La carta que Antonio Gramsci dirige a Tatiana Schucht el 19 de marzo de 1927, donde se encuentra el primer programa de trabajo que realiza tras su arresto, puede considerarse como un momento intermedio en lo que respecta a la conexión de Alcuni temi con el problema de la subalternidad. El primero de los cuatro puntos que componen aquel programa de trabajo se refiere a “una investigación sobre la formación del espíritu público en Italia”, tema que, al decir de Gramsci, conecta ampliamente con las tesis que “había esbozado” en su “escrito rapidísimo y muy superficial sobre la Italia meridional y sobre la importancia de B. Croce” . Junto a este primer punto, aquel programa de trabajo incluye otros tres relativos a la lingüística, al teatro de Pirandello y al gusto popular en literatura (ibid.: . Como tratando de excusarse por la dispersión de estos cuatro puntos, Gramsci termina la lista señalando: “en el fondo, si bien se mira, entre estos cuatro argumentos existe homogeneidad: el espíritu popular creativo, en sus diversas fases y grados de desarrollo, se encuentra en igual medida a la base de cada uno de ellos” (ibid.: .
La peculiar “fenomenología del espíritu” que permite conectar sin solución de continuidad elementos prima facie tan diferentes como los más rudimentarios del gusto popular y el grado más alto de elaboración filosófica que encarna una figura como la de Croce, resulta posible gracias a una homogeneidad esencial –una diferencia cuantitativa y no cualitativa– entre ellos; homogeneidad que Gramsci sintetiza en la fórmula de “espíritu popular creativo”. Han sido justamente señaladas las connotaciones proto-románticas de la expresión , así como la tendencia a velar el antagonismo social que subyace a la idea del pueblo todo como “portador del principio nacional” , tendencia que será ciertamente superada en la tardía y única definición del pueblo que encontramos en los Cuadernos de la cárcel: “conjunto de las clases subalternas e instrumentales de toda forma de sociedad existida hasta el momento” (Q27, §1: 2312; primeros meses de 1935).
A simple vista, puede parecer que construir la definición del sujeto democrático a partir de la idea de “clase subalterna e instrumental” significaría el pleno abandono del horizonte teórico implícito en la expresión “espíritu popular creativo”, lo que parece corroborado por la desaparición de esta en los Cuadernos de la cárcel. La subalternidad, en tanto que concepto relacional que remite a un otro (la élite, la clase dominante, la clase dirigente), sería el lugar de “una huella instituida en el origen” , de un antagonismo basado en una diferencia cualitativa que resulta incompatible con la homogeneidad de los distintos elementos en los que se encarna el espíritu popular creativo. Si bien esto es cierto, la complejidad del concepto de “grupos y clases subalternas” esbozado en los Cuadernos de la cárcel, complejidad necesaria para articularlo en aquella trama teórica de la que se desprende una analítica del poder declinada en términos hegemónicos, conservará rastros –es nuestra hipótesis– de la noción de “espíritu popular creativo”.
En términos generales, estos se intuyen en una inamovible comprensión del subalterno como “potencia” –y no sólo como negatividad–, la cual se decanta en la atribución a los grupos así descritos de una iniciativa que, incluso frente las formas más expeditivas de dominio, resulta inextirpable. Esta iniciativa, que opera como un presupuesto lógico del análisis –aun cuando la condición subalterna, en sus formas históricas concretas, sea ante todo la muestra de una pasivización–, resulta, como veremos, fundamental para el diseño de un instrumento teórico-político adecuado al marco normativo propio de la posición gramsciana, esto es: la posibilidad de una hegemonía democrática, una hegemonía de las clases subalternas auspiciada por la “filosofía de la praxis” como “expresión de estas clases subalternas que quieren educarse a sí mismas en el arte de gobierno” (Q10(II), §41.XII: 1320).
1. TRES FUENTES Y TRES PARTES INTEGRANTES DEL “ESPÍRITU POPULAR CREATIVO”
Quizás un estudio en torno a las fuentes implícitas en la noción de “espíritu popular creativo” nos permita dar un paso adelante en nuestra caracterización del subalterno. Nuestra hipótesis es que dicha noción condensa tres importantes influencias –que responden a tradiciones de pensamiento, disciplinas y presupuestos lógicos y metodológicos dispares– del pensamiento de Gramsci. Nos referimos al Essai de sémantique. Science des significations (1897) de Michel Bréal; a la Estetica come scienza dell’espressione e linguistica generale (1902) de Benedetto Croce; y, finalmente, a los presupuestos que guían la caracterización del proletariado en los postulados de la Proletkult, señaladamente en los escritos, caros al joven Gramsci, de Lunacharski y Bogdanov.
Es sabido que la noción de “espíritu popular” proviene de las primeras páginas del Essai de Michel Bréal, obra de cuyo conocimiento directo Gramsci da muestras sobradas (Q7, §36; Q11, §24). En el Essai se describe el “espíritu popular” como un caso intermedio entre la “voluntad consciente y reflexiva y el puro fenómeno instintivo” . Como ha visto Fabio Frosini, atendiendo a dicha definición , las características del “espíritu popular” apuntan a un modelo de cambio “molecular” que permite estudiar la relación entre la lengua como código objetivo y la agencia de los hablantes particulares, sin hacer de la primera una forma de legalidad transhistórica que se les imponga a estos de modo determinista o unilateral, privándoles de la posibilidad de introducir variaciones en la lengua. De igual modo, el cambio molecular rehúye el voluntarismo, restringiendo las pretensiones de modelar de forma decisionista la lengua que pudiese albergar cualquier arbitrio particular. Por contra, la idea del “espíritu popular” remite a una pluralidad de centros de innovación from below que hacen de la lengua una realidad dinámica y transpersonal –creada por “una voluntad oscura, aunque perseverante” –, decantada a partir de los usos comunicativos cotidianos. De aquí, digámoslo ya, se sigue una distribución por todo el cuerpo social de la capacidad para crear aquellas fórmulas exitosas que –dicho à la Saussure– pasan del dominio de la parole al de la langue.
Los elementos democráticos de la noción bréaliana de “espíritu popular” permiten a Gramsci ensayar una crítica inmanente de la Estética de Croce. Esto es, ganar una lectura democratizante del planteamiento elitista del filósofo napolitano. Para ello ha de acercarse el análisis de ambos, obviando que el planteamiento estético-lingüístico de Croce minimiza el valor de la lengua como una realidad estable al margen del incesante flujo del habla, y subrayar que la expresión individual es para él el objeto compartido de estética y lingüística. Tal centralidad de la expresión individual, junto a la conversión del lenguaje en una “creación perpetua” , permitiría aparentemente diseminar por todo el cuerpo social –es decir, en los sectores populares tanto como entre las élites– la facultad creativa que, según el tópico idealista que convierte al pueblo en un lugar irracional y negativo de alienación del espíritu , generalmente se reserva a las segundas. Desde esta óptica, puede verse la congenialidad entre la idea de “espíritu popular creativo” y algunas fórmulas de Croce como esta: “cada uno de nosotros tenemos algo de pintores, de escultores, de músicos, de poetas, de prosistas” . Aunque, debe señalarse, el elitismo del autor neo-idealista le llevaba a matizar inmediatamente: “ese algo es muy poco comparado con los que llamamos tales” (id.).
Apoyándose en la primera parte y obviando la segunda, se logra una lectura de Croce de consecuencias obvias y tempranamente señaladas. Si bien gracias a ella Gramsci dota de dignidad a la cultura popular incorporándola en “la unidad del pensamiento humano”, al mismo tiempo lo humano opera como una abstracción que tiende a “vaciar de toda positividad la cultura de las clases subalternas” . No es de extrañar, entonces, que la fragmentación del universal lingüístico-cultural –solidaria con el reconocimiento de un antagonismo social inherente a las sociedades de clases– sea la línea de fuerza del ajuste de cuentas con el individualismo expresivo croceano que encontramos en los Cuadernos de la cárcel.
Esta crítica sigue un camino ya señalado por otra de las fuentes juveniles a las que cabe retrotraer la idea gramsciana de la “creatividad popular”, a saber, los postulados de la Proletkult. Así, por ejemplo, en el artículo titulado El socialismo en el presente. Tareas culturales de nuestro tiempo (1911), Bogdanov definía la lucha contra el capitalismo “como un trabajo creativo y positivo de creación de elementos de socialismo siempre nuevos en el proletariado mismo” (Angelino, 2004: 200). Sin embargo, esta defensa de la creatividad subalterna (de una subalternidad estrechamente representada por el proletariado) es, toda vez que aspira a la consecución de la autonomía cultural proletaria, solidaria con una idea de lucha de clases que resultaría inaceptable para Croce.
Esta aspiración a la autonomía explica por qué Bermani ha aproximado las tesis de la Proletkult a las de Sorel, apuntando precisamente a la “desmedida confianza [del joven Gramsci] en la geschichtliche Selbsttätigkeit (capacidad creadora autónoma) del proletariado” . Quizás por ello, aunque los postulados proletkultistas no puedan satisfacer plenamente al Gramsci maduro –toda vez que parece evidente su convergencia con una perspectiva que tiende a recluir a la clase obrera dentro de sus propios límites corporativos (y que, por tanto, resulta incompatible con la perspectiva hegemónica elaborada sobre el trasfondo de la NEP y el “frente único”)–, el “espíritu de escisión” soreliano sí sirva para describir las fases seminales de la conquista de una iniciativa autónoma por parte de las clases subalternas (Q25, §5: 2288). Es decir: el momento que les lleva a “adquirir conciencia de la propia personalidad histórica” con la pretension de “romper con el conjunto formidable de trincheras y fortificaciones de la clase dominante” (Q3, §49: 333). Momento que les lleva, como veremos, a emerger a la esfera pública y a romper su encuadramiento exhaustivo en los límites de la sociedad civil.
En virtud del carácter relacional y estructurado del pueblo, en el que las partes que lo componen se definen por diferentes grados de agencia y organización autónoma con respecto a la heteronomía impuesta por la clase dominante, vemos como el demos descrito en los Cuadernos de la cárcel presupondrá una escisión fundamental que fragmenta la continuidad característica del “espíritu popular creativo” “en sus diversas fases y grados de desarrollo”. Con ello, dicha unidad se convierte, desde Q3, §48 (junio-julio de 1930), en un anhelo y ya no en una premisa, toda vez que la continuidad entre filosofía moderna y “concepción tradicional popular del mundo” se plantea allí como el resultado de un incesante esfuerzo pedagógico encaminado a disciplinar y gobernar –a partir de la cosmovisión de las clases dominantes– el impulso siempre rebelde de las clases subalternas. Este proceso, como ha sabido ver André Tosel, se presenta, contra las acusaciones que hacen de Gramsci un adalid de la sociedad sin antagonismos, como un proceso interminable incluso en las condiciones de una “sociedad regulada”:
La filosofía de la praxis como concepción del mundo “integral” no es el equivalente del saber absoluto identificado con el reino único del espíritu objetivo. […] Es un lenguaje común que unifica en la medida en que no olvida que las fuerzas sociales unificables son tales sólo si antes son reconocidas como antítesis, como escisiones. La polémica, el espíritu de escisión, anima la vida del lenguaje y la de la filosofía de la praxis. La constitución de un universal de comunicación no remite a un ideal apriori, sino que sigue siendo inseparable de los procesos polémicos y críticos .
2. PRIVATIZACIÓN, REVOLUCIÓN PASIVA, SUBALTERNIDAD
Es de sobra conocida la enorme relevancia hermenéutica que cabe conferir a los términos entrecomillados por parte de Gramsci, sirviendo las comillas para señalar un uso peculiar, con respecto a su significado coloquial, que se está haciendo de un determinado término . Este uso resulta peculiarmente llamativo cuando en Q3, §48, la “espontaneidad” se hace pasar por un “elemento […] característico de la ‘historia de las clases subalternas’” (Q3, §48: 328). Estas comillas, ante todo, quieren señalar que, en el significado que cabe atribuir al término, debe pensarse la “unidad de la ‘espontaneidad’ y de la ‘dirección consciente’ […] que es, precisamente, la acción política real de las clases subalternas” (Q3, §48: 330). Por tanto, “espontáneo” no significa aquí independiente de toda determinación, sino sólo aquello
no debido a una actividad educadora sistemática por parte de un grupo dirigente ya consciente, sino formado a través de la experiencia cotidiana iluminada por el “sentido común”, es decir, por la concepción tradicional popular del mundo, lo que de forma mundana se llama “instinto” y no es, también él, sino una adquisición histórica primitiva y elemental (Q3, §48: 330-331).
De esta caracterización cabe tirar dos conclusiones. En primer lugar, que no existe una espontaneidad pura, esto es, una actuación práctica reducida a su inmediatez empírica que sea independiente de cualquier cosmovisión en la que pueda, siquiera rudimentariamente, encuadrarse. En segundo lugar, si asumimos que “espontaneidad” es otro modo de referirse a la práctica, y “dirección consciente” un modo otro de mentar la teoría; y si, a la vez, asumimos la unidad de teoría y práctica como la recíproca traducibilidad entre ambos polos; vemos que el resto inherente a toda traducción es lo que posibilita una “espontaneidad”, es decir, el espacio de incertidumbre que se gana con la imposibilidad de explicar, como si la práctica fuese la mera reproducción determinista de las leyes descritas a nivel abstracto, la totalidad de las prácticas sociales con una sola cosmovisión. Y, a la inversa, como si la teoría fuera una entidad transhistórica e independiente de las relaciones sociales contradictorias que codifica.
En este marco, por lo tanto, cabe señalar que el uso de las comillas por parte de Antonio Gramsci en el término “espontaneidad” debe remitirse a una lógica en la que, si bien por su condición de subalternos estos grupos sufren una iniciativa heterónoma, tal dominio se confronta siempre con la posibilidad de su interrupción. O dicho con los términos maquiavelianos que lo describen acertadamente: la virtù de la clase dirigente puede restringir al máximo los efectos de la fortuna, pero no puede extirparlos, no puede someter a la historia toda a una sola racionalidad, pues toda racionalización, ante el hecho del cambio de las condiciones históricas, ha de confrontarse siempre con la posibilidad de su interrupción.
Las clases subalternas, como el pueblo maquiaveliano cuyo humor básico es “no querer ser oprimido” , gozan siempre, de forma siquiera potencial, de una iniciativa, de un “instinto”, de una “espontaneidad”. La forma hegemónica del poder consistirá precisamente en impedir la actualización de tal potencia, gobernándola. Para ello, dado su arraigo en los presupuestos antropológicos del modelo gramsciano, no basta simplemente con dominarla, sino que han de dar con una forma de organización social en la que dicha iniciativa –las reivindicaciones que expresa– sea satisfecha parcialmente y en condiciones subordinadas, librándola así de su potencial revolucionario y de su emancipación plena.
Esta es la forma del poder característica de la modernidad capitalista, es decir, de una época definida por una esfera productiva construida en torno a la explotación de la fuerza de trabajo “libre” sancionada in primis en los códigos jurídicos post-napoleónicos. La combinación de consenso y coerción, que define la naturaleza bifaz de la hegemonía, puede, en última instancia, remitirse a la ambivalencia de la “libertad” subalterna en condiciones capitalistas. Esto es, la ambivalencia inherente al reconocimiento jurídico de la libertad formal que conlleva, al mismo tiempo, la voluntariedad del sometimiento a la explotación a cambio de una remuneración y la compulsión al trabajo que se sigue de la privación de los medios para la reproducción de la propia existencia.
Por contraste con el modo de producción feudal, donde el dominio de una casta sobre otra sancionaba la extracción coercitiva del excedente, en condiciones capitalistas la explotación se logra con cierta aquiescencia de la parte explotada, que de forma “libre” consiente entrar en la dinámica productiva. Además, el logro de dicho consentimiento implica también que la clase dominante renuncie a parte de su beneficio, viéndose obligada a (re)negociar en grados diversos, a causa de la lucha de las clases subalternas, los factores que intervienen en la tasa de explotación. Este hecho resulta particularmente evidente si interpretamos el funcionamiento de la forma-salario en términos hegemónicos, es decir, si la entendemos como la muesca en el lucro capitalista que resulta imprescindible para la reproducción de la fuente del beneficio, o sea, del trabajo vivo subordinado. Así, como sucede con la hegemonía, el vínculo social antagónico que sostiene el modo de producción capitalista tomaría la forma de una interdependencia asimétrica.
En este sentido, la lucha de clases no sólo resulta inmanente al proceso de valorización del valor en el que consiste el capital, sino que también se sitúa en el corazón de la hegemonía, constituyendo un elemento decisivo a la hora de ganar su forma histórica. Este esquema concibe todo diagrama que fija la relación entre la clase dirigente y las clases subalternas como un equilibrio inestable, resultado de los esfuerzos de los dirigentes por contener la iniciativa subalterna destinada a romper su subordinación. La continuidad entre los conceptos de subalternidad y revolución pasiva resulta palmaria a la luz de este esquema.
Esta lectura en espejo de Marx y Gramsci puede resultar más clara si reparamos en la afinidad entre el concepto gramsciano de subalterno y esa mercancía “peculiar” que es la fuerza de trabajo . Sería una mercancía “peculiar” –“por oposición a las demás mercancías, pues, la determinación del valor de la fuerza laboral encierra un elemento histórico y moral” (ibid.: , el destacado es nuestro)–, en tanto que consiste en una potencia cuya actualización requiere, toda vez que esta se resiste a su explotación y lucha por minimizarla, de un disciplinado adicional sobre su portador. Y esto, de un modo igual a cómo la iniciativa subalterna se resiste –al menos en última instancia– a la enajenación de su iniciativa en el mandato heterónomo.
Con la masa de obreros simultáneamente utilizados crece su resistencia y, con esta, necesariamente, la presión del capital para doblegar esa resistencia. La dirección ejercida por el capitalista no es sólo una función especial derivada de la naturaleza del proceso social de trabajo e inherente a dicho proceso, es a la vez función de la explotación de un proceso social de trabajo, y de ahí que esté coordinada por el inevitable antagonismo entre el explotador y la materia prima de su explotación .
La isomorfía entre la peculiaridad de la mercancía “fuerza de trabajo” –cuyo corolario necesario sería la introducción de la lucha de clases en el corazón de la producción– y la caracterización del subalterno por parte de Gramsci como una subjetividad que analíticamente esquiva la plena reificación, resulta palmaria en el §205 del octavo Cuaderno. Polemizando con el economicismo, Gramsci se pregunta: “pero, ¿había sido nunca [el subalterno] mera ‘resistencia’, mera ‘cosa’, mera ‘irresponsabilidad’?”. Y la respuesta no puede ser más clara: “ciertamente no, he aquí por qué hay que demostrar la futilidad inepta del determinismo mecánico, del fatalismo pasivo y seguro de sí mismo, sin esperar a que el subalterno llegue a ser dirigente y responsable” (Q8, §205: 1064).
Esta caracterización fuertemente abstracta que, habida cuenta de lo dicho, puede ser vista como la deconstrucción de la lectura economicista de Marx, será también, siquiera tentativamente, la punta de lanza para concebir formas de subalternidad relativas a ejes de dominación distintos al económico. En relación a esto, cabe señalar que la idea de subalternidad gramsciana condensa una tensión entre dos fuentes que subyacen a su concepción del pueblo. De un lado, el planteamiento clasista de cuño marxiano que venimos de mentar; de otro, su diálogo crítico con la teoría de las élites, donde el correlato de la subalternidad no es ya la clase económica dominante, sino la clase política o clase dirigente. Ambas fuentes convergen en la yuxtaposición de clases instrumentales . clases subalternas como partes componentes de la definición del pueblo (Q27, §1), del conjunto de los sans-part, por decirlo con Rancière.
Así, en Q25, §5 la forma paradigmática de la comunidad política moderna cobra protagonismo en la descripción de los grupos y clases subalternas. Allí, estos se presentan como aquellos que “por definición, no están unificados y no pueden unificarse hasta que no llegan a ser Estado” (Q5, §25: 2288). Gramsci, poco antes, había sostenido que “la unidad histórica de las clases dirigentes se produce en el Estado” (Q25, §5: 2287), no sólo en su “forma puramente jurídica y política” (Q25, §5: 2288) (que también), sino en el “Estado integral”, esto es, en las “relaciones orgánicas entre el Estado o ‘sociedad política’ y la sociedad civil” (id.).
Por consiguiente, la “doble libertad” de las clases subalternas deja su huella también en la inclusión-exclusión del Estado. En una inclusión dentro del “Estado integral” que conlleva su exclusión de la participación directa –autónoma– en la sociedad política, esto es, en el Estado en sentido restringido. Por decirlo rápidamente, esto implica que, en tanto que subalternas, estas clases son objeto y no sujeto del gobierno. O, mejor dicho, que su capacidad de ser sujetos de gobierno –de unificarse en el Estado– permanece en potencia, impedida en su actualización por la iniciativa constante de las clases dirigentes (Q25, §2: 2283). Este hecho se deriva de que la integración jurídica meramente formal acaba por expulsar su iniciativa fuera de la esfera pública. De todo lo dicho se sigue que la creatividad subalterna, aquello que el concepto tomaba del “espíritu popular creativo”, queda recluida en el otro de la sociedad política, o sea: en la “sociedad civil”. El lugar propio de las clases subalternas, en definitiva, será la “trama privada del Estado” (Q1, §47: 56) integral.
Por consiguiente, hemos de comprender la subalternidad como un resultado del modo en el que el Estado, en tanto que entidad jurídico-política cuya finalidad es el gobierno de las poblaciones, se erige sobre la reclusión de la agencia de determinados sujetos en los límites de la esfera privada. La subalternidad responde pues a un esfuerzo de privatización de la agencia de sujetos “libres”, a contrapelo de su reconocimiento como ciudadanos con igual derecho a la participación política que la clase dirigente. Tal sería el rasgo característico de la morfología jurídico-política de la modernidad capitalista, por lo que dicha caracterización va de suyo con el papel de la hegemonía como modo predominante de ejercicio moderno del poder.
Este proceso de privatización, por todo lo dicho, resulta necesariamente esquivo a la semántica de la neutralización. Aquí yace la importancia del sintagma contraintuitivo “revolución pasiva”, cuya forma paradójica saca a la luz la tensión solidaria con el esfuerzo continuado por pasivizar aquello en cuya naturaleza está el resistir. Por ello, como ha sabido ver Massimo Modonesi, “el correlato procesual de la subalternidad será la revolución pasiva” . Pero, si la revolución pasiva puede ser vista como el proceso de producción de subalternidad, y, a su vez, la subalternidad se piensa como un proceso de reclusión en los límites de la sociedad civil, la forma típica de la subalternización en la modernidad burguesa –signada por la progresiva recomposición del dominio de clase tras el agotamiento de las expectativas pancivilizatorias movilizadas en las revoluciones que siguen a la de 1789– será la privatización.
Esta reclusión en la esfera privada no es sino otro modo de decir que el sujeto subalterno queda reducido a la satisfacción de sus intereses corporativos (fundamentalmente a través del salario), cortocircuitando así sus aspiraciones de organización política más amplia en aras de alterar el esquema asimétrico de reproducción social basado en la apropiación burguesa de la plusvalía. Puesto que, como vimos, la explotación de la fuerza de trabajo subalterna requiere relaciones de dominio suplementarias, también puede leerse esta idea de la privatización como reclusión del sujeto subalterno en el ámbito regido por el derecho privado. La dominación de género, con su tradicional distribución del ámbito público y privado como esferas diferenciadas, con la tendencial reclusión femenina a merced del despotès en los límites del oikos, no es menos válida para el esquema que presentamos aquí.
La productividad del trabajo vivo es explotada en el ámbito privado en aras del lucro de la clase dominante y, así, queda inserta en “la forma hegeliana de gobierno con el consenso permanentemente organizado (con la organización dejada a la iniciativa privada, por lo tanto, de tipo moral o ético, porque consenso ‘voluntario’, en un modo o en otro)” (Q1, §48: 58). Como vemos, Gramsci también incluye el término voluntario entre comillas, pues refiere a esa forma de la “voluntad libre” cuya alternativa sería la renuncia a la reproducción de la propia existencia a través de medios legales. Este diagrama de poder característico de la modernidad encuentra, a su parecer, la máxima perfección en la forma parlamentaria, la cual “realiza, en el periodo más rico de energías ‘privadas’ en la sociedad la hegemonía de la clase urbana sobre toda la población” (Q1, §48: 58). El parlamentarismo, en su fase previa a la emergencia de los grandes partidos de masas (momento de los partidos de notables), ofrecía el espacio en el que el dominio en la arena social, la posibilidad de vivir a expensas del trabajo ajeno, se traducía en primacía política, en protagonismo en la esfera pública.
El encuadramiento de las clases subalternas en las trincheras de la sociedad civil se puede dar por culminado una vez que los gérmenes jacobinos –el impulso popular-burgués– de los que nacía la concepción marxiana de la revolución permanente (Q8, §52: 972) resultan anacrónicos en una sociedad en la que se han “constituido los grandes partidos políticos y los grandes sindicatos económicos” (Q8, §52: 973). Este proceso coincide con el fin de la expansividad de la clase burguesa, con el momento en que esta comienza a desagregar a algunos de sus miembros y se recompone como élite en un nuevo diagrama de dominación diferente al feudal. Esto es, con la apertura de un periodo de revolución pasiva en el que la lucha de clases se canaliza a través de una guerra de posiciones destinada a mantener a las clases subalternas dentro de las fronteras de la sociedad civil. Entonces se inicia “proceso complejo, teórico-práctico (jurídico-político=económico), por el que se obtiene nuevamente el consenso político (se mantiene la hegemonía) ampliando y profundizando la base económica con el desarrollo industrial y comercial hasta la época del imperialismo y la guerra mundial” (Q1, §48: 58). La Gran Guerra abre una nueva fase de guerra de movimientos, solidaria con la irrupción política de las masas en la vida pública y la disolución de las “trincheras” de la sociedad civil propia del capitalismo de competencia; disolución cuyas consecuencias inmediatas más evidentes serán la Revolución de Octubre y las intentonas revolucionarias en occidente. Dicha fase se cierra con un retorno a la guerra de posiciones encarnado por los planes reformistas de estabilización y por la elevación del fascismo a representante práctico e ideológico de la guerra de posición europea (Q10(I), §9: 1229).
Esta articulación entre la categoría de subalternidad entendida como privatización y los demás conceptos (Estado integral, sociedad política, sociedad civil, guerra de posiciones, guerra de movimientos, hegemonía, revolución pasiva, etc.) que permiten reconstruir las diferentes formas históricas del dominio económico-político burgués, revela una historicidad que atraviesa también al concepto de subalterno. Así, la categoría de subalternidad se construye también a partir de, y tomando como modelo, la historia de la propia burguesía, el modo en el que deja de ser una clase subalterna en el dèmos medieval para devenir la clase hegemónica de la modernidad capitalista. En este sentido, las seis fases de la subalternidad –el proceso (no necesariamente lineal) en cuyo comienzo se halla el surgimiento objetivo de grupos sociales subalternos en el mundo de la producción, y al final del cual vemos la aparición de formaciones que afirman la autonomía integral (Q25, §5: 2288)– no sólo describen el programa emancipatorio de la filosofía de la praxis, sino que constituyen también una formalización de la historia burguesa.
Esto queda claro si cotejamos las “etapas” recogidas en Q25, §5 con la narrativa que Gramsci despliega en la nota inmediatamente precedente. Con esto, veremos que las primeras no hacen sino replicar como principios metodológicos generales los pasos por los que, bajo la hegemonía burguesa, se constituye el partido del pueblo en los Comuni, siendo nota característica del Cinquecento italiano la incapacidad burguesa para conquistar la autonomía y fundar un Estado propio. Este proceso sí resulta logrado en Francia (ciertamente el caso que sirve de paradigma), aunque sea tras un prolongado proceso de desarrollo molecular de la burguesía como clase subalterna al amparo del armazón absolutista.
Mientras la forma política medieval se caracterizaba por una centralización mínima de la institucionalidad política, del derecho de producción de norma legítima y del dominio sobre el territorio, haciendo “del Estado una federación de grupos sociales” con “instituciones que tenían funciones estatales”; el Estado moderno subordinará ese “bloque mecánico de grupos sociales […] a la hegemonía activa del grupo dirigente y dominante”. Con ello, los grupos y clases subalternas se integran dentro del Estado integral, como un elemento interno de éste (Thomas, 2015). En dicha inclusión, el Estado ciertamente “abole algunas autonomías”, mas no suprime –no podría– la iniciativa subalterna. Antes bien, la canaliza de forma diversa, a saber: mediante “partidos, sindicatos, asociaciones de cultura” (Q25, §4: 2287). Entidades todas ellas, si bien se mira, privadas.
El concepto de revolución pasiva, en tanto que puesto en relación con el de guerra de posiciones (Q15, §11: 1766), nos da un esquema sumamente maleable en cuyo interior se ubican tanto las clases subalternas como aquellas dirigentes, siendo la tarea de afirmación y organización subalterna, por incipiente que sea, ya una crítica inmanente que altera el equilibrio global de las formas de dominio. En este sentido, el proyecto gramsciano se sitúa aquí en la estela de “Dal materialismo storico. Dilucidazione preliminare”, el segundo ensayo sobre el materialismo histórico de Antonio Labriola, particularmente en la senda de la idea de “crítica inmanente” presentada allí. Por esta ha de entenderse no la “crítica del pensamiento subjetivo que examina desde fuera las cosas” sino “la autocrítica que la sociedad ejerce sobre sí misma en la inmanencia de su propio proceso” . Y así, podemos comprender que “la auténtica crítica de la sociedad es la sociedad misma, que por las condiciones antitéticas de los conflictos sobre los que se apoya, genera por sí y en sí misma la contradicción, con lo que esta logra transitar a una forma nueva”. Y concluye Labriola: “la resolución de las antítesis presentes –es decir, el efecto de la actual sociedad que es ya su crítica– es el proletariado” .
Asumiendo este principio de “crítica inmanente” de la sociedad, y aplicándolo ya no al proletariado en sentido estrecho sino a las clases subalternas en general, como una realidad esencialmente plural (Q25, §2: 2283), Gramsci concibe los distintos grados de organización subalterna como avances y retrocesos en la crítica inmanente del dominio burgués. En estos distintos grados de organización se hace evidente la consistencia del dèmos gramsciano, su estructuración interna que no deja reducir a los distintos grupos subalternos a “portadores indiferenciados de subalternidad” y que permite postular que “entre los grupos subalternos uno ejercerá o tenderá a ejercer una cierta hegemonía a través de un partido” (Q25, §5: 2289). Tal corolario define un grado de organización que habilita la inclusión de las demandas subalternas en la esfera pública y, por tanto, gana una forma institucional de la crítica inmanente del dominio político burgués. La irrupción en la esfera pública burguesa de aquellos que históricamente habían sido desterrados de ella permitirá la radicalización de sus promesas de libertad, mostrando así cómo la conditio sine qua non de su realización sería, precisamente, la abolición de la regulación iusprivatista de la producción sobre la que se funda el propio dominio burgués: “la filosofía de la praxis es una ‘herejía’ de la religión de la libertad, porque ha nacido en el mismo terreno de la civilización moderna” (Q10(I), §13.1: 1238).
CONCLUSIÓN: LA CREATIVIDAD POLÍTICA DE LAS CLASES SUBALTERNAS
Hasta aquí hemos esbozado sólo las líneas más generales de cómo el dominio burgués en la modernidad capitalista se erige sobre la integración subordinada de la creatividad y la iniciativa subalterna, es decir, sobre los rastros del “espíritu popular creativo” que impregnan la noción. La parte más propositiva del planteamiento de Gramsci, su reflexión sobre el “moderno príncipe” como entidad encargada de llevar a cabo una “reforma intelectual y moral”, y de fundar así una hegemonía democrática de tipo nuevo, se apoya de forma igualmente relevante en la caracterización de las clases subalternas que venimos de mentar. No podemos reconstruir aquí todo este proceso en detalle, tarea que hemos comenzado en otras ocasiones (Garrido, ; , pero sí podemos, a modo de conclusión, mencionar algunos lugares comunes en los que reaparece dicho tópico.
La hegemonía de tipo nuevo que postula la filosofía de la praxis, en tanto que “expresión de estas clases subalternas que quieren educarse a sí mismas en el arte de gobierno” (Q10(II), §41.XII: 1320), ha de ser llevada a cabo por el “moderno príncipe”. Para ello, la hegemonía debe dejar de ser vista como la simple cartografía de los rasgos más generales de la modernidad, para hacer de la “hegemonía civil” también la estrategia práctica que lleva a la “superación”, en las sociedades de masas, de la “llamada revolución permanente” (Q8, §52: 972-973). Esto es, que lleva al abandono de esta última como hoja de ruta del movimiento destinado a trascender y superar la forma de la comunidad política moderna, con la escisión de clase que le subyace y que se refleja en la distinción morfológica entre élites y pueblo. Sólo así se entiende la afirmación gramsciana según la cual en conexión “con el concepto de hegemonía” puede darse el significado “más realista y concreto” de la democracia, en el sentido etimológico del término que se refiere a las formas de poder popular expresadas en elementos de autogobierno refractarios a la mentada distinción morfológica. Este vínculo entre democracia material y hegemonía ha de concretarse en la creación de un sistema hegemónico tal que “[el desarrollo de la economía y por lo tanto] la legislación [que expresa tal desarrollo] favorezca el paso molecular de los grupos dirigidos al grupo dirigente” (Q8, §191: 1056). Esto es, en el que el dèmos, constituido por el conjunto de las clases subalternas, devenga no solo objeto de gobierno, sino, al menos potencialmente, su sujeto. En otras palabras, para Gramsci democracia es que
cada “ciudadano” puede llegar a ser “gobernante” y que la sociedad lo sitúa aunque sea “de forma abstracta” en las condiciones generales para poder llegar a serlo: la “democracia política” tiende a hacer coincidir gobernantes y gobernados, asegurando a cada gobernado el aprendizaje más o menos gratuito de la preparación “técnica” necesaria (Q4, §55: 501).
La reforma intelectual y moral consiste, entonces, en la generalización por todo el cuerpo social de esa “técnica” específica en la que consiste el gobierno realista: en instruir al pueblo en los arcanos del poder. Se trata de actualizar el gesto por el que El príncipe de Maquiavelo quería “educar políticamente a ‘quien no sabe’”, a quien “no ha nacido en la tradición de los hombres de gobierno” (Q13, §20: 1660). Razón por la cual también el “moderno príncipe”, el partido de tipo nuevo, ha de educar a las clases subalternas en el arte de gobierno, de forma que estas no dependan ya del saber de una clase dirigente en la que delegan la dirección de la sociedad, sino que estén prontas a asumir las responsabilidades históricas del autogobierno.
Todas las notas sobre la cuestión del centralismo democrático están encaminadas a reconstruir el modo específico en el que, en las sociedades de masas, puede darse la relación entre la élite del partido (y del Estado) y su base, permitiendo restringir la “heteronomía” social a los efectos de una simple división técnica y no social del trabajo, para que, en el límite, pueda hablarse de una medesimezza entre dirigentes y dirigidos (Q13, §1: 1556).
La forma de esta relación, ya sea en el auto-gobierno del pueblo sobre su heterogeneidad constitutiva, ya sea en el proceso de “reforma intelectual y moral” que progresivamente ha de arrancar a las masas de su condición subalterna, resulta posible gracias a la caracterización de éstas según la iniciativa que hemos considerado heredera del “espíritu popular creativo”. Así, en Q11, §25 vemos cómo Gramsci discute el uso de la estadística como arte de gobierno, precisamente porque esta “puede ser empleada […] solo hasta que las grandes masas de la población permanecen esencialmente pasivas” (Q11, §25: 1429); por contra, cuando “la acción política tiende a hacer salir a las multitudes de la pasividad, es decir, a destruir la ley de los grandes números” (Q11, §25: 1430) –o, lo que es lo mismo, cuando la forma de relación entre la élite y las masas no es ya de neutralización, sino que abre la puerta a la movilización emancipatoria que requiere la realización del proyecto político auspiciado por la filosofía de la praxis– ha de ser la “filología” el saber que rija la relación entre el núcleo dirigente del movimiento político y las reivindicación dispersas de las masas, siempre que por filología se entienda la “expresión metodológica de la importancia de que los hechos particulares sean determinados y precisados en su inconfundible ‘individualidad’” (Q11, §25: 1430). Sólo entonces, cuando el centro dirigente (provisional) se relacione con la base atendiendo a las particularidades de esta –a su creatividad e iniciativa política– y no la homogeneice, podrá decirse que el partido se “puede mover como un hombre-colectivo”, que estamos ante “un sistema que se podría llamar de ‘filología viviente’” (Q11, §25: 1430).
Para que dicho sistema funcione resulta necesario que las clases subalternas, que ahora han de ser consideradas como potencialmente hegemónicas, trasciendan sus límites corporativos, que reconozcan críticamente el momento de necesidad que, por ser realistas (esto es, circunscribibles a una racionalidad de medios fines que, para el caso de la política democrática ha de tener por fin el “bien común”), portan las directrices dictadas por la élite, aun cuando estas choquen con sus intereses económicos inmediatos, con el mero beneficio particular. Es decir, la condición de posibilidad de la emancipación de las clases subalternas como actualización de las potencialidades democráticas neutralizadas por la modernidad capitalista pasa por la redefinición de su libertad como disciplinado reconocimiento y aceptación de aquello que resulta necesario para alcanzar el bien común. El objetivo de la reforma intelectual y moral llevada a cabo por el partido de las clases subalternas será la instrucción de las masas en este cálculo realista de lo necesario para lograr la libertad y la igualdad –ya no formales sino también materiales– de todos los miembros del cuerpo social, sin prerrogativas de privilegiado para algunas de sus partes y sin la exclusión subrepticia de la ciudadanía de algunas otras. Y no solo esto, se tratará de considerar como libres las acciones que se sometan a dicha necesidad, aun cuando vayan contra los propios intereses inmediatos.
Tal proceso pedagógico, una vez más, encuentra en la categorización del subalterno que hemos esbozado hasta aquí un lugar privilegiado. El proceso por el que la clase subalterna mejor organizada –más cercana a ser hegemónica– puede iniciar una instrucción pedagógica destinada a crear los rudimentos de una autonomía que acepte críticamente la necesidad –y, precisamente por ello, sea superior a la “espontánea” aceptación acrítica del mandato heterónomo–, resulta viable, sin ir en detrimento de la libertad, porque “para que la instrucción no fuese también educación sería necesario que el discente fuese una mera pasividad, lo que es un absurdo” (Q4, §55: 499). Esto es, resulta posible sólo porque el núcleo de espíritu popular creativo que perdura en la caracterización gramsciana de la subalternidad impide su plena neutralización, su plena subsunción en la necesidad heterónoma (ya sea de la clase dirigente o de la determinación histórica), reservando siempre un espacio para la dialéctica entre autonomía y libertad que pueda servir de principio de adaptación crítica a las necesidades del autogobierno popular y realista.
En definitiva, el realismo del proyecto gramsciano, lo que hace que la filosofía de la praxis no sea un utopismo –es decir, “una voluntad” que no sabe “conectar el medio al fin” (Q6, §86: 762)–, sino un proyecto que se toma la etimología de democracia en serio y sabe qué medios adoptar para lograr el fin de que el pueblo todo gobierne, resulta posible solo gracias a no negar el “espíritu creativo” del subalterno, gracias a la imposibilidad a priori de reducirlo a cosa.
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Sobrero, Alberto M. (1979): “Culture subalterne e nuova cultura in Labriola e Gramsci”, in Politica e storia in Gramsci. Atti del convegno internazionale di studi gramsciani, Firenze, 9-11 dicembre 1977, edited by F. Ferri, vol. II: Relazioni, interventi, comunicazioni, Roma, Editori Riuniti, 1977 [but 1979], 623-647.
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Notas
[1] Todas las referencias a los Cuadernos de la cárcel se realizarán a partir de siguiendo el siguiente método: la letra Q seguida el número que indica el cuaderno del que se toma la referencia, el signo § seguido del número de nota correspondiente y, finalmente, el número que indica el número de página. Todas las dataciones de las distintas notas se realizan siguiendo el “Apéndice” presente en: . Las traducciones de todos los textos referenciados a partir de una edición extranjera son propias.
[3] Si bien, como hemos dicho, la expresión “espíritu popular creativo” desaparece por entero en los Cuadernos de la cárcel, no así la fórmula “espíritu popular”, aunque esta no conserve allí todas las connotaciones que pueden rastrearse en la definición del lingüista. Así, en Q5, §126 (nov-dic. de 1930) encontramos una ocurrencia que conserva en parte el significado proto-romántico al que nos hemos referido ya: “en la base de la nación, en el espíritu popular, había…”. Más relevante si cabe, pues permite de algún modo recomponer todos los elementos de la original fórmula “espíritu popular creativo”, es la ocurrencia del sintagma “espíritu creativo” en Q14, §70 (febrero de 1933). Este término comparece allí para referirse precisamente a aquello de lo que carece la base de masas del partido, con lo que parecería confirmarse la evolución en el planteamiento de Gramsci por la cual, habida cuenta del antagonismo social, caería del lado de las élites la consecución creativa de avances sociales significativos. Sin embargo –y esto es central para nuestro planteamiento– pronto Gramsci relativiza tal conclusión, cuestionando la posibilidad de realizar una distinción esencial entre la base de masas del partido y sus dirigentes: “no se niega que cada uno de estos elementos pueda convertirse en una de las fuerzas cohesivas, pero de ellas se habla en un momento en el que no lo son y no están en condiciones de serlo o, si lo son, lo son sólo en un círculo restringido” (Q14, §70: 1733, el destacado es nuestro).
[4] Buena parte de nuestra argumentación en este primer apartado sigue la lectura de la obra citada. También ha señalado la continuidad entre las tesis de Bréal y el problema de “lo molecular”. Sobre esta noción véase el erudito y original estudio de .
[5] “Hay que representársela bajo la forma de millares, de millones, de miles de millones de ensayos emprendidos a tientas, las más de las veces desafortunados, a veces seguidos de un éxito parcial, y que, guiados, corregidos y perfeccionados de esa suerte, vinieron a precisarse en cierta dirección. El objeto, en materia de lenguaje, es hacerse comprender. El niño ejercita su lengua durante meses en proferir vocales y en articular consonantes; ¡Cuántos abortos antes de llegar a pronunciar claramente una sílaba! Las innovaciones gramaticales son de la misma índole, con la diferencia de colaborar en ellas todo un pueblo” .
[6] “La historia de las lenguas es historia de las innovaciones lingüísticas, pero estas innovaciones no son individuales (como sucede en el arte) sino que son de toda una comunidad social que ha innovado su cultura, que ha ‘progresado’ históricamente: naturalmente también ellas llegan a ser individuales, pero no del individuo-artista, sino del individuo-elemento histórico-[cultural] completo determinado” (Q6, §71: 738).
[7] También en el Essai de Bréal encontramos importantes referencias a las fragmentaciones sociales que se reflejan en la comunicación: “en nuestras sociedades modernas el sentido de los vocablos se modifica con más rapidez que en la antigüedad […] hay que ver en esto una consecuencia de la guerra de los partidos, de la mezcla de las clases, de la lucha de los intereses y de las opiniones, de la diversidad de las aspiraciones y de los gustos” . ha insistido en este aspecto.
[8] Gramsci, además de haber escrito la célebre defensa de Lunacharski titulada “Marinetti rivoluzionario?”, había publicado, tanto en Il Grido del popolo como en L’Ordine Nuovo, numerosos textos de A. Lunacharski influidados por el marco bogdanoviano. Entre ellos “La cultura nel movimento socialista”, donde el director del Narkompros hablaba de la “actividad cultural de auto-educación y de creación proletaria” (Lunacharski en Angelino, 2004: 189).
[9] Para un análisis, centrado en el joven Gramsci, de la cuestión de la escisión en Sorel y de una lectura, fuertemente enfrentada con la del sindicalismo teórico, que tiende a converger con los postulados leninistas para la creación de los partidos comunistas occidentales, cfr. . Para el estudio de la influecia soreliana sobre Gramsci, véase: .
[10] “Por la propia concepción del mundo se pertenece siempre a un determinado agrupamiento […] se es conformista de algún conformismo, se es siempre hombre masa u hombre colectivo” (Q11, §12: 1376).
[11] “Evidentemente, el hecho de la hegemonía presupone que se tengan en cuenta los intereses y las tendencias de las agrupaciones sobre las que se ejerce la hegemonía” (Q4, §38: 461).
[12] “[La hegemonía presupone] que se forme un cierto equilibrio, es decir, el grupo hegemónico haga sacrificios de tipo económico-corporativo, pero estos sacrificios no pueden referirse a lo esencial, ya que la hegemonía es política, pero también y esencialmente económica, tiene su base material en la función decisiva que el grupo hegemónico ejerce en el núcleo decisivo de la actividad económica” (Q4, §38: 461). En este pasaje resulta evidente que la hegemonía, para Gramsci, se presenta como la modalidad propia del poder característica de las formas políticas fundadas sobre una sociedad de clases, es decir, de la modernidad capitalista.
[13] “Para que perdure esta relación [la compra-venta de fuerza de trabajo en condiciones capitalistas] es necesario que el poseedor de la fuerza de trabajo la venda siempre por un tiempo determinado y nada más, ya que si la venden toda junta, de una vez y para siempre, se vende a sí mismo, se transforma de hombre libre en esclavo de poseedor de mercancía en simple mercancía” . Podemos ver que en el carácter potencial de la mercancía fuerza de trabajo y en su unidad-distinción respecto a su propietario radica su peculiaridad. Y es el respeto a dicha peculiaridad lo que determina la especificidad del modo de producción capitalista, con las relaciones de producción-explotación que le son inherentes.
[14] Desde el estudio de formas económicas abigarradas que remiten a relaciones de producción (como la mezzadria, ver Q9, §3) que se resisten a su integración en la lógica de la valorización capitalista, aun cuando se hallen, desde el punto de vista de la totalidad social, subordinadas a esta; hasta formas de dominio de género (Q25, §4: 2286) o racial (Q25, §4: 2286 y §6: 2290) en diferentes fases históricas que pueden ser abordadas desde la definición formal del subalterno que hemos tratado de reconstruir. Para una minuciosa descripción del Cuaderno 25: y .
[15] Sobre la posible interioridad de la categoría de “clase instrumental” a la de “clase subalterna”, cfr.. Sobre la influencia de los teóricos de las élites sobre Gramsci, véase Bianchi (2021). Para una lectura que enfatiza los aspectos críticos –prontos a romper la “ley de hierro”– de la traducción gramsciana del elitismo, con el valor añadido de pensar el ¿Qué hacer? de Lenin y la teoría de la vanguardia, como un punto de convergencia entre el marxismo y la tradición elitista, véase: .
[16] La lectura gramsciana de Hegel en el pasaje que venimos de citar es muy clarificadora: “el Estado demanda el consenso, pero también ‘educa’ este consenso con las asociaciones políticas y sindicales, que son, sin embargo, organismos privados, dejados a la iniciativa privada de la clase dirigente” (Q1, §47: 56). Si nos asomamos a los pasajes de la filosofía del derecho dedicados a las corporaciones, inspiración directa de Gramsci, descubriremos esta tendencia contradictoria, a contrapelo de los efectos disolventes de las sociedades modernas, pero del todo diferente al marco estamental precedente. Cfr. el §255 de la Filosofía del derecho y el §534 de la Enciclopedia .
[17] Esta lectura se inspira en la interpretación republicana del marxismo como impulso de democratización de la fábrica –evidente asimismo en el consejismo juvenil de Gramsci–, como intento de democratizar la decisión en el ámbito en el que rige el dominio privado, tal y como se la presenta en Domènech .
[18] Obsérvese nuevamente el uso de las comillas en el adjetivo “privadas”, hecho recurrente que ha sido subrayado por . Naturalmente, lo expuesto por nosotros hasta aquí es solo una foto fija que quiere recoger algunos de los presupuestos inherentes al modo de gobierno destinado a producir la subalternidad como privatización. Los numerosos medios históricos para lograr este resultado que Gramsci lista en Q1, §48 son ya un síntoma del carácter procesual y gradual de la privatización, de la diferente capacidad de los distintos grupos subalternos para determinar la opinión pública y la producción de norma en virtud de sus diferentes grados de organización.
[19] No por casualidad, Gramsci creía que la doctrina hegeliana de la corporación superaba “el puro constitucionalismo y teoriza el Estado parlamentario con su régimen de partidos” (Q1, §47: 56).
[20] El enorme interés de Gramsci en Miseria de la filosofía impregna ampliamente su interpretación del ascenso burgués: “en la burguesía debemos distinguir dos fases: una en la que se constituyó como clase bajo el régimen del feudalismo y de la monarquía absoluta; y una segunda en la que, ya constituida en clase, derroca el feudalismo y a la monarquía para hacer de la sociedad una sociedad burguesa” .
[21] De este modo, Gramsci se sitúa en las antípodas de los desarrollos del problema de la subalternidad que beben de las fuentes post-estructuralistas. Para una aproximación al debate nos permitimos remitir a un trabajo precedente .
[22] Véase, por ejemplo, Q14, §48. Sobre el problema del “centralismo democrático” y su relevancia en la arquitectónica conceptual gramsciana, nos permitimos remitir a nuestros trabajos: Garrido, , y .