1. UN LENGUAJE ANTERIOR AL LENGUAJE
Antropólogos y paleolingüistas están de acuerdo en que fue en algún momento del periodo achelense, en concreto entre medio millón y un millón de años atrás , cuando se dio un paso evolutivo decisivo en la expresión oral de nuestros antepasados. Es el marco cronológico, dilatado, en el que surge lo que autores como el lingüista Derek Bickerton han definido con el término de protolenguaje. Se hace con ello referencia a rudas articulaciones entendidas como expresiones conceptuales simples que harían de puente entre formas comunicativas primarias ―aullidos, balbuceos, gritos de llamada o de terror, sollozos― y formas de oralidad incipientemente organizadas. Otro autor, Steven Brown, propone, en paralelo, el término de musilenguaje para definir modelos comunicativos asimismo elementales. Se trata de una especulación que han seguido, o al menos han valorado plausible, teóricos como el arqueólogo Steven Mithen o una figura colosal como el sociólogo Robert N. Bellah, siguiendo con ello, como recuerda aún Tomlinson, planteamientos de Vico, Rousseau, Herder o Condillac . Sea como sea el modo en que se fue generando, con el paso de decenas y centenares de milenios, un habla elaborada, sintácticamente organizada, hay un consenso en comprender que en nuestra expresión actual perviven lo que Bickerton conceptualiza como fósiles lingüísticos, expresiones no discursivas tanto orales como gestuales no desestimadas, dada su utilidad, por el proceso evolutivo, especialmente patentes aún en aquellos momentos en que el lenguaje cotidiano, estructurado por medio de un discurso elaborado, resulta escaso para manifestar, ante todo, aspectos vinculados con el plano afectivo/emocional.
Este vínculo entre una voz, con todo el anacronismo que hay en esta formulación, prelógica y, de seguir las consideraciones de Mithen o de la lingüista Alison Wray, de base ―entre otros rasgos― entonativa, musical, será seguido de cerca a lo largo de estas páginas pues, aun de modo meramente orientativo y desde un acercamiento metafórico, atañe a la naturaleza de la palabra poética al menos en los términos que aquí serán presentados, en el sentido de un habla que apunta a lugares no accesibles a la lógica discursiva, así como a una primacía de la sustancia preconceptual ―tanto musical como corpórea― de la voz sobre un componente abstracto. Se trata, el presente nexo entre la voz poética y la musicalidad, de una consideración que encontramos ya en Goethe y en Wilhelm von Humboldt, y que el mitólogo alemán Marius Schneider define, en referencia al lenguaje de la mística, como una expresión en la que “el son (el plano acústico) de una palabra importa más que su significado semántico, cuya precisión responde a un plano paralelo, pero inferior al puramente musical” . Lo cierto es que la progresiva complejidad de la capacidad expresiva del sujeto ha tendido, evolutivamente, a arrinconar las formas comunicativas preconceptuales y a organizar y medir el mundo en relación con la palabra desde su intelección como unidad racional de significado. Se apunta con ello a la prevalencia de la función conceptualizadora del lenguaje sobre aquellos otros materiales expresivos orientados no ya a hacer propio el mundo, a poseerlo o encerrarlo en sí, esto es, en el lenguaje, sino, en términos de Heidegger, a desocultarlo.
Estos materiales enterrados por nuestra habla discursiva y rescatados por el habla poética ―o, en verdad, constituyentes del habla poética―, han de ponerse en relación, o directamente identificarse, con lo que, empleando una terminología canónica, llamamos corporalidad del lenguaje, aquello que Roland Barthes denominó grano de la voz, concepto con el que el semiólogo hace referencia a aspectos de la expresión no definibles, acudiendo a una terminología de gusto escolástico, por la ratio. Barthes se detiene en la relación erótica que se da entre la voz ―entendida desde su significancia, todo lo que en ella desborda a la significación― y quien la escucha. El cuerpo o sustancia energética de la voz ―Innersprachform o forma interior del lenguaje en Wilhelm von Humboldt― se corresponde con un habla melismática entregada, en palabras aún de Barthes, a la voluptuosidad de sus sonidos, un habla de función opuesta a la cumplida por aquella otra sujeta a una sintaxis y a una lógica endurecidas, articulada a partir del principio del tercero excluido, principio generador de distinciones dualistas que determinan necesariamente nuestros códigos de praxis y de moralidad y, con ello, nuestra relación con el mundo. Este último lenguaje enraizado en articulaciones dualistas ha sido comprendido por algunos autores como fundamento de un estado de neurosis en la medida en que favorece o implica un estar en la realidad desde una confrontación entre el mundo en sí y el mundo interpretado, esto es, el mundo simbólico. Frente a este estar separados del mundo del que, paradójicamente, formamos parte, la palabra poética se ofrece como objeto reparador, restaurador de la escisión derivada de la función representativa.
2. EL LENGUAJE DEL CUERPO
La consideración de que una realidad constituida por fenómenos singulares deja paso, una vez ese mundo es aprehendido y expresado por medio del lenguaje, a simplificaciones que desplazan lo singular por lo general, es el punto de partida desde el que el filósofo estadounidense John Zerzan elabora una de las tesis centrales de su pensamiento. El autor recuerda o considera que “el lenguaje fue una intromisión [evolutiva] que trajo consigo una serie de transformaciones cuyo resultado fue nuestra pérdida del mundo. […] Pero [el lenguaje, añade,] no establece ni genera significado, que es anterior al lenguaje. Más bien confina y distorsiona el significado, mediante las reglas de representación simbólica” . Lo que por ahora me interesa resaltar es el hecho de que Zerzan entiende el estar en la realidad desde el lenguaje y el estar en la realidad desde una presencia no lingüística de modo marcadamente antitético, en el sentido de que las palabras, al menos en su uso endurecido, tienden a anular las necesidades íntimas del sujeto, su estar en el mundo desde una sensorialidad y sensibilidad no dañadas.
Si acudimos al pensamiento de Michel Foucault hallamos una aproximación al lenguaje más ambivalente o compleja. El autor de Las palabras y las cosas atiende no sólo a la función del lenguaje como dispositivo, ajustada a su tendencia a controlar y dar forma o sentido determinado a la realidad percibida por el sujeto, y a su paralela capacidad de enfermar su estructura psicosomática así como la de la sociedad en tanto que cuerpo político, sino asimismo a una función terapéutica del lenguaje que nos vuelve a presentar la idea de un decir sustancial: “Era necesario […] ablandar el lenguaje y hacerlo desde el interior como fluido a fin de que, libre de las especializaciones del entendimiento, pudiera entregar el movimiento de la vida y su duración propia” . En la obra de Foucault, desde su atención especial a la relación entre lenguaje y corporalidad, la función de un habla terapéutica constituye un aspecto central, un habla relacionable con aquello que el poeta gallego José Ángel Valente denominará habla entrañal. Se trata de un vínculo, el existente entre lenguaje y corporalidad, patente en la queja, a menudo expresada por el enfermo psíquico, ante el hurto, el robo de su habla entrañal. Quien la pierde, se ve obligado a somatizar. Hay que recordar que para Foucault, tal como desarrolla al inicio de su Historia de la locura en la época clásica, la razón atesora una irracionalidad inmanente sin la que el sujeto ve degradado su conocimiento del mundo. Se trata de un aspecto explorado, reiteradamente, por Lacan, en este caso a partir de la situación del alienado como individuo al que le queda vedado afirmarse como sujeto de habla.
La oposición entre un estar en la realidad desde el lenguaje y un estar en lo real desde su acallamiento ―sin que ello implique un mantenerse en el silencio― ha de ponerse, retomando el ideario de John Zerzan, en relación con el antagonismo existente entre una vivencia desde la representación y una vivencia desde la presencia . Aquello que ha venido a llamarse empalabramiento del mundo, concepto axial en epistemologías humanistas, da forma a un proceso de escisión determinado por la separación de la realidad conforme al que la conciencia se maneja. Se trata de una brecha que en Heidegger queda definida por la distancia o la tensión existente entre lo ontológico y lo óntico, siendo ésta una polaridad que previamente Husserl había tratado de superar desde la fenomenología. Siguiendo este mismo cauce de pensamiento, si bien en el otro extremo de la cadena en tanto que discípulo del autor de Ser y tiempo, Gadamer logrará resolver algunas de las problemáticas fijadas a tal alteridad a partir de la identificación del lenguaje con un objeto capaz de reparar aquello que se ha desmembrado. El método hermenéutico encuentra su fundamento no en la preservación de un sentido exclusivo y excluyente, sino en la metamorfosis e interpretación constante como modo de generar epistemologías complejas si bien mutuamente vinculadas en su raíz.
En lo que aquí interesa, desde esta atención y repliegue sobre lo óntico se propone el abandono o debilitamiento de la subjetividad desde la que habla el individuo; y así, de acudir aún a Husserl, encontramos la idea de una suspensión de la racionalidad que, hipotéticamente, lleva al sujeto a un experimentarse no en oposición al mundo, sino como ser con el mundo, ser en el mundo; un enraizamiento que en Heidegger se plantea desde un sentido restaurado del logos, entendido ahora, según recuerda el poeta argentino Hugo Mujica recogiendo el pensamiento del filósofo, como “lo que garantiza la morada al ente […] y lo deja aparecer en su claridad” . Frente a una intelección del lenguaje como lecho de Procusto al que queda ajustado todo fenómeno, todo objeto de pensamiento, se expresa el anhelo de un nombrar que tiene algo o mucho no ya de respuesta, sino de interrogante o de asombro. Se trata de un esfuerzo que en la obra de Zerzan se desarrolla a partir de un tomar conciencia de lo real, si bien no desde el lenguaje o, de modo más general, desde la representación, en línea con su rechazo a comprender al sujeto como mero circuito atravesado por el lenguaje. En lo que aquí nos ocupa, y en consonancia con la perspectiva propuesta, aquello que se desea destacar es la convivencia de dos modelos distintos de lenguaje, uno discursivo generador o cogenerador de razonamiento ―mediante el que el sujeto desarrolla su estar en el mundo― y aquel otro identificable con el decir poético, vinculado a una vía paralela o alternativa de conocimiento.
Para terminar de anudar algunas de las consideraciones trabajadas por el filósofo anarco-primitivista ―Zerzan―, no puede omitirse que su obra recoge una suerte de fe en una inocencia original deudora del ideario de los trascendentalistas americanos, Thoreau ante todo. En su obra se plantea la idea de una pérdida progresiva de vínculo con el medio, aun, frente a la tendencia dominante en los trascendentalistas, en su caso despojada de acento metafísico. Lo destacable aquí es el hecho de que las consideraciones de Zerzan permiten establecer puntuales vínculos con el pensamiento poético aquí atendido, en tanto que su filosofía conmina a salir de los márgenes especulativos. De nuevo es el poeta argentino Hugo Mujica quien, comentando un pasaje de la Carta sobre el humanismo de Heidegger, recuerda al respecto que: “el olvido de la verdad del ser en favor de la irrupción del ente no pensado en la esencia [sino en la existencia] es el sentido que en Ser y tiempo se llamó caída” . No es posible, llegados a este punto, ignorar ―y esto nos llega, sobre todo, por vía de Jacob y Susan Taubes― que en este acogerse o cobijarse en el principio, en lo original, se esconde o arraiga un fundamento gnóstico, en referencia al acaecimiento de sucesivas degradaciones, a una progresiva complejidad que, en este molde de pensamiento y en sus derivados, se identifica con un estado de caída. Desde este modelo dualista se dibuja con precisión una doble tipología de lenguaje, aquél con el que se construye la historia, articulador de ideologías, prisión del ser, y aquel otro orientado hacia el límite ―tomado éste en los términos trabajados por Eugenio Trías ―, en un recorrido que, como recuerda aún Mujica, no ha de desvincularse del gusto de Heidegger por las etimologías, y que en última instancia se identifica con aquella habla sustancial descrita por Derrick Jensen como “un lenguaje mucho más antiguo y profundo que las palabras. Es el lenguaje de los cuerpos, de un cuerpo contra otro, del viento sobre la nieve, de la lluvia sobre los árboles, de las olas sobre las rocas. Es el lenguaje del sueño, del gesto, [del símbolo], del recuerdo. Hemos olvidado ese lenguaje. No nos acordamos ni siquiera que existe” . Y ése es precisamente, y no ya la palabra en su sentido convencional, el modelo de lenguaje que aquí interesa destacar.
3. GRAMÁTICA DEL DESEO
El hallazgo de una palabra atenta a lo que hemos definido como su ser sustancial, su ser corporal ―casa del ser, “das Haus des Seins”, de emplear la terminología heideggeriana―, deviene de una búsqueda orientada en sentido opuesto al que ha guiado el proyecto de la Modernidad, en referencia al proceso de racionalización experimentado en Occidente. Dejando por ahora atrás a Heidegger, si se propone la identificación de la palabra, del logos, no con un objeto abstracto, con una lógica, sino con un contenido sustancial de mayor hondura que esa lógica, esto es, con un material corpóreo ―con el habla de las cosas más que con el habla del ser―, ha de hacerse hoy en un sentido secularizado, acaso desde premisas remitentes tanto al antihumanismo de Kojève como a la voluptuosidad de la voz en Roland Barthes, tanto al bajo materialismo de Georges Bataille, de Michel Leiris o de Klossowski, como al regreso a la corporalidad planteado por Jean-Luc Nancy, Maurice Blanchot o Marc Richir. Con ello me refiero a la ya comentada desarticulación del lenguaje como dispositivo y a su paralela articulación como realidad replegada sobre su natural melismático y, como parte de éste ―como fundamento incluso suyo―, sobre su silencio: “El silencio que echamos de menos ―señala José Luis Pardo― es, precisamente, el que hace la palabra” . Líneas atrás se ha hecho referencia tanto al grano de la voz de Roland Barthes como a un habla prelógica, un habla capaz de atesorar la viveza y la fuerza que posee aquello que desborda los límites de la racionalidad y que reposa en la corporalidad. No de otro modo habremos de comprender la palabra poética, en alusión a un desbordamiento del lenguaje por medio del lenguaje análogo a la definición que Celibidache realiza de la música cuando recuerda que ésta no es otra cosa que la trascendencia del sonido ―por medio del sonido― .
Esta palabra orientada hacia sus límites ―y el cuerpo asimismo lo es―, una palabra excéntrica y disolutiva de ideologías, apunta no hacia lo ya significado, sino hacia un reconocimiento de la aporía como fundamento epistemológico, siguiendo en ello planteamientos centrales tanto en Derrida como, desde un distinto enfoque, en Blumenberg. Frente a la deriva gnoseológica privilegiada desde la Grecia Clásica en adelante ―lo que ha de vincularse, a su vez, con la significación recibida por el logos ya a partir de Platón―, con ajuste a la que el mundo coincide con el mundo medido, un mundo ceñido o encorsetado por la lógica del lenguaje ―o de un tipo priorizado de lenguaje―, un modelo epistemológico no determinado exclusivamente por esta lógica se deja desbordar por lo real no en tanto que lenguaje, sino por lo real en tanto que cuerpo imposible de quedar replegado sobre la gramática y la lógica. Podría en este sentido decirse, con Deleuze y Guattari ; , que hay otra gramática que es la del cuerpo y la del deseo. Lo real se presenta así como aquello que no cabe en el diccionario, aquello que no es aprehensible por la terminología que en él encontramos, una y otra vez no sólo rebasada sino desenmascarada por una voz poética que revela sus grietas, configurando así fugas epistemológicas aun de forma virulenta, tal como hicieron los autores dadaístas con sus gritos guturales, cuya deconstrucción de una sintaxis lógica ―a modo de glosolalias secularizadas próximas a los fósiles lingüísticos con los que he comenzado estas páginas― encontró continuidad inmediata en los ejercicios de otras escuelas vanguardistas del periodo de Entreguerras con ajuste a lo que Anne Tomiche, profesora en la Sorbonne Université, comprende como la búsqueda de una “utopía de lengua universal prebabélica y de comunión sagrada de toda la humanidad” , en referencia a la escritura del futurista ruso Velimir Khlebnikov. Las posteriores indagaciones de autores como, ante todo, Samuel Beckett, no llegarán mucho más lejos, y habrán de conformarse con la expresión de susurros, bisbiseos, balbuceos, y en último término con el abuso del silencio.
Esta situación liminar obliga, aun por un momento, a poner la mirada en la filosofía de Nietzsche, en el sentido, que aquí es un leitmotiv, de que no es en lo enmarcado por la racionalidad donde todo se da, donde todo se entrega ―o se resiste a entregarse―, sino, contrariamente, en sus límites, en aquellos lugares donde lo real conocido se consustancia con su sombra ―“para ver [dirá Saint-John Perse en sus Éloges] hay que ponerse a la sombra. Si no, nada” ―. Es en el deshacimiento de sentido donde se da el sentido, o el sinsentido que repara lo real, y es ahí donde el habla poética se asoma o se arroja ―podemos pensar en Hölderlin y en su buscado vínculo con Empédocles― tratando de rebasar los límites de la lógica. Nuevamente aquí se hace preciso hacer referencia a la tradición de la imagen como vía de conocimiento, a la consideración, por parte de Pound según recuerda Eliot Weinberger, de que en torno a las imágenes giran las palabras ―aspecto que remite tanto a la tradición presocrática como al averroísmo, tanto a los presupuestos surrealistas como a la psicoteología junguiana―. Llegados a este lugar, no cabe eludir que la crítica del lenguaje como configuración de lo real que está en la base de la crisis de la racionalidad llegó acompañada de la emergencia de la imagen como medio de dar forma a nuevos modos de conocimiento, una imagen tenida tradicionalmente como elemento irracional en tanto que perteneciente al ámbito del sueño, de lo onírico y de lo cambiante. También esto, este recuperar la fuerza no domesticada de la imagen, forma parte de la experiencia terapéutico-poética, en tanto que, más plástica que el lenguaje, la imagen posibilita el rescate de aquellos materiales hundidos en el inconsciente. Se ha querido ver en el método psicoanalítico freudiano, en relación con esto último, una experiencia de posesión o dominación, en los términos ya propuestos, de la palabra sobre la imagen, tenida ésta como elemento, en tanto que irracional, tradicionalmente pagano y en oposición no ya al logos presocrático, sino al desarrollo de éste en Occidente, identificado con una endurecida razón. Esta deformación del logos ejemplificada por el tratamiento que Freud le concede será violentada por Jung al devolver la primacía a la imagen simbólica ―deformación, por lo demás, previamente desenmascarada con la apreciación, por parte de Nietzsche, de la ambivalente naturaleza de los dioses griegos―. Para el autor del Zaratustra, Apolo y Dioniso constituyen la doble cara de la misma moneda. Con su acentuado olfato para detectar las fallas de todo sistema de pensamiento, Nietzsche apuntaba ya a la problemática de la corporalidad como objeto herido por el lenguaje en su función depuradamente lógica, es decir, herido por la racionalidad, motivo que, algunas décadas después, constituirá el eje de los estudios de Lacan o, posteriormente, de Michel Foucault.
4. LENGUAJE Y LÍMITE
Con Nietzsche, como con Freud, conforme al vínculo que éste realiza entre cultura y neurosis, entramos de lleno en la crisis del pensamiento moderno. Retomando algunos de los puntos hasta ahora referidos, al tiempo que con el lenguaje organizamos lo real nos definimos antropológicamente, nos limitamos antropológicamente y construimos una red desde la que apenas nos resulta posible escapar o configurar nuevas vías epistemológicas. La propia naturaleza del lenguaje en su función puramente enunciativa ―comunicativa―, orientada a medir, a recoger el mundo en su totalidad, desencadena y da forma a un proceso de atomización, más allá del cual, si volvemos a Zerzan, se da la realidad en sus más vastas o ilimitadas dimensiones: “La vida [experimentada desde el lenguaje] acaba fragmentándose; las conexiones con la naturaleza se oscurecen y se disuelven. En lugar de reparar la ruptura, el pensamiento simbólico hace que las personas cojan la dirección equivocada hacia la abstracción. Se inicia la ‘sed por la trascendencia’” con ajuste a un modelo dualista de estar en lo real. El lenguaje, aquel instrumento que idóneamente otorga, en términos biológicos, una protección especial al sujeto, a la especie, acaba adoptando así la fisionomía de una cárcel fuera de la cual irrumpe lo real en su singularidad. Daisetsu Teitaro Suzuki plantea esto mismo desde la consideración de que: “Cuando se intenta comprender un hecho por medio de las palabras, el hecho desaparece. Cuando usamos la mente, tenemos que comprender de forma dualista […]. El verbalismo [concluye el autor] nos conduce de una complicación a otra en un proceso sin fin” .
En consonancia, siguiendo esta línea argumentativa, con el mismo patrón con el que se conduce el desarrollo de la técnica, también el lenguaje toma parte de un proceso de hipertrofia ―racionalizadora― que acaba por desvincularlo de las demandas inmediatas del individuo. La fábula, hermosamente descrita por Goethe, del aprendiz de brujo, resulta enteramente trasladable y aplicable a la naturaleza del lenguaje. La identificación de éste, del lenguaje, con una jaula, será planteada en la obra de autores que dedicaron su trabajo a conceptualizar la crisis de la racionalidad, es el caso de Mauthner, Landauer o, claro está, Wittgenstein, en el marco de un contexto que acaso encuentra su definición más precisa en la obra de Max Weber. Hago con ello referencia a la consideración del sociólogo ―recogida en Politikals Beruf (1919)― relativa a que, erosionadas las construcciones simbólicas con las que se ha construido la historia, pronto advendría una “noche polar de una dureza y una oscuridad glacial” . Este desencantamiento del mundo Entzauberung der Welt) será presentado por Weber vinculado a los fundamentos del protestantismo y, con ello, a una ascesis que vacía de contenido la realidad, la hace abstracta, la despoja de color, de cuerpo, de energía deseante.
La indagación en torno al límite, la distinción entre dos modelos de lenguaje por medio de un mismo objeto ―la palabra―, la necesidad de una convivencia de vías gnoseológicas plurales como forma de estar en lo real, centra las búsquedas de autores que han hecho de su trabajo un habitar epistemológica e incluso vitalmente los márgenes, las fronteras, y que han tratado de ofrecer respuestas a la problemática recién apuntada. Pienso, en el marco de la literatura española relativamente reciente, en Juan Goytisolo, José Ángel Valente o en la poeta malagueña Chantal Maillard, en cuya obra toda imagen y reflexión poético-filosófica queda pulverizada en núcleos de aporía más allá de los cuales el lenguaje se torna inoperante:
El universo es una gran aporía: cuando queremos apresarlo nos sitúa en el límite de nuestro entendimiento. Llegados a ese límite, tal vez convendría que nos sentásemos y, en vez de tratar de saltar el abismo o rodearlo con cuerdas y con redes, nos detuviésemos a contemplarlo con la debida humildad. El misterio que todo objeto entraña no es metafísico, pero se alcanza tan sólo oblicuamente, de soslayo, cuando la voluntad no está en ello empeñada .
Pasajes como el final de este fragmento delatan, no obstante, reificaciones a menudo advertibles en modelos de escritura replegados en el silencio. Creo que es importante detenerse en ello en tanto que en estos casos se advierte lo que, desde una visión de conjunto, puede comprenderse como un ejercicio de resistencia frente a la desacralización que caracteriza a la Modernidad, un velado regreso o ademán órfico que no podemos advertir en Gamoneda, en Char o en Bonnefoy ―autores donde toda metafísica queda clausurada―, pero sí en otros poetas asimismo centrales en la poesía del XX como Wallace Stevens o Saint-John Perse. No resulta inhabitual, por tanto, que el silencio, lejos de cumplir con la función de límite que revela el nuestro propio, el de nuestras posibilidades de conocimiento ―provocador de un asombro―, actúe como un objeto recargado de sentido mistérico, corriéndose con ello el riesgo de volver al punto de partida al sustituirse dicho asombro, e incluso el desconcierto ante lo innominado, por una pérdida de radicalidad del verbo y de su silencio inherente, ahora ineficaz con vistas a tantear los límites de uno u otro modelo epistemológico. Este silencio saturado de connotaciones mistéricas lo encontramos muy frecuentemente, y con ánimo de presentar un nuevo ejemplo, en el pensamiento de María Zambrano. Pasajes como el que sigue resultan, al respecto, ilustrativos: “Mas las palabras dicen algo […] ¿Para qué y para quién? Quiere[n] decir el secreto; lo que no puede decirse con la voz por ser demasiado verdad; las grandes verdades no suelen decirse hablando […] Hay cosas que no pueden decirse, y es cierto. Pero esto que no puede decirse es lo que se tiene que escribir” .
He considerado necesario resaltar esta distinción porque lo que se ha definido como mundo simbólico se ha resguardado, en tantas ocasiones, en territorios aparentemente ausentes de significación con el exclusivo propósito de, en verdad, seguir manteniendo vivo un discurso metafísico vinculado a un agotado concepto de logos, lo que parece un callejón sin salida también prefigurado por Weber, quien añadió que todos aquellos que no se viesen en condiciones de tolerar el referido frío polar siempre podrían regresar a las viejas cofradías. El silencio, en casos como el recién comentado, es una vieja cofradía, una vieja iglesia. Frente a esta deriva, lo que hemos comprendido como un decir en torno al límite elude instalarse en un sobre-sentido, provocando, por el contrario, un estupor ante el contacto con un mundo desempalabrado, innominado. La desarticulación del lenguaje, constitutivo de nuestra naturaleza desde el Paleolítico Inferior y conservado evolutivamente en tanto que herramienta social y defensiva ―herramienta, por tanto, de supervivencia―, genera en el individuo un natural desconcierto ―de sentido aporético― indisociable de la naturaleza de la palabra poética.
Retomando el hilo conductor de estas líneas, cuanto interesa es resaltar el vacío de significación que el lenguaje no sometido a sobre-interpretación deja en su acallarse ―metafórico o no―, y que es posible atender desde la imagen de una voz ahora difuminada en el fondo, blanco, de la página, fundamento vacío de significación. No de otro modo se advierte en la poesía de Mallarmé, de Trakl o de Gamoneda, o en la tradición del haiku, en la que el poema cumple la misma función que los conocidos golpes recibidos por los aprendices en la enseñanza taoísta. El golpe, el haiku en este caso, obliga al lector, al buen lector, a despertar desde el poema a la realidad, esto es, a salir, aun momentáneamente, del mundo simbólicamente construido para tomar parte del mundo en sí, tal como si el lenguaje posibilitase su propio desencantamiento en un ejercicio que aquí nos interesa por cuanto de autoinmolación, de auto-desarticulación hay en él.
Con la metafórica salida del orden representativo el lector queda desplazado fuera de la red del lenguaje y, en este sentido, desprovisto de coordenadas conceptuales de apoyo. Se despliega, en tales casos, una sucesión de puntos de fuga irresueltos en forma de aporías, un mundo de interrogantes, ruidos y silencios remitentes al concepto estoico de acatalepsia ―imposibilidad de comprender― y a la ya referida epojé pirrónica, un colapso de significado que caracteriza, por nombrar algunos ejemplos puntuales, la música de Beat Furrer, Jonathan Harvey o Wilhelm Killmayer, el cine de Paul Clipson y de Lois Patiño, o la poesía de Ives Bonnefoy, en cuyo Territorio interior deja escrito: “Pronto el canto cesa, en una lengua desconocida alguien comienza a hablar, y luego, sólo el ruido” . Por lo demás, este vaciado radical de significación es igualmente central en las denominadas estéticas del borrado, donde la forma se erosiona hasta consustanciarse con el fondo tal como si de una suerte de trampantojo invertido se tratase. Se configura con ello, una vez más, una estética de lo aporético en el sentido de que lo desocultado coincide con cuanto no puede ser expresado por vía especulativa. Desde esta óptica, el pensamiento de Hans Blumenberg se impone como referente primero de la Modernidad tardía, en tanto que su metáfora del laberinto contempla esta espacialidad antinómica como imagen sobre la que cristaliza toda búsqueda sincera; una metáfora, a su vez, vinculada con la del naufragio, relativa a la incapacidad por parte del sujeto para hallar modelos epistemológicos estables.
La posibilidad de sobrevivir al frío polar referido por Weber no pasa ya por el hallazgo de formas definidas, como tampoco por el de vías de pensamiento exclusivas y excluyentes que nos reconforten y aporten una falsa seguridad, sino por una vivencia desde la interrogante, así como desde la complejidad hermenéutica como forma ni utópica ni desilusionada de participar en las problemáticas del presente. Se trata de un camino, en el ámbito de la escritura contemporánea, explorado por el ya aludido Eliot Weinberger en trabajos como, ante todo, Diecinueve maneras de ver a Wang Wei, donde analiza distintas traducciones de un mismo poema del autor chino del siglo VIII a partir de la consideración de que “cada lectura de cada poema […] es un acto de traducción hecha en términos de la vida intelectual y emocional del lector” que tiene por resultado imágenes plurales, incluso divergentes, y sin embargo todas ellas hermenéuticamente válidas. El poeta propone con ello una interpretación infinita, una metáfora infinita en tanto que la esencia del poema, así lo afirma Weinberger, es su cambio incesante. Quisiera poner fin a este punto, antes de pasar al último de los que aquí serán atendidos, con un segundo testimonio que expone perfectamente la forma habitual de trabajar de Weinberger, tomado en este caso de su libro Algo elemental. El pasaje dice así:
[Empédocles] Escribió dos poemas largos, titulados Las purificaciones y La física (o Sobre la naturaleza) o un poema largo, titulado Las purificaciones y con el subtítulo de ‘Sobre la física’ (o ‘Sobre la naturaleza’). Escribió un poema o un tratado de medicina en prosa y siete o cuarenta y tres tragedias que no se han conservado, posiblemente porque nunca fueron escritas por él. Escribió un relato de La Expedición de Jerjes y un himno a Apolo que quemó su hermana o su hija, o que nunca existió. Se conservan 138 o 153 fragmentos .
Esta sucesión de ambivalencias o, sin más, de contradicciones, lejos de enmascarar las formas de lo real desbroza el camino del hermeneuta, cuyo mayor obstáculo es, siempre, su apoyo sobre un modelo epistémico reificado y estático.
5. EL SILENCIO DEL LENGUAJE
Hemos observado cómo un modelo de palabra poética se configura como cuestionamiento del lenguaje, como un rebasamiento o salida del lenguaje desde el lenguaje. Se ha seguido para ello la guía de un logos no identificado, exclusivamente, con un objeto poseedor e incluso limitador de sentido, sino con el rayo de oscura luz que, con su resplandor ―y con su metafórico partir en dos―, deshace los contornos de lo real-racional. Un rayo en cuya función Cioran, como también René Char, se detiene, en permanente monólogo ensimismado, en su Breviario de los vencidos: “Cansado de saber tantas cosas y más aún de explicarlas, tienes envidia de Júpiter, que sustituyó las palabras por rayos” . Frente al decir, se da aquí una ruptura del decir, en el sentido de que el rayo, aquello que es imagen antes que concepto, posee una mayor capacidad que la lógica del lenguaje para desocultar mundo. Pero este desocultamiento acaba por identificarse como pura receptividad de un silencio, o de un ruido, tal como encontramos en Beckett, en 4’33’’, de John Cage, o incluso en aquellos lugares de significación insondable recurrentes en Tarkovski. Este logos asimilable a una apertura, denotativo de la irrupción de un espacio y de un estado de escucha, resulta por tanto antagónico a aquel otro que Adorno y Horkheimer definen como herramienta de control de la naturaleza ―también de la nuestra, esto es, de nuestro cuerpo―. Cuando Heidegger, comentando un fragmento de Heráclito, se pregunta si el relámpago puede gobernar la totalidad del mundo , está anticipando ya la propia respuesta, en el sentido de que el logos poético, frente a un modelo de logos identificado con aquél criticado por Zerzan, no persigue encerrar al mundo en él, sino, contrariamente, señalar el camino de regreso a ese mundo. De modo próximo a la consideración, por parte de Agamben, alusiva a que “la Lichtung es simultáneamente y desde el principio Nichtung, porque el mundo sólo se ha abierto para el hombre mediante la interrupción y la aniquilación de la relación del viviente con su desinhibidor” .
La idea de un estado de escucha como retirada de la opacidad del mundo lleva a comprender el poema como inmersión en el cuerpo del lenguaje, tal como si la conciencia se hundiese en lo inconsciente con el propósito de recordar lo que el lenguaje ―el otro lenguaje― oculta, un des-decirse ―ejercicio central en Agamben― que revierte la neurosis originaria ―indisociable del desarrollo del propio lenguaje―. Se presenta con ello un repliegue del ser en lo óntico que Maillard formula aludiendo a lo que está “bajo el mí”, “el animal-en-mí” . Una palabra bañada en silencio, una palabra prelógica, prediscursiva, no ya en el sentido de incomprensible, sino portadora de conocimiento inmediato de lo real. De igual modo que, según se ha indicado páginas atrás siguiendo planteamientos musicales fenomenológicos, la música sólo se dice a sí misma, la palabra poética se da enteramente en sí misma: el rebasamiento de la racionalidad no apunta, en rigor, a la negación de la palabra, sino que repliega la voz sobre su cuerpo, remitente, a su vez, a la generación inmanente de un verbo que se guía por las leyes de su propio acontecer.
El deseo de situarse, por medio del lenguaje, fuera del lenguaje, del sistema sígnico conceptual con el que organizamos la realidad, es una constante de la escritura poética ―al menos de la tipología aquí atendida―, dejando de lado el que esta escritura se exprese de forma convencionalmente lírica, narrativa o híbrida. Esta palabra posee la capacidad de denotar aquello no expresable por medio de una sintaxis convencional, discursiva, y viene a constituirse como expresión de la energía deseante que encontramos en el fundamento pulsional, erótico, del ser: “Deja que llegue a ti lo que no tiene nombre: lo que es raíz y no ha advenido al aire: el flujo de lo oscuro que sube en oleadas: el vagido brutal de lo que yace y pugna hacia lo alto: donde a su vez será disuelto en la última forma de las formas: inadvertida raíz: la llama” . Esta raíz de la palabra poética, remitente al silencio del lenguaje, encuentra su lógica ―su gramática particular― en la sustancialidad de la voz, coincidente por momentos con el grado de mayor proximidad a esa expresión originaria ―glosolálica― perdida en el curso de la civilización y, sin embargo, presente en forma de fósil lingüístico.
Frente al proceso que denominamos cultura y a la generación, por medio del lenguaje, de modelos de regulación simbólica, el habla poética se configura como libido desbloqueada, lo que la convierte en elemento sospechoso en tanto que anómico, objeto comprometido con las demandas de la propia naturaleza frente a las demandas de la configuración lingüística ―y cultural― de la realidad. En contraste con una palabra discursiva, la palabra poética es ideológicamente inútil ―y esta es su mayor radicalidad, su valor político real―. No sirve a otro propósito que a su propio seguir siendo ―no es servil―, en tanto que es, tan sólo, expresión de sus sucesivas metamorfosis. En términos de Ricoeur, es metáfora viva, o palabra viva en la propuesta hermenéutica de Gadamer, quien reprochará a Derrida ―al deconstruccionismo― no comprender la lengua como un organismo vivo, sino como un objeto diseccionado. Este verbo, en el momento en que es tomado como objeto de acción ideológica, es despojado de sus cualidades inherentes y pasa a proponerse o a presentarse como entidad culturalmente eficaz. La palabra deseante ―en la que logos y eros convergen― se conforma, por tanto, como expresión primera del mundo, expresión original en el sentido de creadora de mundo. Expresión que no nombra, en verdad, nada fuera de sí, o que se dice a sí misma como realidad no referencial, como manifestación erótica ―no de otro modo se ha definido el habla de la mística―. La poesía, en el recorrido que se ha llevado a cabo, se muestra fundamentalmente como un desconocimiento que devuelve el asombro al ser y lo entrega a una permanente tensión con lo real en sí ―en último término lo negativo se presenta como objeto coesencial, inmanente al ser, si bien no domesticable por él―, o con lo que está por debajo de la gran construcción racional que es la historia. El lenguaje, la palabra surgida como animal balbuceante, como grito gutural de quien despierta al mundo, baña su componente abstracto en uno corpóreo, posibilitando la reparación o restauración del vínculo, justamente, entre ser y mundo.
7. CONCLUSIONES
La noción de un lenguaje anterior al lenguaje se ha presentado aquí desde su relación con un “pensamiento sin palabras” . Conforme a la perspectiva adoptada, la palabra es comprendida como cristalización ulterior de un conocimiento ya asentado en el individuo, no en un sentido platónico, sino fundamentado en cuanto puede ofrecer una sabiduría arraigada al cuerpo . Se trata de un punto de vista que guarda vínculos, al menos en cierto grado, con las consideraciones expuestas por George Steiner en Lenguaje y silencio (2003), en referencia a su comprensión del habla poética como un doble movimiento de inmersión y exteriorización. La labor del poeta, así entendida, consistirá en custodiar aquello que metafóricamente se ha descrito como el silencio de la palabra.
Como contrapunto de esta consideración se ha atendido a un lenguaje tomado desde su configuración habitual, esto es, entendido como instrumento configurador de una Segunda realidad ―por valernos de la distinción trabajada por a partir de Musil y Doderer― que desplaza al ser de la Primera realidad ―el mundo de la Cosa lacaniana― y, por tanto, lo desenraiza, lo separa de sí mismo. Esta tensión entre mundo interpretado y mundo en sí se ha explorado a partir de las argumentaciones de John Zerzan, cuyo ideario, justamente en tanto que dotado de una notable radicalidad, lejos de confundir posibilita tomar conciencia de nuestra relación con lo real. Todo ello nos sitúa ante una tradición ―no explorada en estas páginas pues esto requeriría de un enfoque historiográfico― asentada sobre la idea de que el pensamiento no se origina en la palabra, sino que surge en y del silencio. David Le Breton, en su libro Desaparecer de sí , recuerda que Jean-Marie Le Clézio, en L’extase matérielle “afirma que el silencio es la suprema consumación del lenguaje y de la conciencia” (82), y que en los diarios de Thoreau las consideraciones en torno a este silencio escuchable son una constante. El ensayista francés recoge en su libro las siguientes reflexiones de Thoreau: “el sonido [que oye en sus paseos por los bosques] es casi igual que el silencio, […] es una débil articulación del silencio que sólo place a nuestro nervio auditivo por el contraste que genera. En proporción con ese contraste, y en la medida en que eleva e intensifica el silencio, [el ruido] es armonía y melodía […]. Sólo el silencio es digno de ser oído” . Con estos apuntes del autor de Walden ponemos fin a los planteamientos desarrollados, relativos al valor y al sentido del silencio, elemento constitutivo y nuclear del lenguaje poético.
RECONOCIMIENTOS
Este artículo es un resultado de +PoeMAS, “MÁS POEsía para MÁS gente. La poesía en la música popular contemporánea”, proyecto de investigación con financiación del Ministerio de Ciencia e Innovación (PID2021-125022NB-I00), coordinado en la UNED por Clara I. Martínez Cantón y Guillermo Laín Corona, entre septiembre de 2022 y agosto de 2025.
Notas
[1] Otros autores hablan ya de protolenguaje ―concepto cuyos rasgos varían de acuerdo con uno u otro autor― desde la aparición de los primeros homininos, esto es, con mucha anterioridad a la datación aquí consignada.
[2] Bickerton, en línea con Michael Tomasello, según recuerda Tomlinson, hablará al respecto de: “Iconic pantomimes or onomatopoeic imitations of sounds in the world” .
[3] Así lo recuerda Tomlinson cuando escribe que para Bickerton “protolanguage was not merely an extinct stage of communication in hominin history; instead, it has left its traces in certain language uses of modern humans” .
[4] Tanto Alison Wray como Steven Mithen recalcan el carácter holístico ―no meramente oral― de la expresión . El lingüista Jill Bowie, a su vez, hablará de “protodiscourse”, término con el que difumina las fronteras entre vocalizaciones y gestos no vocales .El arqueólogo Robert Burling, por su parte, llama la atención sobre “a whole gesture-call system that humans deploy in a parallel communicative channel alongside compositional language, an array of bodily and vocal signals especially effective in conveying emotional states and general intentions” .
[5] El autor hace con ello referencia a un modelo específico de habla, que es el de la mística, próxima a un concreto decir poético, aquél sobre el que en estas páginas se desea reflexionar.
[6] Las ideas de Barthes al respecto las tomamos del capítulo “Le grain de la voix”, recogido en el volumen L'Obvie et l'Obtus : Essais critiques III.
[7] Dado que su función es representativa, en el sentido de que elabora una realidad derivada construida sobre otra elemental.
[8] Los vínculos que al respecto establece Zerzan remiten tanto a Merleau-Ponty, como a Piaget, como, entre otros, a Heidegger.
[9] Aspecto que es preciso vincular con un ideario antihumanista o, al menos, enjuiciador de algunos rasgos desde los que la Modernidad ha definido la categoría de persona.
[10] Cuyos presupuestos los encontramos, entre otros lugares, en su Historia de la locura en la época clásica, fundamentalmente en el capítulo final de la obra, titulado “El círculo antropológico” .
[11] Se trata de un motivo que cabe poner en relación con la distinción entre communitas e immunitas, posibilitada la primera por un lenguaje afectivo y vinculada la segunda a un lenguaje posesivo que destruye la comunidad. Conforme a esta última situación, Esposito interpreta la Modernidad como un proyecto inmunitario, desatento a las demandas del otro.
[13] Cuya especificidad la hallamos desarrollada en pasajes como el que sigue: “La voz del cantaor engendra y es su propio sentido. No hay copla que no sea cuerpo, voz: razón corpórea […] de la poesía y del cantar. Se canta hacia adentro del cuerpo y de la voz, hacia la entraña o ―si se quiere utilizar un término de la mística española― hacia lo entrañal. Tal sería el movimiento hacia lo hondo o lo jondo en el cantar. Con esta voz ―así lo he escrito en otro lugar― el cantaor, en el cante, canta o se canta hacia la interioridad, nos arrastra hacia ella. Canta hacia lo más íntimo o adentrado de sí, con una voz que se precipita y se retrae hacia las más estrechas gargantas del alma.” .
[14] Un salto que encuentra su paralelo en la superación del yo y el tú, en su mutua interpelación, por tanto, en la filosofía de Emmanuel Lévinas .
[16] Aquí cabe hablar de un proyecto genealógico que no quedaría necesariamente distante, tal como suele comprenderse, del proyecto arqueológico de Foucault.
[17] Lo que viene a plantear consideraciones o problemáticas presentes en Lefebvre, concretamente en su trabajo La presencia y la ausencia . Por otra parte, si bien se trata de una distinta vía de estudio de la cuestión planteada, resulta interesante destacar el hecho de que, ya desde la segunda mitad del pasado siglo, se viene estudiando, tanto desde la psicología ―fundamentalmente infantil―, como desde la etología, modelos de conocimiento no lingüísticos ―en sentido estricto― y, sin embargo, potencialmente válidos para inteligir ―e interactuar con― lo real.
[18] Zerzan plantea su discurso en oposición explícita a la obra de Derrida. Abordar este aspecto nos obligaría a seguir la lectura que el filósofo realiza del autor francés. Más destacable, en lo que aquí se explora, parece resaltar los lazos que es posible establecer entre una toma de conciencia anterior al lenguaje y el ideario panpsiquista de Marshall McLuhan, o incluso vincular la relación entre imagen y palabra a partir de la idea de un pensamiento universal en Averroes sólo accesible al sujeto por medio, justamente, de las imágenes, motor libidinal de lo que sólo en segundo lugar quedará cristalizado en forma de concepto. Tales imágenes, en la obra de Giorgio Agamben, Massimo Cacciari o Emanuele Coccia, serán comprendidas como objetos fantasmáticos, lo que nos sitúa en el ámbito de las presencias débiles, y con ello de lo liminal.
[19] En consonancia con los planteamientos de Vigotsky o incluso con la gramática generativa de Noam Chomsky .
[20] Al menos en algunos aspectos, dado que la radicalidad de Zerzan le lleva a poner en duda el valor del lenguaje y a proponer una atención al ser desde su animalidad, motivo relevante en la filosofía del último siglo.
[21] Pienso, ante todo, en la tradición neoplatónica. De poner la vista en modelos poéticos cabría recordar la obra de algunos de los autores de la, así llamada por Harold Bloom , Escuela de Wallace Stevens.
[22] La idea del lenguaje como caída, o de una caída en el lenguaje, es una constante que está presente en autores que replantean aspectos vinculados a la tradición gnóstica.
[24] El poeta hace referencia, en su trabajo Señas hacia lo abierto, a la “pasión [de Heidegger] por las etimologías, por las raíces más que por el ramaje, por el regreso a la fuente y no por los riachuelos: por no conformarse con lo derivado” .
[25] Y que, siguiendo las huellas a su vez recorridas por los autores del Antiedipo, y centrándonos en un dominio poético, nos sitúa ante la figura de Antonin Artaud y la idea de un cuerpo sin órganos, des-organizado .
[26] Y dando, con ello, lugar a la vivencia de acontecimientos, en el sentido fuerte del término. Siendo éste tan manido hoy, no parece necesario remitir a los autores que se han detenido en él.
[27] Así, leemos en la tragedia homónima de Hölderlin: “Die göttlichgegenwärtige Natur/ Bedarf der Rede nicht” / “la naturaleza de divina presencia/ no necesita palabras” .
[28] Que nos sitúa ante lo que autores como Hans Belting, Horst Bredekamp, W. J. T. Mitchell, Gottfried Boehm o Keith Moxey abordan a partir del giro icónico. Un recorrido sucinto sobre la cuestión puede encontrarse en el trabajo de Moxey referenciado en la bibliografía.
[30] Y que está en el centro de las problemáticas trabajadas en el Círculo de Viena, lo suficientemente heterogéneo como para incluir en él visiones al respecto tan dispares como las mantenidas por Carnap, Schlick, Hahn o Neurath, quien, según recuerda Karl Sigmund, llegará a indicar que “lo que puede expresarse con un dibujo no debe expresarse con palabras” .
[31] Siendo éste un aspecto que permite relacionar, por trazar un arco amplio, los ejercicios incubatorios de la Antigüedad con el proyecto de Antonin Artaud o, algo posterior, con el de los accionistas vieneses; y que resulta posible, a su vez, vincularlo con las técnicas mnemónicas vehiculadas por medio de la imagen, contextualizadas y atendidas en su uso renacentista y barroco por o, en nuestra lengua, por .
[32] Sin que ello niegue consideraciones contrarias relativas a una liberación de la palabra o la voz reprimida en el paciente. Este último ejercicio, por lo demás, articulará el proyecto lacaniano.
[33] Este esfuerzo por mantener aunado el mundo imaginal y el conceptual remite tanto a los primeros autores que trataron de sintetizar la tradición judía y la griega (Filón, Clemente, Orígenes, etc.) como, entre otros, a los neoplatónicos renacentistas y barrocos.
[34] Un lenguaje posibilitador, por tanto, de un grado inusual de complejidad en lo tocante a la organización social del individuo.
[35] Y que hallamos a su vez en Hugo Ball en las páginas de su Zur Kritik der deutschen Intelligenz, también de 1919. Así mismo, la obra de Nietzsche, con anterioridad a la de Ball, resulta axial en relación con la problemática presentada.
[36] Conforme a las premisas que dan forma a epistemologías abiertas y modelos gnoseológicos indeterminados. La atención hacia una tipología de pensamiento y de praxis abierta y receptiva a su complejidad encuentra una base teórica sólida en los estudios de U. Eco, I. Prigogine, E. Morin, F. Capra, o H. U. Gumbrecht & K. L. Pfeiffer, cada uno desde su particular disciplina de trabajo.
[37] Autores cuyo mundo de imágenes queda vinculado a lo que Paul Veyne denominó, en referencia a la obra de Char, mística atea de la Modernidad ―religión atea en términos de Kojève―. Podemos pensar, asimismo, en la obra del poeta cordobés Álvarez Ortega, cuya poesía recoge términos tradicionalmente fijados a un régimen sacro, si bien con un sentido secularizado. La célebre consideración de Carl Schmitt relativa a que “todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados” , encuentra su proyección en la estética contemporánea, en tanto que participante de esta misma deriva.
[38] Entendiendo que aquello no ordenado, no clasificado en el modelo de mundo del sujeto, es necesariamente un elemento turbador, causante de ansiedad ante la indeterminación. Aquello que propone el modelo poético que aquí se presenta es la convivencia con tal indeterminación sin la necesidad de forzar su sentido.
[39] Se trata éste de un motivo estudiado y expuesto con claridad por Antonio Lastra en algunas de las conferencias a las que el lector puede acceder desde la página web del Instituto de Estudios Culturales La Torre del Virrey.
[40] Aun cuando, de seguir a Kierkegaard en Temor y temblor, acaso hemos de comprender que todo verdadero fundamento carece de significación. Se trata de un aspecto que, quizás un tanto paradójicamente, nos lleva nuevamente a problemáticas centrales en el pensamiento de Kojève, sintetizables en su consideración, anotada en su diario de juventud, de que “un folio en blanco contiene en potencia una sabiduría mayor de la que jamás haya sido, será o pueda ser escrita por un ser humano” .
[41] Y con ello vuelven a emerger las especulaciones al respecto de Derrida, Blanchot, Lacan o, como amablemente me apuntó el profesor y poeta Francisco Deco al término de la conferencia de la que nace este texto, Zhuang Zi.
[42] Como ha señalado, en distintas ocasiones, Francisco Jarauta. En internet el lector podrá encontrar diferentes conferencias en las que desarrolla este motivo.
[43] Una concepción de la creación poética que encontramos en los ya citados Paz, Gamoneda, así como en Herberto Helder, cuyos ejercicios de traducción serán un modelo para los llevados a cabo por el poeta ovetense.