Ibérica y de la economía atlántica, constituye el observatorio de estudio. Dadas las características de la urbe y de ese territorio, las conclusiones desbordan las propias de la historia local y apuntan a dinámicas comunes al mundo ibero-americano. En este caso, y sin perder de vista el conjunto de la población sometida a esclavitud, se presta especial atención aquí a la historia de las esclavas y a las especificidades derivadas del hecho de ser mujeres.
En este trabajo, gracias al análisis cuantitativo y seriado, tanto de los registros parroquiales como de diversas muestras de documentación notarial (principalmente compraventas de esclavos y alhorrías), se explica el fenómeno de la esclavitud en general y el de la femenina en particular desde una perspectiva macrohistórica, lo que permite medirlo en términos sociales y seguir su evolución durante los siglos XVI y XVII. Asimismo, se adopta un análisis microhistórico, aplicando una metodología de variación de escalas que hace posible visibilizar «conexiones que pasan inadvertidas a escala macrohistórica», pues, como explica Paul Ricoeur, «al cambiar de escala, no se ven las mismas cosas, en una escala mayor o en una más pequeña [...] se ven cosas diferentes», lo que facilita corregir errores de percepción que con frecuencia se han producido en la llamada historia de las mentalidades y en la historia social como consecuencia de la aplicación a estas de «modelos macrohistóricos de la historia económica» (). Para ello hemos seleccionado casos representativos obtenidos en la documentación notarial y eclesiástica, que permiten la observación y el análisis de las trayectorias vitales de las personas esclavizadas y, en concreto, de su interacción con el marco jurídico que las constreñía.
1. El derecho de los esclavos a contraer matrimonio y a alcanzar la libertad
Desde finales de la Antigüedad, poder contraer matrimonio se había convertido en uno de los pocos derechos de las personas sometidas a la situación jurídica de la esclavitud. En Castilla, las Partidas de Alfonso X († 1284) incorporaron en el derecho civil los principios del derecho canónico, estableciendo el marco jurídico que se mantendría en vigor durante la edad moderna (; ). Así, se asumió la idea de que la condición jurídica servil no era impedimento para poder contraer matrimonio. No solo se permitía el matrimonio entre esclavos, también el del hombre esclavo con mujer libre, siempre que ésta supiese de su condición servil en el momento del casamiento, y el del hombre libre con la mujer esclava, siempre que ambos fuesen cristianos.
Poder contraer matrimonio era, por tanto, un derecho de los esclavos reconocido por las leyes, y tanto el esclavo como la esclava podían hacerlo válidamente expresando su consentimiento, al igual que cualquier otra persona, y ello incluso a pesar de la oposición de sus amos. Y aunque el matrimonio no disminuía la obligación de servir al amo («Et como quier que pueden casar contra voluntad de sus señores, con todo esto tenudos son de lo servir también como ante facien»), sí implicaba una limitación del dominio: si el esclavo y la esclava casados perteneciesen a un mismo señor y este decidiese venderlos, debería hacerlo «de manera que puedan vevir en uno et facer servicio a aquellos que los compraren, et non pueden vender el uno en una tierra et el otro en otra por que hobiesen a vevir departidos» (Partida IV, título V, ley I ). Es decir, al contraer matrimonio la persona esclava adquiría el derecho a mantener su vida conyugal, lo que significaba cercanía física y tiempo para ello. Con este fin, y a pesar de que la prestación del «servicio» debido al señor y ordenado por este tendría prioridad frente al cumplimiento del «deudo» y requerimiento conyugal (Partida IV, título V, ley II ), la Iglesia debería facilitar el acercamiento entre los cónyuges esclavos a fin de que pudiesen vivir juntos.
Ese ordenamiento jurídico del siglo XIII no representa una singularidad castellana en lo referente a la esclavitud. En realidad, el código alfonsí se limitaba a incorporar principios del derecho común que se generalizaron entre los siglos XIII y XIV en las legislaciones de los reinos cristianos, así también en Portugal, Valencia o Sicilia. Era el resultado de un largo proceso histórico que concluía en esa época y por el que la institución de la esclavitud había acabado siendo prácticamente eliminada entre los cristianos, subsistiendo en la frontera mediterránea, en el contexto de la guerra contra el Islam y transmitida por vía materna como condición jurídica a los hijos. Aunque el debate teológico y jurídico sobre si el bautismo confería o no la libertad a los esclavos se saldó en un sentido negativo en el mismo siglo XIII, el derecho de los esclavos a obtener la libertad, bien por carta de alhorría o bien por carta de testamento, también reconocido en la legislación a partir de una antiquísima tradición anclada en el derecho romano, contribuyó de manera decisiva a la continua disminución del número de esclavos en aquella sociedad (Pérez García, y ).
2. Tratas esclavistas y cambio social en Andalucía occidental, siglos XV-XVII. Una perspectiva cuantitativa
La apertura de las rutas esclavistas atlánticas por los portugueses a partir de mediados del siglo XV afectó de manera significativa a la realidad demográfica y social de la esclavitud en las regiones de la Península Ibérica más directamente afectadas por ellas, especialmente, en los territorios meridionales comprendidos al sur de una línea imaginaria que uniría Lisboa y Valencia. En el territorio que abraza la fachada atlántica de Andalucía, con su denso entramado urbano, se formaría una importante concentración de esclavos que alcanzó su máximo a mediados de la década de 1560, cuando, en el contexto de la revolución demográfica que experimentaba la región y su capital, y según los padrones de 1565, la ciudad de Sevilla llegó a albergar 6.327 esclavos, que representaban en torno al 7,4% de sus habitantes, y cuando se alcanzó la cifra de 44.670 esclavos en el conjunto del territorio de su extenso arzobispado, lo que suponía el 9,7% de su población total, datos estos cuya validez ha sido corroborada por la reconstrucción masiva de las series de bautismos (; ; ; ).
Asimismo, la cuantificación de la población esclava y su distribución geográfica permiten delimitar claramente una región que se extiende desde Lisboa hacia el sur, incluyendo el Alentejo, el Algarbe y el sur de Extremadura, y que llega hasta las fronteras orientales del reino de Sevilla, donde las ciudades de Lisboa (con casi 10.000 esclavos en 1551, el 10% de los habitantes de la urbe), Sevilla y Cádiz alcanzan los valores más altos (; ; ). En ese amplio territorio funcionará durante los siglos XVI y XVII un sistema de rutas internas de circulación y de mercados locales de esclavos alimentado fundamentalmente desde el exterior y por vía marítima, dada la incapacidad de la población esclava de reponerse numéricamente desde el punto de vista biológico, a causa de las condiciones negativas generadas por la propia esclavitud, y la brutal mortalidad infantil, constatada entre los hijos de las esclavas (; ; ; ; ; ; ).
Aunque el esclavo de origen berberisco y norteafricano, frecuentemente calificado como «blanco» en las fuentes notariales, constituía también una parte relevante de aquella población esclavizada, así como otros procedentes del Brasil, de las Indias de Portugal y los numerosos moriscos esclavizados como consecuencia de la guerra de Granada de 1569-1571, los «negros», originarios fundamentalmente del África subsahariana, constituían por entonces la mayoría de los esclavos que habitaban tanto en la ciudad de Sevilla como en Andalucía occidental (; ). Por detrás de ellos se encontraban numéricamente los mulatos, un grupo resultado en su mayor parte del mestizaje, que no dejó de crecer desde finales del siglo XV y durante los siglos XVI y XVII; los datos conocidos para la ciudad de Sevilla son claros: 7,3% de los esclavos en 1476-1500, 9,3% en 1501-1525, y 13,3% en 1569-1570, si sacamos del cálculo el aporte coyuntural exógeno que supusieron los moriscos esclavizados en la guerra de Granada. En otras localidades se documentan valores incluso superiores, que aumentan según avanzamos en el siglo XVII: 29% de mulatos entre los esclavos en Córdoba, o la progresión en Ayamonte desde el 15,8% en 1583-1599 al 26,9% entre 1600-1640. Asimismo, y teniendo en cuenta que una parte significativa de los esclavos acababa alcanzando la libertad (25,4% en Jerez de la Frontera en 1489-1550; una cifra algo superior al 21,8% que se puede calcular para Sevilla a partir de los datos de Franco Silva entre las décadas finales del siglo XV y 1525, 13% en Huelva, 25% en Moguer y 37% en Palos de la Frontera durante los siglos XVI-XVII), y que las mujeres se liberaban en mayor número que los hombres —con valores que tienden a situarse aproximadamente entre el 57% y el 66% de los que alcanzaban la libertad—, resulta fácil comprender la formación en Andalucía occidental, junto a la población esclava mulata o de color negro, de un grupo humano de libertos y mestizos de mayoría femenina que se situó en la escala socioeconómica y en los hábitats urbanos propios de los grupos más humildes de la clase trabajadora. Aquellos vinculados al trabajo físico y a jornal, al servicio doméstico o a labores manuales realizadas con frecuencia para artesanos y al margen de las regulaciones gremiales (; ; ; ).
La distribución por sexo de la población esclava en la Sevilla de los siglos XVI y XVII guarda una estrecha relación con la naturaleza heterogénea del grupo, la diversidad de sus orígenes geográficos y los sucesivos y cambiantes mercados de abastecimiento, como también con coyunturas históricas concretas en las que se generaron capturas tanto masivas como limitadas de personas que acabaron siendo conducidas como esclavas a la ciudad y la región circundante. A lo largo del siglo XVI, y en relación con la evolución de los flujos de la trata negrera atlántica, se produjo una paulatina feminización de la población esclava, agudizada a su vez por el impacto de la masiva esclavización de los moriscos del reino de Granada. El proceso no hizo sino aumentar durante el siglo XVII (; ; ). Ese progresivo predominio femenino se tradujo asimismo en el número superior de mujeres (65,1%), frente al de los hombres (34,8%), que alcanzaron la libertad en la Sevilla de la segunda mitad del siglo XVII mediante una carta de alhorría (), datos en línea con los conocidos para otras cronologías y espacios. Así pues, al igual que sucede con la evolución general de la población esclava en Sevilla entre los siglos XV y XVII (), la relación numérica entre los sexos dependió fundamentalmente de la oferta, o mejor dicho, de las diferentes ofertas y coyunturas que alimentaron los tráficos esclavistas y determinaron las características humanas de la población sometida a esclavitud en la ciudad de Sevilla, y el sur peninsular en general. Ello se pone especialmente de manifiesto en los grupos que aportaron contingentes minoritarios, como los indígenas americanos y canarios, los indios brasiles o los procedentes del Asia portuguesa (; ; ).
3. La vida fuera del matrimonio
Cabe preguntarse cómo se relacionaron estas nuevas poblaciones de esclavos con la institución del matrimonio, en tanto que derecho y posibilidad que la ley les reconocía. El análisis de los registros de bautismo de las parroquias de la ciudad de Sevilla y de otros núcleos de Andalucía occidental, como Écija, Cádiz o Tarifa, muestra entre 1500 y 1650, clara y repetidamente, que más del 80% de los niños esclavos nacían ilegítimos de esclavas solteras, pudiendo este porcentaje rondar el 95%, o más, como sucede en Extremadura, Jerez de los Caballeros, Cáceres, Badajoz o Llerena. Son cifras que contrastan con el 15-20% de ilegitimidad registrada en el resto de la población, es decir, en la mayoría libre (; ; ; ). Se trata de una realidad sociodemográfica estructural que apenas cambió con el paso del tiempo. Todavía en el periodo 1770-1800, cuando la población esclava ya era residual o prácticamente inexistente en la ciudad de Sevilla y en la mayor parte de Andalucía occidental, en Cádiz, que tenía el mayor contingente esclavizado de la región, la ilegitimidad entre los esclavos seguía siendo del 64%, mientras en el conjunto de su población se situaba en el 15,5%, y ello a pesar del acelerado declive de su número desde la década de 1740, cuando los esclavos habían pasado a representar menos del 1% de su población, y sus defunciones duplicaban sobradamente el número de los que eran bautizados (; ). Estos datos informan claramente de que una amplia mayoría de las esclavas vivía fuera del matrimonio. Hecho comprobado de manera constante por la historiografía, que guarda relación tanto con la frecuente oposición de sus amos a que lo contrajesen como con las dificultades derivadas de su propia condición jurídica, social y económica ().
Ese perfil sociodemográfico de la población esclava presenta caracteres estructurales durante los siglos XVI y XVII, y ni siquiera lo modificó de manera reseñable la tendencia moderadamente creciente de su nupcialidad que se observa en las primeras décadas del siglo XVII debida, quizás, a la acción de la Iglesia (). Correlato de esta realidad era la vivencia de una sexualidad fuera del matrimonio, mantenida con caracteres moralmente ilícitos, y en la que la situación estructural de vulnerabilidad derivada de la pésima condición jurídica favorecía el desarrollo de abusos y violencias por parte de amos o personas del entorno. Esto generó, a su vez, una notable conflictividad familiar y judicial. El tema, con todo, requiere de matices, pues también los esclavos podían cometer abusos sexuales y violencias, y en ocasiones la presencia de la esclava en el seno de la casa y la familia acababa interponiéndose en medio del vínculo matrimonial de sus amos; resulta harto significativa la petición de los jurados de la ciudad de Sevilla en 1584 solicitando que las negras, mulatas y moriscas no fuesen criadas, quizás por su papel de «concubinas de sus amos o confidentes de sus amas» (). Entre las consecuencias que se deriva de todo ello se cuenta la promiscuidad, los embarazos y los abortos, la altísima mortalidad infantil, que doblaba a la de los niños libres, así como la ilegitimidad masiva de los hijos de las esclavas (; ). Dado que la esclavitud se transmitía por vía materna, el resultado era un considerable número de niños esclavos, sin padres conocidos o presentes, desarraigados o flotantes, con un futuro frecuentemente incierto e inseguro (Partida IV, título XXI, ley I; ). El abanico de posibilidades vitales, con todo, era extremadamente amplio y variado, lo que denota la complejidad del fenómeno.
Dos casos concretos ejemplifican los extremos de aquella realidad. Por una parte, niño de seis años y color membrillo cocho llamado Juan Francisco, habido por la esclava Inés Díaz, del mismo color y entonces ya de cincuenta años, con el hijo de sus amos, Pero Díaz de León, un miembro de la oligarquía judeoconversa de la ciudad de Sevilla (que era vástago a su vez del célebre mariscal y veinticuatro Diego Caballero). En su testamento, abierto en 1598, Pero Díaz reconocía que lo había tenido con ella «en mis mocedades», y otorgaba la libertad a la madre y al niño, además de rogar a su propia esposa, doña Catalina de Oviedo, «que los tenga en su compañía y les de lo que fueren y hubieren menester, e no los deje de su mano y se les de lo necesario para su sustento». El caso de este niño acompañado de su madre, ambos ahora libres pero a cargo de la familia de sus amos, contrasta con la situación de un tal Francisquito, de solo dos meses de vida en 1526, cuya madre, la esclava de color negra Lucía, huyó del poder de su amo —el doctor Juan de la Cueva, médico—, desapareciendo para siempre. De la Cueva lo entregó luego a un tal Juan Cataño de Aragón, que había mostrado la intención de criarlo a su costa.
Entre estas dos situaciones extremas, se documenta la existencia de un paisaje social habitual de mujeres esclavas que viven con sus hijos en las casas de sus amos, y de cuyos padres no hay constancia. En casa de la viuda Catalina Cenas, en la collación de la Madalena, cuyo marido había fallecido «yendo a las Indias», vivían además de sus tres hijas y un hijo, todos menores de edad, «una esclava negra» llamada Madalena con sus dos hijos varones, de cinco años y de un año y medio respectivamente. Por su parte, con Catalina Rodríguez de la Mezquita, vecina en Triana, habitaba su esclava María, de cuarenta años, que tenía dos hijas, de nueve y seis años, y «un niño» de un año, todos esclavos, además de otra esclava, Lucía, de setenta años y ya escaso valor económico. A veces, bajo el mismo techo convive un núcleo familiar compuesto de madre esclava y su descendencia junto a otros niños esclavos que parecen carecer de padre y madre. Así sucedía en la casa de Violante Bernal, analfabeta, viuda de un candelero, donde se encontraba «una esclava que ha nombre Ana con un esclavito que se dize Antonio», además de «otro esclavo negro que ha nombre Juanillo, de doze o treze años»; o en la del agujetero Francisco de Farias, amén de ser propietario de una esclava negra de veinte años con su hija de año y medio, tenía un esclavo berberisco de color negro de catorce años. En muchas ocasiones, los niños y niñas esclavos viven en el hogar de sus amos pero carecen de padres e incluso de madres, faltando también la figura de una esclava adulta o joven, como aquellos «tres esclavitos, dos varones e una hembra, la moça de doze años y el otro de nueve años y el otro de tres años», que poseía al enviudar en su casa, situada junto a la Puerta de Triana, Beatriz Suárez, una mujer perteneciente a la rica clase mercantil de la ciudad; bajo el mismo techo los tres «esclavitos» convivían con los dos hijos de su ama.
La esclavitud, por sus propias características estructurales, y a pesar de las limitaciones al dominio del amo introducidas por el Derecho, funcionaba como una auténtica máquina de picar vidas humanas, afectando o destruyendo física y psicológicamente a las personas que la sufrían, generando continuamente situaciones lamentables y desgraciadas, entre las que sobresalían las de eses número incontable de niños huérfanos o solos, a cuyas historias nos hemos referido.
En las páginas que siguen, sin embargo, vamos a centrarnos sobre todo en otro segmento específico de los distintos grupos de esclavos, el de los que acababan consiguiendo acceder a la libertad a través de un camino que, generalmente, no era ni rápido ni fácil: con ella iniciaban una nueva vida. Para el éxito, siempre relativo, de ese proceso, resultaron con frecuencia determinantes su derecho a contraer matrimonio o simplemente su capacidad para generar vínculos familiares y personales, así como saber crear espacios, aunque fueran limitados, de trabajo y ahorro, incluso en los tiempos en que vivían todavía bajo el régimen de esclavitud. El análisis realizado mostrará, además, que entre la vida en esclavitud y la consecución de la plena libertad solían mediar tiempos largos en que los esclavos lo seguían siendo, pero en los que se acercaban paulatinamente a su objetivo. Todo ello se producía en un marco de dependencia, y en el seno de una relación dialéctica entre la propia iniciativa y la actitud de los amos, que acababa resultando decisiva cuando se traducía en una protección efectiva en aquellas situaciones de vulnerabilidad derivadas de la edad, la feminidad y la pobreza. En todas ellas, se detecta un protagonismo femenino. Y es que las mujeres no solo alcanzaban la libertad con más frecuencia que los hombres en toda la región y durante el periodo estudiado, sino que también generaron vínculos personales —con terceras personas y también con los amos— con más facilidad que ellos, y en torno a ellas encontraron una familia muchos niños sin padre (; ; ; ; ; ; ).
4. En los márgenes de la esclavitud: movilidad, trabajo y matrimonio en el camino hacia la libertad
4.1. La construcción de la propia libertad
Las cartas de alhorría revelan, al explicar la concesión de la libertad al esclavo, qué podría hacer este como la persona libre que empezaba a ser. Así, de manera indirecta, especificaban cuáles eran las limitaciones a las que los esclavos estaban sometidos a causa de su condición jurídica, a saber, la ausencia de libertad de movimientos impuesta por la voluntad del amo y la obligación de servirlo, igualmente, la incapacidad para poseer bienes propios y, por lo tanto, de transmitirlos.
No obstante, estas restricciones legales podían verse en ocasiones atenuadas por medio de una negociación entre amo y esclavo en virtud de la cual el primero suavizaba o moderaba las mismas buscando asegurarse un mejor servicio durante el tiempo que durase la situación de esclavitud, algo que, habitualmente, no se esperaba fuese de por vida (salvo en determinados estratos sociales elevados, en los que las familias de esclavos estuvieron ligadas a las de sus amos por generaciones). No debe perderse de vista la dificultad que para una persona particular, en ocasiones un simple artesano o alguien perteneciente a un grupo social medio, podía implicar conseguir la obediencia del esclavo y el aprovechamiento de su trabajo. La mención a que un esclavo era liberado, entre otros motivos, porque había sido obediente, no debe pasarse por alto, pues no aparece de manera habitual en las cartas de alhorría, lo que delata las dificultades que en esta cuestión fundamental podían encontrar los amos. De hecho, parece haber sido común entre éstos el sentimiento de insatisfacción por la calidad del trabajo realizado por sus esclavos; en 1601, el Asistente de Sevilla se mostraba favorable al proyecto de traer a la ciudad inmigrantes de las montañas de la diócesis de León, alegando que los naturales no querían servir y que el servicio de los esclavos era caro y malo (). En ocasiones, esa negociación se trasluce en aquellas cartas de libertad donde el esclavo liberado quedaba obligado a seguir trabajando para su amo durante un determinado periodo de tiempo. En 1550, por ejemplo, un tal Gaspar de Villarroel, vecino de Sahagún y estante en Sevilla, otorgó la libertad a su esclava Catalina, una joven de diecinueve años natural del Brasil, porque, además de ser cristiana y haber sido obediente, debería seguir sirviéndolo en los próximos seis años. Tras esta obligación de servicio por un tiempo fijado se esconde, en no pocas ocasiones, una negociación en la que ambas partes salían ganando: el amo obtenía de manera efectiva el trabajo de su esclavo o esclava, cuyo valor durante ese tiempo superaría —habitualmente con creces— el precio de la compra abonado en su día, o el coste de tener que pagar salarios a trabajadores libres; por su parte, el esclavo conseguía la libertad y, con ella, mayores márgenes de actuación, los cuales facilitarían su vida cuando quedase liberado de cualquier obligación de servicio, cosa que sucedería a Catalina cuando llegase a la edad de veinticinco años, momento en que, además de la libertad, alcanzaría la mayoría de edad.
Con frecuencia hallamos en la documentación huellas de esta moderación, incluso temporal, de las obligaciones del esclavo. Al respecto, son llamativos los permisos concedidos en Sevilla por amos a esclavas moriscas en los años posteriores a la guerra de Granada (1569-1571) para que pudiesen ir a buscar a sus parientes dispersados por otras localidades, a veces alejadas cientos de kilómetros, como Cazorla, Úbeda o Baeza, o con el objetivo de pedirles dinero a fin de poder comprar la libertad de algún miembro de su familia ().
La moderación del régimen de la esclavitud también afectaba a la capacidad para trabajar por cuenta propia y ganar un salario, punto de partida para generar un pequeño patrimonio. En ocasiones, las cartas de alhorría nos muestran a esclavas que ya poseían bienes en el momento de ser liberadas, pues se hace referencia expresa en ellas a su existencia. Así reza, al registrar la concesión de la libertad, el documento otorgado en 1570 en su propia casa por la viuda Elvira Núñez, una mujer analfabeta que vivía en la populosa y humilde collación sevillana de Omnium Santorum, a favor de su esclava Beatriz, una negra de cincuenta años y alta de cuerpo:
desde luego otorgo que me desapodero de vos la dicha Beatriz mi esclava y de todo quanto poder e derecho e señorío que contra vos tenga y me pertenezca así como mi esclava cautiva o en otra qualquier manera para que como persona libre e horra e no obligada a ningún cautiverio, subjeción ni servidumbre podáis yr e vayáis por qualesquier partes y lugares de los reinos y señoríos de su magestad y de otras qualesquier partes y lugares que vos quisiéredes e por bien tuviéredes, como qualesquier persona libre lo puede e deve fazer, e hazer e disponer de vuestros bienes los que agora tenéis e tuviéredes e adquiriedes, y de aquí adelante, y los dexar y mandar a quien vuestra voluntad fuere así por vuestro testamento o cobdecilo y otras qualesquier escripturas que podáis fazer.
La referencia a los bienes «que agora tenéis» no era en absoluto retórica, porque Beatriz los tenía, entre otros, los 50 ducados que tuvo que pagar a su ama para comprar su propia libertad. Esto demuestra que las esclavas, y los esclavos, durante el tiempo que lo eran, podían llegar a disponer de suficientes márgenes de libertad y emplear una parte de su tiempo en trabajar en beneficio propio, lo que les permitía ir acumulando un peculio, generalmente pequeño, pero que podía llegar a ser bastante como para abonar las altas sumas exigidas para recuperar su libertad. En 1540, Juan Moreno, pregonero del concejo de Sevilla, ordenaba en su codicilo al reconocer sus deudas, entregar dos zaragüelles de lienzo blanco «a una esclava negra que tiene tienda de tendera junto a la Carnecería de los Catalanes», dado que previamente ésta se los había dado para que los vendiese, sin duda, porque su oficio de pregonero por la ciudad facilitaría el negocio. Y si esta esclava tenía una tienda, otros esclavos varones aprovechaban las ocasiones que se les presentaban para ganar jornales para ellos, trabajando por cuenta propia, frecuentemente en las obras de iglesias, como albañiles o realizando tareas complementarias, como transportar el yeso o alzar la cal. A veces trabajaban a jornal entregando una parte a sus amos, pero reservándose otra que se convertía en ahorro (). El caso de Ana, una esclava natural de Berbería, es ilustrativo y muestra que el camino a la libertad podía ser relativamente rápido. En junio de 1533 se concertó con su amo, el sastre Antón Páez, a que si le pagaba 50 ducados este le concedería la libertad: entre ese momento y diciembre de 1534, es decir, en el plazo de un año y medio, Ana fue capaz de abonar el precio de su libertad en sucesivas pagas, de unos pocos (3), o no tan pocos (11 ó 12) ducados, espaciadas entre sí por algunos meses, sin duda el tiempo que tardaba en ganar o en conseguir ese dinero (dos pagas en 1533, y otras en enero, junio, octubre, noviembre y diciembre de 1534). El proceso no siempre era sencillo y sus formas y tiempos varían casi en cada caso. En 1571, Francisca de Sea, una esclava morisca «de color mulata», pagó a su ama, una viuda sevillana, parte del precio de su libertad, gracias a ello pudo abandonar su casa e instalarse por su cuenta en una localidad relativamente alejada de Lora del Río, a unos 60 kilómetros de Sevilla. Con los jornales que ganase trabajando, la morisca todavía debía abonar a su ama los 390 reales (es decir, 13.260 maravedís) que faltaban del importe del precio acordado para obtener la libertad plena. Sin embargo, por los motivos que fuere, la esclava dejó de pagar y su ama decidió actuar judicialmente contra ella pidiendo se cobrasen de «los bienes que le fueren hallados» ().
El riesgo que asumían los amos al aceptar el pago de la libertad a plazos, y más si el esclavo pasaba a vivir de manera independiente en algún momento de aquel proceso, explica que en ocasiones se intentase limitar el número de esos plazos. Un buen ejemplo de ello lo encontramos en el testamento otorgado en 1569 por la sevillana Isabel de Vergara, mujer de un labrador de Benacazón, quien dispuso que su esclava negra Madalena podría obtener la libertad si le pagase 40 ducados repartidos, eso sí, en un máximo de cuatro pagas. Todo indica que la esclava tenía cierta urgencia por obtener la libertad, pues estaba embarazada, por lo que, en el acuerdo alcanzado entre ellas, y que se refleja en el testamento, se estipula que «todas las criaturas que pariere» no serían libres hasta que se pagase el total de dicho importe. Sabemos que Madalena estaba casada con un hombre de color loro, Luis Guillén, un alhamel que, a pesar de lo humilde de su profesión, contribuyó con su trabajo a comprar la libertad de su esposa y, con ella, la del hijo o hija que venía en camino.
Los avatares de la vida, como las enfermedades y el fallecimiento de los amos, podían interrumpir o afectar al desarrollo de estos procesos vitales, de lo que hay sobradas pruebas. El testamento otorgado en 1543 por Teresa Rodríguez de Albornoz, una viuda sevillana analfabeta, informa de que dos de sus tres esclavos estaban cerca de acabar de pagar el precio de su libertad. Dado que su previsible e inminente fallecimiento podría generarles inseguridad jurídica ante las previsibles reclamaciones de los herederos, esta mujer decidió especificar cuál era la situación de cada uno. Así, indicaba que Hazén, su esclavo «moro», le debía 7 ducados de oro «de resto de su alhorría para ser libre», mandando que si los pagase fuese efectivamente libre, «si lo quisiere». Su esclava Luisa había hecho frente ya a todo el importe de su libertad salvo 5 ducados, por lo que había abandonado su casa, ya que afirmaba «que está en Gerena», a más de 30 kilómetros de Sevilla y fuera de cualquier control efectivo por su parte. Por último, Teresa especificaba que su otra esclava, Catalina, podría ser «horra» si pagase 50 ducados, «porque con este cargo la compré», refiriéndose de este modo a una cláusula que, en ocasiones, se incorporaba en las cartas de compraventa a petición del vendedor de la persona esclava como garantía de que el nuevo dueño no podría rechazar en el futuro el pago del esclavo por su libertad.
Estos casos, seleccionados por su carácter representativo entre los centenares de historias de vida que hemos podido documentar, ayudan a entender la diversidad de situaciones y las etapas que tenía el camino de la esclava o el esclavo hacia su libertad. Desde luego, queda claro que en no pocas ocasiones los esclavos abandonaban la casa de sus amos antes de ganarla o de poder pagar su precio completo. Esos tiempos, etapas y situaciones, en los que los lazos efectivos de control y sometimiento se hacían más flexibles, resultaban decisivos para sentar las bases de una nueva vida como personas libres. También podían serlo los vínculos familiares o afectivos tejidos incluso bajo la esclavitud y/o la dependencia. En ocasiones, eran hombres libres los que procuraban la libertad de los hijos o hijas que habían tenido con las esclavas de otros (). En 1550, el piloto Francisco Pérez y su mujer, vecinos de Triana, liberaron a su esclava Francisca, una niña «de color blanca» de diez años, hija de su esclava blanca Catalina, y «a ruego e intercesión de Pedro de Saavedra, piloto, cuya hija dice que sois». Por esta libertad no parece que se haya pagado nada, y puede que en ella influyera el hecho de que el padre y el dueño fueran, ambos, pilotos de naos y, por tanto, compañeros de profesión, además de vecinos. No obstante, se establecía una cláusula que aclaraba que la niña seguiría viviendo en casa de sus amos, siendo ahora su padre el responsable de algunos de sus gastos, así como de procurarle un futuro mediante el matrimonio o la vida religiosa:
con tal cargo e condición que el dicho Pedro de Saavedra vuestro padre os de todo lo que oviéredes menester de vestir e calzar, e más con condición que no os podáis ir de nuestro poder hasta tanto que tengáis edad de veinte años, e el dicho Pedro de Saavedra os case o meta en religión, e así os ahorramos e damos por libre.
Otro caso de padre, seguramente liberto, que rescata a su hija es el de Melchor de los Reyes, «de color moreno». Su hija, la negra Miguela, de dieciséis años, había sido declarada libre por el testamento del comendador García Tello, veinticuatro de la ciudad y miembro destacado de la oligarquía sevillana. Sin embargo, estableció que antes de alcanzar la libertad debería servir diez años, una experiencia terrible de la que fue liberada por su padre mediante el pago de 60 ducados de oro a la hija y heredera del comendador, doña Jerónima de Sandoval. Tan frecuente parece haber sido la liberación de las mujeres por parte de sus maridos. En 1587, María Sánchez, «de color negra», recordaba que «al tiempo que yo casé con Pedro López mi marido, el susodicho me compró de Isabel de Ayala cuya esclava yo era en precio de 55 ducados, los cuales el susodicho dio y pagó por mí a la dicha Isabel de Ayala»; sin aquel pago, María no habría alcanzado la libertad pues, como ella misma explicó, «yo no truxe bienes ningunos [al matrimonio] porque no los tenía por ser como era esclava». Medio siglo antes, el morisco Juan se concertaba con el amo de su mujer, el maestre de nao Francisco Sánchez, para comprar su libertad. Ella se llamaba Lucía y era una «esclava de color blanca natural de Safi», en la costa atlántica del actual Marruecos, brutalmente herrada «en el rostro y en la barba». En el momento de la firma del concierto entre el morisco y el maestre de nao, el primero le entregó 30 ducados, quedando pendiente el abono de otros tantos que deberían ser pagados en los siguientes diez meses, a razón de 3 ducados al mes, una cantidad que nos habla de la capacidad de trabajo y ahorro de Juan. Durante ese tiempo transitorio, Lucía no tendría que vivir en casa de sus amos, pero sí debería seguir sirviéndoles bajo un régimen de verdadera extorsión:
con condición que cada día vos la dicha Lucía seáis obligada a ir a casa de mí el dicho Francisco Sánchez, e hacer lo que mi mujer vos mandare hasta que hayáis pagado los dichos treinta ducados, e no habiendo de hacer en la dicha mi casa seáis obligada a me pagar medio real de plata; e asimismo, si pasados los dichos diez meses no me oviéredes pagado los dichos treinta ducados de oro, que en tal caso yo el dicho Francisco Sánchez si quisiere vos vuelva los dichos treinta ducados que agora recibo e lo demás que me oviéredes dado e todavía vos la dicha Lucía seáis mi esclava e cautiva así como si este concierto no oviera pasado.
A veces eran las madres las que rescataban a sus hijos después de muchos años de esclavitud. Es el caso de Juana Martín, «de color mulata libre», que se había casado en 1588 con el trabajador Alonso Miguel. Gracias a la mediación de un tercero, Juana pudo pagar el precio de la libertad —90 ducados— de su hijo Miguel, de dieciocho años, que se hallaba en poder de unos vecinos de Niebla.
4.2. El papel de los amos
No obstante, con frecuencia el proceso se producía de manera muy distinta a lo hasta aquí presentado, como en los numerosos casos en que los amos no sólo concedían en sus testamentos la libertad a sus esclavos, sino que también les aportaban medios económicos para iniciar su vida en libertad con alguna garantía. A diferencia de la casuística anterior, en ésta, la iniciativa de los amos era determinante o, al menos, decisiva, si bien no parece caber duda de que solía ser el resultado de una situación doméstica de satisfacción previa respecto al comportamiento de los esclavos. De modo que las acciones de los amos oscilaban entre la recompensa al servicio prestado, como tantas veces se especifica en testamentos y cartas de alhorría, y la estima desarrollada hacia la persona esclavizada, como en ocasiones también se afirma en la documentación. Suele darse de manera frecuente, aunque no solo, en el seno de las clases altas o medio-altas de la sociedad. En el caso del rico mercader burgalés asentado en Sevilla, Alonso de Nebreda († 1546), su testamento nos informa que liberó a sus esclavos negros Catalina y Antón, y que, además, les otorgó una ayuda de 10.000 maravedís y algo de ropa a cada uno. Luisa, una esclava blanca, aunque declarada libre, debería servir a la cuñada de Nebreda mientras ésta quisiese, quedando obligada a «buscarle un casamiento si lo pudiere fallar», para cuyo caso la liberta llevaría una dote de 10.000 maravedís, una cantidad propia de una mujer de clase popular (). En esos grupos sociales estaba extendida la preocupación de procurar un casamiento adecuado a las esclavas que eran apreciadas y que eran liberadas, generalmente, con ocasión del testamento; para ello era capital disponer de una cierta dote. En ocasiones, el alto valor de estas dotes revela la existencia de una estima singular hacia ellas. Doña Francisca Niño de Deza, nuera de Nebreda y persona incrustada en la trama familiar de la oligarquía urbana, dispuso en su testamento, y confirmó en su codicilo del año 1600, la libertad de su esclava «blanca» Cecilia de Jesús después de su muerte, otorgándole además la importante suma de 250 ducados —93.750 maravedís—, 200 «en dineros para su casamiento» y 50 «en ajuar o en dineros para que ella lo compre e haga un palacio aderezado para el dicho su casamiento». No contenta con ello, para asegurarse de que su amada esclava obtendría ese dinero y quizás previendo posibles oposiciones de sus propios herederos, perjudicados por esta generosa manda, doña Francisca ordenó se le entregasen los 250 ducados aunque no se casase (cf. ). En cualquier caso, y si Cecilia de Jesús falleciese antes de su matrimonio, estipulaba que pudiese incluso «disponer dellos [...] por su ánima a su voluntad». Isabel de Vergara, a quien ya conocemos, liberó en su testamento a su esclava Jerónima, una doncella de quince años, de la que dice «que tengo en mi casa y en mi compañía», porque «la he criado e por el amor que le tengo e porque ruegue a Dios por mi ánima». Junto a ello, ordenaba se le entregasen 30 ducados en dineros —11.250 maravedís— «para ayuda a su casamiento o entrar en religión e para las otras cosas que ella quisiere», aparte de la ropa necesaria para una casa —vestidos, manteles, colchones, almohadas, paños, ropa de mesa y cama—, una mesa de cadena, una caldera grande, un acetre, una paila nueva, etc. En suma, lo preciso para iniciar su propia vida.
El testamento de doña Francisca de Guzmán (1544), viuda del caballero veinticuatro de Sevilla Juan Fernández Melgarejo, perteneciente a uno de los principales linajes nobiliarios de la ciudad, ilustra a la perfección la concepción que la aristocracia tenía una cierta responsabilidad para con sus esclavos y sirvientes (). Conforme a ello, por una parte otorgaba la libertad a Francisco, «de color loro» y de cincuenta años, así como 5.000 maravedís «para se sustentar». Por otra, a los jóvenes y niños también les concedía la libertad, pero, sin embargo, los colocaba bajo la custodia del jurado Gregorio de Molina hasta que alcanzasen edad suficiente para ganarse la vida por su cuenta: Antón, de color loro y con veinte años, debía servir a Molina hasta cumplir veinticinco, cuando recibiría 15.000 maravedís; era liberada igualmente una esclava negra llamada María, de once años, quedando en poder del mismo jurado hasta los veinte, cuando se le daría una ayuda de 30.000 maravedís «para su casamiento»; por último, «Dieguito, mi esclavo de color negro», de solo siete años, serviría a Molina hasta los dieciocho años, edad en que el jurado tendría que ponerlo «a aprender el oficio que le pareciere», y hecho esto, se le darían 7.500 maravedís.
Son habituales las disposiciones que establecen que determinados pagos a favor de los libertos solo se harían efectivos después de que hubiesen aprendido un oficio y/o tuviesen un medio de vida del que sustentarse. Denotan la preocupación por el incierto futuro de quienes no eran sino unos niños. Pedro Salgado, maestro sastre, vecino de la collación de San Salvador de Sevilla, relevante centro productivo de la ciudad, tuvo buen cuidado de dejar claras estas cuestiones en su testamento. En efecto, declaró libres a Juanote y a Salvador, dos niños nacidos en su casa, además de mandarles 10.000 maravedís a cada uno. Pero este dinero debía ser puesto «en poder de personas que los multipliquen y tengan en depósito hasta tanto que los dichos mozos sepan oficio y tengan habilidad para se regir e gobernar», y si alguno de ellos falleciere «antes de tener edad para testar», sus 10.000 maravedís irían al otro. De enseñarles un oficio se encargaría el otro esclavo del que Salgado era propietario, Juan Galán, un «esclavo blanco herrado en la cara», quien, para alcanzar la libertad, tendría que servir nueve años a doña Catalina de Castilla, mujer del señor Ruy López de Ribera, y enseñar «en este tiempo a los dichos Juanote y Salvador su oficio de sastre»; todo indica que esos nueve años eran los que faltaban a Juanote y Salvador para alcanzar la mayoría de edad y poder, no solo ganarse la vida con el oficio aprendido, sino para disponer de su dinero, libres ya de tutelas. La imagen del maestro sastre trabajando en su taller de la collación del Salvador ayudado por su esclavo blanco y herrado, a quien habría enseñado su oficio, mientras planeaba el futuro de dos niños esclavos nacidos en su casa, indudablemente de esclavas que tuvo y que ya no estaban allí, seguramente por fallecimiento, nos muestra no solo una estampa característica de la Sevilla del Quinientos, sino que arroja luz sobre un mundo desaparecido de trabajo y fragilidades (; ). Idéntico planteamiento encontramos en el testamento de Beatriz Fernández, viuda del mercader Cristóbal de Tovar, cuando en él concedía la libertad a Juan, «mi esclavo de color negro», de doce ó trece años; la alhorría se haría efectiva el día de su muerte, y el encargo a sus albaceas, no solo garantiza la supervivencia de Juan durante su adolescencia, sino también su acceso a un escalón social superior, el de los oficiales:
que lo pongan al oficio que él más se inclinare e de mis bienes le den veinte ducados, e éstos los pongan en poder de una buena persona que los trate e multiplique, e los demás que justamente ovieren multiplicado se los den después que sea oficial para ayuda al caudal de su oficio.
Estas pautas de comportamiento de los amos hacia esclavas y esclavos estaban extendidas en la sociedad, y no estaban limitadas, como vemos, a la aristocracia o a las oligarquías urbanas y mercantiles. Una mujer desconocida, aunque sin duda con dinero, como la viuda María López de Molina, vecina de la collación sevillana de Triana, declaró en su testamento de 1587 tener al menos siete esclavos, entre los que se contaban dos hombres negros, dos mujeres y tres niños y niñas, una de las cuales era Andrea, de solo cinco años. Ésta era hija de otra de sus esclavas, María, y había nacido en su casa. Previendo la indefensión en que quedaría tras su fallecimiento, María López dispuso su entrada en un convento con la idea de que allí pasase su infancia y adolescencia:
porque la dicha Andrea que dejo libre es mujer y de tierna edad, y porque yo quisiera que sirviera a Dios, ruego y encargo a mis albaceas la pongan en un convento de monjas pobres, donde mejor les pareciere, que allí sirva a alguna monja particularmente por amor de Dios sin que por ello lleve salario, mas que deprienda buenas costumbres y esté recogida hasta ser de edad que se pueda mancipar y escoger estado.
Cuando llegase a su mayoría de edad, Andrea saldría del convento y para empezar su nueva vida su antigua ama le dejaba 50 ducados, que solo entonces le serían entregados. Se sumaría así a las numerosas criadas y esclavas que servían en los conventos de la ciudad y que, a veces, contribuían de diferente manera a mantener los vínculos de estos con el exterior (; ).
La presencia de tantos niños y niñas esclavos solos viviendo en las casas en la Sevilla de los siglos XVI y XVII era consecuencia directa e inevitable de la desestructuración familiar que provocaban la institución de la esclavitud y la práctica de la compraventa de sus padres y madres como si fuesen bienes muebles. Esto impulsaba a sus amos, al menos con una cierta frecuencia, a prevenir un futuro que se les presentaba como inquietante tras su muerte. Así, repitiendo un comportamiento habitual, revelador de los parámetros de la seguridad económica que se tenían en aquella sociedad urbana —protección de la mujer en el ámbito doméstico, libertad completa cuando ya tuviere una cierta edad, disposición de un pequeño peculio y aprendizaje de un oficio con el que ganarse la vida—, el pregonero Juan Moreno dispuso:
por esta carta de mi testamento ahorro e doy por libre e quito de todo cargo de cautiverio a Juanico, niño que naçió en mi casa, de color negro, de hedad de quatro años poco mas o menos, de la mitad que yo en él tengo, con tanto que sirva a la dicha mi muger todos los días que ella biviere, a la qual ruego y encargo que después de sus días lo ahorre, pues que nació en su casa, y no lo pueda vender ni enagenar, y más le mando de mis bienes seys ducados de oro para con que aprenda oficio.
Queda claro, pues, que la libertad no dejaba de estar en el horizonte vital de aquellos esclavos y propietarios de esclavos que habitaron en Sevilla y la Andalucía de los siglos XVI y XVII. Alcanzarla no tenía por qué ser fácil o sencillo, y dependía en buena medida de las relaciones vitales que se estableciesen con el amo o ama y su familia, así como con terceras personas. Aunque la institución jurídica de la esclavitud reducía al esclavo a la condición de un bien mueble poseído por otro y coartaba brutalmente su desarrollo personal, en los márgenes que dejaba el dominio servil, bien por las propias limitaciones establecidas por las leyes o bien por la voluntad del amo, o la negociación entre las partes, era posible que se forjasen las condiciones que permitirían al esclavo, en un plazo breve o casi infinito, sentar las bases para una vida en libertad. En ello resultaba decisiva la capacidad de trabajar en beneficio propio y de constituirse con unos pequeños ahorros, como también la conformación de familias a través del matrimonio, una institución que, por sus propias características canónicas, limitaba el dominio del amo y construía espacios de independencia e intimidad. En esto fue clave, y en no pocas ocasiones, la intervención de la autoridad eclesiástica para salvaguardar el derecho de los esclavos, hombres y mujeres, a casarse, a pesar de la oposición, intereses e incluso de la violencia en su contra mostrada por sus amos (; ). A las personas que consiguieron recorrer este camino dedicaremos las próximas páginas. Otros muchos, sin embargo, no tuvieron otra opción que transitar sendas más peligrosas y desesperadas, a través de la fuga o el empleo de la violencia, siendo sus historias bien distintas y más habituales entre los hombres (jóvenes) que entre las mujeres (; ; ; ; ; ; ).
5. A modo de conclusión: la vida después de la esclavitud
Los mecanismos sociales, económicos y culturales explicados hasta aquí nos permiten comprender cómo fue apareciendo y desarrollándose en la ciudad de Sevilla y en los núcleos urbanos de Andalucía occidental un nuevo grupo humano compuesto por personas libertas, en su mayoría mujeres, antiguas esclavas (y esclavos), que disfrutaban de la misma condición jurídica que el resto de la población libre de aquella sociedad. Desde el punto de vista étnico, su origen era muy variado, pues podían ser o descender de berberiscos musulmanes —en su mayoría blancos—, negros subsaharianos, indios brasiles, canarios, asiáticos, turcos o moriscos granadinos, fundamentalmente. Todo ello se producía al ritmo del paso de las generaciones, en medio de un intenso mestizaje biológico —que comportaba la aparición de tipos como los mulatos y los loros— y cultural, con el aprendizaje de oficios y las lenguas castellana o portuguesa (la documentación se refiere al mismo con expresiones como «entre bozal y ladino»), de la adopción de costumbres y hábitos sociales, así como la asimilación de elementos de la religión católica (). El peso demográfico de esta población, imposible todavía de calcular, quizá no pasase del 2 ó 3% del total, e incluso menos. Seguir la trayectoria de esas personas, a veces «de color negro» o de tez oscura, pero también «de color blanco» —como dicen las fuentes—, casi siempre pobres y humildes, es el objetivo de las líneas que siguen.
Sobrevivir después de la esclavitud dependía fundamentalmente de la capacidad de trabajar y de las relaciones personales que se generasen y mantuviesen. Son dos cuestiones íntimamente relacionadas entre sí, dado que los vínculos con los antiguos amos o sus entornos sociales y/o laborales podían ser una fuente de oportunidades, al tiempo que los lazos familiares —dentro y fuera del matrimonio— y de sociabilidad que se hubiesen sabido crear, acababan resultando decisivos. Las formas en que esto se producía eran extremadamente diversas. Desde luego, no podemos olvidar los larguísimos años de transición y dependencia que niños, adolescentes, jóvenes y adultos tendrían que haber atravesado antes de alcanzar una verdadera independencia. Sin duda, muchos murieron antes de conseguir la anhelada libertad, tal y como las cláusulas testamentarias aquí desenterradas preveían que podría suceder.
En no pocas ocasiones se documenta la pervivencia de lazos afectivos con los antiguos amos, quienes a veces incluso hacían donaciones a los que un día fueron sus esclavos. Isabel de Zamora, «de color negra, esclava que fue de Marina García» recibió de ésta 5.000 maravedís, que le mandó por su testamento. Y un hombre rico como el clérigo beneficiado Juan de Tamayo, ordenó en el suyo «a Luis que fue mi esclavo, que le sean dados seis ducados porque es pobre y por el amor que le tengo», quizás empujado por el afán de restituir en el último momento lo injustamente ganado o utilizado. En todo caso, estas donaciones nos hablan de vínculos que podían extenderse más allá de la carta de alhorría.
A veces, las libertas trabajaban en el servicio doméstico de terceras personas, prologando el saber hacer de su vida en cautiverio y ganando de nuevo el aprecio de aquellos a quienes servían. Malgarida Ramos, «de color negra, criada que fue de María Nuñes», recibió de ésta tras su muerte 3.000 maravedís. El hecho de que el albacea que le entregó el dinero fuese un trapero, nos traslada a un medio social de clase trabajadora, en el que Malgarida, que se había casado con un tal Antón de Castañeda y era vecina en la collación de Omnium Santorum, corazón obrero de la ciudad, parece integrarse. Obviamente, el camino hacia una existencia autónoma estaba plagado de dificultades, y en él hallaremos también a niños, muchachos y jóvenes, ahora libres pero en situación de desamparo. Los lazos personales, los actos de solidaridad, la ayuda mutua, resultaban entonces decisivos. En 1551, una tal Marina, «de color mulata libre» —expresión que delata su pasado esclavo— afirmaba que un hortelano de la collación de San Gil, en Sevilla, llamado Jerónimo Sánchez, había gastado su dinero en criarla y, durante bastante tiempo,
he estado y residido en casa y compañía de vos el dicho Jerónimo Sánchez y durante este dicho tiempo, cuando yo he tenido dello nesçesidad me avéis dado de comer e beber e vestir e calzar cumplidamente.
A fin de remunerar esa ayuda, firmó con él una carta de servicio por cuatro años, durante los cuales el hortelano debía vestirla, calzarla y darle una cama en la que pudiese dormir cada noche y reposar en caso de enfermedad. Su capacidad de servir en la casa, aprendida en el tiempo de la esclavitud, era para muchas mujeres una salida laboral; más aún, podía llegar a ser el medio por el que alcanzar la libertad. Catalina, «de color negra», fue esclava de la esposa de un tal Bernabé de Torres y, después de su liberación, criada de este. Tras el fallecimiento de Torres, la negra Catalina entró a servir en casa de Juan Rodríguez, un pescador vecino en la Cestería de Sevilla al que todavía debía 10 de los ducados —3.750 maravedís— que en su día había pagado por su alhorría a su antigua ama. Para satisfacer la deuda, entró en julio de 1548 a servir en casa del pescador, firmando antes una carta de servicio donde se estipulaba que por cada mes de trabajo descontaría 8 reales —272 maravedís— de la deuda, de tal modo que necesitaría casi catorce para finiquitarla. Durante ese tiempo viviría en casa de Rodríguez, quien, además, debería encargarse de su alimentación y vestido (ropa y calzado). Su historia trasluce muy bien lo sinuoso que podía llegar a ser el paso de la esclavitud a la libertad.
De los relatos personales presentes en la documentación manejada, emerge un grupo de mujeres y hombres que trabajan, arriendan, compran, se casan, tienen hijos, transmiten sus bienes, y, sobre todo, sobreviven en libertad. El carácter emprendedor de algunos de ellos muestra hasta qué punto las características personales —que en ocasiones ocultan elementos culturales de orígenes imposibles de precisar— resultaban determinantes para construir una nueva vida. Es ilustrativo el caso de Andrés Mesa, «de color negro», casado con Juliana de Mesa, cestero de profesión y vecino en la Cestería de Sevilla, en la collación de Santa María. Para proveerse de materia prima para su oficio recurrió a diferentes medios. En 1524 la compraba al fiado y a plazos por cantidades no desdeñables para una persona humilde, más de 8.000 maravedís. Seis años más tarde, se había hecho con un pedazo de huerta, mimbral y tierra calma de cuatro aranzadas en el término de Merlina, en la Isla y marismas del Guadalquivir, donde crecía el mimbre que necesitaba para la cestería. Por esas tierras pagaba cada año un tributo de 1.500 maravedís y cuatro pares de gallinas, lo que denota cierta capacidad económica y un desempeño y progreso laboral en uno de los espacios más duros de Sevilla. No en vano, ser enviado a trabajar a la Cestería era una forma de castigo empleada contra los esclavos; quizás en esa situación de tal dramatismo aprendió Andrés el oficio que luego le sirvió para ganarse su vida en libertad.
La documentación notarial nos permite reconstruir el perfil económico de una parte de los libertos. Entre ellos destacan las mujeres por su dinamismo, y el matrimonio parece representar con frecuencia un mecanismo que confiere cierta fortaleza material, y no solo, a estas personas. Melchor Hernández, un trabajador libre «de color negro», casado con Juana Ximénez, «de color negra», era capaz en 1552 de arrendar unas casas por dos años al precio de 25 reales al mes y seis gallinas anuales. Por su parte, la negra Ana Gutiérrez arrendó una tienda al tratante en vinos Gonzalo de Nieva. Margarita Pérez, viuda «de color negra», analfabeta y vecina en la collación de San Román de Sevilla, había llegado a adquirir junto con su marido tierras que en 1559 vendió a un tal Pedro de Angulo, un monedero vecino en San Gil: se trataba de tres aranzadas y tres cuartas, y de once estadales de viña y tierra calma en el pago de Casabermeja, en el término de Sevilla, donde habían ido plantando viñas. El hecho de que las vendiesen por 68 ducados —25.500 maravedís— indica cierto nivel de ahorro por medio del trabajo, siempre, claro está, dentro de niveles modestos. También es interesante el hecho de que sobre esas tierras pesasen dos tributos que en adelante habría de pagar el comprador, uno perpetuo de 24 reales y medio —833 maravedís— y tres gallinas y media al año, y otro al quitar de 1.123 maravedís correspondientes a un principal de 32 ducados, lo que denota que eran capaces de recurrir a los mecanismos habituales de financiación de aquella sociedad.
Al respecto, resultaban estratégicos los pequeños préstamos que hacían o recibían continuamente con el fin de financiarse a sí mismos o de sostener a sus deudos y conocidos. Sofía Hernández, casada, «de color prieta» y vecina en San Ildefonso, era acreedora en 1570 del mulato Pero González por la cantidad de 7 ducados y 15 reales. Aquel mismo año, Elena Hernández, libre y de color lora, debía cobrar 48 reales a un tal Andrés Ruiz, barrendero; y Juana Hernández recibió de su marido, el trabajador «de color moreno» Francisco González, un poder para cobrar lo que le debiesen. En su lucha por la vida, también se convertían en deudores, a veces de pequeñas sumas que permitían sortear el día a día. Marina Sánchez, una viuda «de color morena» vecina en la collación de San Isidro, debía 8 reales de plata al candelero Luis Martín. Y en 1551, Magdalena de la Cruz, libre, «de color lora», que contaba con el respaldo de su madre María García, también libre y lora, ambas vecinas en Santa Catalina, debía entregar 10 ducados a una morisca, vecina en Omnium Santorum, que ésta le había prestado con el fin de que en su día Magdalena pudiese pagarlos al arriero Juan Blanco.
Esta actividad da cuenta de una serie de actividades económicas que podían generar una cierta base patrimonial. Una base que también crecía gracias a las herencias que, como personas libres, podían recibir. Así, en 1539, la negra Isabel Ruiz, viuda del pescador Gonzalo de Aroche y vecina en Omnium Santorum, otorgaba un poder a un tercero para que tratase de cobrar los bienes dejados por su hijo, fallecido en las Indias, en la provincia de Santa Marta. Excepcional fue el caso de Isabel Pérez, «de color negra» y vecina en San Andrés, que en 1595 aceptó recibir 80 ducados de oro a cambio de perdonar al asesino de su marido, el negro libre Gabriel López, fallecido de una estocada en el transcurso de una reyerta —por «cierta cuestión y enojo»— ocurrida en la plaza de San Isidoro. Tan importante suma valía reconocer que su marido había sido el agresor, librando así de graves penas a quien le diera muerte. Por todas estas vías era posible pues que llegasen a poseer una cierta cantidad de bienes que, en ocasiones, permitía a estas mujeres aportar incluso una dote al matrimonio, como los 21.532 maravedís que la negra Margarida Pérez llevó en 1551 a su marido, el libre y de color negro Pedro de Málaga, vecino en San Román. No obstante, en su caso no se trató tanto de dinero líquido como de cosas de la casa, desde colchones de lana y almohadas hasta colchas, manteles, toallas, paños y objetos propios de un modesto ajuar femenino.
Claramente, el perfil socioeconómico de los hombres y mujeres que habían salido de la esclavitud era el de una clase trabajadora muy humilde, poseedora de pequeños bienes muebles o incluso raíces, dependientes de trabajos situados normalmente en la base de la escala laboral y sostenidos por préstamos y deudas. Los vemos repartidos por toda la ciudad, pero especialmente en sus barrios más sencillos. Como hemos explicado, el matrimonio de una mujer todavía esclava con un hombre libre podía constituir un paso relevante hacia la libertad. Se trataba de procesos sociales que habitualmente tenían lugar en espacios físicos de dependencia laboral y en hábitats urbanos modestos que señalan con claridad los marcos de sociabilidad en los que se desarrollaban sus vidas. El caso de la negra Catalina, esclava de doña Catalina de Vozmediano, es representativo de lo que decimos. En 1606, cuando quiso contraer matrimonio a la edad de dieciséis años, declaró que era natural de Angola, «donde la cautivaron» y desde donde la habían traído a Sevilla hacía diez años; así pues, cuando llegó a la ciudad sólo era una niña de seis años que, como bozal, lo desconocía todo acerca del mundo en el que había sido introducida. Los dos testigos que presentó la conocían prácticamente desde entonces: una mujer mulata y libre, que servía a la doncella doña Andrea de los Olivos, y un varón que había trabajado de copero y vivía en casa de una poderosa y rica familia judeoconversa de la ciudad, los Núñez Pérez. El hombre con quien pretendía casarse se llamaba Manuel López y era un negro libre de veintiséis años que residía en el corral de Tromperos y que había enviudado pocos días antes, de una «negra esclava de Melchor de Andrada», con la que durante seis años había hecho «vida maridable en una casa y compañía». Los testigos de Manuel eran también hombres humildes. Uno vivía en el corral del Conde y otro era un trabajador en la calle del vino, este último habitaba en el corral de San Pablo —en la Madalena— y «como amigo que es del dicho Manuel López», ayudó a llevar el cadáver de su mujer «a enterrar en sus hombros a la yglesia de San Pedro». Si el perfil socioeconómico del grupo en el que la negra Catalina se iba a introducir queda claro, llama la atención que todas las personas mencionadas vivían en barrios distantes entre sí, lo que revela su capacidad de movimiento dentro de la ciudad, siempre en el seno de sociabilidades y niveles socioeconómicos bien delimitados.
Juana García puede ser un buen prototipo de esas mujeres liberadas. Casada, de «color morena» y vecina en el corral de las Gallinas de la collación de Omnium Santorum, típico hábitat caracterizado por la pobreza y el hacinamiento, reconocía en su testamento de 1587 que ni ella ni su marido llevaron bienes al matrimonio y al final de su vida seguía afirmando que era «pobre» (). Alguna de las deudas que tenía pendientes revelan que se sustentaba de comprar y vender bacalao —a Juana Martín, que vivía en la calle de la Pescadería, le debía 18 reales por dos arrobas de ese pescado—. También debía 13 ducados y 7 reales a un tal Mendoza, mercader de paños, de quien había tomado fiado un paño pardo que compró para su marido. Entre sus escasas posesiones se contaban, eso sí, algunas sortijas, que ayudan a recrear su imagen y la cultura material de aquellas mujeres: dos pares de zarcillos grandes de oro (unos llamados pomas y otros racimos), así como un «collarete» de oro con numerosas perlas del que pendía un Cristo, también de oro, así como una sortija de oro con una perla gruesa.
Pese a tantos esfuerzos, los esclavos y esclavas que consiguieron recorrer para sí mismos o sus parientes y descendientes el largo camino que conducía a la libertad, no solían sobrepasar al final de sus vidas niveles modestos de existencia, los que nos permiten ubicarlos, sin ningún género de dudas, entre quienes en aquella sociedad sevillana de los siglos XVI y XVII eran llamados pobres, entre los que vivían de la labor de sus manos en todo aquello que saliera, del trapicheo diario del barrio y de la calle, en trabajos duros, situados muy por debajo del escalón del trabajo gremial y regulado. En estos penúltimos peldaños de la sociedad convivían, en los mismos corrales y barrios, con todos los desclasados de aquel mundo, con aquellos cuyos salarios o ingresos no daban para vivir y con los muchos que, por edad, enfermedad, soledad, orfandad o incapacidad, estaban condenados a pasar la vida sobreviviendo (; ). La pobreza y la modestia, que seguían a la salida de la esclavitud, allí donde los prejuicios y las distinciones sociales están frecuentemente fuera de lugar, fueron finalmente los espacios por excelencia del mestizaje biológico y cultural. Allí acabaron disolviéndose con el paso de las generaciones los vestigios humanos producidos por la esclavitud moderna.
Agradecimientos
Esta publicación es parte del Proyecto de I+D+i PID2019-107156RB-I00 (El tráfico de esclavos y la economía atlántica del siglo XVI), financiado por el MCIN/ AEI/10.13039/501100011033.
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Notas
[1] «Usaron de luengo tiempo en acá et tóvolo por bien santa eglesia que casasen comunalmiente los siervos et las siervas en uno», Partida IV, título V, ley I.
[2] Estos impedimentos serían la falta de edad, que no permite expresar libremente el consentimiento; el hecho de estar castrado; y la locura, Partida IV, título II, ley VI.
[3] Partida IV, título V, ley I. La casuística creada por estas situaciones gira en buena medida sobre el conocimiento o no por el contrayente de la condición servil o libre de su cónyuge en el momento de expresar el consentimiento y contraer el matrimonio. La casuística derivada de la desigualdad de la «condición» jurídica entre los contrayentes está en el origen de dos leyes de las Partidas que tratan de evitar engaños, posteriores anulaciones matrimoniales y perjuicios a alguno de los contrayentes por la diferente condición del otro, Partida IV, título V, leyes III y IV.
[4] «Et si dos siervos que fuesen casados en uno hobiesen dos señores, el uno en una tierra et el otro en otra, que fuesen tan alongados que sirviendo cada uno a su señor non se pudiesen ayuntar para vevir en uno, por tal razón debe la eglesia apremiar a los señores que compre el uno el siervo del otro; et si non lo quisiere fazer, debe apremiar al uno dellos qual toviere por más guisado que venda el su siervo a otro home que sea morador en aquella villa o en aquel logar do mora el señor del otro siervo; et si non fallare ninguno hi que lo quiera comprar, cómprelo la eglesia, porque non vivan departidos el marido et la muger», Partida IV, título V, ley II.
[5] Archivo Histórico Provincial de Sevilla (en adelante AHPSe), Protocolos Notariales de Sevilla (en adelante PNS), leg. 205, f. 1036. Sevilla, 29 de marzo de 1598.
[16] Como se ha documentado en la parroquia de la cercana villa de Salteras (González Polvillo, 1994, p. 198).
[25] Todavía no es posible determinar para el caso de la ciudad de Sevilla qué porcentaje de los esclavos eran liberados por vía testamentaria. Para una ciudad que, sin duda, presentaría comportamientos similares a los de Sevilla como Córdoba durante la segunda mitad del siglo XVI, el análisis de una muestra de más de un millar de testamentos arroja como resultado que, aproximadamente, algo menos de la tercera parte de los esclavos presentes en los testamentos alcanzaría gracias a ellos la libertad, plena o con condiciones varias ().
[34] Por ejemplo, AHPSe, PNS, leg. 3352, foliación rota. Sevilla, 3 de abril de 1543. Juan, un «esclavo cautivo de color blanco» de veintidós ó veintitrés años que huyó de poder de su amo, el rico mercader genovés Niculoso Cataño, fue descrito minuciosamente a fin de ser capturado de nuevo, indicando a los encargados de su búsqueda que dominaba ya perfectamente el idioma, un elemento que sin duda facilitaba su fuga: «que fabla la lengua castellana claramente, y es de mediana estatura, e tiene una señal de crus en el un carrillo, y de pocas barbas, el cual lleva vestido un sayo negro e unas calsas blancas e un bonete colorado», AHPSe, PNS, leg. 9133, f. 271r-272r. Sevilla, 25 de febrero de 1525.
[36] De hecho, también ordenaba «que se restituya a las personas contenidas en un memorial que yo dejo firmado de mi nombre lo que en él pareciere, porque así conviene al descargo de mi conciencia», AHPSe, PNS, leg. 9161, f. 477r-479r. Sevilla, 26 de febrero de 1546.
[54] Sobre la presencia de niños en los contingentes de esclavos negros llevados desde África a la península Ibérica, véase .
[55] Llama la atención que la información de testigos de ambos novios para poder contraer matrimonio se realizase el 12 de mayo de 1606, y que su primera esposa hubiese fallecido la víspera del día de Santa Cruz pasada, es decir, el 2 de mayo.