Debemos considerar a Enrique Carretero como uno de los pioneros en el estudio de los imaginarios sociales y en este volumen pasa revista a diversos aspectos que los conforman en esta última época histórica. En el prefacio, Michel Maffesoli plantea el debate si debe ser calificada de posmodernidad, como es su opción o modernidad tardía; es decir, si es una fase radicalmente distinta y enfrentada al sueño de la Ilustración y el capitalismo liberal, o si se trata más bien de las consecuencias extremas de ese camino. Aunque no sea este el espacio para plantearlo, es un debate sin duda productivo. Carretero Pasín defiende la tardomodernidad en el sentido de que no hay sustantivamente un cambio, sino más bien el cuestionamiento de un mundo que está en transformación.
El volumen se divide en tres partes. La primera aborda la “naturaleza ambivalente de la modernidad occidental en diferentes planos: moral, metafísico y político, así como los afectos consiguientes en la significación de la trama social derivada”. En la segunda se describen “cómo los imaginarios sociales que estructuran el significado de la experiencia compartida por los actores sociales que responden a una herencia cultural llegada de la modernidad con sus contradicciones asomándose reacciones alternativas a ellos con expresividad política de una doble faz”. Por último, se reflexiona sobre “la configuración de unos novedosos perfiles de subjetividad que, a resultas de las mutaciones habidas en ciertos imaginarios sociales modernos, conducen a la forja de un yo que, a la par de fetichizado, se va sobrecargando de tribulaciones”. Este trabajo es el resultado de una compilación y adaptación de una serie de investigaciones parciales que giran alrededor de estos tres ejes.
Bajo el título de Tensiones irresolubles en la modernidad, se repasa cómo, en el pasado, el racionalismo se enfrentó a la razón mítico-simbólica, un abandono de la conciencia por una ciencia “apolínea”. Lo que el machadiano Juan de Mairena sentenciaba como el paso de la fe en los mitos a la fe en la razón. Sin embargo, en los últimos tiempos se observa más bien un posicionamiento hacia “micro-mitologías” creadas por el universo mediático-publicitario, lo que supone una manera mucho más concreta de abordar el tema del fin de los grandes relatos. La génesis de este camino de transformación parte de un universalismo de raíz cristiana y tras la Ilustración y la Revolución, para justo después devenir en atomismo de los nacionalismos europeos y no europeos. El papel del Estado y, dentro de él, la conciencia de una soberanía nacional son básicos, “de facto es revelador que los vitoreados derechos del ser humano solo cobran designio político cuando lo fuesen, en virtud del rango de ciudadanía, dentro de la circunscripción jurídica de un determinado Estado” (p. 29). Paradójicamente, es la conciencia nacional, esto es, identitaria ha devenido en el neotribalismo que tan acertadamente propuso Michel Maffesoli.
Por otra parte, el prestigio de la ciencia adoleció de un progresismo mesiánico y tecnocientífico por lo que la crítica a la tecnología y la labor de la sociología de la ciencia tras los embates de los maestros de la sospecha, resquebrajan otro de los pilares de la modernidad, la Razón como herramienta universal. Esta tensión, que resulta endógena al propio desarrollo del conocimiento, es pareja a la que se describe entre con el individualismo. La modernidad rompió el concepto de comunidad que tan cómodamente se había asentado en el Antiguo Régimen, pero la ruptura de vínculos ha llevado al “individualismo posesivo”, que, a su vez, se enfrenta tanto a la comunidad entendida como lo común y como la identidad específica de un grupo. La etnicidad podríamos decir con Carretero que es una “comunidad en negativo”. Y ser conscientes de que “a partir de la década de los 60, un móvil en la contracultura occidental ha sido el reencuentro con un sentimiento de reliance, de re-anudamiento, en torno a un eros comunitario, como contrapeso al des-andamiento y contractualismo desprendidos de la racionalidad relacional típicamente moderno” (p. 43). Si bien la laicización trastocó la razón comunitaria, como en el caso del suicidio egoísta que acertó a describir Durkheim, Nietzsche apuesta por romper la moral, ya que el sacerdote lleva al rebaño por el mal camino de la culpa, el resentimiento, la compasión. La lucha contra el rebaño es uno de los lemas más socorridos del individualismo surgido de la Ilustración. Como ejemplo significativo, Carretero afronta una revisión de La montaña mágica, donde, como en Madame Bovary, Thomas Mann muestra los dos polos, el tradicional y el moderno/científico, así como la cara oculta de este, encarnados en los personajes de Settembrini y Naphta. Un ejemplo de la contraofensiva católica al progreso y el marxismo.
En la segunda sección se estudian los perfiles políticos que están surgiendo en esta tardomodernidad. Es de sumo interés el análisis de cómo se transforma el concepto de pueblo, cómo se derrumban “las semánticas modernas del pueblo a la indefinición de sus alternativas”. En la Edad Media el “pueblo” es uno de los órdenes del feudalismo. La Ilustración lo convierte en el pueblo igualado y el Romanticismo destaca su singularidad nacional. Marx lo incluirá como clase social y termina por definirse como la esencia de la democracia. Ahora se habla de “masa” y de micro-identidades, de multitudes y de “populismo” que apela al pathos. Carretero contrapone el “sustrato imaginario en los movimientos sociales” como lo no racional, lo pulsional en el sentido que hablaba Pareto de los residuos, a la “batalla por la historicidad, por el poder de autoproducción de la sociedad, en virtud del proyecto por realizar sus expectativas” (p. 112). Si por un lado se ha descrito el comportamiento del pueblo tras la operativa de la elección racional tas el funcionalismo, no deja de funcionar el “alma colectiva” freudiana. Por último tenemos la dialéctica instituyente/instituido de los movimientos sociales, que deben solventar el proceso interno de racionalismo, institucionalismo, planificación organizacional con el objetivo de cumplir sus fines (p. 115-116). Sin embargo, se comprueba que en muchos en ellos lo que funciona es la socialidad, el estar juntos, el reconocimiento, lo que Sloterkijk denominaba burbujas y el añorado Luis Castro Nogueria llamaba homo suadens. Evidenciamos que se apela constantemente al imaginario relativo a la cultura: “La esencia y existencia singular de una colectividad dependen de la institucionalización de una magmática significación”, similitud entre estos significativos entre lo imaginario y lo sagrado (p. 123). Es decir, “las luchas de poder (…) se dirimen a menudo en un territorio acaso más representacional que propiamente material” (p. 124).
En la urdimbre entre imaginarios y socialidad se destaca tanto el recurso a los microimaginarios como lo relacional en los movimientos sociales. En realidad, ambos planos están interrelacionados. Fue Gabriel Tarde quien puso de manifiesto la importancia de la imitación en estas relaciones humanas y, a partir de ahí, los hermanos Castro Nogueria desarrollaron, con base en la bio-psico-sociología evolucionista, el concepto de homo assessor, que explicaría cómo funciona este contagio social. El imaginario que sobrevuela estas prácticas cristaliza en la singularidad, la seña identitaria. Las ideologías permiten el manejo de la complejidad y el dogma. En las sociedades pre-modernas la complejidad se reduce la indeterminabilidad al destino y la religión ofrece la certidumbre. El racionalismo socava la trascendencia sagrada, “la experiencia del mundo se torna provisional” (p. 132). La desacralización, por su parte, independizará los subsistemas sociales. La religión civil es una ideología, una fe común, estructuras míticas, comportamientos ritualizados, sociabilidad comunal y adhesión. Cumple funciones psicológicas (reducción de incertidumbre), sociales (cohesión de grupo) y trascendencia, pero es intrahistórica. En la tardomodernidad, las ideologías políticas se sustituyen por lo identitario, la inmanencia no está en el Futuro, sino en el Presente, y de un centro único de sentido en la premodernidad, a un centro plural de sentido a la fragmentación y diseminación del sentido (p. 136).
Enrique Carretero habla de un sucedáneo de la utopía, que comparte el componente mesiánico, un telos histórico, proyecto de unidad colectiva y absolutización de lo político. Sin embargo, ahora prima la búsqueda de autorrealización, conversión del yo en consigna constante, la estetización de la subjetividad, futurización de la historia. La vinculación al Otro va ligada a una complicidad en una afín experimentación del mundo. Se repliega hacia la interiorización del yo el compromiso. De ahí se completa con lo que se podrían denominar ficciones del yo. Entroncan con los imaginarios de la felicidad. La felicidad aristotélica se definía como la virtud aristocrática del pensamiento, aunque después basculara entre el ascetismo y el hedonismo. La bienaventuranza cristiana se presenta como telos de la felicidad, mientras en la modernidad, el progreso es el imaginario de la felicidad, “síntoma del pasado y previsión del futuro” (Buy, citado en p. 157). No podemos olvidar que está fabricado por élites burguesas y para ello se contrapone a los marginados como la reacción al progreso, ya sea el hampa, Charlot, los vagabundos, los locos… Con la tardomodernidad se pierden los grandes relatos y se encamina a la práctica psicológica: “la felicidad deviene objeto sumamente personalizado” (p. 162): aceptación, autorrealización, orientada al consumo, primero de productos, después de experiencias. Todo implica un valor simbólico de cambio. Eva Illouz y Edgar Cabanas en Happycracia completan este diagnóstico de la dictadura de la felicidad como imperativo psicológico. Asistimos a una autoafirmación del yo mundano que se manifiesta en una expresividad del yo. Carretero conecta la creatividad como expresión del yo: “Si Dios no existe como centro de nuestra vida, entonces cualquier self es posible” (Beriaín, citado en p. 171). Todo ello debe a la dialéctica ente estandarización y resingulariazación. El individuo se intenta construir como un ente autónomo abstracto, gobernado por una Razón inconcreta para todos igual, fuera del orden estamental. El pathos romántico cuestionará estos principios y devendrá en una autoafirmación del yo por el reconocimiento privado del Otro, en un sentido más estético y moral que económico-político.
Es especialmente interesante la aportación del autor al estudio de lo creativo, en especial cuando se hace patente la injerencia de la administración del Estado en lo espontáneo, en el ethos colectivo y en el control social tecnocrático. Aquí se aporta una historia de la sociología de la creatividad y se pone de manifiesto la degradación de la creatividad en estilos creativos, fluidez, emocionalidad, autonomía, un “lassez faire organizacional” (p. 195). En la tardomodernidad se aprecia cómo la singularidad estética sobredimensiona lo cultural. Si la modernidad encaró el ideal del yo independiente de la autoridad de la tradición, podemos asistir a una democratización de los emblemas culturales propios de la burguesía que sustituyó a la nobleza en la medida en que se comportaba como la clase ociosa.
El volumen supone una puesta al día de cómo el estudio de los imaginarios clarifica de manera elocuente alguno de los cambios de la sociedad del capitalismo tardío y anuncia la dirección que pueden tomar en el futuro.