1. Introducción
El moderno análisis de la responsabilidad individual en estructuras empresariales complejas ha estado presidido, de acuerdo con una extendida opinión doctrinal, por el denominado modelo de imputación top-down. Dicho modelo toma como punto de partida el examen de la responsabilidad penal de quienes están situados en el vértice de la persona jurídica – los administradores sociales – en tanto responsables preferentes de garantizar la inocuidad de la actividad social desarrollada, para, a continuación, descender hasta los puestos ubicados en eslabones intermedios, como los consejeros delegados y directivos, a fin de terminar, en última instancia, con los empleados que operan a modo de brazo ejecutor del hecho típicamente relevante. Se comparta o no el anterior esquema, lo relevante ahora es que está incompleto. En rigor, dicho análisis de corte descendente debería dar comienzo a partir de los titulares del negocio – los socios – quienes, hasta el momento, han sido ignorados por la práctica mayoría de la dogmática penal en sus consideraciones (con la excepción de su intervención directa en los distintos delitos societarios tipificados en el ordenamiento jurídico español) seguramente por entender que el control sobre lo que acontece en la vida societaria empieza con los administradores.
A decir verdad, tradicionalmente la figura del socio ha tendido a ser enjuiciada en el ámbito jurídico desde una óptica esencialmente pasiva, como mínimo, en un cuádruple sentido. Primero, como sujeto al que se le reconoce la titularidad de una serie de derechos económicos (por ejemplo, el derecho a participar en la repartición de dividendos o en el patrimonio resultante de la liquidación de la sociedad), políticos (por ejemplo, el derecho de información, de asistencia a la junta general o de voto) y de doble carácter político y patrimonial (por ejemplo, el derecho de suscripción preferente). Segundo, como persona legitimada para interponer una acción individual de responsabilidad contra los administradores por aquellos actos realizados durante el curso de la actividad social que le hayan causado directamente un perjuicio (artículo 241 LSC). Tercero, como agente cuyos intereses son dignos de amparo jurídico-penal frente a una serie de conductas lesivas de estos (por ejemplo, el delito de imposición de acuerdos abusivos en perjuicio de la minoría societaria del artículo 291 CP). Y por último, y esto será analizado en detalle más adelante, como tercero inocente que padece una serie de repercusiones económicas a causa de la imposición de una sanción a la persona jurídica fruto de la comisión en su seno de un delito en su cuenta y beneficio.
Semejante forma de ver las cosas, en mayor o menor medida, está empezando a replantearse, si bien todavía de una manera bastante incipiente, a raíz de una tendencia surgida hace relativamente poco tiempo en Europa que aspira poner un mayor énfasis en la cuestión del haz de deberes con los que los socios tendrían que cargar. Ante lo que parece un auténtico cambio de paradigma, que particularmente en el caso de las sociedades cotizadas empezó a gestarse con la publicación de la Directiva (UE) 2017/828 del Parlamento Europeo y del Consejo de 17 de mayo de 2017, ya cabe localizar en la academia penal algunas primeras contribuciones en relación con un tema carente todavía del suficiente desarrollo, pero sin duda meritorio del mismo, como es el de la responsabilidad penal por omisión de los socios. Con el presente trabajo pretendo sumarme a esta nueva línea de investigación a fin de aportar algunas notas sobre esta materia aún escasamente explorada que sirvan, en la medida de lo posible, para avivar un debate sobre un tema que ya, hoy por hoy, reclama una más que merecida atención. Fundamentalmente, se pretende explorar si acaso es justo que los socios, aparte de sufrir una perjudicial afectación de sus intereses fruto de la condena de la persona jurídica, tengan que correr un riesgo de imputación personal por los hechos típicamente relevantes acontecidos en la empresa.
2. Puntualizaciones iniciales: sociedades de capital, socios y clases de criminalidad
A fin de desarrollar adecuadamente el fundamento, contenido y alcance de una hipotética posición de garantía del socio, en tanto presupuesto necesario, aunque no suficiente, de su responsabilidad penal por omisión, así como las consecuencias jurídico-penales derivadas de su quebrantamiento, resulta necesario formular antes una serie de precisiones que personalmente estimo capitales:
En primer lugar, es importante tener en cuenta que el tejido empresarial español dista de ser homogéneo. Quiero decir con esto que en nuestro país, como en tantos otros, se da cabida a varios tipos sociales cada uno de los cuales presenta una serie de peculiaridades que lo caracterizan. Las sociedades limitadas, que por naturaleza cuentan con una estructura de carácter cerrado, son las que acaparan el mayor protagonismo en la praxis, debido a que la corporación media española suele corresponderse con una PYME de baja capitalización, seguidas, si bien con una presencia comparativamente menor en España, de las sociedades anónimas, al constituir la forma social escogida por aquellas corporaciones de mayor envergadura y relevancia económica. A su vez, a cada tipo social le siguen también subespecies (o incluso subtipos de subespecies), lo que ha dado pie a hablar en la doctrina mercantilista, particularmente en relación con las sociedades anónimas, de una auténtica polivalencia funcional. Este matiz tanto es válido, aunque en menor medida, para las sociedades limitadas (considérese la sociedad nueva empresa) como, muy especialmente, para las sociedades anónimas, respecto a las cuales cabe distinguir, de entrada, entre aquellas que son cerradas o abiertas. Dentro de este último grupo procede tener en cuenta también aquellas sociedades cotizadas cuyas acciones están admitidas a negociación en el mercado de valores. Finalmente, importa diferenciar, por lo que a las sociedades cotizadas respecta, aquellas que poseen estructuras de propiedad concentrada, cuyo control es ejercido por un accionista mayoritario o un grupo de accionistas significativo que actúa concertadamente, y aquellas otras que disponen de estructuras de propiedad dispersa, si es que no existe ningún accionista de control y el capital social está repartido entre múltiples accionistas.
Fruto de semejante taxonomía y, aparte de eso, de los criterios de individualización de la figura del socio dentro de un mismo tipo societario, cobra sentido que tampoco resulte adecuado adoptar una concepción monolítica de socio, como si cupiese referirse a un agente de contornos cerrados. Hace falta adoptar una aproximación tópica en esta sede, tal como procede operar igualmente a la hora de examinar otra cuestión diversa a la que aquí nos concierne como es la de la responsabilidad penal del compliance officer. Es decir, allá donde convenga, deberán tenerse en cuenta las características propias de cada socio. Sin atender a dicha distinción corremos el riesgo de efectuar afirmaciones genéricas que tal vez sean válidas para una clase de socios pero no para otra. Algo que, en cualquier caso, conviene ya advertir es que, en lo que sigue, únicamente serán objeto de examen los fundamentos y límites de la responsabilidad penal del socio que ostenta exclusivamente dicha condición y que, por lo tanto, omite desempeñar paralelamente en la empresa funciones de gestión y representación. Por tanto, quedan excluidos de nuestro análisis, puesto que ya cabría recurrir en estos casos a los presupuestos sobre la responsabilidad penal por omisión del administrador ampliamente debatidos por la doctrina y la jurisprudencia, tanto el socio que en la corporación ejerce formal y visiblemente el cargo de administrador de derecho como aquel otro socio que, aun no habiendo hecho suya explícitamente tal función, influye de manera decisiva en el curso de la gestión social diaria, toda vez que no cabría descartar en sede de imputación jurídico-penal su condición de administrador de hecho. Tampoco será abordada otra variante propia de las sociedades anónimas laborales: aquella en la que los trabajadores son, al mismo tiempo, los principales accionistas de la sociedad.
Para terminar, debe aclararse sobre qué ámbito de criminalidad interesa detenernos. Pasando por alto la cuestión sobradamente estudiada de los delitos societarios, pienso que todavía faltan por explorar hasta otras tres dimensiones problemáticas, siendo la primera la que ocupará el presente trabajo: (1) La responsabilidad penal por omisión del socio en relación con la criminalidad de empresa (criminalidad ad extra): me refiero a aquellos hechos penalmente relevantes cometidos en nombre, cuenta y beneficio (directo o indirecto) de la persona jurídica que atentan contra bienes jurídicos colectivos (por ejemplo, un delito medioambiental) o individuales (por ejemplo, un delito de estafa); (2) La responsabilidad penal por omisión del socio en relación con la criminalidad en la empresa (criminalidad ad intra): pienso tanto en aquellos actos delictivos imputables a los administradores lesivos del patrimonio social (esencialmente, el delito de administración desleal previsto en el artículo 252 CP) como en aquellas otras conductas antijurídicas ejecutadas por los socios en perjuicio del resto (básicamente, el delito de imposición de acuerdos abusivos en detrimento de los intereses de la minoría societaria contemplado en el artículo 291 CP); (3) La responsabilidad penal (activa) de los socios por la influencia ejercida en los miembros de la corporación (particularmente, los administradores) de cara a obtener a toda costa ganancias (o evitar pérdidas), promoviendo, como correlato, dinámicas de grupo orientadas hacia la comisión de ilícitos : la apuesta del accionariado por un modelo de negocio cortoplacista, concretado en el ejercicio de fuertes presiones en el consejo de administración a efectos de adoptar decisiones de negocio mucho más arriesgadas con el fin de obtener beneficios al menor tiempo posible, dio buena cuenta del estallido de la crisis financiera del año 2008 . Fue justo la preocupación por evitar repetir prácticas como las descritas, capaces de provocar importantes estragos económicos y sociales así como de comprometer la continuidad de la compañía en el mercado, lo que motivó la promulgación de la ya mentada Directiva (UE) 2017/828 del Parlamento Europeo y del Consejo de 17 de mayo de 2017 con el objeto de fomentar una implicación a largo plazo de los accionistas en aras de consolidar un gobierno corporativo mucho más sostenible. Para lograr ese objetivo, dicho instrumento legislativo comunitario promueve mecanismos de distinta índole como son, por ejemplo, la debida identificación de los accionistas (tanto los accionistas per se como los beneficiaros últimos de los acciones ubicados al final de una cadena de entidades intermediarias) o una más directa comunicación entre empresa y socio de cara a incentivar el ejercicio de sus derechos no sólo económicos sino también políticos. Éstas y otras cuestiones (por ejemplo, las relativas a la política de remuneraciones de los consejeros) ya se encuentran reflejadas en la actual legislación societaria española tras la reforma operada por la Ley 5/2021, de 12 de abril, con arreglo a la cual, se traspuso al ordenamiento jurídico nacional el contenido de la citada Directiva.
3. Fundamento de la limitada posición jurídica de vigilancia ocupada por algunos socios en relación con la criminalidad corporativa
3.1. Reflexiones generales
Preguntarse por la responsabilidad penal por omisión del socio en relación con la criminalidad corporativa y, más en concreto, sobre la posible ostentación por éste de una posición jurídica de vigilancia, supone dar por hecho una idea clave. A saber, que la estructura organizativa es, en sí misma considerada, una fuente de riesgo. Y ello, cuando menos, por un par de importantes razones. Primero, porque del propio desarrollo de la actividad social pueden llegar a surgir una serie de outputs lesivos para esferas de autonomía ajenas que tienen que ser controlados mediante mecanismos adecuados, bien evitando su existencia, bien minimizándolos hasta espacios de tolerancia social. Y segundo, a causa de que en ocasiones en dicho contexto organizativo es dable que existan factores criminógenos de naturaleza tanto estructural (controles deficientes, inexistencia de canales de denuncias, carencia de figuras encargadas de la vigilancia intraempresarial, etc.) como cultural (aparición de sesgos cognitivos y volitivos, técnicas de neutralización, presiones durante el desarrollo de la actividad comercial, etc.) que facilitan o incluso incentivan comportamientos delictivos por parte de sus integrantes.
En puridad, son los socios fundadores quienes, a partir del acto jurídico de otorgamiento de la correspondiente escritura pública de constitución de la empresa y su posterior inscripción en el Registro Mercantil (artículo 20 LSC), colocan dicha fuente de riesgo en el mundo. Cobra sentido entender, por esa razón, que a ellos les compete originariamente su debido control. Después de todo, nadie más que ellos deciden libremente fundar una sociedad de capital y definir los contornos de su actividad de producción de bienes y servicios. A decir de verdad, su posición jurídica ya empezaría a coger forma en ese estadio tan incipiente. En efecto, a los socios les incumbe verificar que dicha constitución es realizada de un modo jurídicamente adecuado. Incluso ese deber puede volver a reactivarse luego a la hora de llevar a cabo modificaciones estructurales como absorciones, fusiones o adquisiciones cuya ejecución seguramente justifique poner en práctica herramientas de third party compliance tales como un procedimiento de due diligence.
Vistas las cosas así, parece justo que los socios, como contrapartida al disfrute de su libertad fruto de la apertura de un tal negocio potencialmente beneficioso para sus intereses, tengan que hacer suyo un inequívoco compromiso de velar por que el transcurso de la actividad comercial no sea perjudicial para otros. Compromiso de control cuya infracción sería lo que mostraría una equivalencia axiológica y morfológica con la realización típica activa, no la mera ostentación y quebrantamiento sucesivo de deberes extra-penales. Justo esta misma estructura cabe apreciar, por recurrir a un ejemplo clásico, en quien adopta un dóberman: la persona que opta por incorporar a ese animal en su esfera de dominio hace igualmente suyo el compromiso de vigilarlo como sea preferible para evitar que ataque a terceros. En definitiva, al socio (al igual que al propietario del perro) le está prohibido ampliar su esfera organizativa a costa de los demás (neminem laedere), concretamente configurando una estructura corporativa criminógena perjudicial para intereses ajenos. Consiguientemente, en caso de omitir introducir mecanismos organizativos idóneos de cara a controlar aquellos cursos lesivos surgidos a propósito del transcurso de semejante actividad comercial, estará por completo justificado no considerarle un sujeto ajeno a aquellas consecuencias dañinas que finalmente se produzcan.
Ahora bien, no siempre la condición de socio va a tener por qué ser asumida en la misma fase de fundación de la mercantil. También dicha condición puede llegar a obtenerse en relación con una actividad social que ya esté en curso, sea, por ejemplo, mediante la compraventa de un paquete de acciones o a partir de una sucesión hereditaria de un conjunto de participaciones sociales. Salta a la vista que al socio que de forma derivada se incorpora como tal en una corporación ya operativa en el mercado no le podríamos achacar el haber introducido esa fuente de riesgo en el tráfico jurídico. Pero lo que sí podríamos decir es que, en tanto que voluntariamente se estaría vinculando con una tal organización, estaría asumiendo como propia una fuente de riesgo colocada tiempo atrás por otros que seguiría presente en el mundo. En esa medida, también como reverso a la ampliación de su libertad, cabría atribuirle la asunción del compromiso de promover una organización acorde a Derecho durante el tiempo que se encuentre vinculado con esa entidad.
A la luz de lo expuesto, existen buenas razones para concluir que lo esencial en aras de configurar una posición de garantía en el socio no es otra cosa que la asunción originaria por éste de un compromiso de control de los riesgos surgidos a propósito del negocio que éste habría libremente constituido o con el que se habría vinculado estando ya en funcionamiento. Llegados a este punto, no está de más apuntar que lo que el socio sea capaz de hacer con arreglo a lo dispuesto en la legislación societaria (por ejemplo, emitir instrucciones vinculantes a los administradores o separarles del cargo) es algo que poco debe importarnos a efectos de adscribirle una posición de garantía, sin negar que el examen de su abanico de facultades sí que resultará relevante al momento de definir cómo deberá intervenir frente al ilícito penal de otro pero ya asumiendo la ocupación de una posición jurídica previamente fundamentada. Cuando menos en el Derecho Penal, el mero poder nunca genera deber, por lo que la popular expresión “un gran poder conlleva una gran responsabilidad” por algunos manejada, si bien en el plano mercantil, al momento de abordar la cuestión de los deberes de los socios no sería de buen recibo en nuestro campo.
Queda claro, por lo tanto, que, en términos jurídico-penales, a quienes hay que adscribir la condición de garantes originarios de la inocuidad de la organización empresarial es, en sentido estricto, a los socios. Lo que ocurre es que, salvo cuando estos opten por desempeñar paralelamente funciones de gestión y representación de la mercantil, la responsabilidad principal de asegurar una correcta y coordinada organización sería depositada en otro agente – el órgano de administración – en relación con el cual se entablaría una específica relación principal-agente con los consiguientes costes de agencia que acarrea confiar la gestión de un negocio a otro que actúa en nombre y cuenta ajena. En otras palabras, aquellos socios que prefieran ceñirse a ser socios van a tener que nombrar a un profesional para que se ocupe de gestionar una esfera de responsabilidad que inicialmente les competería, sin perjuicio de que, a su vez, el administrador delegue en otros cargos, como el compliance officer, una serie de funciones estrechamente ligadas con la prevención delictiva. Eso significa que el órgano de administración propiamente debería ser catalogado como un delegado de los socios por ser estos quienes inicialmente estarían obligados a promover una adecuada organización en la mercantil. Asumiendo este punto de vista, vamos a ocuparnos de definir, a continuación, cómo se ha de delegar de un modo jurídicamente válido y qué efectos surgen tras la delegación de competencias operada.
La primera de las cuestiones señaladas, referida a los presupuestos materiales de la delegación, no merece ser aquí desarrollada por no presentar ningún tipo de peculiaridad respecto al resto de delegaciones. Simplificándolo mucho, los socios no pueden delegar un elenco de competencias en cualquier agente sino sólo en quien demuestre poseer un perfil adecuado para un correcto desempeño del cargo de administrador. Igualmente, estos mismos sujetos deben ocuparse de verificar que los administradores disponen de los medios pertinentes a fin de poder dar cumplimiento a la posición de deber que aceptan ocupar.
Menos pacífico es el segundo de los interrogantes planteados. Son varias las posibles respuestas que cabría ofrecer a la pregunta de cómo se concreta la reconfiguración de la esfera de deber del socio después de la delegación realizada: (1) el socio retiene deberes de vigilancia y control residuales que le obligan a supervisar el correcto desempeño por el administrador de su cargo, ocupando, por tanto, una posición proactiva que le obliga a buscar el conocimiento sobre tales circunstancias (principio de desconfianza); (2) el socio cuenta solamente con deberes de reacción, lo que significa que solamente tendría que intervenir cuando recabe datos objetivos, sólidos y concluyentes sobre la incorrección del administrador (principio de confianza); (3) la delegación acarrea una escisión absoluta de los ámbitos competenciales del socio y del administrador, por lo cual, en la esfera de responsabilidad del primero ni radicarían deberes de vigilancia y control secundarios ni tampoco deberes de corte reactivo (principio de separación estricta de esferas).
Hasta donde sé, la autora que por primera vez se pronunció en España sobre este difícil asunto fue Pastor Muñoz para quien la delegación operada por los socios en los administradores adoptaría la forma de delegación carente tanto de deberes de vigilancia y control como de reacción por estar basada en una estricta separación de las esferas de competencia de uno y otro sujeto (es decir: la tercera de las opciones señaladas). Comenzando por los argumentos esgrimidos por esta autora con miras a negar la ostentación por el socio de deberes de vigilancia y control secundarios sobre la actividad del administrador social, Pastor Muñoz apunta un par. Primero, que la delegación llevada a cabo entre socio y administrador se articula sobre la base de una asimetría entre ambos al tratarse de una delegación basada en criterios de especialización (de modo evidente en las grandes sociedades abiertas aunque no tanto en las pequeñas sociedades cerradas). Y segundo, que la delegación ostenta para los socios el sentido de poder desentenderse de gran parte de la actividad social. Tan siquiera para Pastor Muñoz el socio conservaría un deber residual de reacción tras la delegación. A su entender, la delegación de la gestión social en términos eficientes implica que la actividad del administrador quede separada respecto a la del socio, hasta el punto de que en caso de conocer la incorrección de este último el primero infringiría, a lo sumo, un deber institucional pero, en ningún caso, sería castigado por una supuesta intervención delictiva en el delito de otro. El único deber que, en opinión de Pastor Muñoz, continuaría dentro de la esfera de responsabilidad del socio sería el de “renovar” o, si se prefiere, “prorrogar” la situación de delegación, revisando periódicamente si se cumplen sus presupuestos materiales para, en el supuesto de que estos fallen, recuperar su posición de garantía originaria.
Pues bien, profundizando en la sugerente propuesta de Pastor Muñoz, no se pasa por alto su adscripción, en lo fundamental, a una reciente corriente de pensamiento iniciada por Robles Planas basada en la idea de que las delegaciones guiadas por una línea de especialización (vertical) entre delegante y delegado comportarían una separación estricta de esferas. Según este sector de la doctrina, costaría creer que el delegante esté en condiciones de vigilar y controlar a su delegado a causa de la falta de conocimientos y aptitudes técnicas para ello. En relación con esta cuestión, debo empezar por darle la razón a Pastor Muñoz acerca de la existencia de esa línea de especialización a la que alude, si bien sólo consigo apreciarla en el marco de las sociedades anónimas cotizadas, mas no tanto en aquellas otras sociedades de capital de carácter cerrado donde, como esta misma autora advierte, no está del todo claro que tenga cabida, lo que permitiría enjuiciar de forma menos controvertida el carácter ordinario de la delegación operada. Acepto, por tanto, que los administradores de dicha clase de sociedades de capital realmente son expertos en lo suyo. Como apunta Alfaro Águila-Real, los accionistas, con el fin de poder especializarse en ser propietarios (concretamente en todo aquello relativo a la diversificación del riesgo), contratan a un administrador para que sea éste quien se especialice en la gestión del negocio. Sin poner en entredicho esta idea, discrepo en que el carácter especializado de la delegación de competencias dé lugar a una separación estricta de esferas entre delegante y delegado.
La principal razón para apelar exclusivamente al ámbito de responsabilidad del delegado y exonerar prácticamente al delegante sería lo sumamente difícil que resultaría para este último controlar al primero debido a la carencia de conocimientos y aptitudes especializadas. No obstante, me parece que semejante visión oscurece la idea de que al delegante se le carga tras la delegación con una serie de deberes de vigilancia y control residuales con base en algo distinto. Esencialmente como consecuencia de que el delegado no deja de desarrollar su función dentro del ámbito de organización del delegante, con lo cual, este último no puede quedar por completo desligado de la actuación del otro, máxime cuando quepa estimarla defectuosa. Algo bien distinto ocurre con la especialización a nivel horizontal, esto es, entre personas ubicadas en un eslabón de práctica igualdad, siempre y cuando naturalmente hayan asumido competencias de distinta índole. Aquí sí parece tener cabida el principio de separación de esferas porque los ámbitos de competencia de los agentes estarían de base desvinculados uno de otro. Los directivos de empresa serían un buen ejemplo de lo anterior. Cada cual debe afanarse por controlar lo que ocurre en su respectivo departamento (finanzas, marketing, logística, etc.) pero no tiene por qué comprobar aquello que acontece en el resto. En fin, me parece que la especialización a nivel vertical no permitiría que el delegante se libre de ser titular de deberes de vigilancia y control secundarios. A lo sumo, permitiría que les diese cumplimiento de un modo distinto en comparación a cuando medie una simetría con su delegado (por ejemplo, recabando asesoramiento para ejercer esa supervisión secundaria, informándose previamente sobre aquello respecto a lo cual ha de vigilar subsidiariamente, exigiendo más aclaraciones y explicaciones al delegado, etc.).
Continuando con el análisis de las reflexiones de Pastor Muñoz, hay que apuntar que, en coherencia con su planteamiento, esta autora opina que la delegación de competencias efectuada autorizaría un desentendimiento del socio respecto la actividad del administrador social, negando incluso la posesión por éste de deberes de reacción. Entiendo, por tanto, que, desde su punto de vista, la delegación realizada equivaldría, en el fondo, a una transferencia prácticamente total de competencias entre uno y otro sujeto en expresión estricta del clásico paradigma de la escisión entre la propiedad y el control. No obstante, suena extraño que el propietario de un riesgo pueda desligarse de su debido control, extremo éste que podría desencadenar inadecuadas consecuencias político-criminales de irresponsabilidad organizada. Al socio le bastaría con delegar en un administrador capaz y con medios para poder despreocuparse luego de cómo se hacen las cosas en la organización a efectos de maximizar sus intereses, de modo que estaría propiamente deslizando en otros el riesgo que entraña la actividad empresarial (risk shifting) en pos de su propio beneficio punitivo. Creo que está en lo cierto Lascuraín Sánchez cuando manifiesta que “delegar una tarea no es transmitirla sin más como si de una compraventa se tratara”. El socio, como cualquier otro delegante, no puede ser tratado como un sujeto ajeno a un ámbito de organización que en origen le competía y que ahora otro se ocupa de gestionar. Cobra sentido, por ello, arrogarle una posición de vigilancia secundaria o, si se prefiere, limitada, tal como comentaremos más adelante.
De hecho, Pastor Muñoz, pese a abogar por el principio de estricta separación de esferas, admite luego la existencia de un deber del delegante de “prorrogar” la delegación mediante la comprobación periódica de sus presupuestos materiales. Dando cabida a esta idea, parece que Pastor Muñoz estaría admitiendo, si bien implícitamente, que las respectivas esferas de organización de los socios y el órgano de administración, en realidad, no estarían tan separadas como en origen pareciese. Si un delegante tiene que comprobar periódicamente la corrección de su delegado es porque aquello que hace el segundo, en el fondo, no le resulta tan indiferente. Ese deber de revisión, cuyo reconocimiento comparto, no dejaría de constituir, en el fondo, una manifestación de un deber de vigilancia y control residual que seguiría radicando en el círculo de responsabilidad del delegante.
Quizás a lo expresado cabría replicarle que una cosa es revisar que los presupuestos básicos de los que depende la validez de la delegación siguen siendo satisfechos (la adecuación del perfil del delegado así como la disposición de los medios adecuados) y otra distinta comprobar que el delegado está dando correctamente cumplimiento a su haz de competencias, en cuyo caso, el deber de revisión propiamente estaría asociado con lo primero antes que con lo segundo. Naturalmente pueden haber casos en los que un sujeto cumple satisfactoriamente con los requisitos básicos de la delegación pero, pese a ello, delinque. Pensemos, por ejemplo, en aquel técnico de prevención de riesgos laborales con conocimientos técnicos y medios pertinentes que omite comprobar el debido funcionamiento de las medidas de protección de la salud y seguridad en el trabajo implementadas a raíz de la crisis del covid-19, cosa que acaba con una grave infección de una serie de operarios ingresados luego en urgencias. La cuestión es si ese hecho que seguramente cabría estimar típicamente relevante ya pondría en seria tela de juicio algo tan básico como es la idoneidad del delegado. Mi impresión es que sí: la idoneidad de un delegado tanto debería venir referida a la disposición de los suficientes conocimientos y habilidades técnicas como al adecuado desempeño en sí de la función delegada, por mucho que lo primero sea satisfecho, cuestión última ésta que, sin duda, no conseguiría superarse en caso de que el delegado actúe de un modo antijurídico. Los ejemplos sugeridos por Pastor Muñoz parecen ir justo en esta línea. La madre que acude a la guardería y se encuentra a su hijo lleno de moratones posee buenas razones para inferir que las cuidadoras han ejecutado su trabajo de una manera extremadamente defectuosa (por no decir que han hecho justo lo contrario a lo que estaban obligadas). Independientemente de que las cuidadoras dispusiesen de una holgada experiencia profesional y de titulaciones oficiales que acreditasen sus adecuadas aptitudes (por ejemplo, un grado en educación infantil) el acto de lesionar a los menores pondría de relieve su total falta de conveniencia para seguir ocupando dicho puesto de trabajo. En el otro extremo, también quien de forma sobrevenida pierde su óptima capacidad profesional (por no actualizar sus conocimientos y/o habilidades) o los medios para ejercer su trabajo convenientemente (porque la empresa ya no se los provee) puede acabar por delinquir (seguramente a título imprudente por la vía de la culpa por asunción) en caso de continuar ejerciendo su función en tales condiciones. En fin, creo que los extremos considerados – de un lado, la adecuación del perfil del delegado así como la disposición de los medios adecuados, y de otro, el correcto cumplimiento del haz de deberes delegados como tal – están tan estrechamente vinculados que no vería desacertado entender que el deber de revisión periódica estaría referido al conjunto en sí mismo considerado.
En atención a lo visto, creo que la delegación de competencias practicada por los socios en nada diferiría respecto cualquier otro tipo de delegación. Eso significa que la posición de deber de los socios en lo que al control sobre el estado general de la corporación respecta no desaparecería sino que mutaría en otra residual, con arreglo a la cual, estos preservarían, de buenas a primeras, una serie de deberes de vigilancia y control secundarios que vendrían a proyectarse sobre la actividad del órgano de administración en clara expresión del principio de desconfianza. Dicho con otras palabras, la posición de vigilancia de los socios tras la delegación pasaría a ser meramente limitada. Y ello en un par de sentidos. Primero, porque de ser exhaustiva e incansable, hasta el punto de obligar al socio a estar al tanto del día a día de la empresa, las ventajas de la delegación se perderían. Bastaría con una comprobación genérica cada cierto tiempo de lo que allí ocurre. Y segundo, porque resultaría del todo desmesurado que los socios hayan de examinar en detalle qué acontece en cada uno de los departamentos de la empresa. Con comprobar el actuar diligente de su delegado – el órgano de administración – verificando tanto que él mismo no actúa antijurídicamente como que adopta las medidas organizativas oportunas para prevenir la comisión de ilícitos penales en la empresa en lugar de tolerar o incluso promover una estructura corporativa criminógena ya daría cumplimiento a su esfera de deber.
Una vez establecidos los canales para dar cumplimiento a su restringida posición de vigilancia, que nos ocuparemos de detallar más adelante a la hora de definir cómo los socios tendrían que ejercer exactamente su función de vigilancia secundaria, será perfectamente admisible que estos puedan avanzar de la desconfianza a la confianza. A partir de ahí, los socios solamente continuarían poseyendo deberes de reacción que les obligarían a intervenir en caso de obtener datos objetivos, sólidos y concluyentes acerca del mal hacer del órgano de administración. Ahora bien, aun reconociéndoles esos espacios de confianza, sin duda necesarios en cualquier tipo de delegación de competencias, no creo que a los socios les esté permitido confiar de forma indefinida en la actuación de los administradores sociales. Más bien, esa confianza es limitada, lo que significa que va a tener que ser renovada, comprobándose de forma periódica la idoneidad del órgano de administración en el sentido antes expuesto. Precisamente el artículo 164 LSC establece que la junta general ordinaria ha de reunirse necesariamente dentro de los seis primeros meses de cada ejercicio para, entre otras cosas, aprobar la gestión social, momento en el cual seguramente podría llevarse a cabo esa fiscalización. Sólo una vez satisfecha, y no habiéndose detectado con ella indicios sobre la incorrección del órgano de administración, los socios podrán volver a disfrutar de la confianza que se les garantiza, teniendo que repetir la secuencia aquí descrita hasta que se dé fin a la relación de delegación entablada (por ejemplo, cuando el socio decida separarse de la compañía, sea por una causa legal o estatutaria).
3.2. Algunas distinciones necesarias en función de la clase de sociedad de capital y del tipo de socio
3.2.1. Por qué es justo calificar sólo a algunos socios (y, en cambio, a otros no) como garantes sobre el estado general de la empresa
Todas las valoraciones formuladas en el epígrafe anterior constituirían, en conjunto, una apretada síntesis, redactada en abstracto, del que entiendo que es el fundamento de la limitada posición jurídica de vigilancia ocupada por el socio. No obstante, resultaría errado dar por concluido aquí nuestro análisis. Operando así estaríamos generalizando una posición de deber de un agente que de base no puede ser concebido uniformemente. Según apunté al inicio de mi contribución, hace falta realizar una serie de precisiones en función de los distintos tipos sociales existentes en el tejido empresarial español y las diversas clases de socios reconocidos dentro de semejante taxonomía societaria.
Comencemos por aquellas sociedades de capital unipersonales, tanto anónimas como limitadas, que o bien fueron fundadas por un único socio (unipersonalidad originaria) o bien por varios pero con el paso del tiempo uno de ellos ha terminando poseyendo el conjunto de acciones o participaciones sociales disponibles (unipersonalidad sobrevenida). En relación con este tipo de sociedades de capital resulta relativamente sencillo concluir que va a ser el titular del total de acciones o participaciones en las que se divide el capital social a quien le va a incumbir procurar asegurarse que la actividad de negocio es desarrollada de un modo acorde a Derecho, si bien dentro de los márgenes de la vigilancia limitada ya justificada. Salta a la vista por qué: la actividad social constituiría una perfecta proyección de la libertad que ese único socio, sobre el que recaen todas las competencias de la junta general (artículo 15.1 LSC), ha optado por disfrutar, con lo cual, parece razonable cargarle en exclusiva con el impulso del cumplimiento de la legalidad en el seno de dicha empresa. Aun así, no debe soslayarse que en las sociedades unipersonales la gestión del negocio tanto puede ser confiada a uno o varios administradores sociales como ser ejercida por el propio socio único. Únicamente en el primer caso cobrará sentido explorar la responsabilidad penal por omisión del socio como tal.
Las cosas cambian cuando la sociedad de capital está compuesta por más de un socio y cada cual es titular, en razón de las aportaciones sociales realizadas, de un número de acciones o participaciones distinto. No cabe duda de que en abstracto cada socio habría aceptado entablar una relación jurídica con la sociedad y el objeto social que en ella se desarrolla. Pero el grado de vinculación que cada uno habría aceptado establecer para con la organización sería desigual. Según apuntamos en su momento, dar inicio a una actividad comercial conlleva una serie de riesgos. Riesgos que hay que mantener bajo control para evitar perjudicar a otras personas. El socio tiene mucho que ver con esa fuente de riesgo, bien por haberla colocado en el mundo, bien por haberse ligado a ella una vez ya colocada por quienes fundaron la empresa. Sin embargo, y aquí llega la precisión fundamental, ese “tener algo que ver” no creo que sea igual para todos.
La empresa representa, por decirlo de algún modo, una extensión de la libertad de los socios. Libertad que a estos se le permite disfrutar, eso sí, sin mermar los intereses de terceros (neminem laedere). Sin poner esta idea en duda, nótese, con todo, que la proyección de la libertad de cada socio es desigual. Pues, si bien es cierto que esa fuente de riesgo pertenece a los socios, no es menos cierto que a algunos le pertenece en mayor medida que a otros. Algo así es dable constatarlo a partir de un criterio tan objetivo como es su porcentaje de participación en el capital social dividido en un número de acciones y participaciones representativas de una parte alícuota e indivisible. Justo es la legítima titularidad de acciones y participaciones lo que confiere al socio una serie de derechos que tendrá ocasión de disfrutar (artículos 93 y ss., LSC). Pero, cómo no podía ser de otro modo, el contenido de algunos de esos derechos no será idéntico sino acorde a las acciones o participaciones poseídas, cosa que se antoja razonable en atención a las aportaciones sociales efectuadas por cada cual en aras de posibilitar el desarrollo de las actividades económicas. Ejemplificativamente, todos los socios tienen derecho a participar en el reparto de dividendos. No obstante, ese reparto va a tener que ajustarse a la posición ocupada por cada cual. Lo mismo cabe expresar respecto al derecho a voto. Los socios pueden exteriorizar su voluntad mediante la emisión de un voto a propósito del acuerdo colegial sometido a discusión. Lo que ocurre es que el valor de cada voto guardará una estrecha relación con la fracción de capital social que cada socio represente. Existe, en definitiva, una debida correspondencia entre el status ocupado por el socio y los derechos que se le confiere, hasta el punto de tener que garantizarse una igualdad de trato entre los socios siempre y cuando estos se encuentren en unas mismas circunstancias (artículo 97 LSC).
Entonces, si resulta que hay socios que, en rigor, amplían su libertad en un grado distinto al resto, vinculándose de un modo más intenso con una concreta actividad comercial de la que se benefician con carácter proporcional a su nivel de participación en la compañía, parece justo que el haz de deberes que hayan de soportar como contrapartida tampoco sea el mismo. De acuerdo con esta comprensión, nos vemos obligados a reconocer que la limitada posición de vigilancia del socio sólo cabría adscribirla a quienes posean un determinado porcentaje de participación en el capital social: éste es, a mi juicio, el principal dato objetivo del que nos podemos servir con miras a comprobar cuán ligado está un determinado socio con una específica corporación a la que podemos asignar la condición de fuente de riesgo, extremo éste que permitirá verificar en qué grado su libertad legítimamente ejercida se ve allí reflejada.
Admito que definir a partir de qué nivel de participación societaria cabe entender que un socio está suficientemente vinculado con una empresa como para asignarle, como correlato, la titularidad de deberes de vigilancia y control acerca de lo que en ella ocurre representa una cuestión rodeada de incertidumbres. En la categoría de garantes creo que encajarían sin problemas los socios de control (especialmente los mayoritarios), conocidos por el nombre de blockholders, que cuentan con una representación suficiente como para controlar los órganos societarios y, además, disponen de un importante poder de configuración de la esfera organizativa. Lo llamativo es que, de ser ese poder ejercido de forma demasiado intensa, estos correrían el riesgo de ser considerados administradores de hecho a efectos tanto mercantiles como penales, en cuyo caso, ya no nos haría falta recurrir a los criterios específicos de determinación de la responsabilidad jurídica del socio. En el lado opuesto, nada impediría excluir de una eventual imputación jurídico-penal a aquellos otros socios con una participación en la empresa tan ínfima como para poder ser considerados, en términos prácticos, personas externas a la compañía. Ejemplo claro de ello son los pequeños inversores. Pues, del mismo modo que existen contribuciones causalmente tan insustanciales como para no tenerlas en cuenta en sede de imputación personal, tampoco una conexión tan débil de un agente con una compañía debería valer para admitir la ocupación por éste de una posición de garantía. De lo contrario, el precio a pagar por invertir en una compañía sería demasiado alto, aspecto éste que podría desincentivar este tipo de prácticas comunes en el mercado. Entre uno y otro extremo quedaría por explorar toda una gama de grises, por lo que, en cierta medida, la paradoja de Sorites está indiscutiblemente presente en la discusión. No es intención de estas líneas definir con exactitud a qué clases de socios sería justo adscribirles una posición de vigilancia limitada y a cuáles no, si es que esa demarcación es acaso posible. Lo que sí vale la pena efectuar aquí son algunas anotaciones en atención a los distintos tipos de sociedades de capital presentes en el tejido empresarial español, habida cuenta de que la realidad de cada cual va a ser bastante distinta.
Las sociedades de capital cerradas, como son las sociedades limitadas o bien algunas sociedades anónimas (por ejemplo, determinadas sociedades anónimas constituidas con el fin de desarrollar una actividad en el sector de la construcción para cuyo inicio se necesita un alto grado de capitalización), se caracterizan por estar formadas por pocos socios normalmente implicados de manera intensa en la vida social. En esta clase de sociedades de capital la existencia de un número reducido de socios facilitará bastante el proceso de identificación de la vinculación que cada cual posee con respecto a la compañía, esencialmente a partir de la comprobación de su porcentaje de participación societaria, a efectos de justificar luego a quienes adscribir una posición de garantía y a quienes no. Ejemplificativamente, en una sociedad limitada formada por tres socios de los cuales uno de ellos posee el 70 % del total de participaciones sociales y los otros el 30 % restante, no creo que resulte problemático afirmar que sólo al primero cabrá adscribirle el status de garante de vigilancia. No obstante, de nuevo podemos toparnos con una situación en la que uno, varios o incluso todos los socios dirijan directamente, a su vez, la sociedad en condición de administradores, en cuyo caso, como hemos repetido unas cuantas veces ya, no hará falta preocuparnos por la fundamentación de la responsabilidad penal del socio en sí mismo considerado: podremos emplear los criterios generales sobre la responsabilidad jurídica del administrador.
Comparativamente más compleja es la realidad de las sociedades anónimas abiertas entre las que se encuentran las sociedades cotizadas cuyas acciones son objeto de negociación en el mercado bursátil. Poniendo ahora el foco en este tipo de sociedades, hay que tener en cuenta, en primer lugar, aquellas corporaciones con una estructura de propiedad concentrada, que es el esquema al que responden gran parte de las empresas del IBEX 35, donde la titularidad de la mayoría de acciones disponibles se encuentra concentrada en un solo accionista mayoritario o bien un grupo de accionistas que actúan en concierto. De buenas a primeras, esta serie de accionistas contarían con las características idóneas de cara a ser considerados candidatos aptos para comprobar desde una limitada posición de vigilancia cómo se hacen las cosas en la empresa so pena de responder en comisión por omisión en caso contrario. Distintas consideraciones hay que efectuar en relación con las sociedades de propiedad dispersa de menor presencia en el tejido empresarial español. Pues en este tipo de sociedades no es dable distinguir un núcleo de control entre el accionariado. En vez de eso, el capital social se encuentra atomizado entre multitud de accionistas, de modo que costará mucho más definir, si es que realmente algo así es dable hacerlo, quienes de entre ellos merecen ser calificados como garantes sobre el estado general de la empresa. Quizás en estos casos habrá que fijarse sobre todo en aquellos accionistas que, aunque no controlen la sociedad, sí influyen significativamente en las decisiones allí adoptadas y descartar, en cambio, a aquellos otros accionistas verdaderamente minoritarios que carezcan de representación o que, aun teniéndola, sea insuficiente para influir en la sociedad.
Explicado lo anterior, importa añadir que, tanto en las sociedades de propiedad concentrada como, muy especialmente, en las de capital disperso, no siempre el accionista desempeñará un papel activo (y largoplacista) en lo que a la definición del rumbo de la compañía se refiere. Habrá ocasiones en las que los accionistas jueguen el rol de mero inversor, adoptando a veces, para ello, una óptica cortoplacista, en el sentido de desentenderse de la vida societaria y limitarse a estar al tanto de la rentabilidad de sus inversiones. Es lo que se conoce por el nombre de bystander debido a la indiferencia mostrada sobre lo que ocurre en el seno de la mercantil.
Pues bien, ya explicamos que, cuando menos en virtud de razones de proporcionalidad, el pequeño inversor que posee una parte poco significativa del total de acciones disponibles a causa de la diversificación de su cartera de inversión no debería ser tenido en cuenta a la hora de elevar responsabilidades individuales de naturaleza penal dado su débil vínculo con la compañía, independientemente de que haga suyo un comportamiento más o menos implicado en la toma de decisiones societarias. Harina de otro costal serían aquellos otros inversores cuyas características sí permitan estimarlos garantes. La adopción por estos de una actitud pasiva no tendría que valer como excusa para excluir de base su posición de vigilancia, pues la fundamentación de dicha posición jurídica respondería a razones de distinta índole que ya nos hemos ocupado de desarrollar, por no hablar que aceptar eso incentivaría la pasividad por encima de la implicación. Bien mirado, presuponiendo la ocupación de una posición de garantía, la indiferencia de estos agentes en lo que al control de los outputs lesivos respecta seguramente nos obligaría a reflexionar en sede de imputación subjetiva sobre la posible apreciación de una estructura de ignorancia deliberada. Sea como fuere, no paso por alto la dificultad de precisar en esta sede qué inversores podrían ser considerados exactamente, más teniendo en cuenta que los socios de control, que nada impediría verlos como garantes, a duras penas cabría tenerlos aquí en cuenta, toda vez que este grupo de sujetos generalmente suelen implicarse a largo plazo en la compañía dado su amplio interés sobre la adecuada marcha de la sociedad en pos de su pervivencia en el mercado. Por si fuese poco, el papel de inversor tanto puede llegar a ser ocupado por una persona física (inversor individual) como por personas jurídicas o entidades sin personalidad jurídica (inversor institucional). En este último caso la complejidad estribará en levantar el velo jurídico y precisar qué concreto agente deberá pechar con la responsabilidad personal.
3.2.2. El padecimiento por los socios-no garantes de los efectos de la condena de la persona jurídica: ¿transgresión del principio de personalidad de las penas?
Negar que ciertas clases de socios ocupan una posición de garantía “únicamente” nos autoriza excluir su castigo en comisión por omisión en caso de que alguno de ellos omita ejecutar una acción debida frente a un crimen de empresa. Sin embargo, seguirán en pie aquellas repercusiones negativas en sus intereses patrimoniales derivadas de la condena de la persona jurídica. Justo esta clase de consecuencias son las que han preocupado especialmente a algunos autores por advertir un problema de compatibilidad con el principio de personalidad de las penas. Así es, un autorizado sector de la doctrina ha manifestado su profunda preocupación por entender que el régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas afectaría gravemente los intereses de miembros de la empresa inocentes, como los trabajadores o los socios, que nada habrían tenido que ver con el ilícito penal que dio pie a la persecución penal de la empresa. Esta comprensión, como me ocuparé de justificar a continuación, debe ser cuestionada.
Lo primero que interesa destacar es que empleados y socios han tendido a ser todos incluidos en un mismo “saco”, como si ambos experimentasen idénticas consecuencias, cuando, en rigor, esto no es del todo cierto. Aquello padecido por los trabajadores coincidiría con lo que solemos denominar consecuencias colaterales o indirectas, esto es, externalidades sin duda perniciosas pero carentes de una naturaleza sancionadora. Nadie cuestiona que los empleados quizás acaben mal parados cuando la persona jurídica es condenada. Prueba de ello son los despidos practicados ante la difícil situación económica en la que puede encontrarse la organización tras abonar una cuantiosa multa que es la sanción por excelencia en el régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas y la más común en la praxis. Pero para poder calificar tales consecuencias como una verdadera sanción no basta simple y llanamente con apreciar en ellas un contenido aflictivo, esto es, el padecimiento de un mal por el sujeto. Hace falta que ese perjuicio en su esfera jurídica sea impuesto por el Estado, cosa que claramente no ocurre en nuestro caso por tratarse de decisiones que dependen enteramente de un particular (el empresario), y, además, que la finalidad inmediata perseguida consista en afligir o castigar. Este último elemento tampoco logra apreciarse. Los efectos vistos son del todo contingentes e incluso accesorios a la sanción convenida judicialmente contra la persona jurídica. Serían equiparables a las externalidades originadas cuando en la empresa se adoptan decisiones empresariales comercialmente poco exitosas. Tan siquiera la causación de ese mal contaría como el objetivo principal del régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas. Todo lo contrario: son desafortunados sucesos cuya producción busca mitigarse en la medida de lo posible. Sin ir más lejos, el artículo 66 bis CP dictamina que, a la hora de decidir sobre la imposición y la extensión de las penas previstas en las letras b) a g) del apartado 7 del artículo 33 (disolución de la persona jurídica, suspensión de sus actividades, clausura de locales, etc.), deberán tenerse en cuenta, entre otros extremos, sus consecuencias económicas y sociales, especialmente sus efectos para los trabajadores.
Desde esta óptica, el problema del principio de personalidad de las penas es fácilmente superable. Los trabajadores no son sancionados por el injusto penal de otro, solamente cargan con los efectos indirectos o colaterales de la condena de la persona jurídica. Efectos que, por cierto, también padecen agentes externos a la compañía. Colocándonos en el peor de los escenarios, si resulta que la empresa acaba disolviéndose, los proveedores ya no podrán abastecerla con sus existencias, noticia ésta sin duda nefasta para su negocio, y los consumidores finales carecerán de la posibilidad de seguir adquiriendo aquellos productos que tanto servían para cubrir sus necesidades. Aparte, todo este tipo de externalidades han estado desde siempre presentes en el terreno de la responsabilidad individual sin que ello suscite reparo alguno. Pensemos en el caso del exitoso empresario a quien encarcelan por haber defraudado a la Hacienda Pública: sus familiares más cercanos seguramente vean limitado su poder adquisitivo si es que dependían de los ingresos que generaba el ahora penado y sufrirán serios perjuicios afectivos durante el tiempo que pase en prisión. Pero por ninguna de estas circunstancias estamos dispuestos a admitir que a los familiares se les castiga por un hecho ajeno.
Continuemos con los perjuicios sufridos por los socios. Parece que en su caso habría que efectuar otro tipo de consideraciones. Pues la multa que el juez tiene a bien imponer contra la persona jurídica es sufragada con cargo al patrimonio social. Y de esa afectación del patrimonio social no es que surjan para los socios consecuencias colaterales como las antes vistas, que pueden o no darse en el supuesto particular, sino otras completamente directas: el menor reparto de dividendos sería un buen ejemplo. En pocas palabras: la sanción de la persona jurídica pesa inmediatamente (y mucho) sobre los socios.
A primera vista, con lo dicho podría dar la (falsa) impresión de estar confirmando las sospechas de quienes respaldan la idea de que el principio de personalidad de las penas no está siendo respetado por el régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas. Pero no ha de perderse de vista que este principio, que prohíbe extender la condición de penado a alguien ajeno al delito cometido, forma parte del de culpabilidad. Y resulta que para poder entender que los socios están siendo ellos mismos penados, en el sentido estricto del término, es imprescindible un factor ausente en el mal sufrido por estos: precisamente, el reproche culpabilístico. Es decir, con la pérdida de valor de sus acciones o el menor reparto de dividendos a los socios, individual y personalmente considerados, no se les estaría recriminando nada por lo sucedido. Semejante desaprobación ético-social sólo sería desplegada por la pena individual impuesta por razones de merecimiento a aquellos que intervengan en el ilícito penal, toda vez que aquí el hecho lesivo personalmente imputable sí que constituiría una manifestación del ejercicio de su respectiva autonomía, lo que justificaría la afectación de sus bienes personales.
Que ese reproche culpabilístico brille por su ausencia en el mal sufrido por los socios trae causa de la lógica distributiva a la que obedece la sanción impuesta a la persona jurídica. Explicado brevemente, se entiende que del delito de empresa se derivan una serie de costes. Costes que son (razonablemente) distribuidos entre los socios, básicamente en forma de perjuicio patrimonial proporcional a su respectiva participación en el capital social de la compañía, precisamente por haber estado involucrados en una estructura corporativa cuyas características criminógenas han resultado ser potencialmente beneficiosas para sus intereses. De este modo se conseguiría restablecer el equilibrio inicial roto por el injusto. A su vez, operando así, se perseguiría también un legítimo fin preventivo. El riesgo de padecer significativas pérdidas económicas presionaría a los socios para que, en lugar de mantenerse impertérritos, impulsen el cumplimiento del Derecho en el seno de la mercantil, empezando por el eslabón donde se ubican los administradores sociales con quienes más contacto y proximidad mantienen debido a su relación delegante-delegado.
En atención a lo expuesto, los socios, en realidad, no serían agentes tan inocentes como de buenas a primeras pareciese. Dichos agentes podrían haber manifestado su voluntad de separarse de la actividad societaria (artículos 346 y ss., LSC) o, en caso de pretender seguir ligados a ella, haber intentado encauzar su heteroadministración (por ejemplo, emitiendo instrucciones oportunas al amparo del artículo 161 LSC) pero, en vez de eso, permanecieron indiferentes a cómo se hacen allí las cosas en aras de maximizar ganancias. Esto último justifica que, como mínimo, asuman las consecuencias negativas (en concreto: las disminuciones patrimoniales) derivadas de una defectuosa gestión empresarial. De lo contrario, como advierte con acierto Nieto Martín, a los socios se les estaría permitiendo “jugar a un extraño juego en el que pueden tener todos los beneficios patrimoniales de un ‘un mundo con delito’ y ninguno de sus inconvenientes”. Incluso, no han faltado quienes, dando un paso más al frente, han estimado que la multa a la persona jurídica debería ser de base configurada de un modo tal como para impactar exclusivamente en los socios y dejar indemnes a quienes verdaderamente son terceros inocentes. Sólo así, se razona, podría incentivarse exitosamente a los primeros para que, en lugar de “cerrar los ojos”, promuevan una organización acorde a Derecho. Propuestas como la equity fine de Coffee, pensada para disminuir el valor de las acciones poseídas por cada cual, o la pass through fine de Kennedy, donde cada accionista es responsable civil de una parte alícuota de la multa que es prorrateada entre todos de manera proporcional a su participación en el capital social, formarían parte de esta línea de pensamiento.
Naturalmente nada de lo dicho hasta ahora podría continuar defendiéndose cuando el delito perpetrado por el integrante de la compañía que dio lugar a la persecución de la persona jurídica se muestre como un hecho aislado contrario a los controles y políticas implementados en la sociedad y no como un síntoma de un estado de cosas antijurídico. La redistribución de los costes del crimen de empresa entre los socios ya no estaría justificada: después de todo, estos habrían expresado su inequívoca predisposición de promover una organización de la mercantil en el sentido correcto. Luego, con tal de sortear ilegítimas afectaciones en sus intereses patrimoniales, bastaría con recurrir a la eximente de compliance para lograr la absolución de la persona jurídica y, con ello, su sanción y los efectos que de ella se derivan.
En resumidas cuentas, la crítica basada en la vulneración del principio de personalidad de las penas por el régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas cae por su propio peso, si bien por motivos de distinta índole, dependiendo del caso. Los trabajadores (u otros agentes como los proveedores o consumidores finales), que, en rigor, merecen ser considerados terceros inocentes por no disfrutar tan siquiera (al menos no directamente) del beneficio indebido obtenido gracias al delito de empresa de cuya comisión son ajenos, únicamente padecen las consecuencias colaterales o indirectas de la condena de la persona jurídica, no contando éstas como manifestación del ius puniendi. En cambio, los socios sí sufren los efectos inmediatos de la condena de la persona jurídica pero, en tanto que en el mal sufrido faltaría algo tan esencial como es el juicio de reproche individual, no sería admisible concluir que estos están siendo personalmente castigados. Lo que habría detrás sería una lógica distinta a la retributiva basada en criterios de justicia distributiva.
3.2.3. La doble sanción soportada por los socios-garantes: ¿vulneración del principio non bis in ídem?
Si los efectos de la condena de la persona jurídica alcanzan los intereses económicos de los socios-no garantes, a fortiori van a correr esa misma suerte quienes, en atención a su status, ocupen una posición de vigilancia limitada. Significa esto que, en caso de que un delito de empresa llegue a ser cometido, el socio-garante estará expuesto a una doble sanción: de un lado, la pena individual acordada judicialmente con base en la omisión de aquella acción debida que tendría que haber prestado en línea con la norma de mandato que se le dirigía por su condición de garante, y de otro, las indeseables consecuencias económicas procedentes directamente de la condena dictada contra la persona jurídica. Dicha duplicidad, que prima facie poseería un (admisible) efecto preventivo reforzado respecto aquella clase de socios con una mayor responsabilidad (y capacidad) para conducir la mercantil por el buen camino, podría levantar sospechas de estar vulnerando el consagrado principio non bis in ídem que, como es sabido, encierra dos realidades. De un lado, el non bis in ídem material o sustantivo, que prohíbe castigar dos veces a un sujeto con base en un mismo hecho, y de otro, el non bis in ídem procesal, estrechamente conectado con el anterior, que impide que una misma persona acabe por verse expuesta a dos procedimientos incoados a propósito de un hecho idéntico si es que el primero ha finalizado con una resolución definitiva sobre el fondo del asunto. En contra, no acabo de compartir que esta garantía limitadora del ius puniendi sea puesta en entredicho.
Empecemos por la vertiente sustantiva del non bis in ídem para cuya apreciación pienso que faltaría la superación del conocido triple test de identidad (sujeto, hecho y fundamento):
(a) Sujeto: formalmente persona jurídica y socio-persona física no coinciden, de modo evidente en sociedades multinacionales y/o abiertas, aunque no tanto en otro tipo de sociedades como, por ejemplo, las unipersonales, cuyos titulares prácticamente harían las veces de alter ego de la entidad. Por otro lado, a nivel conceptual nada impide concebir a la persona jurídica como un plus, aunque no por ello autónomo e independiente, de la suma de personas individuales que en ella se desenvuelven (socios, administradores, directivos, trabajadores…). La razón por la que me inclino a pensar esto es que hay sucesos colectivos que configuran el carácter criminógeno de la entidad difícilmente achacables al comportamiento personal de un grupo perfectamente definido de agentes: es el caso, por ejemplo, del aprendizaje de técnicas de neutralización entre miembros de la empresa, la aparición de sesgos cognitivos y/o volitivos a nivel colectivo o las dinámicas de grupo gestadas fruto de las presiones ejercidas con el fin de lograr determinados objetivos comerciales. Igualmente, el trato diferenciado entre persona jurídica y física es reconocido expresamente por el propio legislador español quien, en coherencia con el régimen cumulativo de responsabilidades individual y colectiva hoy en día vigente, advierte en el artículo 31 ter. 2 CP que las circunstancias que afecten a la culpabilidad de la persona física acusada o que agraven su responsabilidad, o el hecho de que dichas personas hayan fallecido o se hubieren sustraído a la acción de la justicia, no excluirán ni modificarán la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
(b) Hecho: el injusto del socio-persona física y el de la persona jurídica tampoco es el mismo. Bien es cierto que, de acuerdo con el sistema de doble vía asentado en el régimen español, hace falta que algunos de los sujetos allí contemplados cometa un delito de empresa en cuenta y beneficio directo o indirecto de la corporación con tal de que ésta pueda ser sancionada (éste es el punto de coincidencia de los modelos de heteroresponsabilidad y de autoresponsabilidad). Sin embargo, a mi juicio, ese hecho de conexión – el injusto individual – representa una condición necesaria pero no suficiente, al contrario de lo que creen los partidarios del modelo vicarial, de cara a asignar responsabilidad penal a la persona jurídica. Para ello, creo que es preciso algo más, esto es, un espacio privativo de la persona jurídica que cabría calificar como una suerte de injusto objetivo e impersonal en el que faltaría el elemento de la culpabilidad a duras penas vinculable a una ficción jurídica como es la empresa: concretamente, que en ella exista un contexto organizativo tal como para facilitar y/o favorecer la realización de ilícitos penales como el producido. Eso significa que, por mucho que contemos con la comisión de un ilícito penal por parte de un infractor individual, sea cual sea éste, ese hecho no equivaldría a aquel por el que se acabaría promoviendo un proceso penal contra la empresa y justificando su posterior condena.
(c) Fundamento: la merma patrimonial sufrida por los socios fruto de la sanción impuesta a la persona jurídica responde a una lógica distinta a la que subyace en la pena afrontada por cada cual en su condición de garantes. Es admisible que los socios, en virtud de un criterio de justicia distributiva, tengan que soportar una parte de los costes que el conflicto jurídico-penal genera sin que para ello medie el necesario reproche culpabilístico propio de la pena. Reproche únicamente apreciable en el castigo individual del socio cuya imposición sería por completo razonable al pivotar en torno a algo que ese agente habría hecho personalmente: actuar de un modo distinto a aquel que se le requería en incumplimiento de su posición de garantía.
En cuanto a la vertiente procesal del non bis in ídem, tampoco diría que ésta quepa estimarla vulnerada. Tanto la persona jurídica como la física pueden llegar a participar como sujetos investigados en el procedimiento penal pero en todo momento ambas transitan por caminos separados. Su independencia a nivel procesal es tal que nada obsta para investigar a la persona jurídica aun cuando ello no sea posible con la persona física (por ejemplo, debido a su fallecimiento), por no hablar que las posibilidades de absolución de una y otra son distintas. Asimismo, quien prestará declaración en nombre de la persona jurídica no podrá ser alguien que a su vez haya sido imputado en ese mismo procedimiento al encontrarse inmerso en un obvio conflicto de intereses. Luego, si el socio-garante es paralelamente procesado, deberá quedar fuera de consideración la ocupación por éste del papel de representante de la empresa y, junto a ello, el riesgo de soportar por partida doble el procedimiento. Finalmente, según comentamos antes, el hecho individual en virtud del cual sería investigado el socio-garante no coincidiría con el injusto de la persona jurídica como tampoco el fundamento que ofrecería sustento a cada cual.
4. Contenido y alcance de la limitada posición jurídica de vigilancia ocupada por algunos socios
A estas alturas ya sabemos que sólo algunos socios con unas características muy específicas ocupan tras la delegación de competencias una posición de garantía, aunque de carácter limitado, en lo que toca al aseguramiento del cumplimiento del Derecho en el seno de la organización. Ha llegado el momento de precisar algo más cómo estos deberían ejercer exactamente dicha vigilancia.
Pues bien, por la lógica de la relación delegante-delegado, en principio, lo más óptimo sería que el principal interlocutor de la junta general de socios fuese el órgano de administración con tal de que sea éste mismo quien se encargue de poner en su conocimiento el estado general de la corporación, particularmente todo aquello que concierne a las novedades en materia de compliance. Localizo principalmente dos canales que servirían para ello: o bien la celebración de las correspondientes juntas generales ordinarias de imperativa convocatoria pasados seis meses desde el último ejercicio (artículo 164 LSC), donde se produciría la fiscalización periódica de la gestión social, o bien la celebración de aquellas otras juntas generales extraordinarias (artículo 165 LSC) que pueden ser convocadas en cualquier momento por los administradores sociales (artículo 167 LSC), vía ésta seguramente útil para discutir problemas de mayor urgencia. Tanto en una como en otra junta general la asistencia de los administradores sería obligatoria (artículo 180 LSC). Esto tiene toda su razón de ser: sin su presencia difícilmente los socios van a poder ejercer el derecho de información que les asiste (artículos 196-197 LSC) a efectos tanto de controlar cómo los administradores están gestionando el negocio como de ejercer luego, ya debidamente informados, su derecho de voto. Será allí, o incluso antes de la reunión, cuando los socios podrán emitirles preguntas o solicitar informes y aclaraciones en un claro gesto de vigilancia.
Llegados a este punto, hay que precisar que no se trata tanto de que el órgano de administración tenga que informar a los socios de cada potencial delito de empresa a fin de esperar pacientemente que sean estos quienes le instruyan qué hacer y/o que sus decisiones en esta materia tengan que ser autorizadas previamente por la junta general. Esta forma de operar, según creo, eliminaría las ventajas de la delegación de competencias y supondría perder mucho en eficiencia a la hora de corregir la situación antijurídica (pensemos simplemente en el tiempo que transcurriría desde que el órgano de administración alberga conocimiento del ilícito penal hasta que la junta general es convocada para luego someter a debate cómo debería procederse). Bien mirado, es el órgano de administración, en tanto máximo órgano de la gestión social, quien debe ocuparse preferentemente de controlar los cursos de riesgo vinculados al curso de la actividad empresarial que amenacen por descontrolarse. Los socios-garantes ya darán cumplimiento a su esfera de deber tan pronto verifiquen que el órgano de administración desempeña adecuadamente su labor. Los problemas llegarán cuando estos, pese advertir o poder haber advertido el mal hacer del órgano de administración, omitan tomar cartas en el asunto.
Tampoco puede dejarse de mencionar que el esquema antes esbozado seguramente casaría bien con aquellas organizaciones en las que el órgano de administración asume el grueso de la responsabilidad en sede de cumplimiento normativo. Pero no es novedad que a día de hoy en buena parte del tejido societario español está presente un sujeto – el compliance officer – sobre el cual el órgano de administración delega un importante elenco de competencias vinculadas con la prevención de la criminalidad corporativa, más o menos holgadas, dependiendo de cuál sea su perfil profesional. En virtud de una cuestión de eficiencia y especialización, quizás sería oportuno que fuese, entonces, el compliance officer quien, como parte del compromiso material asumido, mantuviese a la junta general de socios actualizada sobre el estado de cumplimiento de la persona jurídica, sin perjuicio de preservarse aquella otra vía de comunicación ordinaria con el órgano de administración de cara a tratar otro tipo cuestiones (examen y aprobación de las cuentas anuales, aprobación de las políticas de remuneraciones de los consejeros, etc.). Una posible solución a fin de agilizar la gestión de aquellos asuntos que demandan atención y ahorrar en costes sería la de incorporar las cuestiones de compliance a modo de punto de discusión en el orden del día de la reunión y permitir que el compliance officer esté presente, al igual que el órgano de administración, en las juntas generales que se celebren para así tener ocasión de informar allí sobre la materia que le concierne. No obstante, con tal de garantizar una armonía en el funcionamiento de las sociedades de capital, convendría que las relaciones entre los socios y el compliance officer estuviesen debidamente reguladas. Algo así, por el momento, no se ha hecho, cosa a la que, sin duda, ha contribuido que la figura del compliance officer ni sea reconocida por la legislación societaria ni disponga siquiera de un estatuto profesional donde se definan sus competencias.
Aun cuando en la mercantil se opte por priorizar el usual canal de comunicación con el órgano de administración, no resultaría contraproducente que se contemplase paralelamente otro con el compliance officer en previsión de un par de situaciones particularmente problemáticas que son, de hecho, las que más deberían preocupar a los socios-garantes en atención a su posición de deber. Primero, cuando los sujetos activos del hecho típicamente relevante sean justamente uno o varios de los miembros del órgano de administración, debido al innegable conflicto de intereses en el que estos estarían inmersos y que imposibilitaría que gestionasen el asunto con la neutralidad que se espera. Y segundo, en aquellos otros casos en los que, a pesar de no haber intervenido activamente los administradores sociales en el injusto penal, el compliance officer recabe de ellos una respuesta insatisfactoria en lo tocante a la evitación de la consumación del delito de empresa, precisamente por preferir tolerarlo. En ambos casos dispondríamos de buenas razones para entender que el reporte del compliance officer haría falta que alcanzase a la junta general de socios a partir de un canal establecido al efecto, bien, en el primer supuesto apuntado, sin tan siquiera tener que superar antes el filtro del órgano de administración, bien, en el segundo, una vez confirmada su pretensión de permitir la comisión del delito. Luego ya quedaría en manos de la junta general de socios decidir cómo reaccionar en el caso en cuestión.
Todo lo visto constituiría, en esencia, lo que cabría calificar como los canales ordinarios (o, si se prefiere, institucionales) por medio de los cuales la junta general de socios vendría a acopiar conocimiento sobre el estado de cumplimiento normativo de la organización en línea con la posición de vigilancia limitada ocupada por algunos de ellos. Pero hay que advertir que el conocimiento del socio sobre un ilícito penal ajeno también podría llegar a ser obtenido perfectamente a través de otros medios mucho menos convencionales. Imaginemos, por ejemplo, que uno de los socios de control se entera en medio de una cena de Navidad organizada por la empresa de una trama de corrupción en los negocios en la que están involucrados los administradores sociales. O bien, por poner otro ejemplo, que un tercero ajeno a la compañía (por ejemplo, un periodista) contacta un fin de semana con ese mismo socio a fin de poner en su conocimiento tales circunstancias. Cabe preguntarse si ese conocimiento estaría en condiciones de activar su posición de deber so pena de incurrir, de lo contrario, en responsabilidad penal en comisión por omisión. A juicio de Pastor Muñoz, conocimientos como los descritos, obtenidos de forma casual, encajarían en la categoría de los conocimientos especiales. Pero a esa conclusión llega esta autora porque, desde su punto de vista, los socios, tras la delegación, no conservarían un deber de reacción a causa de la completa separación de su esfera organizativa respecto a la de los administradores. Por tanto, un tal conocimiento sería extraño a su ámbito de competencias. Distinto es que aceptemos, como aquí se ha hecho, que, dado que el órgano de administración desarrolla su función dentro de la esfera de organización de los socios, estos sí preservan deberes de reacción que les obligan a corregir aquellas situaciones defectuosas advertidas. Desde este prisma, su conocimiento casual, cuando menos materialmente, sí que guardaría una estrecha relación con su haz de competencias, de modo que nada obstaría para estimarlo ordinario. Por ende, omitir ejecutar una acción debida conforme a lo dictado por la norma de mandato que se les dirige sí que podría suponerles correr el riesgo de ser objeto de una sanción penal.
Aclarado esto, salta a la vista que, tan pronto los socios tengan constancia de la aparente probabilidad de que un delito de empresa está a punto de ser ejecutado, en fase de tentativa o bien consumado pero con riesgo de continuación delictiva, estos, en cumplimiento de su limitado compromiso de garantía, deberán intervenir en consecuencia. Como la junta general de socios adopta sus decisiones de forma conjunta es de esperar que en la reunión convocada del modo que proceda (o no convocada previamente, si se trata de la Junta Universal) sea sometido a debate y posterior votación el asunto en cuestión, proceso éste explícitamente regulado en la legislación societaria. Pero tampoco es descabellado que los socios-garantes omitan reunirse de cara a deliberar y manifestar su posicionamiento acerca del asunto respecto al cual deben pronunciarse. Esto nos obligaría a valorar qué particulares repercusiones jurídico-penales se derivarían por mor de la infracción de su respectivo compromiso de garante en tales condiciones. Poniendo el foco en los casos en los que la junta general de socios sí es celebrada, debemos poner el punto de mira en un aspecto especialmente complejo ya examinado en diversas ocasiones tanto por la doctrina como por la jurisprudencia, especialmente a propósito de los casos de introducción de productos peligrosos en el mercado, como es el de la responsabilidad penal individual de los integrantes de un organismo colegiado fruto de las decisiones colectivas allí adoptadas. No es éste el lugar para entrar a definir los criterios de determinación de la (co-) responsabilidad penal de quienes ofrecen su respaldo a una decisión colegial antijurídica aprobada conforme a las mayorías estipuladas, resolver qué ocurre cuando el resultado de la votación está sobrecondicionado o analizar las repercusiones jurídico-penales de cada una de las posibles formas de intervenir en la votación que pueden llegar a producirse en la praxis (emisión de un voto en contra, voto en blanco, abstención, voto nulo, etc.). Sobre todo a sabiendas de que todas ellas son cuestiones genéricas aptas para encajar en cualquier situación en el que se apruebe una decisión colectiva penalmente relevante, sea en el seno de la junta general de socios o de otro organismo distinto (por ejemplo, el consejo de administración de la mercantil), sin perjuicio de las peculiaridades de cada supuesto de hecho (por ejemplo, el quórum de asistencia mínima exigido para la constitución válida de la junta o las mayorías requeridas legalmente para aprobar los acuerdos). Veo más pertinente limitarme a exponer aquí algunas aristas problemáticas exclusivas del objeto de la presente investigación que ameritan ser puestas de relieve por complicar bastante las cosas:
Para empezar, es cierto que el derecho de asistencia a la junta general y el derecho de voto forman parte del núcleo duro de derechos políticos reconocidos, con carácter general, a los socios. Pero hay veces en las que o bien la asistencia del socio no está garantizada, como cuando los estatutos sociales de la sociedad anónima exigen un número mínimo de acciones no superior al uno por ciento del capital social (artículo 179.2 LSC), o en las que el derecho a voto tampoco es concedido, justo como ocurre, por ejemplo, con aquellos socios que son titulares de las llamadas participaciones o acciones sin voto a los que se les otorga, como contrapartida, una serie de privilegios económicos (artículo 98 y ss.). Si bien habrá supuestos en los que el status del socio ya será tal como para negar de base la ocupación de una posición de garantía limitada (contaría como ejemplo el caso del accionista poco significativo al que se le niega el derecho de asistencia porque posee un paquete de acciones muy reducido), puede que esto no siempre sea así. En tal caso, pienso que el deber del socio de controlar, si bien limitadamente, el carácter inocuo de la actividad social no desaparecería. Lo que cambiaría sería la forma en cómo tendría que darle cumplimiento. Retomemos el caso del titular de una acción o participación sin voto: aunque sin duda este agente carecería de un canal para disentir de forma expresa en la reunión a la que asista sobre aquello sometido a votación, en el sentido de no estar capacitado para emitir un voto en contra, todavía le quedaría impugnar el acuerdo antijurídico finalmente aprobado (artículos 102.1 y 204.1 LSC).
En este orden de cosas, es sabido que no siempre los socios van a tener por qué acudir personalmente a la junta general que se celebre. En ocasiones tal vez el socio prefiera ser representado por otra persona, sea en una sociedad limitada (artículos 183 y ss., LSC) o en otra anónima (artículo 186 LSC). Surge la duda de si acaso cabría responsabilizar penalmente al socio ausente en caso de que quien vote en su nombre lo haga de un modo tal como para ofrecer su apoyo al acuerdo penalmente relevante. En buena medida, la respuesta a dicha pregunta depende de si el socio ha emitido o no instrucciones previas a su representante en atención a los puntos incluidos en el orden del día (si es que tales alternativas son de base posibles en el caso concreto). Si el socio ausente indica a su representante cómo ha de votar, nada impediría entender el voto emitido como plenamente coincidente con su voluntad. Otra cosa es que al representante se le confiera cierta autonomía para votar del modo que mejor estime oportuno, en cuyo caso, habría que explorar en qué medida era mínimamente previsible para el socio ausente que el primero acabaría por ofrecer su respaldo a la decisión contraria a Derecho. Lo relevante, sea cual sea el caso, es que al socio se le haría responsable por lo que él ha hecho, esto es, por un comportamiento propio, no fruto de una conducta ajena. Después de todo, a nadie más que a él le competiría el asunto sometido a votación y, por tanto, posicionarse sobre la materia objeto de debate.
Por último, interesa aclarar qué acción deberían prestar los socios-garantes para dar por satisfecha su posición de deber y, por otro lado, de qué forma cabría que reaccionasen cuando resulte que lo aprobado por el resto sea una decisión colegial trascendente para el Derecho Penal (pongamos por caso que los socios autorizan que los administradores continúen con una gestión del negocio lesiva de intereses de terceros). La respuesta a lo primero me parece que se antoja bastante circunstancial. Habrá que atender al caso concreto. No será equiparable que el administrador social haya intervenido activamente en el delito de empresa a que los socios acopien conocimiento por otra vía (convencional o informal) del ilícito penal cometido por un directivo porque el administrador social lo ha preferido tolerar. En cuanto a la segunda de las cuestiones planteadas, resulta que la propia legislación societaria ya define qué acción impeditiva procedería que ejecutasen los socios disidentes, una que, a primera vista, contaría con mayores perspectivas de éxito de cara a prevenir infracciones penales: la impugnación del acuerdo por ser considerado contrario a la Ley (artículo 204.1 LSC), calificación última ésta perfectamente acorde a casos como los aquí sugeridos.
5. Consecuencias jurídico-penales derivadas del quebrantamiento de la posición de vigilancia limitada ocupada por algunos socios
Definidos los contornos de la limitada posición de vigilancia ocupada por algunos socios, resta sólo por resolver cuál sería el grado de responsabilidad penal en el que incurrirán aquellos que la transgredan. En el fondo, esto equivale a preguntarse qué sucede cuando el delegante incumple aquellos deberes de vigilancia y control residuales que ha de seguir respetando tras la delegación. Centrándome aquí en el caso de los socios, mi impresión es la siguiente:
Tras la delegación de competencias, solamente una serie de socios con características muy peculiares siguen preservando una posición de deber secundaria que les obliga a asegurarse del buen hacer del órgano de administración. A partir de aquí, cabe plantearse un par de situaciones diversas: o bien que sea el propio administrador quien delinca activamente o bien que este mismo agente permanezca impávido frente al ilícito penal cometido por otro integrante de la corporación (por ejemplo, un consejero delegado). Huelga decir que tanto en uno como en otro caso la conducta del órgano de administración, en principio, daría pie a una imputación jurídico-penal, si bien por vías distintas: activa y omisiva, respectivamente. Pero pienso que las valoraciones referidas al comportamiento de aquellos socios-garantes omitentes diferirían en uno y otro caso.
En el primero de los escenarios nada impediría calificar a los integrantes del órgano de administración como autores activos del hecho delictivo: después de todo, a nadie más que a estos les pertenecería ese hecho. Lo más razonable es que, una vez los socios-garantes dispongan de datos objetivos, sólidos y concluyentes acerca del injusto penal en el que está involucrado el órgano de administración, estos convengan revocar cuanto antes la delegación operada, separando a sus miembros del cargo al amparo del artículo 223.1 LSC, con tal de seleccionar, tras ello, a otros profesionales con un perfil que se ajuste a la labor designada. A mi juicio, omitir intervenir en el sentido apuntado podría llegar a suponer que estos respondan en calidad de (co-) autores en comisión por omisión. Me explico. La labor del órgano de administración, según explicamos, sigue enmarcándose dentro del ámbito de organización de los socios-garantes, por lo cual, parece razonable que aquello que los administradores hagan no les resulte indiferente, más aún cuando sea penalmente relevante. Por ende, si los socios-garantes advierten que su ámbito de organización está siendo gestionado por los administradores sociales de un modo defectuoso o peligroso – concretamente contribuyendo ellos mismos de forma activa al carácter criminógeno de la mercantil – resulta razonable que sean precisamente estos a quienes les incumba neutralizar ese concreto output lesivo – surgido, insisto, dentro de una esfera de organización personal – mediante la evitación directa del concreto ilícito penal, contando, a estos efectos, con mecanismos adecuados para ello.
La segunda hipótesis fáctica sugerida es algo distinta a la anterior. Según tuvimos ocasión de justificar, es el órgano de administración quien hace suyo el compromiso de controlar directamente los cursos de riesgo anudados al desarrollo de la actividad empresarial que amenacen por descontrolarse, no los socios. Cargarles con esta función impediría un desligamiento, siquiera mínimo, respecto al día a día de la corporación, exigencia ésta que constituiría una importante rémora para que puedan ceñirse a ejercer el cargo que ocupan. Verificar preferentemente el buen funcionamiento de la mercantil forma parte, por tanto, del haz de competencias del órgano de administración. Parece justo, entonces, que a los administradores sociales les atribuyamos un título de responsabilidad principal en comisión por omisión si es que un delito de empresa acaba por cometerse y nada hicieron estos para impedir su consumación en vulneración del compromiso de garante contraído, sin perjuicio de admitirse paralelamente la responsabilidad activa del empleado infractor. En cambio, pienso que la omisión de los socios-garantes, en infracción de su posición de deber residual, tendría el sentido de faltar a contribuir al impedimento de un ilícito penal ajeno, en el sentido de omitir impulsar la (adecuada) intervención del órgano de administración, concretamente emitiéndole instrucciones precisas al amparo del artículo 161 LSC, por ser precisamente quien, en calidad de delegado de vigilancia, tendría personalmente que neutralizar el curso lesivo que corresponda. Esto parecería conducirnos hacia el terreno de la (co-) participación omisiva.
Todas las apreciaciones hechas hasta el momento habrían sido formuladas atendiendo exclusivamente a la relación entre la junta general de socios y el órgano de administración. No obstante, cada vez es más frecuente que en las organizaciones esté presente una figura que desempeña funciones de suma importancia en el campo de la prevención de la delincuencia corporativa: el compliance officer. Merece la pena tener en consideración esta variable. Seguiremos con los casos que más nos interesan en atención a la posición jurídica ocupada por los socios-garantes: aquellos en los que el órgano de administración o bien interviene activamente en el ilícito penal o bien en los que éste omite desplegar una acción impeditiva frente al delito de otro.
De base el compliance officer va a carecer de competencias ejecutivas válidas para corregir el comportamiento defectuoso de los administradores sociales. Al fin y al cabo, en España sólo los socios pueden designarles y separarles del cargo. Por tanto, en el caso de los administradores sociales que delinquen activamente habrá que presumir el carácter auxiliar del cargo desempeñado por el compliance officer al ceñirse a informar de aquellos ilícitos penales de los que tenga constancia. Una cuestión interesante que importa sacar a colación en estos momentos es la de si, con tal de entender que el compliance officer da cumplimiento a su posición de deber, es necesario que su reporte llegue hasta la junta general de socios. En mi opinión, todo depende de cómo haya sido configurado su rol en la empresa. Por el momento nada impediría semejante forma de articular la función de cumplimiento en la empresa, por lo cual, la respuesta debería ser afirmativa sólo si en la empresa se ha procedido de ese modo. Lo llamativo es que, de no optarse por semejante alternativa de configuración, la junta general de socios lo tendrá mucho más fácil para poder apelar a su desconocimiento sobre el ilícito penal del órgano de administración, con el beneficio punitivo que ello le acarree. Colocándonos en la situación en la que el compromiso de garante del compliance officer sí alberga la puesta en conocimiento a la junta general de socios de los delitos de empresa cometidos por el órgano de administración, no habría problemas en expresar que, en dicho supuesto, existiría una expectativa de que dicho profesional curse su reporte a partir de los canales establecidos al efecto. Hecho esto, volveríamos al escenario antes planteado: a los socios-garantes, en su condición de delegantes, les corresponderá evitar el acto antijurídico del órgano de administración, en tanto delegado que gestiona indebidamente el ámbito de organización de los primeros, bajo el riesgo de responder, de lo contrario, a título de (co-) autores por omisión.
En último término, ocupémonos de analizar la otra hipótesis sugerida: el órgano de administración responde de manera deficiente ante la información sobre la comisión ajena de un ilícito penal trasladada por el compliance officer (por ejemplo, manifiesta su intención de tolerarlo por resultar beneficioso para la exitosa marcha de la empresa o bien no hace nada para impedir su consumación), o, peor aún, éste decide directamente ignorar a este agente. Hay que volver a descartar que el compliance officer disponga aquí de competencias ejecutivas. Y no porque en esta ocasión sea desde buen inicio impracticable articular de tal modo su función. Más bien, por el hecho de que si el compliance officer contase con ellas ya no le haría falta pasar por el filtro del órgano de administración cuando un delito de empresa vaya a ser cometido: ocuparse de neutralizar inmediatamente el curso lesivo entraría de lleno dentro de su esfera de deber. Lo problemático, entonces, es que el compliance officer ocupe una posición de deber secundaria y quien tenga que promover una acción impeditiva del hecho delictivo tras su reporte sea el órgano de administración. De nuevo habrá que atender a cómo la función de cumplimiento haya sido configurada con miras a comprobar si el compliance officer podrá avanzar de la garantía a la solidaridad tan pronto dé cuenta al órgano de administración del injusto penal ajeno o bien si para ello hará falta que agote todas las vías internas de comunicación, incluida la junta general de socios. Sólo en este último caso estará justificada su obligación de acudir hasta los socios cuando el órgano de administración permanezca impávido con tal de que aquellos que ocupan una posición de vigilancia limitada impulsen su actuación. Únicamente cuando esto último no se produzca cabrá plantearse la responsabilidad penal de los socios-garantes a título de (co-) partícipes por omisión.
6. Conclusiones
El sorprendente e injustificado olvido de los socios en el análisis de la responsabilidad individual en estructuras corporativas, unido especialmente a la desacertada pero extendida concepción de estos como agentes inocentes cuyos intereses son injustamente afectados por la condena judicial dictada contra la persona jurídica debido a la comisión en su seno de un crimen corporativo, dan buena cuenta de por qué dicho grupo de sujetos ha sido tradicionalmente enjuiciado como el menos adverso a que en la vida societaria se adopten decisiones arriesgadas. Estas páginas tenían como objetivo poner de relieve lo erróneo que resulta seguir viendo las cosas de este modo sobre todo a sabiendas de la evolución que el estatuto jurídico del socio está experimentando. Con este fin, me he ocupado de explicar por qué es justo atribuir a algunos socios la condición de garantes sobre el estado general de la empresa. A fin de cuentas, son ellos quienes colocan una fuente de riesgo – la empresa – en el mundo o quienes entablan una relación jurídica con una colocada tiempo atrás por otros, por lo cual, en la medida en que dicha organización quepa concebirla como una extensión de su libertad, es de recibo que originariamente se hagan cargo de que la actividad allí desempeña es inocua y que, por lo tanto, no daña a terceros. Pero no ha de perderse de vista que, salvo cuando los socios desempeñen paralelamente funciones de gestión y representación en la empresa, serán otros – los administradores – quienes se harán principalmente cargo del día a día de la corporación. En ese caso, estará justificado que, como en cualquier otra clase de delegación de competencias, los socios, en su condición de delegantes, preserven una serie de deberes de vigilancia y control residuales sobre un ámbito de organización que inicialmente les competía y que ahora un agente distinto se ocupa de gestionar. Deberes cuyo cumplimiento les permitirá avanzar de la desconfianza a la confianza en lo que a la actuación de su delegado se refiere.
Sin embargo, la conclusión aquí alcanzada no debería hacer saltar las alarmas entre quienes desempeñan hoy en día el papel de socios en sus respectivas organizaciones, pues no son pocos los límites advertidos a lo largo del trabajo. Por límites me refiero, para empezar, a que habrá socios que directamente no podrán ser tenidos en cuenta a la hora de elevar responsabilidades personales en atención a sus características (el mejor ejemplo es el de los pequeños inversores). También debe tenerse en cuenta que, por mor de la delegación de competencias operada, los socios-garantes únicamente cargarán con una posición de vigilancia de carácter residual que les obligará fundamentalmente a verificar el buen hacer de su delegado (el órgano de administración), no a tener que estar ellos mismos constantemente al tanto de lo que ocurre en todos y cada uno de los departamentos que conforman la mercantil. Por si lo anterior no bastase, tan siquiera hará falta fundamentar específicamente la responsabilidad penal del socio cuando éste desempeñe a su vez las funciones de gestión y representación de la compañía: bastará con recurrir a los criterios generales de determinación de la responsabilidad penal del administrador ya ampliamente explorados.
En suma, la limitada posición de vigilancia sobre el estado general de la empresa solo vendrá a ser adscrita a una clase de socio muy particular (de manera muy clara, por ejemplo, el socio de control) que desarrolle exclusivamente su cargo en un específico tipo societario. Lo anterior no significa que el resto de socios-no garantes vayan a quedar exentos de perniciosas repercusiones cuando un delito de empresa sea cometido en cuenta y beneficio de la mercantil. Esto les permitiría participar en un juego en el que, hagan lo hagan, nada tendrían que perder. Por una lógica distributiva, es justo que los efectos directos de la sanción impuesta a la persona jurídica les alcancen (por ejemplo, en forma de un menor reparto de dividendos), consecuencias éstas que nada impedirá que padezcan asimismo los socios-garantes junto a la pena individual acordada judicialmente con base en razones de merecimiento por haber actuado de un modo contrario a aquel dictado por la norma de mandato que se les dirigía.
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Notas
[*] Agradezco al Prof. Dr. Javier Cigüela la lectura de este texto y sus acertadas sugerencias y observaciones. Tampoco puedo dejar de mencionar a Jordi Vilanova por resolverme algunas dudas sobre determinadas cuestiones de Derecho societario que tuve que abordar para redactar este trabajo. Esta contribución ha sido desarrollada en el marco del proyecto I + D “Responsabilidad penal por el hecho y Estado Democrático. Una investigación sobre la legitimidad de la criminalización de las ideas y caracteres” (Referencia: RTI2018-097727-B-I00). Investigador Principal: Prof. Dr. Víctor Gómez Martín.
[**] Categoría profesional: Investigador postdoctoral. ORCID: 0000-0001-6946-7096.
Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona. Dirección: Avenida Diagonal 684, Barcelona. Email: alejandro.turienzo@ub.edu
[1] De esta opinión, entre otros, ; ; ; ; ; . Por su lado, opina , que los modelos de imputación top down pueden ser útiles para determinados casos vinculados con empresas no demasiado grandes pero no cree que sirvan del todo para empresas de mayor volumen y complejidad donde los cargos intermedios tienen gran autonomía y capacidad de decisión.
[2] Comenta que el punto de partida de cualquier análisis de posiciones de garantía dentro de una empresa debe ser la consideración de la posición de garante del empresario como tal, lo que, a juicio de este autor, debe identificarse con la posición de garantía de los socios.
[4] Esta extendida forma de ver las cosas, que ya puede encontrarse en ha llegado hasta nuestros días. Entre otros, vid. ; ; . También califica a los socios como terceros inocentes aunque luego añade que tampoco pueden considerarse totalmente “ajenos” o “terceros” en la medida que la legislación de Derecho privado les otorga derechos sociales de participación y control.
[5] Expone que durante las últimas décadas los deberes y responsabilidades de los administradores han sido notablemente ampliados, especialmente por la relevancia otorgado al buen gobierno corporativo, mientras que los deberes de los accionistas han quedado “congelados en el tiempo”, situación ésta que, pese a todo, está cambiando de manera acelerada. Especialmente reveladora fue la frase pronunciada en el año 2010 por Michel Barnier, excomisario europeo de Mercado Interior y Servicios: “Durante años hemos hablado de los derechos de los accionistas. Es hora de hablar también de sus deberes”. Esta referencia ha sido extraída de .
[7] Las cifras hablan por sí solas. Según el informe “España en Cifras” (p. 33) publicado por el Instituto Nacional de Estadística, de las 79.151 sociedades de capital constituidas en 2020, 78.818 fueron sociedades limitadas frente a 317 sociedades anónimas. Enlace: https://www.ine.es/ss/Satellite?L=es_ES&c=INEPublicacion_C&cid=1259924856416&p=1254735110672&pagename=ProductosYServicios%2FPYSLayout¶m1=PYSDetalleGratuitas (última visita el día 15 de septiembre de 2021)
[12] Alerta sobre este tipo de prácticas, especialmente cuando el único riesgo que corren los accionistas se limita al valor de su participación en el capital social. Desde el plano del Derecho societario, habla , del frecuente y grave problema de las instrucciones colusorias (nulas, con arreglo al artículo 7.2 CC) emitidas por los socios a los administradores, en virtud de las cuales, los primeros obligan a los segundos, en infracción de su posición de garante, a anteponer sus intereses a los de los demás stakeholders o interesados en la actividad empresarial. Como expresa este autor, los administradores no pueden venir obligados por el artículo 161 LSC a cumplir tales instrucciones ni, de acuerdo con el artículo 236.2 LSC, quedarán exonerados de responsabilidad personal en caso de seguirlas pese haber concluido, tras un juicio técnico, que son ilegítimas.
[13] Desde una óptica criminológica, el recurso a la criminalidad corporativa como mecanismo de adaptación innovador frente al desequilibrio entre los ambiciosos objetivos empresariales establecidos y la carencia de tiempo y recursos legales suficientes para alcanzarlos ha sido un fenómeno ampliamente explicado de la mano de la llamada teoría de la anomia. Vid. .
[15] En Estados Unidos fue motivo de discusión si los banqueros implicados en la causación de la crisis financiera del año 2008 deberían haber sido perseguidos penalmente por sus acciones. Por todos, vid. .
[16] En la doctrina mercantilista es usual que se diferencie entre la figura del inversor cortoplacista, desinteresado de la gobernanza corporativa, y la del propietario largoplacista, comprometido con la evolución de la compañía. Vid. .
[19] Al respecto, vid. . Particularmente, comentan que, a pesar de que los delitos los cometen las personas físicas, las organizaciones pueden permitir, coordinar e incluso promover la maldad. Sobre esto último, fundamental para entender cómo el contexto puede influir en la toma de decisiones individuales, hasta el punto de determinar que una persona ejecute actos nocivos que en condiciones normales no llevaría a cabo, .
[21] Conviene puntualizar que, a mi juicio, la mera apertura del negocio no valdría para fundamentar una posible responsabilidad penal omisiva por la vía de la injerencia, tal como lo entendía . La apertura del negocio es un acto jurídico que, en términos generales, cabe estimar inicialmente permitido (salvo en aquellos supuestos excepcionales en los que la intención de base es emplear la mercantil con fines delictivos, como ocurre con las sociedades pantalla constituidas a efectos de ser utilizadas en un esquema de defraudación fiscal o de blanqueo de capitales: quizás aquí sí que cabría hablar de la colocación directa de un riesgo penalmente relevante en el mundo). Lo que vendría a exigirse sería, en esencia, un control de que aquellos riesgos tolerados socialmente vinculados con la actividad comercial no acaban por descontrolarse o bien que no se generan otros desaprobados. En esta misma línea, ; ; .
[25] Y subrayo el adverbio “potencialmente” porque un negocio tanto puede acabar por generar intereses reales a sus titulares como conllevarles su ruina económica. En realidad, del enriquecimiento ilícito obtenido gracias a una actividad social criminógena no cabe derivar el fundamento de la responsabilidad penal por omisión del socio. Mediante esta vía corremos el riesgo de llegar al sin sentido de que faltando ese elemento ya no cabría justificar una imputación personal, por mucho que se hubiese cometido un ilícito penal en el seno de la empresa. Lo relevante, hasta donde alcanzo, no es tanto ese beneficio como lo que yace detrás de él, a saber, el mantenimiento dentro de un ámbito de organización personal de una estructura empresarial que puede desencadenar riesgos típicamente relevantes. Esta discusión también se ha producido en el plano de la fundamentación de la responsabilidad de la persona jurídica. A juicio de la dimensión de injusto objetivo de la persona jurídica que debería combatirse mediante este tipo de responsabilidad sería justamente el enriquecimiento ilícito que vendría a ser compensado con la multa impuesta. Al hilo de lo comentado por el autor citado, comenta que el problema de esta posición no sólo sería su difícil encaje con organizaciones diferentes a las empresas capitalistas (por ejemplo, un partido político o una ONG) sino también que no se produzca ese enriquecimiento ilícito en la empresa en la que se ha delinquido, faltando, por tanto, el factor que justificaría su responsabilidad.
[27] Personalmente me adscribo a una línea de pensamiento de corte restrictivo en el campo de la comisión por omisión. La mera infracción de un deber de garante derivado de una fuente formal (ley, contrato o injerencia) materialmente explicado en un sentido de vigilancia o de protección no puede constituir base suficiente como para imputar un resultado por vía omisiva como si se hubiese causado activamente. Me aparto, por consiguiente, de la teoría de los tipos de infracción de deber. Para sustentar una tal imputación, adicionalmente es preciso que se dé un equivalencia axiológica y estructural entre la omisión y la comisión activa. Equivalencia que personalmente hallo en la teoría de la asunción y posterior transgresión del compromiso de actuar a modo de barrera de contención de un específico curso de riesgo propuesta por ; ; .
[28] Desde una óptica iusfilosófica, comenta que “sólo es posible constituir y mantener una sociedad mercantil en funcionamiento si hay un acuerdo tácito – y unas medidas explícitas – que garanticen el respeto de los trias iuris praecepta (…)” entre los cuales se halla la exigencia de no causar mal a otro (neminem laedere).
[30] Con toda la razón, manifiesta que si es cierta la idea de que la empresa es una ampliación de la libertad del socio resultaría extraño que el uso que se haga de esa libertad le sea completamente ajeno en términos de responsabilidad.
[32] Comenta que las posibilidades fácticas de los accionistas de controlar la actividad societaria no son irrelevantes, pues precisamente la posibilidad de afirmar su responsabilidad penal como persona física dependerá de su capacidad para ejercer de modo efectivo el control limitado que, a juicio de este autor, algunos de ellos han de ejercer.
[37] Expresa, no sin razón, que “en el caso del administrador debe entenderse que, más allá de los deberes jurídicos que le vinculan a realizar una administración diligente, éste asume el compromiso de mantener las condiciones de la correcta y coordinada organización de los diversos ámbitos funcionales de la empresa”.
[38] Como convincentemente señala : “en puridad la delegación ya empieza en el nivel de los órganos de administración, pues éstos son materialmente ‘delegados’ de la empresa. La posición de garantía inicial, la competencia originaria, es, pues, del empresario, en la medida en que éste crea una organización para la producción y distribución de bienes o para la realización de servicios”. En este sentido, también, . Más recientemente, .
[42] Cree también que la relación entre el socio y el administrador está presidida por el principio de estricta competencia .
[45] Escribe : “la delegación no remite a un ámbito de responsabilidad ajeno las tareas delegadas, pues, como advierte Jakobs, todas las acciones realizadas propiamente en el marco de la empresa son siempre acciones que se encuadran en el círculo de organización de su titular”.
[46] Cree que el principio de estricta separación de esferas es el que rige en las relaciones entre los directivos de empresa .
[48] Comenta que “los socios intentan deslizar la responsabilidad y el riesgo hacia los administradores, y estos a su vez intentan traspasar los riesgos a escalones jerárquicos más bajos”.
[52] Entiende que la desconfianza es reemplazada por la confianza una vez establecido el procedimiento de vigilancia .
[53] Explican , que los deberes de los accionistas varían en función del tipo social y de la clase de socio, entre otras cosas.
[55] Y digo solo algunos derechos porque otros simple y llanamente no cabe graduarlos. Prueba de ello es el derecho de asistencia a las juntas celebradas conferido, salvo por ciertas excepciones, a todos los socios en una misma medida.
[56] Comenta que “el mecanismo de la acción como parte alícuota del capital permitiría seguir ajustando proporcionalmente la responsabilidad jurídica del accionista respecto a sus nuevos deberes (…)”. También incluye la dimensión de la participación en el capital social como una de las variables que a su juicio hay que tener en cuenta a la hora de valorar si elevar responsabilidad penal contra el accionista.
[57] Según ponen de relieve “es difícil, si no imposible, definir umbrales uniformes en virtud del número de acciones poseídas que puedan suponer el establecimiento de deberes específicos en los accionistas”.
[58] comenta que “desde el punto de vista de los deberes de los accionistas, es común que esos deberes sean examinados principalmente para aquellas situaciones en las que hay un accionista dominante”.
[60] Cuando menos en atención a la más reciente jurisprudencia del Tribunal Supremo, la noción de administrador de hecho tanto en el plano mercantil como penal ha avanzado hacia un punto de práctica coincidencia material. Sobre ello, vid. .
[61] Si bien en referencia al fundamento y los límites de una posición de garantía del socio en relación con los acuerdos adoptados por la junta, descarta , por resultar absurdo y desproporcionado, que los pequeños inversores sean candidatos a garantes.
[63] Incluso en determinados tipos sociales, como la sociedad limitada nueva empresa, para ser nombrado administrador es preciso ostentar la condición de socio (artículo 448.1 LSC).
[64] Vid. . En los sistemas societarios de la Europa Continental, al contrario de lo que ocurre en los países anglosajones, reina, de hecho, el sistema de propiedad accionarial concentrada, tal como lo explica .
[65] Según expone “(…) las sociedades cotizadas españolas están controladas por uno o varios accionistas. Habitualmente estos accionistas de control pueden estar formados por un núcleo familiar (como es el caso de Acciona y la familia Entrecanales), por el Estado (como es el caso de Bankia a través de FROB), por un accionista minoritario de control (como es el caso de Bankinter donde Jaime Botín tiene un 23 por 100 y de facto controla la entidad de crédito) o incluso por un único accionista mayoritario (como es el caso de Amancio Ortega en Inditex)”.
[68] Explica ., que mientras que los accionistas que participan en sociedades con una estructura de propiedad dispersa (dispersed shareholders) tenderán a adoptar actitudes cortoplacistas y menos implicadas en el gobierno corporativo, los accionistas de control que adquieran un bloque de acciones en sociedades con una estructura de propiedad concentrada (concentrated shareholders) contarán con más incentivos para inclinarse a favor de estrategias largoplacistas y a participar activamente en los asuntos societarios.
[70] Originariamente la expresión “bystander”, traducible al español como “espectador”, vino a ser empleada para referirse a quienes durante el Holocausto judío orquestado por el gobierno nacionalsocialista alemán permanecieron indiferentes ante las barbaries que en esa época fueron cometidas. Vid. .
[73] Para lo soportado por los socios se concretaría en la reducción de los dividendos a repartir, la devaluación de sus acciones y los elevados intereses de crédito a abonar debido al estado precario de la corporación.
[74] De esta opinión, ; ; ; . También dedica unas líneas a hablar sobre el castigo de los terceros inocentes .
[75] Siguiendo la clasificación trazada por nuestra Tribunal Constitucional en STC 60/2010, de 13 de octubre, estaríamos ante medidas externas que, a pesar de afectar derechos o intereses legítimos tanto del responsable del delito como de terceros, no cabría catalogar como una verdadera sanción penal, distintas a aquellas otras directas e inmediatas que constituirían una verdadera manifestación del ius puniendi estatal, y que, por lo tanto, entrarían dentro del ámbito de protección del principio de personalidad de las penas. Cita dicho pronunciamiento .
[76] En España la amplia mayoría de condenas judiciales dictadas hasta el momento contra personas jurídicas han incluido el pago de una multa. Cabe nombrar, entre otras, la STS 154/2016, de 29 de febrero, la STS 742/2018, de 7 de febrero o la STS 118/2020, de 12 de marzo.
[77] Particularmente, manifiesta que “los despidos, por muy disciplinarios que sean, no pueden incluirse dentro del Derecho punitivo porque no son los poderes públicos los que intervienen prima facie reprimiendo, sino que es un particular (el empresario) quien despide al trabajador o le impone una sanción”.
[80] Aun con variaciones, este es un ejemplo de común uso por la doctrina. Vid., entre otros, ; ; ; .
[82] Entienden que los socios son agentes directamente perjudicados por la condena de la persona jurídica ; . Asimismo expresa que “el sujeto individual finalmente penado va a ser el titular del patrimonio de la persona jurídica”. Por su lado, expresa : “(…) la multa recae, en principio, sobre el patrimonio y los activos de la persona jurídica y no sobre el de los titulares individuales de su capital. Sin embargo, ello no debe hacernos olvidar que su aplicación afectará e incidirá, indirecta o directamente, sobre el patrimonio de estos últimos sujetos”.
[84] ; ; . También, opina que “la pena final al individuo, derivada de la pena a la persona jurídica, es siempre patrimonial y ajena – o al menos muy separada – a un reproche personal lesivo del honor”. En cambio, entiende que las consecuencias jurídicas previstas para personas jurídicas manifiestan y expresan un juicio de reproche con respecto a la aportación que el colectivo de sus integrantes, indebida y negligentemente, realizó a la comisión del delito.
[85] Comenta que “si una sociedad abierta es sancionada, sus múltiples socios, que su vez pueden ser personas jurídicas, no sentirán la pena como algo propio”.
[86] El concepto de “justicia distributiva” tiene que ver con ofrecer una orientación moral en los procesos de distribución de cargas y beneficios en la sociedad. En general, vid. .
[87] La consideración de la justicia distributiva como la lógica a la que responde el régimen de responsabilidad penal de las personas jurídica es una idea que ya cabe hallar en y que, hasta día de hoy, ha sido acogida por un autorizado sector de la doctrina de habla hispana. Así, claramente, .;; ; . Asimismo, en referencia al régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas, razona que una estructura de responsabilidad no basada en la culpabilidad no responde a principios de justicia conmutativa, sino en todo caso a principios de justicia distributiva. Concretamente, cree este autor que se trata “de hallar una (buena) razón asumida por los propios titulares de la persona jurídica al dar vida a la masa patrimonial en forma de organización administrada por otro u otros que justifique —por razones de justicia distributiva— que hayan de ‘hacerse cargo’ de ciertos aspectos de la infracción de normas por parte de personas físicas”. Igualmente, explica que hay dos razones para imponer a alguien una consecuencia jurídica que limita o anula sus derechos como respuesta a un hecho lesivo: el merecimiento por los propios actos reprochables o bien razones de justicia distributiva. A su entender, la responsabilidad penal de la persona jurídica, que en su opinión no merecería tal etiquetamiento al menos en el sentido estricto del término, encajaría en esta última lógica.
[88] ve adecuado, por razones de justicia distributiva, imponer responsabilidad jurídica a quien se beneficia de la actividad arriesgada que provoca el mal ajeno. Al hacer esto, comenta este autor, se reinstaura el equilibrio inicial roto por el hecho lesivo. Por ello, el reparto resulta plenamente equitativo.
[89] Hay autores que entienden, de hecho, que lo sufrido por los socios constituiría un riesgo asociado a su inversión. Así, ; ; . Pone en cuestión esta forma de ver las cosas, .
[90] Hablan de los rendimientos preventivos favorables obtenidos gracias a la afectación de los intereses de los socios, ; . Asimismo, expresa : “Estamos, por tanto, ante un mal que afectará necesariamente a dichos sujetos (a los titulares de la persona jurídica) y cuya imposición, en consecuencia, resulta perfectamente adecuada para motivarles a replantearse la postura, cuando menos, de desentendimiento o desinterés que habrían mostrado hasta ese momento con la situación preventiva de la persona jurídica de que eran parcial o totalmente titulares”. Igualmente, hace referencia a los efectos preventivos de la multa impuesta a la persona jurídica en el sentido de servir como instrumento coactivo a fin de incentivar a los administradores sociales para que no esperen a la comisión de un delito en el seno de la empresa e implanten ya un modelo de prevención . Más recientemente, ha manifestado que “la pretensión del sistema de responsabilidad corporativa es que administradores y socios impulsen la adopción y mantenimiento de mecanismos que impidan que la estructura organizativa favorezca la comisión de delitos individuales”. Por el contrario, critica al régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas precisamente la ilegítima persecución de una finalidad motivadora de terceros orientada a que estos prevengan ilícitos ajenos futuros.
[98] Manifiesta que el principio non bis in ídem es respetado por el régimen de responsabilidad penal de las personas jurídicas . De otro modo, cree que en el modelo de responsabilidad penal de las personas jurídicas consagrado por la LO 5/2010 sí se da esa triple identidad, motivo por el cual, a su juicio la prohibición de bis in ídem no sería respetada.
[101] Reconozco que en estos casos la proximidad entre el socio-persona física y la persona jurídica sería tal que, a fin de evitar una doble punición que resulte aflictivamente excesiva, convendría recurrir a la cláusula de compensación de multas prevista en el artículo 31 ter CP. En esta línea, . En más detalle, sobre la cláusula de compensación referida, vid. . También se recomienda la lectura de la STS 887/2020 de 12 de marzo en la que el Tribunal Supremo ofrece una exégesis del precepto citado, poniendo especial énfasis en la cuestión de qué significa exactamente “modular” las multas impuestas a la persona física y a la persona jurídica. Por su lado, cree 1 que en supuestos de total solapamiento entre la voluntad de la persona natural y de la persona jurídica únicamente debería castigarse a la persona física.
[103] Según las propiedades tanto estructurales como culturales de una organización se suelen generar de un modo acumulativo, progresivo o incremental, difuso y espontáneo.
[107] Sobre la dificultad de hablar de una culpabilidad colectiva, vid., . Aun así, no han faltado en la doctrina loables intentos de fundamentar una culpabilidad en la empresa. Particularmente, en nuestro país, destaca la propuesta de explicar la culpabilidad de la persona jurídica a partir de la idea de cultura organizativa defendida por . En una línea cercana, expone : “(…) una nueva teoría jurídica del delito para entidades supraindividuales (delito corporativo) debe tener como objetivo impedir que se declare la responsabilidad de una sociedad si la organización de los riesgos no era inadecuada teniendo en cuenta las características de la organización (exclusión de un defecto de organización); tampoco será posible la pena para la persona jurídica si el defecto organizativo tiene responsables individuales claramente delimitados y no obedece a una cultura de cumplimiento de la legalidad insuficiente o defectuosa (exclusión de la culpabilidad, entendida ésta como cultura insuficiente de cumplimiento de la legalidad en la organización)”.
[108] La propuesta teórica que, hoy por hoy, más me convence es, por tanto, la de “injusto estructural” brillantemente defendida por . Igualmente ve posible que las personas jurídicas configuren con el tiempo una realidad objetiva favorecedora de delitos cometidos por sus integrados, que denomina estado de cosas antijurídico, si bien no cree que esto tenga algo que ver con un injusto personal.
[110] Se dice que el derecho de información es un derecho instrumental para el ejercicio de otros derechos, en especial el de voto. Vid.
[111] Naturalmente nada obsta para que la ejecución de las decisiones de los administradores quede condicionada a la obtención del beneplácito de la junta general de socios, salvo que los estatutos sociales dispongan lo contrario, o que incluso estos últimos, en atención a su posición de supremacía en la esfera interna, les emitan instrucciones vinculantes en determinados asuntos de gestión. Justo esto último suele ocurrir con mayor frecuencia en las sociedades de capital cerradas. En ese caso, ambos – socios y administradores – coadministrarían un mismo ámbito de actividad, tal como lo expresa , siempre y cuando, habría que añadir, los administradores gocen de cierto grado de autonomía. De lo contrario, esto es, en caso de convertirse en meros autómatas, serían propiamente los socios quienes gestionarían en exclusiva esa esfera organizativa, lo cual nos obligaría a plantear su condición de administradores de hecho. Lo único que pretendo expresar en el texto es que supeditar las propuestas de los administradores en materia de compliance al logro del visto bueno de los socios o contemplar la constante emisión de instrucciones vinculantes en este campo no constituiría la opción que personalmente estimo más apropiada por las razones que en breve apuntaré. En general, sobre las instrucciones dictadas por la junta general de socios a los administradores y sus límites, vid.
[112] Sobre la posición de garante del compliance officer con arreglo a cómo haya sido articulada su función en la empresa, vid.
[115] No se acabarían de apreciar, por tanto, los elementos necesarios para calificar a ese conocimiento como especial. Vid., por todos,
[116] Lo normal es que la junta general de socios sea convocada por los administradores (artículo 166 LSC). Pero si estos omiten convocarla en contra de deber por estar inmersos en una situación de conflicto de intereses, a causa, por ejemplo, de su intervención inmediata en el delito de empresa que pretende evitarse, siempre podrá recurrirse a otras vías previstas legalmente como la convocatoria judicial (artículo 169 LSC).
[120] Partiendo de la idea teórica de la equivalencia axiológica y estructural entre acción y omisión, entienden que el partícipe por omisión infringe un compromiso de garante orientado a contribuir a impedir la consumación del hecho delictivo , nota a pie de página nº 109; . También creen que existe una equivalencia entre el hecho de no dificultar o obstaculizar la comisión del delito y la correspondiente participación comisiva que facilita la producción del resultado ; . Opinan que la participación por omisión consiste en haber omitido dificultar el hecho penal ; ; . Desde su propia concepción de la participación delictiva, expresa, en una línea análoga, que “la configuración por la no obstaculización del hecho equivale, a lo sumo, a su favorecimiento por vía activa”