Introducción
En la , Barthes define su propio proyecto teórico en términos de una “semiología negativa”, basada en un discurso atópico cuyo carácter no es epistemológico sino dramático, e implica una permanente revolución del lenguaje. De ese modo, sienta las bases de su nueva manera de comprender la semiología. En este contexto, Kierkegaard y Nietzsche son citados como paradigma de la “reflexividad infinita” de un lenguaje que busca llegar al límite de su propia legalidad trascendiendo las fronteras de lo decible. Barthes describe la estructura alienante de la lengua, basada en su esencia “clasificatoria” y, por lo tanto, opresiva, y concluye que sólo hay libertad “fuera del lenguaje”. Pero, dado que el lenguaje humano no tiene “exterior”, el único modo de salir de él es haciendo frente a lo “imposible”. Este “imposible”, representado por la singularidad mística, fue descripto por Kierkegaard al definir el sacrificio de Abraham como un acto no expresable por medio de la palabra, dirigido contra la universalidad del lenguaje y la moralidad.
En El placer del texto (1973), Barthes contrapone la semiótica de la representación, presa de un carácter normativo, cuyo objetivo último es la justificación atenta a que nada salga de su lugar, a la semiótica figurativa, que se manifiesta fuera del marco, en los bordes; y distingue el placer, reglado y jerarquizado, del goce, que implica la referencia a un vacío que no se contenta con la repetición obsesiva de lo placentero, sino que busca llegar al límite de lo decible. “Con el escritor de goce (y su lector) comienza el texto insostenible, el texto imposible.” (). Ese texto está fuera del placer y fuera de la crítica, y no permite que se hable “del” texto, sino “en” él y a su manera, afirmando de modo histérico el vacío del goce.
A su vez, en Fragmentos de un discurso amoroso (1975), Barthes asume la paradójica empresa de describir el eros en acción, a partir de la formulación de un recorrido único y personal por el drama del amor, puesto en escena en la intersección de los discursos de la filosofía, la música, la literatura y el psicoanálisis. La paradoja del amor y lo imposible del lenguaje se manifiestan en la “atopía” de un discurso fragmentario que Kierkegaard supo pronunciar singularmente en la teológica Dinamarca del siglo XIX, consagrándose al dilatorio arte de escribir, ya que “todo texto sobre el placer será siempre dilatorio: será siempre una introducción a aquello que no se escribirá jamás.” ().
Con la publicación de O lo uno o lo otro (1843), cuyo hilo conductor es al decir de Larrañeta (2006, p. 14) el amor, Kierkegaard inicia su labor como escritor presentando un texto sumamente complejo en el que distintos tipos de discurso son conjugados para concluir con la apertura de la decisión que el “lector” deberá tomar respecto de la “infinita reflexividad” a la que el propio yo es confrontado. Indudablemente, la posición subjetiva es clave no solamente en este texto, sino en la obra de Kierkegaard en su conjunto, manifiesta en la necesidad de reflexionar sobre la escritura, como puede observarse en Postscriptum no científico y conclusivo a Migajas Filosóficas (1846). A su vez, el tema de la escritura del amor, ocupa, especialmente en O lo uno o lo otro I, la escena del drama literario kierkegaardiano. Es nuestra intención observar esa escena de la mano de Barthes, pensando a Kierkegaard como un escritor del goce que produce su obra en la línea de la semiótica figurativa de El placer del texto o de la que más tarde Barthes denominará “semiología negativa”.
I. Discurso “atópico” y fragmentario
En Roland Barthes por Roland Barthes (1975), aparece una secuenciación de la obra, luego replicada por los estudiosos del pensamiento de Barthes, donde el propio autor distingue cuatro fases en su producción, caracterizadas como géneros, a saber: mitología social, semiología, textualidad y moralidad. Los géneros son acompañados por un intertexto en el que se mencionan los autores con los que Barhtes de algún modo dialoga y las obras producidas en cada fase. La no es mencionada dado que el semiólogo reflexiona sobre su obra en 1975 y, sin embargo, continúa escribiendo hasta 1980. Creemos que Kierkegaard ocuparía cómodamente el lugar conclusivo del pensamiento de Barthes al aportar elementos constitutivos para formular la “escritura imposible”. Desde O lo uno o lo otro hasta Las obras del amor encontramos los tópicos del discurso amoroso planteados a partir de una relación entre el amor y la muerte, que evidencia que “escribir es, en cierto modo, volverse “silencioso como un muerto”, convertirse en el hombre a quien se ha negado la última réplica.” (). Al igual que Barthes, Kierkegaard representaría el “heroísmo”, no de un decir, sino de un silencio, de una inexpresión.” (). Según Marty, para Barthes escribir no es, como suele sostenerse, expresar lo inexpresable, sino, por el contrario, inexpresar lo expresable.
Las vías subterráneas de contacto entre las obras de Kierkegaard y Barthes conducen a distintos destinos, pero indudablemente se encuentran en la estación dedicada a la reflexión sobre lo que Marty bellamente denomina “el oficio de escribir”. Uno de los rasgos más sobresalientes de la producción teórica de Kierkegaard se vincula justamente con el análisis de su propia “escritura” en términos de intertextualidad y con la conciencia de que el rol social como escritor definía su modo de intervención en los debates filosóficos, literarios y teológicos de su época. La escritura cumple una doble función, es simultáneamente un modo de auto-comprensión personal a la vez que un modo de intervención pública. El tópico de la escritura como objeto de reflexión filosófica convierte a Kierkegaard en una referencia obligada para la “semiología negativa”, que guio los intereses de la obra última de Barthes. El oficio de escribir, el lugar “atópico” del autor, el carácter necesariamente fragmentario del discurso amoroso son los asuntos que los proyectos teóricos de Kierkegaard y Barthes comparten en la “estación” de la ética de la escritura.
El discurso atópico se caracteriza por la puesta en valor de la escritura “fragmentaria” en contraposición al paradigma lingüístico sistemático de la “ciencia” idealista, particularmente, la hegeliana. La atopía discursiva se evidencia ya en el título de la obra que inicia la autoría, publicada por Kierkegaard bajo la edición del pseudónimo Victor Eremita: O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida. El trabajo en torno a lo fragmentario aparece más específicamente en “El reflejo de lo trágico antiguo en lo trágico moderno. Ensayo de aspiración fragmentaria”, para definir el sentido de la búsqueda humana de la verdad comparada con la coherencia de la naturaleza. “…Nosotros reconocemos que lo característico de todo esfuerzo humano en pos de su verdad es ser fragmentario, es ser justo aquello por lo cual difiere de la infinita coherencia de la naturaleza…” ().
En términos generales, el proyecto del idealismo filosófico se caracteriza por la discusión sobre el carácter científico y, por lo tanto, sistemático del discurso filosófico. Frente a este modelo Kierkegaard defiende un discurso fragmentario sobre los asuntos humanos en los márgenes de la ciencia, en los que se erige el programa psicológico de la interioridad irreductible a lo decible, y menos aún, al decir de la ciencia. “Denominamos nuestra tendencia un ensayo en tendencia fragmentaria o en el arte de escribir documentos póstumos.” ().
La obra con la que comienza la autoría es, paradójicamente, un libro “sin autor”; el lugar del autor queda vacío, y es reemplazado por el lugar del editor. A pesar de que en la “recepción” de la obra de Kierkegaard se hizo uso extremo, hasta desmedido, tal vez, de su biografía, en este libro se pone de manifiesto la “muerte del autor” en términos de la identidad biográfica de la “persona”, como se reafirma luego en Postscriptum no científico y definitivo a Migajas filosóficas.
Desde el principio de su autoría Kierkegaard se coloca en el lugar de enunciación del “vacío” del autor. El nombre propio, el autor anónimo y el autor pseudónimo son formas de evidenciar ese vacío, haciendo hincapié en la insignificancia de la identidad “autoral”. La reducción al punto cero de la escritura de la identidad del autor se logra a partir de una pluralidad de voces que dan cuenta del carácter imposible de la “exteriorización de la interioridad”. De este modo, la “múltiple” escritura kierkegaardiana supone una “doble reflexión”: el primer momento de la misma consiste en la revolución contra la identidad “personal” del autor, cuyo segundo momento lo conforma la “intertextual” discusión sobre el significado de la escritura, que tiene como objeto el análisis de la propia obra en el proceso mismo de su producción.
La reflexión sobre el oficio de escribir, realizada al mismo tiempo que se produce una obra no asumida personalmente como propia, pone en evidencia la distancia requerida en el desdoblamiento entre el escritor y el pensador que reflexiona sobre el acto de escribir, concebido por como un “acto erótico”. Así, de un modo sutil, siguiendo el recorrido iniciado en el Fedro platónico, Kierkegaard pone en contacto a eros con la escritura. La tematización de eros, aun cuando éste sea resignificado en Las obras del amor a partir de la figura del prójimo, que exige al amante obrar en consecuencia, entendiendo el amor como imperativo, conlleva el análisis de la subjetividad en términos de la auto-comprensión del propio individuo que no sólo no puede manifestarse plenamente en el mundo ante los demás, sino que tampoco puede volverse transparente ante sí mismo.
La opacidad de la individualidad incapaz de responder a la exigencia moderna de racionalidad universal es vehiculizada por la “escritura múltiple”, que, irónicamente, “reproduce” el problema de la irreductibilidad de la singularidad multiplicando identidades diversas en lugar de reduciéndolas al silencio del cero. El límite de esta concepción se pone en juego en el amor a los muertos, ya que hablar a un muerto no puede ser otra cosa que dialogar con uno mismo. Ya en O lo uno o lo otro (“El reflejo de lo trágico antiguo en lo trágico moderno”, “Siluetas” y “El más desdichado”) el discurso fragmentario está expresamente dirigido a “la comunidad de difuntos”. La atmósfera melancólica creada en la primera parte de este libro alcanza la máxima expresión del “discurso extático” en la formulación de una escritura imposible que lleva la lengua al límite.
En lugar del silencio, Kierkegaard elige la puesta en escena de múltiples voces cuyo objetivo no es expresar lo inexpresable, sino “inexpresar lo expresable”, tomando la palabra dirigida a los muertos como modelo de decir que inevitablemente reconduce lo dicho hacia aquel que lo enuncia o, en términos pronominales, al yo. Si en Fragmentos de un discurso amoroso Barthes enfatiza que no es posible hablar de amor sin que el sujeto enamorado se dirija implícitamente a otro concreto y material, en Las obras del amor Kierkegaard enfatiza el movimiento opuesto, esto es, la imposibilidad de hablar de amor sin redirigirse a la propia mismidad. Justamente, si el amor a los muertos se presenta como paradigma es porque el sujeto que ama se dedica a analizarse a sí mismo como amante. El amor se convierte de esta manera en un auto-examen propiciado por la figura del otro.
II. El interior negro del amor
Desde el mito platónico de las dos mitades que constantemente se buscan, el discurso amoroso occidental se formula a partir de la figura de una tensión entre falta y plenitud. El deseo es deseo de lo que falta, se inscribe en el registro de una carencia subjetiva, bajo el supuesto de la plenitud, esto es, de la “posibilidad” de enmendar esa falla constitutiva o “hiancia del sujeto”, a decir de Lacan. Esta tensión es pensada a partir de una estructura de “triangulación” por Carson, para quien eros emerge en el marco de una relación entre el amante y el amado, como un tercer término en constante tensión o indeterminación, que la autora describe como lo dulce-amargo. Desde el punto de vista discursivo, lo ha expresado cuestionando la posibilidad de formular una “filosofía del amor” a favor de un fragmento de discurso amoroso centrado en el discurrir del deseo. Para , por su parte, eros representa la cima de la espiritualidad humana, y por ello, se convierte en el objeto más preciado de la interrogación filosófica.
En Temor y temblor (1843) Johannes de silentio hace hincapié en la importancia que tienen “los comienzos” en la explicación de cualquier fenómeno. Siguiendo la indicación de este autor, resulta una obviedad comenzar el análisis de la primera autoría de Kierkegaard a partir de O lo uno o lo otro y del lugar iniciático que en ella ocupan los Diapsalmata, que comienzan con un gesto de interrogación: Hvad er en Digter? (¿qué es un poeta?) y un lugar de enunciación: la palabra poética. El poeta representa la figura del hombre más infeliz (et ulykkeligt Menneske) responsable de un “discurso extático”. El discurso amoroso no solamente es fragmentario e inevitablemente inconcluso, sino también infeliz y extático bajo la pluma del “no-autor” de los Diapsalmata. “¿Qué es un poeta? Un ser desdichado que esconde profundos tormentos en su corazón, pero cuyos labios están formados de tal modo que, desbordados por el suspiro y por el grito, suenan cual hermosa música.” ().
¿Cómo pensar el discurso amoroso que introduce Kierkegaard en O lo uno o lo otro? ¿Es la expresión del discurrir del deseo o el intento de formular una filosofía del amor? Creemos que el énfasis especial que Barthes pone en la dimensión imaginaria para tratar el tema del erotismo también es puesto en la obra O lo uno o lo otro, que ningún “autor” se adjudica. Más precisamente, la dimensión imaginaria evocada por el discurso del sujeto enamorado, que desgarra el orden simbólico del lenguaje a través de la violencia de lo real del goce manifiesta en la “imagen”, es capturada por la comprensión kierkegaardiana del “erotismo” desarrollada en “Los estadios eróticos inmediatos, o el erotismo musical”.
En este texto, la figura de Don Juan resume todo el estadio erótico debido a su carácter “musical”, capaz de referirse a la sensualidad sensible que el lenguaje no puede aprehender. La relación de la música con el erotismo depende de su acción momentánea e inclasificable ya que la música se agota en su “ejecución” al igual que el deseo. La figura de Don Juan representa la fuerza de la naturaleza, lo demoníaco de la sensualidad no representable por el campo simbólico de la palabra. “Un seductor debe, por tanto, disponer de un poder que Don Juan, por mucho que esté equipado en otros aspectos, no tiene, a saber, el poder de la palabra.” (). Justamente, la palabra define la figura de Fausto, que es un seductor propiamente dicho porque tiene un plan y es capaz de mentir. Don Juan, por el contrario, seduce a través del deseo que lo habita; es más bien un “engañador” que evidencia la naturaleza ilusoria de eros. “…Aquello mediante lo cual engaña es la genialidad de lo sensual, y él mismo es como la encarnación de ésta.” ().
El campo simbólico de la palabra funciona en “Los estadios…” como límite de la música; en términos de Barthes cercena la fuerza de lo real manifiesta en la dimensión de lo imaginario. La música ocuparía el lugar de lo imaginario que define al sujeto enamorado de Barthes como el portador de una “trasformación” del discurso del eros que el Don Juan de Mozart encarna en este texto.
Mientras en O lo uno o lo otro se introduce el “discurrir del deseo” a partir del análisis del erotismo desde una perspectiva estética cuyo concepto articulador es el de seducción, en El concepto de angustia el cristianismo es concebido como marco de análisis de los problemas “morales” del erotismo y en Las obras del amor es transfigurado el concepto mismo de eros a partir de la inclusión de la idea de deber a la hora de describir el amor al prójimo. En esta última obra, la teoría es desacreditada, el amor al prójimo compelido y la filosofía del amor desestimada como proyecto teórico, dado que el amor es asumido como objetivo práctico de la humana espiritualidad. El discurrir del deseo tiene lugar en el plano estético, forma más elemental de la determinación espiritual, cuya plena manifestación es expresada por el amor por deber, de carácter “puramente” espiritual.
En algún sentido, estas tres obras ponen de relieve el esquema triádico de las esferas de la existencia, ya que el deseo discurre en el plano estético, es repensado, desde una perspectiva moral en el plano ético, y finalmente es asumido plenamente en la esfera religiosa. Ahora bien, el problema que persiste, a pesar de Kierkegaard, es el del propio significado de eros luego de todas estas transfiguraciones. El hecho de que persista la estructura triádica, pero en términos tales que la “falta” que define al eros sea reemplazada por el imperativo, produce consecuencias significativas en la definición misma de “eros”. Este deseo, cuya propia estructura supone una presencia ausente, que es la que lo pone justamente en movimiento, es transfigurado cuando el tercer elemento en juego es el Dios cristiano de la omnipresencia. ¿Hasta qué punto puede seguir llamándose “amoroso” al amor al prójimo? No es, claramente, “erótico”; pero ¿qué clase de amor es aquel no movido por la falta y que es, además, objeto de un imperativo? Un amor “normado” es más bien una ley. ¿Puede la ley del amor incorporar el erotismo del afecto? ¿Son conciliables afecto y ley? En Etapas en el camino de la vida se busca dar cuenta de la posibilidad de mantener vivo el discurrir del deseo (primer amor) en el matrimonio. No obstante, pareciera que el esfuerzo por concebir a eros en el marco del deber evidencia justamente la tensión, acaso insalvable, entre deber y deseo.
Independientemente de las tensiones no resueltas, en Las obras del amor Kierkegaard describe la irreductibilidad del fenómeno amoroso en los mismos términos que Barthes lo hace en Fragmentos de un discurso amoroso. Para ninguno de los dos autores, aunque por motivos diversos, es posible la formulación de una filosofía del amor. Según Kierkegaard, el amor auténtico solamente se comprende en el marco de exigencia de la praxis. De allí que la teoría no produzca otro efecto que la “dilación” de la tarea. Por ello, ninguna palabra, por amorosa que sea, puede demostrar la efectiva existencia del amor en el corazón de quien la pronuncia. Según Barthes, el discurso amoroso reemplaza a la historia de amor porque el relato pretende imponer coordenadas universales para la realización de un aspecto cuyo sentido solamente puede descifrarlo el amante, ese “tu” incluido en toda confesión de amor, cuyo carácter es indefectiblemente particular. A pesar de las diferencias de perspectivas en lo concerniente al análisis de un fenómeno de naturaleza universal, que Barthes describe a partir de la particularidad del amado y Kierkegaard exigiendo que cada amado concreto sea universalizable en la figura del “prójimo”, lo que ambos pensadores rechazan son las exigencias de la palabra autorizada de la “teorización”. El amor es un fenómeno cuya naturaleza consiste precisamente en evadir la autoridad de la teoría.
III. “Autor de autores” o la muerte del autor
La reflexión sobre el oficio de escribir ocupa a Kierkegaard en dos etapas específicas de su obra. En la primera de ellas (1843-1846), cuando el autor danés había decidido abandonar la escritura para convertirse en pastor, Postscriptum ocupa un rol privilegiado. En este libro, cuyo autor es Johannes Climacus, se realiza un análisis de la obra pseudónima, al tiempo que el mismo Kierkegaard ofrece una explicación en la que su autoría es revocada. A su vez, mientras Johannes Climacus desempeña un doble rol como “autor” de Postscriptum y “lector” de la obra pseudónima, Kierkegaard se define a sí mismo como “autor de autores” en las páginas finales del libro. Climacus, como lector, observa con asombro el desarrollo de la producción pseudónima, puesto que se identifica a sí mismo con el plan allí esbozado. Sin embargo, su perspectiva en tanto lector le permite tomar distancia de la responsabilidad autoral. En este marco, Climacus sostiene: “no puedo saber con certeza, naturalmente, si es que mi comprensión es la misma que la de los autores, puesto que sólo soy un lector.” ().
Independientemente de la temática de la obra, es interesante observar los diversos recursos dramáticos utilizados por Kierkegaard para “mostrar” lo que no puede “decirse”. El danés enfatiza la “imposibilidad” de la escritura para decir –didácticamente a través del discurso directo– “la realidad”. A su vez, le suma al problema una dificultad al considerar que la realidad que le preocupa es “la interioridad”. Para llegar a la interioridad del otro es necesario tomar distancia y comunicarse de modo no didáctico. La comunicación sobre la interioridad requiere de la “doble reflexión” y no está basada en la ciencia o el saber (viden), sino en el pathos. De allí que sea necesario recurrir al discurso indirecto como método para dar cuenta de las cuestiones de orden existencial. En la pluma de Climacus, “la ausencia de autor es un medio de distanciar.” ().
El hecho de que Kierkegaard utilice diversos pseudónimos, preste particular atención a los “estados de ánimo” y tome en cuenta el “talante” adecuado en la discusión sobre el modo apropiado de comunicar un saber, distinga la comunicación de conocimiento de la comunicación de capacidad, enfatice el “cómo” (método) de la comunicación antes que el “qué” (contenido) de la misma, mantenga una relación intertextual con los autores de las obras que produce, no debe confundirnos en lo relativo a la importancia que su propuesta posee en términos de la contemporánea discusión semiológica avanzada por Barthes respecto a “la muerte del autor”. Justamente, la multiplicidad de voces que Kierkegaard introduce pone en evidencia la premisa básica que Barthes define como esencial del “paradigma autoral” moderno, a saber, el hecho de que la identidad del autor justifica su punto de vista privilegiado en términos “explicativos”. Este paradigma supone una suerte de prioridad hermenéutica del autor por sobre los lectores de su obra, que el análisis de Barthes evidencia y cuestiona. Con la muerte del autor como personaje moderno, resultado de la ideología capitalista, comienza la “escritura”. La escritura múltiple de Kierkegaard, a través de sus anónimos, verónimos y pseudónimos tiende a evidenciar el carácter vacío del proceso de enunciación.
La muerte del autor no solamente implica el nacimiento del lector, sino también la comprensión de la escritura en términos tales que el origen privilegiado de la obra en la figura del autor, como referente obligado del sentido de la misma, es puesto en cuestión. De esta forma, el autor deja de representar el principio de autoridad –y también el de propiedad– respecto a la “explicación” de la obra y se evidencia que “la enunciación en su totalidad es un proceso vacío que funciona a la perfección sin que sea necesario rellenarlo con las personas de sus interlocutores: lingüísticamente, el autor nunca es nada más que el que escribe…” ().
El proceso que convierte a la escritura en una actividad “antiteológica”, que rechaza que el sentido dependa del autor-Dios o sus hipóstasis, la razón, la ciencia o la ley, es asumido por Kierkegaard por medio de la producción de la obra pseudónima, basada en una estrategia discursiva centrada en la necesidad de hacer uso del discurso indirecto para referirse a las cuestiones de la existencia que el discurso científico no es capaz de asir. Esta estrategia desplaza la centralidad de la identidad autoral en busca de producir un discurso “carente de autoridad” a partir del despliegue de distintas voces pseudónimas que producen una “escritura múltiple” en la que todos los caminos pueden recorrerse menos el del “desciframiento” de un único sentido secreto. La ironía de Kierkegaard consiste en alumbrar el mensaje secreto oculto en muchos de los intersticios de sus obras con el objeto de sugerir que ninguna lectura privilegiada es posible, y menos aun la que implica que el propio autor detente la clave para descifrar el sentido de la obra. Sobre este asunto sostiene Climacus:
me complace que los autores seudónimos, seguramente conscientes de la relación entre la comunicación indirecta y la verdad en cuanto interioridad, no dijeran nada ni hayan abusado de un prefacio para adoptar una posición oficial sobre la producción, como si el autor, desde una perspectiva puramente legalista, fuese el mejor intérprete de sus propias palabras… ().
En clave humorística, en una época en que el autor sigue ocupando un sitio privilegiado respecto al sentido de la obra, el pensador danés pone de relieve su intención de “rechazar” ese lugar de privilegio usando la figura de “autor de autores” introducida en Postscriptum. Elevar la potencia de la autoría es el método que Kierkegaard utiliza para evidenciar que “para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor.” (). Hacia el final de Postscriptum, Kierkegaard mismo toma la palabra arrebatada al autor pseudónimo para sostener que:
Yo soy, impersonal y personalmente, y en tanto que tercero, un soufleur [apuntador] que ha creado poéticamente a los autores, cuyos prefacios son obras suyas, así como también sus nombres. En las obras seudónimas, por tanto, no hay una sola palabra de mi autoría. Frente a ellas carezco de opinión, como no sea en tanto que tercero, mi conocimiento de sus significados, salvo como lector, ni la más remota relación privada con ellos, pues resulta completamente imposible entablar una relación semejante con una comunicación doblemente reflexionada. ().
Kierkegaard estaría realizando un aporte para combatir la estructura alienante de la lengua a la que se refiere Barthes en la , a partir de una perspectiva irónica de presentación del problema, a saber: multiplicando las identidades de aquellos que “escriben”. Si bien a primera vista podría parecer que de este modo refuerza la relación de cada autor con su obra, en lugar de dar paso a la escritura en términos propiamente textuales y no de desciframiento, creemos que en su oficio de escribir el autor apela a la confusión, el malentendido y el “engaño”, con el objetivo de generar la sospecha sobre la relación misma. Dice Climacus: “nadie sabe que yo estoy aquí calladamente sentado, intentando continuamente hacer aquello mismo que los autores pseudónimos hacen.” (). Kierkegaard no crea entonces varias voces pseudónimas para sostener el paradigma autoral, sino, por el contrario, para ponerlo irónicamente en cuestión enfatizando la importancia de la “escritura” en los términos en los que Barthes define la literatura, “no un cuerpo o una serie de obras, ni siquiera un sector de comercio o de enseñanza, sino la grafía compleja de las marcas de una práctica, la práctica de escribir.” ().
Esta práctica, en la que el lenguaje reflexiona sobre sí mismo, es desplegada a partir del supuesto de “la doble reflexión”, cuyo punto de partida consiste en la asunción de que el tema a comunicar no puede “enseñarse” directamente, sino “mostrarse” indirectamente. Al tratar de dirigirse al otro en términos de su propia alteridad, lo cual en sentido estricto es imposible sin “convertirse” en el otro, Kierkegaard deja vacío el lugar del autor –incorporando “poéticamente” personalidades pseudónimas– para mostrar que ese lugar vacío se constituye en un topos pasible de ser ocupado por el propio lector. Hay un dramático desplazamiento de la figura del autor a la figura del lector, que convierte a este último en protagonista.
Desde el punto de vista de la doble reflexión estos recursos tienden a hacer hincapié en la necesidad de que el lector asuma su propia existencia como problema. El autor tiene dos propósitos: (i) alejarse suficientemente de su lector para darle el espacio necesario para convertirse en sí mismo, antes que preocuparse por el contenido de la obra, que solamente es presentado como “ocasión” para el descubrimiento de la propia interioridad. Al referirse a La repetición, Climacus sostiene que el libro denominado como “una imaginaria construcción psicológica” se planteaba en términos de una comunicación doblemente reflexionada.
Al llevarse a cabo según la forma de una construcción imaginaria, la comunicación inventa para sí misma un obstáculo, y la construcción imaginaria establece una brecha infranqueable entre el lector y el autor, provocando entre ellos una separación de interioridad, de tal suerte que la comprensión directa se vuelva imposible. ().
El otro propósito (ii) consiste en reflexionar sobre el método discursivo requerido para pensar la existencia en un sentido diferente al utilizado por el pensamiento especulativo, que en su afán por elaborar un sistema que aprehenda la existencia “conceptualmente”, desarrolla la ciencia en desmedro del ser humano preocupado por su propia existencia. Según Climacus,
El estar-en-medio [Mellemværende] de la construcción imaginaria propicia que la interioridad de los dos se separe la una de la otra en interioridad. Esta forma ganó mi entera aprobación, y me pareció que también había descubierto que en ella los autores pseudónimos apuntaban constantemente al existir, y de esta manera sostenían una polémica indirecta en contra del pensamiento especulativo. ().
Mientras el (i) alejamiento del lector conduce a Kierkegaard a multiplicar la identidad de los autores pseudónimos, la reflexión metodológica (ii) lo obliga a tomar la palabra como autor hacia el final de una obra en la que el autor/lector Climacus expone su perspectiva sobre la pseudonimia. De esta manera, Kierkegaard irrumpe dramáticamente en la obra de Climacus, que es un autor dedicado al problema de la imposibilidad llamada “paradoja” en Migajas filosóficas o un poco de filosofía. Este autor, cuya vida es relatada en la primera parte de un opúsculo redactado entre 1842-1843, dedicado a presentar la relación entre la filosofía moderna y el escepticismo, cumple una función específica en el contexto de la primera autoría, ya que, en algún sentido aparece como el “alter ego” de Kierkegaard, al plantear el análisis de la pseudonimia en un sentido conclusivo.
Según “un escritor –y yo entiendo por tal no al soporte de una función ni al sirviente de un arte, sino al sujeto de una práctica– debe tener la obcecación del vigía que se encuentra en el entrecruzamiento de todos los demás discursos, en posición trivial con respecto a la pureza de las doctrinas…” Kierkegaard, como escritor en el sentido barthesiano, utiliza la primera autoría para reflexionar sobre la práctica misma de la escritura, a la que lleva al límite de la imposibilidad desde O lo uno o lo otro, donde hace referencia a la pena y la desdicha y define su discurso en el contexto de la “comunidad de difuntos”. La “construcción imaginaria” de la pseudonimia permite que la escritura imposible, que habla a los muertos de una realidad no aprehensible, ingrese en el terreno de la reflexión infinita de la literatura a la que apunta la semiología figurativa de Barthes. Kierkegaard con Barthes reafirma la dimensión imaginaria, desplazando el campo simbólico de la palabra hasta sus propios límites, que son los límites del eros, como “presencia ausente del deseo” ().
IV. Lenguaje y realidad: una relación imposible
Tanto Climacus en Postscriptum (1846), como posteriormente Kierkegaard en las Conferencias sobre la comunicación ético-religiosa (1847) comparten la diferencia esbozada por Barthes en la entre el enunciado, del que hace uso la ciencia, y la enunciación, propia de la literatura. Mientras “el enunciado, objeto ordinario de la lingüística, es dado como el producto de una ausencia de enunciador” (Barthes, 1977, p. 126), la enunciación apunta a lo real del mismo lenguaje exponiendo el lugar de la carencia del sujeto, del que Kierkegaard se ocupa en su producción pseudónima con un dramatismo propio de la semiología figurativa de Barthes.
No es casual, que en la Kierkegaard aparezca, junto con Nietzsche, citado dos veces. La primera de ellas para hacer referencia a la ruptura con la estructura alienante de la lengua, y la segunda, al describir la tercera fuerza de la literatura. El carácter político de la propuesta de Barthes es explícitamente manifestado por el autor, al describir, de la mano de Foucault, la inocente concepción del poder de la modernidad, que habla del mismo como si fuera “uno”, generando la idea de que el poder es un objeto y que de un lado se encuentran quienes lo detentan, y del otro quienes no lo tienen. Avala la idea de que el poder está presente en los más finos mecanismos del intercambio social, y no únicamente en el Estado (), para concluir que desde los inicios de la historia humana el poder se inscribe en la lengua, presentada como un código. “El lenguaje es una legislación, la lengua es su código. No vemos el poder que hay en la lengua porque olvidamos que toda lengua es una clasificación, y que toda clasificación es opresiva…” (). La propia estructura de la lengua es alienante y su función no consiste, como suele creerse, en comunicar, sino más bien en “sujetar” (). En este contexto, solamente la literatura “permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje…” (). En la lengua se relacionan íntimamente servilismo y poder. Si la libertad no se piensa únicamente como la capacidad de sustraerse al poder, sino también como la de no someter a nadie, entonces solamente puede hallársela fuera del lenguaje. Ahora bien,
desgraciadamente, el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas. Solo se puede salir de él al precio de lo imposible: por la singularidad mística, según la describió Kierkegaard cuando definió el sacrificio de Abraham como un acto inaudito, vaciado de toda palabra incluso interior, dirigido contra la generalidad, la gregariedad, la moralidad del lenguaje; o también por el amén nietzscheano, que es como una sacudida jubilosa acertada al servilismo de la lengua, a eso que Deleuze llama su manto reactivo. ().
En este contexto, la literatura es descripta como la práctica de escribir que concentra fuerzas de libertad frente a la estructura alienante de la lengua. Identifica la literatura con la escritura o el texto, enfrentándola implícitamente al paradigma autoral, dado el trabajo de “desplazamiento” que ejerce sobre la lengua sobre la base de una “responsabilidad de la forma”.
Las fuerzas de libertad que se hallan en la literatura no dependen de la persona civil, del compromiso político del escritor, que después de todo no es más que un “señor” entre otros, ni inclusive del contenido doctrinario de su obra, sino del trabajo de desplazamiento que ejerce sobre la lengua… ().
A continuación, haciendo uso de conceptos griegos, Barthes describe tres fuerzas de la literatura, a saber: Mathesis, Mimesis, Semiosis. En lo que respecta a la primera de ellas, sostiene que la literatura toma a su cargo muchos saberes, pero, a diferencia de la ciencia, su carácter no es epistemológico, sino dramático, porque se trata de un discurso infinito del saber que reflexiona sobre sí mismo, poniendo en escena al lenguaje en lugar de simplemente utilizarlo. La segunda fuerza de la literatura es su fuerza de representación. La literatura se esfuerza por representar lo real, que, en sentido estricto, no es representable. El hecho de que lo real no sea representable puede decirse de diversos modos. Para Lacan, es “lo imposible”, que no puede alcanzarse y escapa al discurso. También se lo puede concebir como la imposibilidad de hacer coincidir un orden pluridimensional como es el de lo real, con el orden unidimensional del lenguaje.
Ahora bien, la historia de la literatura se nutre justamente del rechazo a la imposibilidad de coincidencia entre estos dos órdenes. Escribir es entonces buscar la imposible coincidencia entre el orden del lenguaje y el orden de lo real, poniendo de manifiesto la función utópica de la literatura. La literatura es a la vez realista e irrealista. Solo tiene a lo real como objeto de deseo, pero a la vez, concibe como sensato el deseo de lo imposible. En este contexto, Mallarmé, en la segunda mitad del siglo XIX, es presentado como la figura exacta de la literatura francesa. Creemos que, siguiendo esta línea expositiva, Kierkegaard puede ser concebido como la “figura exacta” de la literatura danesa de la primera mitad del siglo XIX.
El método de la literatura para enfrentarse al poder gregario es la obcecación y el desplazamiento, un tipo de juego que se relaciona con el teatro. El escritor, en tanto sujeto de una práctica, debe obcecarse en el entrecruzamiento de los demás discursos, ocupando una posición “trivial” en lo concerniente a la pureza de las doctrinas.
Obcecarse quiere decir en suma mantener hacia todo y contra todo, la fuerza de una deriva y de una espera. Y precisamente porque se obceca es que la escritura es arrastrada a desplazarse. ().
Desplazarse puede significar entonces colocarse allí donde no se los espera o, todavía y más radicalmente, abjurar de lo que se ha escrito (pero no forzosamente de lo que se ha pensado) cuando el poder gregario lo utiliza y lo serviliza. ().
Lo imposible de la lengua requiere de una escritura dispuesta a desplazarse desplegando recursos teatrales, “actuando” los signos en lugar de destruirlos.
Para designar lo imposible de la lengua he citado a dos autores: Kierkegaard y Nietzsche. Sin embargo, ambos han escrito, pero los dos lo hicieron en el reverso mismo de la identidad, en el juego, en el riesgo extraviado del nombre propio: uno mediante el recurso incesante a la seudonimia, el otro colocándose, hacia el fin de su vida de escritura –como lo ha mostrado Klossovski–, en los límites del histrionismo. Puede decirse que la tercera fuerza de la literatura, su fuerza propiamente semiótica, reside en actuar los signos en vez de destruirlos, en meterlos en una maquinaria de lenguaje cuyos muelles y seguros han saltado; en resumen, en instituir, en el seno mismo de la lengua servil, una verdadera heteronomía de las cosas. ().
A continuación, Barthes pasa a describir la historia de la semiología, para llegar a proponer su “semiología negativa o literaria”, que no es una hermenéutica. Sus objetos predilectos son los textos de lo imaginario. El método es el propio lenguaje que lucha por desbaratar todo discurso consolidado. También este método es una “ficción”. Cita nuevamente a Mallarmé, que cuando pensaba en preparar una tesis de lingüística sostuvo que “Todo método es una ficción. El lenguaje se le apareció como el instrumento de la ficción: seguirá el método del lenguaje: el lenguaje reflexionándose” ().
Si bien Kierkegaard aparece para ejemplificar la tercera fuerza de la literatura, en la obra del autor danés también se encuentran rasgos coincidentes con la descripción de las dos primeras fuerzas. La literatura como intersección de discursos en posición “trivial” es lo que Kierkegaard desarrolla en su pseudonimia y la literatura que reflexiona sobre el propio lenguaje tratando inútilmente de decir lo imposible, ya que la distancia entre lo real y el lenguaje es insalvable, es un tópico de interés para Kierkegaard no solamente en Temor y Temblor (1843), sino también en Johannes Climacus o el dudar de todas las cosas (1842-1843), donde se analiza puntualmente la relación del lenguaje con la realidad, para sostener que cuando el lenguaje toca la realidad la transforma en otra cosa, ya que no es capaz de asirla en sí misma. “La inmediatez es la realidad, el lenguaje es la idealidad, la conciencia es la contradicción. En el momento en que enuncio la realidad, la contradicción está allí, pues lo que digo es la idealidad.” ().
Conclusiones
La obra de Barthes ha sido objeto de las más diversas recepciones. En lo que respecta particularmente a su relación con la filosofía, Milner la analiza a lo largo de toda la producción del pensador francés, mostrando en la última etapa la presencia de Sartre. Soto, por su parte, señala la importancia de la retórica aristotélica en la semiología barthesiana y llega incluso a sostener que en su última etapa el propio Barthes se comprende a sí mismo como “filósofo”a (). Marty, quien rechaza el carácter filosófico de la obra de Barthes, acerca al autor francés a Kierkegaard, en tanto antifilósofo, en el capítulo de su libro dedicado a los vínculos entre subjetividad y theoria. Cuando Marty hace referencia a la estrategia de Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso, y al mostrar su alejamiento de la theoria, menciona como antecedente a Kierkegaard.
En la estrategia que hace suya aquí me parece reconocer, al menos en parte, lo que fue la estrategia de un filósofo (o un antifilósofo), Kierkegaard, inspirador del existencialismo, en Kierkegaard a quien Sartre describe en un admirable texto “L’ Universel singular”: lo que lo fascina en él es su resistencia a Hegel y el hegelianismo, que fue el “espíritu de la época”, la filosofía convertida en mundo, el mundo convertido en hegeliano. ().
Ahora bien, dado que la recepción de Marty está mediada por las recepciones francesas de Sartre y Wahl, no se preocupa por actualizar las razones que posibilitan pensar en común ambas estrategias discursivas, aunque percibe con claridad que lo que estos autores practican no es un rechazo del saber objetivo, sino la suspensión de la polaridad entre el sujeto y el objeto de conocimiento para permanecer en contacto con lo irreflexivo.
Se dirá que Barthes es un Kierkegaard que ha comprendido la inutilidad y hasta la vanidad de la revuelta contra el Espíritu de época. En vez de refutar en actitud polémica el saber objetivante de la theoria, cita esta última, pero la despoja del saber y del proceso de objetivación que ella vehicula. ().
Sin entrar en la polémica respecto al sentido filosófico de la obra de Barthes, el hecho de que Marty no lea al semiólogo francés como filósofo, hace que emparente su escritura con la de Kierkegaard, entendiendo al danés como un autor no filosófico y marginal. Por eso, hacia el final de su argumento, acerca el “heroísmo de la debilidad” de Barthes al proceder de un filósofo no marginal como Merleau-Ponty con el objeto de señalar que las propuestas de “suspensión” del saber objetivo también se encuentran en los análisis de filósofos propiamente dichos.
Esta ambición de un pensador de apartar del poder totalizador de la theoria no es un fenómeno aislado que solo afecte a individuos marginales con respecto a la filosofía, como lo fueron Kierkegaard o Barthes; de hecho, es un proyecto más frecuente de lo que se cree (pero la theoria es ciega a toda disidencia), y en Merleau Ponty podríamos encontrar un proceder que, aunque un poco diferente no carece de puntos comunes… ().
Creemos que la estrategia de Barthes puede con certeza emparentarse a la de Kierkegaard por razones más “actuales” que el hegeliano espíritu de época, a saber: “una ética de la escritura”, basada en la singularidad “sin autoridad”, que fundamenta ambas estrategias discursivas como modo de intervención pública.
Cuando Soto interpreta a Barthes como filósofo se concentra en el intertexto barthesiano en el que aparece entre paréntesis el nombre de Nietzsche. Dos años más tarde, en la , Barthes incorpora el nombre de Kierkegaard con el objeto de dar cuenta de la literatura en el marco de una semiología negativa que se opone al carácter opresivo de la lengua clasificatoria de la ciencia. A su vez, la defensa del sentido revolucionario de la literatura es expresada a partir de una discusión sobre el modo trivial de concebir el poder en el pensamiento moderno, como si se tratara de un objeto que algunos detentan y del que otros carecen. Independientemente de que esta descripción caricaturesca del fenómeno del poder se ajuste o no a la realidad del pensamiento moderno, es evidente que Barthes concibe su semiología negativa en términos de un programa político de liberación de la lengua. En la formulación de este programa se apela a la figura de dos filósofos contemporáneos: Nietzsche y Kierkegaard.
Ha sido nuestra intención mostrar la coincidencia entre los asuntos tratados por Kierkegaard en la Dinamarca del siglo XIX y los que Barthes presenta en 1977 en el Collège de France, pero viene ya trabajando en El placer del texto (1973) y Fragmentos de un discurso amoroso (1975). Con la formulación de una literatura basada en la utilización de diversos recursos retóricos al servicio del lenguaje que reflexiona sobre sí mismo, Kierkegaard representaría el “lugar exacto” de la literatura danesa y, de esta manera, un modelo de la semiología negativa que transita Barthes en la última etapa de su pensamiento, que se corresponde con las fases que Soto denomina estética y ética.
Kierkegaard representa el lugar exacto de la literatura danesa como “escritor del goce”, tal como distintos fragmentos que apelan a la dimensión imaginaria del lenguaje en Diapsalmata lo ponen de manifiesto:
La mayoría de las personas corren tan aprisa tras el goce, que lo dejan atrás. A ellas les sucede lo que le sucedió a aquel enano que vigilaba en su castillo a una princesa que había sido secuestrada. Un día se tumbó a dormir la siesta. Cuando se levantó una hora más tarde, ella ya no estaba. Sin más dilación se calza sus botas de siete leguas y al primer paso ya la había dejado muy atrás. ().
Notas
[1] En el semiólogo menciona en el intertexto de las fases a Gide, en el género ganas de escribir, Sartre, Marx y Brecht en el género mitología social, Saussure en el género semiología, Sollers, Julia Kristeva, Derrida y Lacan en el género textualidad, y en el último género, moralidad, menciona a Nietzsche entre paréntesis. Creemos que, podría sumarse allí el nombre de Kierkegaard, como trataremos de demostrar en este artículo.
[2] Según , con la perspectiva de la obra completa es conveniente pensar estas fases manteniendo la periodización que Barthes propusiera, pero haciendo uso de rótulos más generales y precisos que los géneros, tales como: crítica (1953-1964), ciencia (1964-1971), estética (1970-1975), ética (1975-1980).
[3] Para las citas de Kierkegaard utilizamos la sigla SKS para referirnos a la última edición de sus obras completas en danés: Søren Kierkegaards Skrifter. Indicamos en números arábigos tanto el volumen como la paginación. Citamos a continuación la correspondiente versión castellana, cuyos datos de edición aparecen en la bibliografía.
[5] Según , el platonismo invierte o subvierte los términos del problema de eros al plantear la unidad originaria y perdida del amante y el amado. En el análisis de Carson, eros supone una estructura triangular según la cual el amante y el amado nunca logran realizar “plenamente” su deseo. En el platonismo habría una búsqueda de dos que se saben el uno para el otro, dos partes de una previa unidad. En la lectura de Carson, eros cuestionaría justamente la posibilidad misma de esta unidad.
[6] Para una discusión sobre la relación entre las dimensiones de lo real, lo simbólico y lo imaginario en Barthes y Lacan, cfr. .
[8] La “construcción imaginaria” es definida por Climacus como “la anulación consciente y provocadora de la comunicación, lo cual es siempre de importancia para el sujeto existente que escribe para sujetos existentes, todo ello para que la relación no se torne en aquella de un recitante que escribe para recitantes.” .