Uno de los principales emblemas que ha definido a la Modernidad es la supuesta emancipación del proyecto político-estatal respecto de la esfera religiosa. No obstante, Eric Voegelin, uno de los filósofos más creativos y fecundos del siglo XX, mostró mediante su análisis que la organización social excede la mera ordenación del poder y la jerarquía jurídico-normativa, dilucidando el carácter teológico que subyace en el orden social. El presente libro recoge dos de sus principales textos, por una parte “Religiones Políticas” escrito en 1938, en el que se aborda la presunta desacralización propia de la Modernidad, por otra parte, “Ciencia, Política y Gnosticismo” escrito en 1959, compuesto a su vez por dos ensayos, trata el origen gnóstico de la Edad Moderna.
En el primer texto “Religiones Políticas”, Voegelin nos introduce su objeto de estudio que podemos sintetizar en la premisa “lo sagrado se encuentra en lo político, igual que lo político se encuentra en la religión”. El pensamiento dicotómico Política-Religión se plantea desde los términos Estado-Iglesia, lo cual impide dilucidar un orden axiológico de tipo teológico en los movimientos de masas. Es por ello que Voegelin discierne entre dos tipos de religiones: aquellas “supramundanas” de tipo sustancialista cuya fase salvífico-redentora se ubica en una dimensión espiritual supraterrenal, e “intramundanas” de tipo fenomenológico que descubren el carácter divino en la propia realidad al estar relacionadas con la “inmanencia”, su fase de salvación se encuentra en la realidad material vigente (p. 32). La existencia humana, vivida como ser “creatural”, genera una dimensión espiritual vinculada a un relato teológico que pretende encontrar respuestas a cuestiones existenciales. Esta idea se representa a partir del análisis histórico sobre el proceso de transformación de la religión dentro de la esfera política, cuyo origen se encuentra en el Antiguo Egipto cuando las primeras dinastías eran presentadas como sucesoras de la deidad correspondiente. De este modo, se nos explicita la rígida jerarquía que subyace en la relación deidad-monarca-súbditos en la que sólo el monarca conoce los designios divinos y por ende sólo se encuentra subordinado a Dios. Sin embargo, con el desarrollo del cristianismo tras el concilio de Nicea y el edicto de Tesalónica, se comienza a introducir la idea de que todo hombre comparece directamente ante Dios. La introducción y definición del concepto “ekklesía” en la teología paulina, afianzará el paralelismo de la Iglesia como comunidad y cuerpo de Cristo (p. 44). A este conglomerado simbólico debemos sumar la representación del “Apocalipsis” (en términos de revelación del reino), constituida por Joaquín de Fiore. El teólogo erigió una imagen triádica de la Historia conformada por tres etapas: la del Hijo, la del Padre y la del Espíritu que quedaría inaugurada con la aparición de la figura del Dux. A partir del siglo XVII, con la obra de Hobbes, comienza la transmutación a un Dios mortal encarnado en el “Leviatán” cuyo soberano continúa haciendo de intermediario entre Dios y la comunidad, una comunidad ahora cohesionada en torno a su autoconciencia, sobre esta base la comunidad dejará de pertenecer a una sustancia sacral, para ser sagrada en sí misma (p. 57). Estas dinámicas de pensamiento no fueron erradicadas por el positivismo, sino que se adaptó a ellas configurando una nueva idea de verdad que, a partir del siglo XIX, comienza a designar como “verdadero” aquello que incrementa la forma y valor del Pueblo, aquello que le hace desarrollar su fuerza vital (p. 60). En este momento se fragua y ejecuta la decapitación de Dios, pues el “Pueblo uno” aparece ahora como fuente de legitimidad a través del “espíritu del Pueblo” el cual persiste en el tiempo y se manifiesta plenamente en la figura del caudillo (Führer), en él se realiza el espíritu del Pueblo y su voluntad. De la misma forma que los monarcas se mostraban como los únicos capaces de comunicarse con Dios, sólo el caudillo puede conocer la voluntad del Dios intramundano encarnado en el Pueblo (p. 64). La fe ha transmutado de un Dios trascendente a una comunidad intramundana pero manteniendo todo ápice de sacralidad.
El segundo texto se encuentra formado por dos ensayos respectivamente. Por una parte encontramos “Ciencia Política y Gnosticismo” en el que se pretende analizar, desde el análisis político, el estado de desorientación en el que se encuentra el ser humano y el auge de movimientos gnósticos cuya finalidad es otorgar una cosmovisión que anule tal confusión. Por tanto, la gnosis se define como el conocimiento sobre el extravío vital y el medio para superarlo. El análisis de la Ciencia Política no sólo busca mostrar las contradicciones de las premisas o el error en las conclusiones, pretende poner de relieve los síntomas de orden/desorden espiritual de la comunidad que sostiene dichas premisas (p. 86). Mediante tal análisis se busca discernir tanto el carácter gnóstico de las principales corrientes y autores de la Modernidad, como la prohibición de preguntas filosóficas propia de esta etapa.
En el caso de Marx, el orden del ser queda planteado como un proceso natural autosuficiente en el que la naturaleza se encuentra en constante transformación y en dicho desarrollo produce al hombre, la rebelión contra Dios busca afirmar al hombre como entidad que rige su existencia. Esta idea queda plasmada perfectamente en la frase de Marx “En una palabra, yo odio a todos los dioses (...) porque no reconocen la existencia humana como divinidad suprema” (p. 97). En el caso de Nietzsche, el concepto vertebrador es su “libido dominandi” como voluntad del espíritu que no busca sobrepasar la “verdad”, sino sustituirla por otra. Hegel trata de transmutar de la filosofía a la gnosis mediante la elaboración del sistema como método de explicación de la realidad. Se postula que la única forma de conocer el orden del ser es a través del sistema. Por último, la interpretación del modelo salvífico, esgrimida por Heidegger, es entendida por medio de la “parusía” como liberación de los demonios en el advenimiento concebido de forma inmanente, mediante el poder del hombre. Según Voegelin la prohibición de preguntas queda vinculada al sistema, toda respuesta o premisa categórica se encuentra yuxtapuesta a otras en un sistema de especulación gnóstico, de modo que toda pregunta que se encuentre fuera carece tanto de respuesta como de valor.
Ahora bien, el análisis de estos autores no trata uno de los aspectos más trascendentales de la teología política: la muerte de Dios y la destrucción de su proyecto en aras de crear uno nuevo por medio de la acción humana. Esta metáfora queda descrita en la fábula del Gólem de la Cábala en la cual se nos narra la creación de vida por parte del profeta Jeremías y su hijo Ben Sira mediante el estudio de la “Yesirá” y la combinación de palabras según los principios cabalísticos. La criatura llevaba escrito en su frente “YHVH Elohim Emet” (Dios es la verdad), sin embargo, tras eliminar el símbolo “alef” dio lugar a “YHVH Elohim Met” (Dios ha muerto) (pp. 108-109). Esta creación de vida revela al hombre como un Dios, consolidando la ejecución. Matar a Dios implica ocupar su lugar y si la hazaña es demasiado grande para el hombre, debe superarse para estar a la altura de tal acción, de ahí que el “homo novus” marxista no sea un ser sin religión sino un ser que se percibe a sí mismo como Dios. Pero Voegelin nos alerta, no se puede modificar el orden del ser sin destruirlo, al deicidio teológico le sigue el homicidio político (p. 112).
En el siguiente ensayo “El Sucedáneo de la Religión. los movimientos gnósticos de masas de nuestro tiempo” se busca llevar a cabo un análisis de los principales axiomas teóricos de los movimientos gnósticos modernos, los cuales no sólo apelan a movimientos políticos, también intelectuales como es el caso del positivismo. A pesar de que el gnosticismo es un movimiento coetáneo al cristianismo originario, sus postulados se mantienen imperantes y podemos sintetizarlos en el principio de insatisfacción que vive el gnóstico respecto a la situación histórica debido a la presuposición de que ese mal viene originado por una nefasta articulación del orden del ser, susceptible de ser transformado en un nuevo orden por vía de la acción humana (pp. 127-128).
Con la finalidad de proyectar su ideario, los movimientos de masas poseen un sistema simbólico cuyo núcleo central es la idea cristiana de “perfección”; es decir, se concibe la posibilidad de lograr la plenitud en un nuevo orden del ser. Esta idea se compone de dos derivaciones, la teleológica en la que se acentúa el movimiento hacia la perfección y la axiológica que encarna el estado de valor más alto. Ambas se pueden inmanentizar de forma conjunta o separada. La inmanentización teleológica enfatiza el movimiento sin una definición clara del fin, se genera así la idea de “progreso”. La inmanentización axiológica acentúa el grado de perfección dibujando una imagen idílica, pero sin una clarificación de los medios para lograrlo, dando lugar a la “utopía”. Si se inmanentizan de forma conjunta da origen al “misticismo activista” en el que la formulación del fin y los medios para alcanzarlo están relativamente clarificados (pp. 129-130).
Voegelin nos señala que esta idea de perfección posee primacía frente a otros complejos simbólicos como el estipulado por el teólogo Joaquín de Fiore; es el núcleo en torno al cual orbitan el resto de atributos, pues todo movimiento gnóstico busca reemplazar el orden actual por otro planteado como perfecto. Para ello, los intelectuales articulan una imagen del mundo en la que se omiten aquellos rasgos del ser que impiden la materialización del modelo. Voegelin nos expone este punto mediante la presentación de tres autores: en el caso de Tomás Moro el rasgo omitido es la soberbia surgida del pecado original; en el caso de Hobbes es el summum bonum que otorga racionalidad a las acciones humanas y sin el cual estas quedarían regidas por las pasiones, en especial por la agresividad; por último, en el caso de Hegel el rasgo eliminado es el misterio de la vida cuyo curso puede ser conocido. Aun así, la imagen idílica que se plantea obedece más a la satisfacción de una fantasía que a un intento de reorganizar el orden del ser. La proyección de la imagen perfecta propia de un nuevo orden requiere la existencia de “fe”, definida como la sustancia de las cosas que se esperan (proposición ontológica) y certeza de las cosas que no se ven (proposición epistemológica) (p. 139). En definitiva, el ser requiere de fe en materializar un nuevo orden más justo que guía sus acciones y le otorga determinadas certezas.
A modo de conclusión podemos alegar que tanto en esta obra, como en el resto de Voegelin, se nos recuerda que la vida del hombre se halla inserta en un orden religioso cuyo lenguaje político se encuentra impregnado de emociones religiosas sobre lo divino y lo trascendente. Voegelin nos recuerda que en tiempos de dilución de identidades nos puede asolar una sensación de extravío y anomia colectiva que puede culminar en movimientos cuya máxima se basa en otorgar una cosmología que, en muchos casos, incurre en el fanatismo. Por ese motivo debemos adquirir cierta responsabilidad a la hora de cuestionar aquellas narrativas que se nos esgrimen, pues, tal y como nos hace ver el autor, no estamos obligados a participar en la crisis espiritual de nuestra sociedad, pero sí debemos mantener nuestra vida en orden.