Pascal Bruckner acaba de publicar su última obra, titulada Je souffre donc je suis, en la editorial Grasset. Conviene recordar que el autor, a la vez filósofo y escritor, tras estudiar en las Universidades París 1 y París VII, se doctoró en la Escuela Práctica de Altos Estudios con una tesis dedicada a la emancipación sexual en el pensamiento socialista utopista de Charles Fourier y dirigida por Roland Barthes. A partir de 1986 fue profesor en varias universidades norteamericanas, entre las cuales se halla la de Nueva York, antes de convertirse en profesor en el Instituto de Estudios Políticos de París a partir de 1990.
Desde mediados de los años setenta del pasado siglo, forma parte de los Nuevos Filósofos, junto con Alain Finkielkraut, André Glucksmann y Bernard-Henri Lévy, y se involucra, entre 1983 y 1988, en la lucha contra el hambre y a favor del plan de paz que contempla la creación de un Estado palestino al lado de Israel, y, entre 1992 y 1999, milita contra la agresión serbia en la antigua Yugoslavia y defiende la intervención militar de la OTAN. Durante el nuevo milenio, continúa posicionándose a través de sus tribunas libres y artículos publicados en Le Monde, Le Nouvel Observateur, Le Point, etc.
Es autor de una abundante obra, formada por una treinta de libros, entre los cuales podemos citar La tentation de l’innocence (Premio Medicis del ensayo , Les voleurs de beauté (Premio Renaudot , Misère de la prospérité (Premio del mejor libro de economía y Premio Aujourd’hui , La tyrannie de la pénitence (Premio Montaigne , Le fanatisme de l’Apocalypse (Premio Risques o Un bon fils (Premio Transfuge del mejor libro de bolsillo francés . Más recientemente, ha publicado La sagesse de l'argent , Une brève éternité o Je souffre donc je suis .
Precisamente, en esta última obra, Bruckner recuerda que, si durante la Antigüedad greco-romana, los vencedores imponían su voluntad a los vencidos, la revelación cristiana, anunciada por el judaísmo, invierte esta lógica, dado que, antes de ser crucificado, Jesús hace un llamamiento a amar y perdonar a sus enemigos y valoriza la figura del pobre, del enfermo y del vulnerable. “Jesús, en su relato de la Pasión, [presenta] su sufrimiento como la patria común de todos los humillados y les aporta el socorro de la cruz. (…) El hijo de Dios no predica ni para los ricos ni para los justos, sino para los pecadores, las [prostitutas y] los ladrones” (p.14). El cristianismo procede a una divinización de la vulnerabilidad, hasta el punto de convertirlo en la característica de la civilización.
El autor considera que somos los herederos de esta revolución cristiana, para lo bueno y para lo malo. “Ella ha dado consistencia, a lo largo de los últimos dos milenios, (…) a los derechos de las mujeres, los menores, los explotados, los esclavos, los colonizados” (p.15). Pero, esto se ha acompañado de una postura victimaria tanto de las personas como de los Estados. “Parece ser más fuerte en los países ricos, propensos al disfrute material y estructuralmente insatisfechos de su suerte” (p.15). En ese sentido, incluso los más adinerados y poderosos, que se benefician de una mayor libertad, parecen competir para aparecer como las mayores víctimas. De hecho, cada uno tiende a comparar su situación con los más afectados y exige que se reconozca y respete su sufrimiento. Simultáneamente, tanto las administraciones públicas, los seguros, los medios de comunicación como la opinión pública piden a las víctimas que muestren y demuestren su sufrimiento (p.16).
Tradicionalmente, el estatus de víctima era concedido por la historiografía o por la justicia: los historiadores describían la realidad de una masacre y los tribunales ratificaban esa realidad. “Era el reconocimiento a largo plazo, a menudo consagrado por los Estados o los gobiernos en sus ceremonias oficiales. Pero, hoy en día, en una época de impaciencia amplificada por las redes sociales, cada uno quiere auto-proclamarse mártir acelerando el proceso. (…) Ya no tenemos el coraje de esperar, queremos acceder al título de [víctima] instantáneamente” (pp.16-17).
A ese propósito, conviene recordar que la victimización consiste en “una identidad narrativa que nos atribuimos a nosotros mismos y del que esperamos de los demás que la confirmen” (p.17). En ese sentido, nos dice Bruckner, “constituye una patología del reconocimiento, la voluntad de ser identificados sin tener que presentarse como tal” (p.17).
Por lo cual, la aspiración a la heroicidad de los siglos XIX y XX es sustituida por el sueño victimario del siglo XXI. Este nace de tres inversiones: en primer lugar, “la búsqueda frenética de la felicidad se convierte en una obsesión frenética de la infelicidad”; en segundo lugar, “el sufrimiento anexiona a su imperio unos territorios cada vez más extensos, incluso en unos ámbitos que no dependían de su jurisdicción”; y, en tercer lugar, “la promesa democrática, siempre socavada, exacerba la insatisfacción e instala la queja en el centro de la mente contemporánea” (p.17).
Si en el pasado, la víctima “era sacrificada, a través del fuego, del ahorcamiento, del linchamiento, para unir una comunidad dividida”, hoy en día se produce todo lo contrario, puesto que se santifica a la víctima (p.18). Asociado a ello, actualmente, a nivel mundial, se produce una competencia de las aflicciones, lo que alimenta el resentimiento y la venganza. De hecho, cada uno se prevalece de una gloria o de un desastre pasado para acusar a sus enemigos y reivindicar la primacía como víctima. Una vez que llega a una posición de poder, la víctima se convierte en verdugo. En los distintos países y en las diferentes categorías sociales, cada uno agita su certificado de desgracia para situarse por encima de los demás (p.19).
El libro se divide en tres partes. En la primera, que se titula Frente a la desgracia (pp.23-87), el autor estudia la manera en que “el mensaje de la Ilustración y de la Revolución [francesa], el de un mundo mejor liberado del fatalismo y del fanatismo, da lugar a una sociedad del llanto y de la fragilidad, es decir de la dimisión” (p.19). En la segunda parte, que se titula Las competencias victimarias (pp.91-200), el filósofo galo analiza cómo “el estatus de paria permite tener potencialmente todos los derechos, sobre todo el de acusar y de oprimir en nombre de su herida” (p.19). Y, en la tercera parte, titulada ¿Cómo vivir con nuestras heridas? (pp.203-284), el autor contempla las dos figuras del verdugo y del héroe. “Tanto el héroe como la víctima fabrican unanimidad, cada uno a su manera, [puesto que] el primero tranquiliza a las sociedades atravesadas por la duda, [mientras que] el segundo refunda el contrato social a través de sus divisiones” (p.20).
En definitiva, nos dice Bruckner, si cualquier individuo, grupo o comunidad tiene todo el derecho del mundo a no ser oprimido, el hecho de haber sido dominado o discriminado en el pasado “no confiere ninguna superioridad metafísica a una categoría de seres humanos sobre las demás. La idea según la cual tendría siempre razón, incluso cuando recurren a la violencia, no es sostenible. Ninguna minoría está inmunizada contra la barbarie, ninguna ha adquirido en razón de los sufrimientos padecidos una suerte de gracia metafísica que lo dispensaría de dar cuentas” (p.285). En ese sentido, cuando la opresión desaparece, el opresor es abatido y el daño causado es reparado, la antigua víctima se convierte en un ser responsable que debe respetar una serie de normas morales y jurídicas que son válidas para todos. Esto implica extraerse de la categoría de víctima y de los círculos restringidos de mártires autoproclamados que repiten incesantemente su condición hasta la hipnosis, porque “la sacralización de la desgracia hace imposible cualquier vía de escape, fuera del círculo maldito” (p.287). A ese propósito, la situación de los países occidentales es paradójica. “El culto del hedonismo, la irreprimible fiebre del oro de la felicidad se acompaña, paradójicamente, de una idolatría subterránea del sufrimiento” (p.287).
Al término de la lectura de la obra Je souffre donc je suis, cuyo título hace referencia adecuándolo al Je pense donc je suis o cogito ergo sum de Descartes (1637), es obvio reconocer la pertinencia de la tesis defendida por el autor, que se inscribe en la continuidad de su libro La tentation de l’innocence . Pone de relieve la aspiración contemporánea a convertirse en víctima y a ser reconocido como tal por los demás, lo que conduce a una rivalidad victimaria, fuente de resentimiento y de voluntad de venganza. A lo largo de su demostración, hace gala de una amplia cultura humanística y de un estilo literario que convierte la lectura de esta obra en una mezcla de estímulo y de placer. No en vano, de cara a matizar la valoración positiva que merece este libro, conviene subrayar que su afán por fundamentar su tesis principal conduce Bruckner a planteamientos cuestionables cuando critica los movimientos decoloniales.
A pesar de esta reserva, la lectura de esta obra es altamente recomendable.