1. Introducción
El propósito de este trabajo es proponer una reflexión sobre el potencial de la justicia restaurativa para reparar de manera efectiva la pérdida de confianza social como daño social específico causado por la corrupción.
Desde las ciencias sociales hasta el planetario y caleidoscópico “movimiento anticorrupción”, existe un acuerdo unánime sobre el hecho de que la corrupción conlleva incontables repercusiones negativas a nivel social: frena el crecimiento económico, socava el Estado de Derecho, debilita las políticas sociales, aumenta el gasto público al tiempo que reduce su eficiencia, baja la calidad de los servicios públicos, obstruye el funcionamiento del mercado, amplía la desigualdad y menoscaba la confianza en las instituciones. La pérdida de confianza causada por la corrupción iría incluso más allá del ámbito institucional para extenderse al de las relaciones sociales. Más concretamente, la corrupción tendría un impacto negativo sobre lo que se define como confianza generalizada o social, es decir, aquella confianza que otorgamos a las personas que no conocemos y que está en la base misma de las interacciones sociales. El debilitamiento de este tipo de confianza sería especialmente pernicioso porque afecta negativamente al capital social, es decir a los mecanismos relacionales que facilitan la creación de vínculos sociales y que contribuyen a la cohesión, a la colaboración y al desarrollo de la sociedad. De esta forma, conduce al deterioro de la participación ciudadana y a niveles crecientes de intolerancia y sentimientos generalizados de pesimismo e impotencia.
Dado que abordar las consecuencias sociales del delito no forma parte de sus funciones, la justicia penal convencional no dispone de los instrumentos adecuados y por lo tanto no puede hacer mucho para reparar este tipo de daño.
Por contra, la justicia restaurativa sí tiene el potencial para hacer frente a los daños sociales y es clave para restaurar la confianza después de que se ha cometido un delito, aunque, hasta el momento, la investigación sobre justicia restaurativa ha dedicado poca atención a la posibilidad de reparar, a través de intervenciones restaurativas, la confianza social perdida a causa de la corrupción.
Con la expresión justicia restaurativa me refiero a un conjunto de prácticas que, tras la comisión de un delito, propician el encuentro entre ofensores, víctimas (directas e indirectas, individuales, colectivas y difusas) y cualquier otra persona o grupo que hayan sido afectados por y/o hayan tenido alguna forma de relación con el evento delictivo, con el objetivo de debatir sobre lo sucedido y alcanzar acuerdos restaurativos dirigidos a reparar el daño. En este sentido, las prácticas restaurativas complementan la justicia penal convencional, ofreciendo los instrumentos adecuados para abordar también la dimensión social del delito y dar respuesta a la necesidad de reparar tipos de daños que van más allá del ámbito actual de la competencia penal y procesal clásica.
Esta manera de concebir la justicia restaurativa parece estar en consonancia con la intención del legislador español de dar entrada en el futuro a formulas restaurativas en el proceso penal, como se desprende de la lectura del Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal actualmente en discusión en el Parlamento. El análisis de las formas en que debería articularse la relación entre justicia restaurativa y justicia penal convencional no es objeto del presente trabajo, aunque haré referencia a esta cuestión al final. Mi interés se centra aquí sobre todo en señalar una problemática que no está recibiendo suficiente atención.
Para analizar el problema de la reparación de la confianza social, primero definiré las bases conceptuales de mi argumentación delimitando las nociones de corrupción y confianza social. Luego, describiré cómo la corrupción deteriora la confianza social y examinaré los factores que permiten o impiden a la justicia restaurativa funcionar como una estrategia efectiva de reparación de la confianza social. Finalmente, formularé algunas propuestas al respecto.
2. Corrupción y abuso de confianza
Al aproximarse al fenómeno, puede resultar frustrante el constatar que existen tantas concepciones y definiciones de corrupción que se torna casi imposible identificar un punto de partida claro para la reflexión, tanto es así que el término “corrupción” se ha definido a veces como un "término paraguas" que se convierte en un "gran centro comercial" en el que el significado de la palabra se pierde completamente.
Un primer intento de extraer “orden del ruido” es distribuir las definiciones de corrupción en dos categorías generales: por un lado, aquellas que caracterizan la corrupción como una infracción de la ley y, por el otro, aquellas que la describen como una infracción de estándares normativos distintos de la ley.
La primera categoría (la corrupción como infracción de la ley) reúne las tipificaciones legales de la corrupción, en su mayoría delitos como el cohecho, la malversación o el tráfico de influencias.
La segunda categoría se refiere a estándares normativos distintos de la ley que pueden ser de naturaleza:
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i. moral: cuando la corrupción se concibe como disvalor , como mal, como patología social, como enemigo o como un acto de traición ,
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ii. éticos/deontológicos: cuando la corrupción se concibe como desviación o incumplimiento de los deberes del cargo , como vulneración de la imparcialidad o de la igualdad de oportunidades o como discriminación injusta ,
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iii. económicos: cuando la corrupción se concibe como quebrantamiento de las normas de la libre competencia ,
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iv. sociales: cuando la corrupción se concibe como violación o abuso de la confianza en general o de la confianza pública, como violación de las normas de conducta que rigen en tema de asuntos públicos en una determinada sociedad, como violación de los estándares de conducta que el público espera de sus gobernantes o como violación de normas de acción colectiva .
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v. político/institucionales: cuando la corrupción se concibe como violación de los procesos democráticos , como deslealtad hacia las reglas del sistema democrático, como violación de los estándares de buen funcionamiento de las instituciones , como distorsión o subversión o “desnaturalización” de los fines de la función pública o como una violación de las normas burocráticas .
Aunque la justicia restaurativa a la que me refiero es complementaria al proceso penal clásico, analizar la corrupción tan sólo sobre la base de definiciones jurídicas sería inadecuado para los propósitos de este trabajo. Ello es así no solamente porque las diferencias en los criterios de tipificación dificultan la tarea de establecer una comparación entre diferentes jurisdicciones, sino también porque lo establecido por la ley no siempre concuerda exactamente con otros parámetros normativos vigentes (éticos o morales). Como veremos, es precisamente sobre la base de estos parámetros que el público mayoritariamente construye su concepción de corrupción, y basa su percepción y su juicio sobre el desempeño de los funcionarios públicos. Se trata de una cuestión crucial para nuestra reflexión, porque los reclamos, las declaraciones y las pretensiones que las víctimas de corrupción podrían manifestar en un encuentro restaurativo se asientan ante todo en estos elementos extrajurídicos.
Es por ello por lo que, en el marco del presente trabajo, me referiré a la corrupción usando la conocida formulación de Transparencia Internacional (en adelante, TI): la corrupción es el abuso del poder confiado para beneficio privado. Se trata de una definición sin duda muy amplia, a la que es necesario agregar algún detalle. Por lo tanto, me referiré específicamente al abuso del poder confiado por parte de funcionarios públicos, tanto a nivel político como administrativo, dirigido a obtener algún beneficio privado.
Esta definición excluye la corrupción privada, pero no todos aquellos sujetos que, pese a no pertenecer a la administración pública, colaboren con el sector público en actividades de diferente naturaleza. Excluyo la corrupción privada por dos razones.
Por un lado, la corrupción privada implica acciones que en el fondo forman parte de las reglas del juego en una economía de mercado. Como se ha observado, “influir en la decisión de un dueño de negocio no es un asunto de corrupción; ofrecer dinero para recibir un trato favorable es la naturaleza misma de los negocios”. En verdad se trata de una cuestión que no está del todo cerrada. En todo caso, el que la corrupción privada perjudique intereses de naturaleza general o pública es per lo menos opinable.
Por otro lado, y quizás precisamente por lo anterior, el abuso del poder confiado que ocurre entre actores privados no parece ser objeto de una especial preocupación por parte de la ciudadanía. Por lo tanto, no parece un factor clave para el deterioro de la confianza social vinculado a la corrupción.
En cuanto al concepto de “funcionario público”, me remito a la definición proporcionada por la Convención de la ONU contra la corrupción (2003). Esto permite utilizar una noción amplia de funcionario público, que también incluye a los actores privados cuando actúan como funcionarios públicos de acuerdo con las normas nacionales.
2.1 La corrupción como abuso del poder confiado para beneficio privado
Pese a sus defectos y con todas las especificaciones necesarias, la caracterización de TI llama la atención, de manera concisa y eficaz, sobre elementos que son cruciales para examinar la pérdida de confianza social provocada por la corrupción.
Por un lado, el término “abuso” describe la acción de cruzar la línea puesta por una expectativa legítima, mediante el uso de alguna forma de poder. Ir más allá del límite de la expectativa legítima de otra persona no sólo hace que la acción sea impropia, excesiva y, a menudo, dañina, sino que también establece un desequilibrio de poder y un estado de indefensión en la víctima. En el caso de la corrupción, la línea de demarcación entre actuación correcta y abuso puede trazarse con respecto a dos tipos de expectativas:
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a) aquellas implícitas en la delegación de autoridad acordada por los ciudadanos a los funcionarios públicos (estándar contratual). En este sentido, siempre que se desatienden los términos de la delegación, se exceden los límites de un buen uso de la facultad delegada. Por ejemplo, los funcionarios públicos actúan debidamente si cumplen con algunos requisitos previos expresos o tácitos o con “un contrato explícito o implícito”. En el centro del comportamiento corrupto estaría por tanto “la ruptura de una relación contractual (formal o informal) entre el principal y los agentes”, que subordina el interés del principal (la ciudadanía) al interés de los agentes (los funcionarios corruptos): “la corrupción ocurre cuando un agente traiciona los intereses del principal en pos de los suyos propios”. Más específicamente, de acuerdo con el estándar contractual, los funcionarios públicos corruptos utilizan el poder otorgado para fines que no están relacionados o son contrarios al mandato que recibieron. Ceva y Ferretti formulan el problema en estos términos: “tenemos corrupción política cuando los funcionarios utilizan las facultades encomendadas a sus funciones institucionales para la consecución de una agenda cuya lógica no pueden reivindicar como coherente con los términos de su mandato”.
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b) aquellas implícitas en valores generales relacionados con el buen gobierno, como la imparcialidad y la equidad, la justicia distributiva o la justicia procedimental (estándar ético). En este sentido, la corrupción implica la vulneración de principios que se consideran como fundamentos esenciales de la esfera pública y política. De esta perspectiva derivan aquellas definiciones que caracterizan la corrupción como una conducta o un mecanismo capaz de socavar las democracias.
Por otro lado, la expresión “poder confiado” señala la confianza como elemento consustancial del acto de delegar. Es decir, el concepto de poder confiado se refiere a una transferencia de poder, esto es, a un mandato conferido a alguien para la realización de determinadas actividades, basado en la expectativa de que el delegado actuará de acuerdo con el mandato (estándar contractual) o de acuerdo con el deber público (estándar ético). Lo que en este punto es importante destacar es que, aunque su contenido puede variar, la expectativa es permanente. Es decir, el hecho de estar esperando (una actuación debida) es intrínseco al acto mismo de delegar y es justamente en este punto que se encuentra la traición de la confianza.
Algunos destacan que, para que se establezca una expectativa legítima y, por ende, un vínculo de confianza, sería necesario que la transferencia de poder se convenga de manera formal, intencional y recíproca: esto es, “para que funcione como una forma de confianza, la transferencia de poder debe reconocerse mutuamente y los actores deben participar voluntariamente — es decir, tanto la fuente como el destinatario deben reconocer (explícita o implícitamente) la naturaleza de tal transferencia como legítima”. Ello sería por ejemplo inherente al mandato institucional conferido por los electores a sus representantes mediante la expresión del voto, frente a la que la asunción en el cargo representaría una manifestación de la voluntad de aceptar el mandato por parte del representante político. Al respecto, se ha observado que el elemento del “poder confiado” sólo podría predicarse para los sistemas democráticos. Es decir, no podría aplicarse en aquellos contextos en los que el poder público/político no ha sido realmente encomendado, sino tomado por medio de la represión o “comprado, confiscado, heredado o mantenido por pura coerción”. Así pues, la idea de “poder confiado” no permitiría identificar la corrupción en las dictaduras. Se trata de un punto de vista interesante, aunque se ha justamente notado que la corrupción es un hecho bastante frecuente también en las autocracias, donde también genera desconfianza social.
Finalmente, el concepto de “beneficio privado” describe el propósito individualista y egoísta al que forzadamente sucumbe el interés público inherente a cualquier acción política o administrativa. El beneficio privado se refiere, como es obvio, a alguna forma de ganancia individual, pero, en el caso de la corrupción, ello se consigue a costa de sacrificar intencionadamente aquellos intereses cuya defensa se ha confiado al representante. En otras palabras, el objetivo de la acción corrupta es proporcionar al agente un beneficio que no corresponde o es contrario a los intereses del principal. En el caso de la corrupción política esto significaría, por ejemplo, promover normativas que favorecen “el interés de los gobernantes a expensas de los gobernados”. Por otro lado, el beneficio privado responde a intereses ilegítimos en detrimento de otros que en cambio son legítimos de acuerdo con la ley y/u otras fuentes normativas, trastocando así “los fines legítimos del cargo”.
En términos más generales, se ha llamado la atención sobre el hecho de que la corrupción, además de los intereses de los delegantes, lesiona también el denominado “interés público”. En este sentido, se la califica frecuentemente como una violación del interés público o como una forma de subvertirlo o de sacrificarlo. De hecho, varias definiciones de corrupción apuntan al hecho de que la corrupción implica el uso indebido de lo “público”, sea este un cargo público, el espacio público, el poder público, el foro público o el poder institucional.
Ahora bien, resulta sin duda difícil determinar qué debería entenderse exactamente con la expresión “interés público”. Algunos han destacado que la palabra “interés” remite a la idea de una conveniencia o de una utilidad objetiva o subjetiva que puede ser negociada, cuando en realidad, para aprehender la dimensión real del daño causado por la corrupción, debería hacerse hincapié en el significado ético y/o político que el término evoca. Interés público alude en este sentido a la idea de un bien colectivo, que representa más que la simple suma de intereses particulares y que pertenece a la sociedad como grupo. En algunas ocasiones la literatura sobre corrupción atribuye la calidad de “público” no solamente a los intereses difusos y colectivos, sino también a la naturaleza colectiva del poder del que el corrupto abusa. En este sentido, por ejemplo, Warren hace referencia al abuso de un poder/autoridad “común” a expensas de la colectividad.
Es precisamente este enfoque en la esfera pública el que mejor permite apreciar la dimensión del daño difuso e inmaterial que la persecución abusiva de un beneficio privado es capaz de provocar, en términos de deterioro de la confianza institucional y social.
3. Corrupción: percepción y confianza social
3.1 Percepción y realidad en la corrupción
Las diferentes visiones de la vida pública y de la representación política que, como veremos, se encuentran en la base de la confianza social están mayoritariamente basadas en estándares normativos generales.
En este sentido, se ha destacado la existencia de un “discurso público”, en el que las personas tienden a definir la corrupción esencialmente sobre la base de estándares normativos distintos a la ley. Estas conceptualizaciones, que remiten al sentido moral de la opinión pública y tienen por tanto una naturaleza dinámica, aunque frecuentemente desatendidas por su supuesto carácter crítico o moralista, son relevantes porque determinan las expectativas de la ciudadanía sobre cómo deberían comportarse los funcionarios públicos. Consecuentemente, juegan un papel importante en la formación, mantenimiento y deterioro de la imagen que se tiene del funcionamiento de las instituciones (confianza institucional).
La existencia de un discurso público sobre la corrupción se vincula también con otro aspecto decisivo, que es la percepción que la ciudadanía tiene de los niveles de corrupción presentes en una determinada sociedad. Esta percepción interviene de forma decisiva en el desarrollo o en el declive tanto de la confianza institucional (al menos en las democracias) como de la confianza social. Ello es así porque, pese a que, como se ha observado una y otra vez, los niveles de corrupción percibida no suelen corresponderse con los niveles de corrupción real, la corrupción percibida produce efectos muy reales en términos de malestar social.
Es por ello por lo que, para elaborar intervenciones capaces de reparar la confianza social, es necesario también preguntarse qué factores influyen en la percepción de corrupción. Sobre este punto no hay un acuerdo definitivo en la literatura. Sin embargo, existen algunas evidencias recurrentes de que la percepción de corrupción estaría determinada por las siguientes circunstancias:
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i. Exposición mediática: el estilo sensacionalista de las noticias sobre corrupción y el efecto echo chamber aumentarían la percepción de la corrupción. Concretamente, la exposición a los canales comerciales de televisión estaría relacionada con niveles más altos de percepción de corrupción política. Por contra, la exposición a una programación televisiva de asuntos públicos reduciría la percepción de corrupción, cuando menos en las personas con un elevado nivel de estudio. Por otro lado, tendrían más probabilidades de percibir la corrupción las personas que reciben información a través de las redes sociales. El efecto aumentaría en el caso de los votantes del partido que está en la oposición. Esto se debe a que el entorno de las redes sociales proporciona generalmente una información de menor calidad, lo que fomentaría la polarización. Asimismo, Internet estimularía la percepción de la corrupción tanto de manera directa (proporcionando información sobre corrupción gubernamental) como indirecta (dependiendo de factores como características demográficas, factores culturales y psicológicos, tipo y tiempo de uso de Internet). Además, en Internet el efecto sería más intenso, porque en la red las personas tenderían a buscar sobre todo información negativa.
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ii. Situación económica del país: una situación económica desfavorable incrementaría la percepción de corrupción en general.
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iii. Satisfacción con el desempeño del gobierno y/o confianza en el gobierno y las instituciones: las opiniones negativas sobre el gobierno derivarían en la percepción de que el gobierno es corrupto.
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iv. Situación económica personal: las personas de bajos ingresos estarían más propensas a percibir la corrupción en general.
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v. Estatus ocupacional: los encuestados de estatus social bajo resultarían más tolerantes con la corrupción menor, en tanto que los encuestados de estatus social alto resultarían más tolerantes con la corrupción a gran escala.
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vi. Alienación política: la personas que muestran actitudes de desapego o distanciamiento de la política estarían más predispuestas a percibir la corrupción.
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vii. Género: las mujeres tenderían a percibir la corrupción en general menos que los hombres, en tanto que estarían más predispuestas a percibir la corrupción administrativa. En todo caso, percibirían especialmente un tipo de corrupción vinculada a la necesidad de acceder a servicios públicos y/o a evitar abusos de poder (denominada “need corruption”).
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viii. Edad: las personas más jóvenes estarían más predispuestas a percibir la corrupción.
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ix. Educación: la personas con niveles de estudio más altos estarían menos predispuestas a percibir la corrupción administrativa que la corrupción en general, al menos en los países “menos corruptos”.
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x. Tipo de corrupción (política/administrativa): los ciudadanos tenderían a creer que los políticos son más corruptos que los empleados de la administración pública porque, disponiendo los primeros de más discrecionalidad, sería menos probable que estén obligados a rendir cuentas por sus actuaciones.
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xi. Preferencias de partido: en Flandes, Van de Walle encontró que los partidarios de la extrema derecha tenían más probabilidades de percibir la corrupción que los socialdemócratas y los liberales.
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xii. Finalmente, algunos advierten que las mismas políticas anticorrupción aumentarían la percepción de corrupción en la ciudadanía.
Como se verá más adelante, algunos de estos factores – por ejemplo, la desigualdad económica o de oportunidades, el nivel de estudios o la buena o mala calidad del gobierno y/o de las instituciones - no solamente inciden en la percepción de la corrupción, sino que también contribuyen por sí mismos al deterioro de la confianza social. Deberá por tanto atribuirse a estos factores una trascendencia propia en el análisis del potencial de las intervenciones restaurativas en este campo.
3.2 El problema de la confianza social
Confianza social es sin lugar a duda un término borroso. Se utiliza de forma corriente e indistinta para indicar tanto la confianza interpersonal, como la confianza intragrupo, la confianza institucional o la confianza generalizada. Es por tanto necesario aclarar que, con el término confianza social, me refiero a la denominada “confianza generalizada”, es decir, aquel componente de la vida en sociedad que se suele medir con la pregunta: “¿Crees que se puede confiar en la mayoría de las personas?”.
No se trata en definitiva de la confianza que otorgamos a las personas que conocemos o a las personas que ya se han demostrado confiables en ocasiones pasadas. Para estos casos, se usan otras formulaciones, como “confianza estratégica”, o “confianza particularizada”, o “interpersonal”, o “espesa”. Tampoco se trata de la confianza que se otorga a las instituciones o a las organizaciones gubernamentales (se habla en este caso de confianza institucional) o a la clase política (confianza política).
La confianza social o generalizada es aquella actitud por la que estamos dispuestos a conceder el beneficio de la duda a las personas que no conocemos, que no forman parte de nuestro entorno, con las que no nos relacionamos y de cuya confiabilidad no hemos tenido ninguna experiencia. Se trata de una confianza de “radio amplio”, es decir, de una “expectativa de honestidad y confiabilidad hacia todos, incluidos los extraños”.
Dado que la vida en comunidad es posible tan sólo si podemos suponer que la mayoría de las personas es digna de confianza, la confianza social es un componente social especialmente necesario. Si no pudiéramos en buena medida dar por descontado que los demás, como nosotros, harán “su parte” y que nuestras expectativas de confianza serán satisfechas, cualquier interacción social sería imposible. En este sentido, es la confianza social o generalizada el tipo de confianza que, según Putnam, hace posibles la vida social y el funcionamiento de la democracia. Solamente gracias a la confianza social podemos gestionar la incertidumbre y la complejidad y esperar que los demás cooperarán en el futuro, harán lo correcto (al menos, según nosotros), harán algo importante para nosotros, tomarán en serio nuestros derechos y nuestra libertad, emprenderán “acciones que sean beneficiosas o, en todo caso, no dañinas para nosotros” y corresponderán nuestra confianza.
En sociedades en las que el nivel de confianza social es alto, las personas perciben “un destino común” y compartido con sus conciudadanos. La confianza particularizada, en cambio, permite relaciones estrechas solamente en grupos más limitados, en los que funcionan normas de reciprocidad y lealtad reservadas exclusivamente a los miembros del mismo grupo. Por consiguiente, la confianza social está relacionada con actitudes de apertura al otro y optimismo, en tanto que la confianza particularizada se relaciona con actitudes de clausura, exclusión del otro, pesimismo y particularismo. En definitiva, la pérdida de confianza social es un daño social especialmente significativo porque bajos niveles de confianza se relacionan con actitudes de resignación, insatisfacción, desconexión de lo público y repliegue en lo privado, suspicacia y hostilidad hacia todo lo ajeno al círculo interno de cada individuo. Todo ello se asocia también al deterioro de la participación ciudadana en la vida pública, al aumento de la litigiosidad judicial, así como al incremento de los niveles de intolerancia y a una actitud de renuncia a colaborar con los demás en vistas al bien común.
Podría cuestionarse si es posible reconstruir la confianza social una vez que se ha perdido.
A tal propósito se ha observado que, por un lado, se trata de una actitud relativamente estable, aprendida a lo largo de los procesos de socialización primaria, moldeada por las experiencias de la vida e influenciada tanto por factores sociales, políticos o económicos, como por factores individuales. Entre los primeros, se han catalogado la buena o mala calidad del gobierno y/o de las instituciones, la presencia o ausencia de normas sociales que sustentan conductas honestas y respetuosas y, sobre todo, la presencia de desigualdad económica o social. Entre los factores individuales se han mencionado el pertenecer a minorías discriminadas, diferentes rasgos de personalidad, el nivel de estudios, el nivel de ingresos, la religión, la orientación de valores e incluso los niveles promedio de oxitocina en un país determinado.
Por otro lado, también se ha destacado que la confianza social no es inalterable. En palabras de Sønderskov y Dinesen, no se trata de “algo grabado en piedra”, sino de algo que se puede (re)construir mediante programas dirigidos a “contrastar la corrupción y otras disfunciones institucionales que llevan a los ciudadanos a desconfiar de las instituciones y, posteriormente, de otras personas”. En todo caso, también merece destacarse que cualquier intervención destinada a reconstruir la confianza social perdida dará resultados únicamente si se realiza en el marco y con el soporte de instituciones honestas. Resultaría inefectivo por ejemplo el intento de implementar medidas para reducir la desigualdad en el marco de unas instituciones corruptas. Ello es así porque cualquier iniciativa (por ejemplo, la redistribución de ingresos) podría interpretarse como una enésima oportunidad para favorecer los que más recursos tienen en detrimento de todos los demás.
3.3 La erosión de la confianza social por la corrupción
Como se acaba de destacar, son numerosos y diferentes los factores sociales, económicos e individuales que están en la base de la creación, el mantenimiento, el deterioro y la recuperación de la confianza social.
La corrupción, por así decirlo, se insinúa entre esos factores, alimentándoles y alimentándose de ellos, e intensificando sus efectos negativos. Se generan así círculos viciosos que se autoalimentan, dificultando posibles intervenciones.
Se ha identificado por ejemplo la influencia recíproca y circular entre desigualdad, corrupción y confianza social. La desigualdad, tanto en términos de recursos económicos como de acceso a oportunidades, es uno de los factores más relevantes en el deterioro de la confianza social. A su vez, la corrupción conduce a un aumento de las desigualdades, contribuyendo así a ese deterioro. En un contexto de desigualdad, además, la percepción de que existe corrupción motiva la búsqueda de relaciones de privilegio, en el intento de compensar el desequilibrio de oportunidades. Aquellos que no consiguen acceder a un “círculo de privilegio” van progresivamente renunciando a ejercer sus derechos (por ejemplo, empresas que dejan de participar en convocatorias públicas). A su vez, esta actitud de renuncia y repliegue reduce el control sobre la actividad pública, con lo que aumentan las oportunidades para un crecimiento ulterior de la corrupción.
De manera parecida, existiría una relación circular entre confianza institucional, corrupción y confianza social, a lo que se ha denominado “circulo vicioso de la desconfianza”. Esto es: la desconfianza de los ciudadanos hacia las instituciones y la clase política es, a la vez, causa y efecto de la corrupción. La existencia o la percepción de altos niveles de corrupción, especialmente en un contexto cultural de “desafección” previa hacia las instituciones, provoca en la ciudadanía sentimientos de desconfianza institucional y “desapego” a la política. A su vez, el desapego a la política se manifiesta en actitudes de renuncia y pesimismo, que reducen la posibilidad de una respuesta cívica de reacción y rechazo. Es más: la existencia de la corrupción se termina aceptando como un hecho generalizado, ineludible e, incluso, tolerado. Se genera así un sustrato social favorable a que la corrupción siga prosperando, alimentando el círculo vicioso de la desconfianza.
En semejante contexto, la ciudadanía se orienta a suponer que, si las instituciones son corruptas, entonces tampoco las personas en general deben de ser muy confiables o que su confianza social no será correspondida por los demás.
Ello es así porque la conducta de los funcionarios públicos enviaría señales sobre los estándares morales vigentes en una sociedad dada. Es decir, los ciudadanos utilizarían el comportamiento de los funcionarios públicos como un indicador de la confiabilidad de las personas en general. En el caso de la corrupción, la conducta corrupta de personas que deberían ser especialmente confiables, dado que les ha sido confiado el encargo de actuar para cuidar y sostener el bien común, pondría de manifiesto que en esa sociedad el engaño está tolerado. Concretamente, de acuerdo con este planteamiento, las personas pueden llevar a cabo 3 tipo de “inferencias”:
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i. Una primera inferencia en cuanto al comportamiento de los funcionarios públicos: el comportamiento corrupto se interpreta como una señal de que no se puede confiar en nadie.
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ii. Una segunda inferencia en cuanto a las personas en general: si los funcionarios públicos actúan de forma corrupta, ello implica necesariamente la participación o la complicidad de otras personas. Se fomenta así la idea de que debe de existir una propensión general a comportarse de manera corrupta.
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iii. Una tercera inferencia en cuanto a uno mismo: si todo el mundo es corrupto, las personas llegan a la conclusión de que ellas también deberían comportarse de manera corrupta para no quedarse atrás.
Se perdería finalmente la motivación para comportarse de manera confiable y cooperativa, aun cuando eso resulte en un perjuicio personal.
En definitiva, la existencia o la percepción de la existencia de instituciones inicuas o corruptas generan una pérdida de confianza institucional y, de ahí, de confianza social, en tanto que instituciones justas, honestas, confiables y libres de corrupción fomentarían tanto la confianza social como el capital social.
Merece la pena destacar que el efecto sobre la confianza social sería especialmente pernicioso cuando la gente percibe como injustas o corruptas instituciones como las fuerzas del orden o el sistema judicial, porque son precisamente estas instituciones las encargadas de perseguir y enjuiciar las conductas deshonestas.
4. Cómo reparar la pérdida de confianza social: el rol de la justicia restaurativa
Todo lo expuesto anteriormente plantea cuestiones que es preciso tener en cuenta a la hora de averiguar la posibilidad de abordar de forma efectiva la pérdida de confianza social causada por la corrupción en el marco de un sistema de justicia penal orientado restaurativamente.
A nivel general, es necesario recordar ante todo que aquello que el público define como aceptable o inaceptable, con respecto a la conducta de un funcionario público, constituye el criterio normativo fáctico de referencia para la apreciación subjetiva del nivel de corrupción existente en una sociedad determinada. Este criterio, que se basa principalmente en elementos extrajurídicos, es clave para la promoción o el desgaste tanto de la confianza institucional, como de la confianza social. En consecuencia, es necesario promover intervenciones que abarquen también aquellos aspectos inmateriales que el sistema penal convencional no puede examinar y que sin embargo son cruciales para la reparación de la confianza. Ello, como veremos, es inherente a la justicia restaurativa.
En segundo lugar, muchos de los factores que intervienen en la construcción de la percepción de la corrupción, así como en el fomento o deterioro de la confianza social, guardan relación con aspectos estructurales. Sobre estos aspectos no es razonable pretender que la intervención restaurativa tenga un impacto significativo directo: la intervención restaurativa no es capaz por si sola de modificar las dinámicas sociales estructurales que están en la base de la confianza social, ni de influir en procesos sociales de gran envergadura como la percepción de la corrupción y su influencia en la confianza social. Sin embargo, puede ofrecer un terreno fértil para su modificación. Ello es así porqué la naturaleza deliberativa de la justicia restaurativa, especialmente en el caso de victimización colectiva y difusa, abre las puertas a debates que, al tiempo que construyen soluciones para reparar el daño inmediato, también abordan cuestiones más generales. En este sentido, la participación de la ciudadanía en los encuentros restaurativos puede terminar impulsando reformas que también toquen factores estructurales. Aunque es difícil anticipar cuál sería el resultado a largo plazo, es razonable pensar que la puesta en marcha de procesos restaurativos para casos de corrupción, aunque en un clima institucional desfavorable, sería al menos capaz de generar condiciones adecuadas para la promoción de cambios estructurales.
En tercer lugar, reparar la confianza social no es tarea sencilla. Una vez que la han perdido, a los ciudadanos no les resulta fácil conceder una vez más el beneficio de la duda e involucrarse de nuevo en acciones cooperativas. A primera vista, esta conclusión no parece muy alentadora para nuestros propósitos. Sin embargo, también se ha puesto en evidencia que la confianza social no es un elemento estático sino dinámico y susceptible de modificaciones a lo largo del tiempo y, por lo tanto, sería posible lograr una revitalización de la confianza social perdida por medio de intervenciones idóneas y transparentes.
En un nivel más específico, es necesario destacar varios aspectos.
Para empezar, hay que reconocer que, aunque no pueda conseguir reparar las consecuencias sociales del delito, en cierto modo también el sistema de justicia penal convencional participa en la tarea de proteger a la confianza social. Como ya observaba Luhmann, las instituciones del castigo tienen la función de señalar el “cierre” de un asunto que ha causado la pérdida de confianza y declarar que ya no hay razones legítimas para seguir desconfiando. De esta manera, el derecho logra por lo menos contener la desconfianza que puede derivarse de un delito. Sin embargo, allí termina la contribución de la justicia convencional. Es por ello por lo que cabe agregar respuestas de otro tipo, que puedan abordar las dimensiones sociales del delito, como la justicia restaurativa. En particular, el modelo restaurativo resulta idóneo para el restablecimiento de la confianza social. Me refiero aquí especialmente a la vertiente operativa de la intervención restaurativa, es decir, a aquellas herramientas técnicas que los profesionales de la justicia restaurativa (facilitadores) utilizan a diario en su profesión. Como es sabido, el intercambio conversacional (o, como más frecuentemente se le denomina: el diálogo) es el elemento que representa al mismo tiempo la piedra angular de la concepción restaurativa de la justicia y el instrumento imprescindible de su práctica. Numerosos trabajos han destacado la importancia del diálogo para la reparación de los daños inmateriales y para el restablecimiento de la confianza y se han estudiado sus características, sus efectos y su articulación con otras estrategias de reparación. En el caso de la corrupción, el diálogo restaurativo permitiría incorporar, inclusive en el proceso penal, aquellos elementos extrajurídicos que están en la base de las expectativas de la ciudadanía hacia los funcionarios públicos y que por ende inciden en la construcción, mantenimiento, deterioro y recuperación de la confianza social.
Con todo, es comprensible que la propuesta de una intervención restaurativa en este ámbito genere cierto recelo, relacionado con la presencia de víctimas difusas. En una concepción de la justicia basada en el diálogo, el que resulte imposible identificar una de las dos partes sería sin duda un obstáculo insalvable. Sin embargo, en reflexiones teóricas anteriores, esa visión se ha cuestionado, proponiendo una formulación de víctima supraindividual capaz de abarcar todas aquellas situaciones en las que la presencia de las víctimas no se puede apreciar de forma ostensible. Al mismo tiempo, se han propuesto criterios que permitirían identificar portavoces capaces de hablar en nombre de víctimas supraindividuales en los encuentros restaurativos y de representar todos los intereses afectados por el delito. Concretamente, se ha puesto en evidencia la necesidad de que los “portavoces” de las víctimas difusas sean organismos colectivos (en este sentido, las ONGs anticorrupción serían unas candidatas adecuadas para esa tarea). Ello es así, en primer lugar, por la relevancia pública de los temas sobre los que habría que llegar a acuerdos. En segundo lugar, un organismo colectivo tiene una mayor capacidad para confrontar a los poderosos que un sujeto individual, por lo que sería más fácil para los profesionales de la justicia restaurativa manejar las dinámicas de poder durante la reunión y evitar todo riesgo de revictimización. Otras condiciones que deberían cumplir los portavoces son también un alto grado de representatividad, un vínculo directo entre sus objetivos estatutarios y los intereses de aquellos que representan, así como su carácter no lucrativo, una larga experiencia en el campo e intenciones inequívocas de contribuir a la búsqueda de una solución común. Quedaría de ese modo superado el problema de la supuesta ausencia de una de las dos partes.
Por otro lado, el paradigma restaurativo dispone de instrumentos que permiten expandir el rango de participación más allá de ofensores y víctimas individuales. En su evolución, este modelo de justicia ha integrado formas de encuentro que posibilitan debates entre sujetos colectivos que son portadores de intereses diferentes y difusos. Como es notorio, a la mediación victima-ofensor, típicamente dual, se han añadido encuentros “plurales”, como son los círculos o las conferencias. Estas fórmulas ampliamente participativas son idóneas para la elaboración de soluciones restaurativas basadas en las necesidades de todas las partes implicadas y respetuosas de las garantías procesales de los ofensores. La capacidad del paradigma restaurativo para generar encuentros abiertos a un gran número de personas, en los que el intercambio conversacional permite la reparación de daños inmateriales como la pérdida de confianza, parece en definitiva abrir las puertas a un abordaje más complejo de los daños causados por la corrupción, en el marco de un sistema penal orientado restaurativamente.
En tal sentido, el paradigma restaurativo puede también contribuir a una intervención articulada en la que a la prevención y a la respuesta penal clásica se añade una forma de reacción que incluye a las personas afectadas en la construcción de soluciones comunes. Además de en la idoneidad técnica de las metodologías restaurativas, esta capacidad se sustenta también en un importante proceso de legitimación normativa a nivel supranacional, que está derivando en la adopción de legislaciones internas dirigidas a introducir, a expandir o a consolidar el papel de la justicia restaurativa en el derecho penal (procesal y sustantivo) también en tradiciones jurídicas aparentemente ajenas a sus principios.
Otro aspecto importante a tener en cuenta es que ya se puede constatar la existencia de sujetos colectivos con voluntad de representar en el proceso penal los intereses difusos perjudicados por delitos de corrupción. Estos grupos, que han surgido de forma espontánea a raíz de eventos concretos, representan un anhelo de participación importante, que la justicia restaurativa puede satisfacer ofreciéndoles la oportunidad de actuar como portavoces de la colectividad en encuentros destinados a construir soluciones consensuadas.
Asimismo, los operadores jurídicos parecen mostrar cada vez más interés hacia una forma de justicia capaz de dar solución, además de al caso penal, también a los problemas subyacentes. Frente a la necesidad de una justicia no solamente “justa” desde el punto de vista formal, sino también eficaz en la reparación en sentido amplio de los perjuicios causados por el delito, emerge una visión pragmática que es propicia para la integración de fórmulas restaurativas en el proceso penal.
Sin embargo, mientras podemos afirmar razonablemente que un modelo de justicia restaurativa es capaz de restaurar la confianza, al menos dentro del grupo que participa en el encuentro restaurativo, sería ingenuo pensar que una o incluso una serie de reuniones restaurativas en casos de corrupción puedan contribuir sustancialmente a la reparación de la confianza social a nivel general, algo que, como se ha indicado anteriormente, depende también (o sobre todo) de la resolución de problemas estructurales.
Asimismo, y finalmente, existen obstáculos de orden tanto general como particular que dificultan la tarea de implementar intervenciones restaurativas para la regeneración de la confianza social en el caso de la corrupción. Los obstáculos de orden general tienen que ver ante todo con la falta de voluntad del legislador de otorgar a las víctimas difusas la capacidad de representar sus intereses tanto en el proceso penal como en el proceso restaurativo. La gran mayoría de las normativas nacionales y supranacionales hacen referencia a un concepto de víctima individual, directa o indirecta. Aunque en algunas ocasiones se menciona el concepto de víctima colectiva o múltiple, casi siempre es para aludir a una suma de víctimas individuales y no a colectivos titulares de intereses específicos en tanto que entidad colectiva. Una muestra más de esta falta de disposición la encontramos en España, en el ALECrim actualmente en discusión, que explícitamente veta esta posibilidad en el artículo 100. Otro obstáculo a la contribución de la justicia restaurativa a una intervención dirigida al restablecimiento de la confianza social se encuentra en el hecho de que la legitimación normativa no se está traduciendo en una legitimación en la práctica, al menos en España. Existe una tendencia generalizada en el sistema de justicia penal a relegar los programas de justicia restaurativa a una posición subordinada, al mismo nivel que cualquier otro organismo que cumple funciones de servicio para el sistema penal, como las oficinas de atención a las víctimas o los servicios sociales. Ello resulta en inversiones limitadas y en todo caso insuficientes para sostener, al margen de la implicación vocacional del personal, la realización de intervenciones complejas como las que requeriría el abordaje restaurativo de delitos de corrupción.
4.1 Propuestas
Dicho esto, y teniendo en cuenta las advertencias que hemos estado señalando a lo largo del trabajo, una intervención restaurativa dirigida a regenerar la confianza social perdida a causa de la corrupción debería modularse considerando lo siguiente.
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1. Ante todo, por la presencia de víctimas difusas, la metodología no puede limitarse a la mediación, sino que tiene que basarse en formas de encuentro capaces de dar voz a un número elevado de sujetos. La ampliación de la participación a múltiples perjudicados en la gestión del asunto abriría el camino para contrastar aquellos procesos de retiro y renuncia que están en juego en los círculos viciosos de la corrupción, como se ha visto en el párrafo 3.3.
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2. Para ello, el encuentro restaurativo debería representar la ocasión para debatir sobre las expectativas violadas en términos de abuso de confianza. En la búsqueda de soluciones compartidas para la reparación del daño, el diálogo restaurativo en estos casos podría por ejemplo propiciar en las partes una reflexión común sobre el significado de la delegación de confianza, que dé paso a la posibilidad de reparar la confianza perdida.
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3. Además, la intervención restaurativa debería articularse con otras intervenciones institucionales dirigidas a abordar aspectos de carácter más general, que requieren soluciones de otra naturaleza. Sería por ejemplo necesario que el acuerdo restaurativo, aunque limitado a un caso concreto, resultara en una serie de indicaciones útiles para la mejora de la acción administrativa. Ello permitiría además la puesta en marcha de reformas formuladas también sobre la base de las exigencias expresadas por la ciudadanía, representada por los participantes en el encuentro restaurativo.
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4. Dado que la exposición mediática sensacionalista contribuye a aumentar la percepción de la corrupción y de ahí la desconfianza social, ocurre transmitir información ponderada sobre la realización del encuentro restaurativo, sobre el acuerdo alcanzado y sobre el cumplimento del acuerdo, además de sobre la condena y sobre el significado de la justicia restaurativa. En el caso de la corrupción en el ámbito local, la transmisión de información a la ciudadanía puede correr a cargo de los servicios de mediación comunitaria, donde existen, o de la misma Administración.
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5. La implicación de la propia Administración en la intervención restaurativa, junto al resto de los participantes, sería también una señal importante de transparencia y compromiso en la prevención de nuevas conductas corruptas e indicaría la presencia de normas sociales que sustentan la honestidad en lugar de la corruptela. Como se ha visto en el párrafo 3.2, ello es especialmente importante para el fomento de la confianza social. Ello implicaría también una apertura al escrutinio de la ciudadanía que generaría las bases para recuperar la confianza institucional y, de ahí, poner en marcha mecanismos virtuosos de regeneración de la confianza social. Además, instituciones más creíbles pueden promocionar intervenciones restaurativas también creíbles. Finalmente, instituciones orientadas restaurativamente acreditarían a la justicia restaurativa como una vía posible de restablecimiento de la confianza social.
5. Conclusiones
Las graves repercusiones que la pérdida de confianza social supone para las relaciones sociales y la conservación del tejido social exigen identificar fórmulas de intervención que permitan su reparación. A lo largo de este trabajo se ha explorado la capacidad de la justicia restaurativa de funcionar como una estrategia de reparación de la confianza social dañada por la corrupción, basando la reflexión sobre una idea de justicia restaurativa complementaria al proceso penal convencional y sobre un concepto extensivo de corrupción, es decir, el abuso de poder confiado para beneficio propio por parte de funcionarios públicos.
Los resultados del análisis son parcialmente alentadores. Evidentemente, la confianza social es un proceso social complejo y pluridimensional. Como tal, su regeneración requiere de reformas de orden estructural e institucional, que mitiguen las desigualdades económicas y sociales recurriendo a medidas que, además de técnicamente adecuadas, sean transparentes y creíbles para la ciudadanía. No obstante, la justicia restaurativa puede contribuir a mejorar los planes de reforma de ese tipo, aportando una visión de la justicia que abarca los elementos materiales e inmateriales del delito y de la victimización, que deja espacio para la consideración de aquellos elementos extrajurídicos que pueden fundamentar las pretensiones de las víctimas en los encuentros restaurativos y que promueve la participación de la ciudadanía en la búsqueda de soluciones para la reparación del daño.
Concretamente, la intervención restaurativa puede representar la ocasión para reconsiderar y reafirmar la importancia de velar por el interés público, entendido como un bien colectivo que representa algo más que una mera suma de intereses particulares y que pertenece al colectivo de la ciudadanía. Como tal, el interés público representa un conjunto de expectativas y pretensiones, relativas a la esfera política e institucional, que la ciudadanía mantiene hacia los funcionarios públicos. La defraudación de estas expectativas y pretensiones implica la ruptura del vínculo de confianza inherente a la delegación de poder y contribuye a difundir la idea de que es tolerable no cumplir con lo prometido. La imprevisibilidad e inestabilidad que de ello derivan encuentran remedio tan sólo parcialmente en el sistema de justicia penal tradicional. Ello es así porque este no puede considerar los elementos extrajurídicos que también se encuentran en la base de las expectativas y pretensiones de la ciudadanía desatendidas por los funcionarios corruptos. Sin embargo, esos elementos son cruciales a la hora de recuperar la confianza social y de, en términos luhmannianos, restablecer la estabilidad de las expectativas recíprocas de comportamiento que sustentan la convivencia. En este contexto, los encuentros restaurativos funcionarían como foros en los que los funcionarios corruptos y los portavoces de la ciudadanía tendrían la posibilidad de examinar la violación de las expectativas mediante argumentaciones y contraargumentaciones, hasta llegar a un acuerdo sobre la mejor solución para la reparar el daño y, posiblemente, para restablecer el vínculo de confianza quebrado por la conducta corrupta.
En sentido estricto, sería simplista defender que, en sociedades altamente complejas, los efectos de la recuperación de un vínculo de confianza lograda en casos concretos puedan extenderse al conjunto de la sociedad.
Es por ello por lo que hemos hecho hincapié también en la necesidad de dar a conocer públicamente el acuerdo y los términos de su ejecución. La necesidad de informar a la ciudadanía de la implementación de las decisiones judiciales ha sido reconocida muy recientemente por el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya que, en una nota de prensa del 17 de marzo de 2023, ha dado a conocer públicamente el estado de la ejecución de la sentencia relativa al caso “Palau”, anticipándose a una eventual preocupación ciudadana sobre el posible cese de la ejecución debido a la muerte del principal condenado Fèlix Millet. Iniciativas de este tipo, aunque relativamente poco frecuentes por lo que se refiere a la información sobre la ejecución de las sentencias, pueden plantearse también para los acuerdos restaurativos y su implementación.
Pero la contribución de la justicia restaurativa al restablecimiento de la confianza social va más allá del esfuerzo para “propagar” efectos de confianza desde un contexto concreto a un contexto general. Me refiero a la capacidad de la justicia restaurativa para hacer efectiva la implicación ciudadana en asuntos de trascendencia pública (por lo que aquí nos ocupa, en casos de corrupción). Ello se materializa, por un lado, en sus metodologías participativas, que permiten la gestión de debates entre un numero relevante de personas. Por el otro, su orientación a la “comunidad” y su concepción inclusiva de la gestión de conflictos y de la reparación del daño, a partir de la voz de todos los interesados en una solución compartida, permiten la articulación de las intervenciones restaurativas con otras intervenciones comunitarias análogas que, ya al margen del sistema judicial, puedan seguir abordando el asunto desde otras perspectivas, dando continuidad a la participación ciudadana mediante otras vías (por ejemplo, estimulando la colaboración entre ciudadanía e instituciones sobre temas de prevención, a partir de las indicaciones originadas en los encuentros restaurativos).
Cabe concluir este trabajo mencionando la importancia de que la administración pública tome parte activa, no solamente en el esfuerzo de prevenir y detectar casos de corrupción, sino también en la tarea de reparar los daños sociales que de ellos derivan. Es por ello por lo que insisto en la necesidad de promover instituciones orientadas restaurativamente. Planteamiento que ya ha dejado de parecer extravagante en otros contextos, en los que han surgido y siguen surgiendo “ciudades restaurativas”, “universidades restaurativas” o agencias regulatorias restaurativas. Se trata de experiencias en las que la filosofía restaurativa se aplica al funcionamiento mismo de las instituciones, a los conflictos que en ellas puedan generarse o a las tareas que desempeñan.
Unas instituciones orientadas restaurativamente, no solamente podrían acreditar la justicia restaurativa como una vía posible de restablecimiento de la confianza social, sino que también favorecerían la puesta en marcha de procesos virtuosos de colaboración entre la Administración Pública y la ciudadanía para la definición, preservación y reparación del interés público.
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Notas
[2] Me refiero al conjunto de organismos, instituciones, organizaciones gubernamentales y no gubernamentales que trabajan para poner coto a la corrupción, tanto a nivel nacional como internacional, como supranacional: desde Naciones Unidas, el Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), pasando por la Oficina Europea de Lucha contra el Fraude (OLAF), para llegar a las instituciones locales como son, en España, las autoridades anticorrupción de las comunidades autónomas, así como las numerosas organizaciones de la sociedad civil, de las que Transparencia Internacional es la más conocida. Me refiero también a las normativas nacionales y supranacionales dedicadas a la prevención de la corrupción, así como a su persecución y castigo: entre otras, la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción de 2003 (CNUCC), la Convención Interamericana contra la Corrupción de 1996 (CICC), el Convenio relativo a la lucha contra los actos de corrupción en los que estén implicados funcionarios de la UE o de los Estados miembros, de 26 de mayo de 1997, el Convenio penal sobre la corrupción del Consejo de Europa, de 27 de enero de 1999 y, en España, la reciente Ley 2/2023, de 20 de febrero, reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción, que traspone al derecho interno la Directiva (UE) 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión.
[7] Para una discusión sobre la variedad de definiciones de corrupción y su adecuación a situaciones específicas (escenarios), véase . Para una discusión sobre la definición de corrupción como abuso de poder confiado, véase .
[27] Similar a esta es la definición del Banco Mundial: “el abuso de un cargo público para beneficio privado”. Véase por ejemplo . Disponible en: https://www.worldbank.org/en/news/factsheet/2020/02/19/anticorruption-fact-sheet?qterm_test=corruption.
[28] Aunque ahora se usa universalmente como base tanto para la investigación científica como para el desarrollo de políticas públicas, la definición de TI a menudo ha sido criticada por ser demasiado indeterminada, pudiendo aplicarse a diferentes delitos o a contextos heterogéneos (para una discusión sobre este tema, vid. ). En efecto, podría emplearse para definir tanto la corrupción pública como la privada o podría referirse tanto a las infracciones de la ley penal, así como a la violación de otros estándares normativos. Es por ello por lo que diferentes autores han ofrecido caracterizaciones más detalladas, desarrolladas sobre la base de la propuesta original de TI. Por ejemplo, proporciona la formulación siguiente: “La corrupción en la política ocurre cuando un funcionario público (A) viola las reglas y/o normas del cargo, en detrimento de los intereses del público (B) (o alguna subsección del mismo) que es el beneficiario designado de ese cargo, para beneficiarse a sí mismo y a un tercero (C) que recompensa o incentiva a A para obtener acceso a bienes o servicios que de otro modo no obtendría”. A su vez, indica 4 condiciones para la corrupción: “A. A un individuo o grupo de individuos se le confían decisiones o acciones colectivas. B. Existen normas comunes que regulan las formas en que los individuos y los grupos utilizan su poder sobre las decisiones o acciones colectivas. C. Un individuo o grupo rompe con las normas. D. La ruptura de las normas normalmente beneficia al individuo o al grupo y perjudica a la colectividad.” Otro ejemplo es la formulación propuesta por por lo que se refiere a la corrupción en el sector público: “cualquier abuso de poder por parte de servidores públicos (políticos o funcionarios) cuando se realiza para beneficio privado extraposicional, sea éste directo o indirecto, presente o futuro, con incumplimiento de las normas legales o de las normas éticas que rigen el buen comportamiento de los agentes públicos, en definitiva cuando con su actuación ponen por delante su interés privado sobre el interés de la comunidad” (, https://elibro.net/es/lc/uab/titulos/126727).
[32] En verdad, no podemos afirmarlo con certeza dado que la corrupción privada no suele ser un tema explorado en las encuestas de percepción de la corrupción. No aparece por ejemplo en el cuestionario utilizado en la encuesta de la World Values Survey Wave 7, llevada a cabo entre 2017 y 2021 (2017-2021 World Values Survey Wave 7 - Master Survey Questionnaire, disponible en: https://www.worldvaluessurvey.org/WVSDocumentationWV7.jsp). En todo caso, allí donde esa cuestión se ha explorado, como en el Barómetro realizado por la Oficina Antifraude de Catalunya en 2022, la percepción de la corrupción privada es más limitada que la percepción de la corrupción pública. A la pregunta si consideran que se trate de una conducta corrupta el aceptar regalos de una empresa proveedora, los encuestados han contestado que sí en un 64,66% cuando quien acepta el regalo es un cargo público y en un 50,4% si se trata de un directivo de una empresa privada. Vid. . Disponible en: https://www.antifrau.cat/sites/default/files/Documents/Recursos/barometre-2022-informe-resultats.pdf.
[33] El art. 2, a) de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (2003) así define el concepto de funcionario público: a) Por “funcionario público” se entenderá: i) toda persona que ocupe un cargo legislativo, ejecutivo, administrativo o judicial de un Estado Parte, ya sea designado o elegido, permanente o temporal, remunerado u honorario, sea cual sea la antigüedad de esa persona en el cargo; ii) toda otra persona que desempeñe una función pública, incluso para un organismo público o una empresa pública, o que preste un servicio público, según se defina en el derecho interno del Estado Parte y se aplique en la esfera pertinente del ordenamiento jurídico de ese Estado Parte; iii) toda otra persona definida como “funcionario público” en el derecho interno de un Estado Parte. No obstante, a los efectos de algunas medidas específicas incluidas en el capítulo II de la presente Convención, podrá entenderse por “funcionario público” toda persona que desempeñe una función pública o preste un servicio público según se defina en el derecho interno del Estado Parte y se aplique en la esfera pertinente del ordenamiento jurídico de ese Estado Parte”.
[58] De acuerdo con el conocido Teorema de los Thomas: “Si las personas definen las situaciones como reales, estas serán reales en sus consecuencias”. Vid. . Disponible en: https://archive.org/details/childinamerica00thom/page/n9/mode/2up?view=theater&q=consequences.
[80] Desde que fue formulada por primera vez en un cuestionario de 1942, la pregunta fundamental sobre la confianza social (the most-people (trust) question) ha sido desarrollada y especificada varias veces (para una reseña, vid. ). El cuestionario del World Value Survey (que puede encontrarse en https://www.worldvaluessurvey.org/WVSDocumentationWV7.jsp) utiliza una formulación muy parecida (Q57. En términos generales, ¿diría que se puede confiar en la mayoría de las personas o que hay que tener mucho cuidado al tratar con las personas?), aunque le añade también preguntas más específicas, por ejemplo, aquella relativas a la confianza en grupos o instituciones determinados, de la Q58 a la Q63 y de la Q64 a la Q89. Se ha observado que la pregunta fundamental sobre la confianza social podría apuntar a percepciones diferentes y determinar por lo tanto errores en la interpretación de los datos. A fin de cuentas, a la hora de contestar si confían o no, los entrevistados podrían estar pensando en personas de perfiles diferentes o basarse en elementos que no pueden estandarizarse. Sin embargo, esta observación ha sido objecto de una extendida contraargumentación por parte de Uslaner, quien afirma que el riesgo de malinterpretaciones es muy limitado. Vid. .
[100] De acuerdo con ROTHSTEIN y USLANER, en la base de la confianza generalizada estaría también una distribución más equitativa de recursos económicos y de oportunidades. Vid. .
[109] Se trata de la conocida “corruption trust theory”, formulada por . Vid. también una primera formulación de la teoría en .
[113] Sobre el rol y el empoderamiento de la ciudadanía en los procesos restaurativos como uno de los valores fundamentales de la justicia restaurativa, así como sobre la importancia central de las dinámicas deliberativas restaurativas para estimular procesos democráticos, vid. y .
[119] ; . La necesidad de incluir a las víctimas supraindividuales en los encuentros restaurativos ha sido considerada y promocionada en iniciativas relacionadas con otro tipo de delincuencia. Por ejemplo, se han implementado intervenciones restaurativas en casos de delitos de odio en contra del colectivo LGBTI (. Asimismo, se han realizado encuentros restaurativos en caso de delitos de terrorismo (por todos, vid. .). También se han descrito experiencias en casos de criminalidad organizada, en los que la dimensión colectiva del daño ha sido abordada mediante encuentros restaurativos: vid. . Por lo que se refiere a los delitos medioambientales, véanse por ejemplo las dos experiencias relatadas por Braga da Silva, relativas al colapso de represas de relaves mineros en Brazil, en . Para una perspectiva teórica sobre la posibilidad, en casos de delitos medioambientales, de incorporar a las víctimas supraindividuales (e incluso a víctimas no humanas) en los encuentros restaurativos, vid. también .
[122] De especial relevancia, como es sabido, son: la fundamental (aunque no de obligado cumplimiento para los Estados miembros) Recomendación del Consejo de Europa CM/Rec (2018)8 sobre justicia restaurativa en materia penal, que ha ampliado el alcance de la Recomendación R (99) 19 sobre mediación en materia penal, la Directiva 2012/29/UE del Parlamento Europeo y del Consejo (esta sí de obligado cumplimiento), por la que se establecen normas mínimas sobre los derechos, el apoyo y la protección de las víctimas de delitos y la Declaración de los Ministros de Justicia del Consejo de Europa sobre el rol de la justicia restaurativa en ámbito penal, del 14 de diciembre de 2021 (conocida como Declaración de Venecia).
[124] Por ejemplo, en España, entidades como Acción Cívica contra la Corrupción, la plataforma Sabadell Lliure de Corrupció o el Observatorio Ciudadanu Anticorrupción de Asturias (OCAN) se han personado como acusación popular en diversos casos de corrupción.
[126] A víctimas individuales (directas) y a sus familiares (indirectas) se refiere por ejemplo la Directiva 2012/29/UE del Parlamento Europeo y del Consejo de 25 de octubre de 2012, por la que se establecen normas mínimas sobre los derechos, el apoyo y la protección de las víctimas de delitos, y por la que se sustituye la Decisión marco 2001/220/JAI del Consejo. Incluso la reciente Recomendación del Consejo de Ministros del Consejo de Europa, CM/Rec(2023)2, sobre derechos, servicios y apoyo a las víctimas de delitos, que actualiza la Recomendación del 2006, sobre asistencia a las víctimas, limita la definición de víctima a individuos y a sus familiares: “1. ... a. una persona física que haya sufrido daños, incluidos daños físicos, mentales, emocionales o económicos, causados directamente por un delito penal; b. miembros de la familia de una persona cuya muerte fue causada directamente por un delito penal y que han sufrido daños como resultado de la muerte de esa persona; 2. ‘miembros de la familia’ significa el cónyuge, la persona que conviva con la víctima en una relación íntima estable, en un hogar común y en forma estable y continua, los parientes en línea directa, los hermanos y las personas a cargo de la víctima. Se insta a los Estados miembros a utilizar una definición inclusiva de ‘miembros de la familia’ que incluya a las parejas civiles y parejas de hecho en una relación duradera” [trad. mía].
[127] Por ejemplo, la Declaración de Naciones Unidas sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de delitos y del abuso de poder, de 1985, se refiere a las víctimas como a “las personas que, individual o colectivamente, hayan sufrido daños, inclusive lesiones físicas o mentales, sufrimiento emocional, pérdida financiera o menoscabo sustancial de los derechos fundamentales, como consecuencia de acciones u omisiones que violen la legislación penal vigente en los Estados Miembros, incluida la que proscribe el abuso de poder”. En España, el Estatuto de la Víctima, aunque otorga a sujetos colectivos la posibilidad de ejercer la acción penal (Disposición Final Primera), no los reconoce como víctimas supraindividuales: en efecto, en estos casos el ejercicio de la acción penal tiene como objetivo el de “defender los derechos de las víctimas” y queda subordinado a la autorización de estas últimas.
[128] “Artículo 100. Delitos contra intereses jurídicos públicos o colectivos. Cuando la infracción atente exclusivamente contra intereses públicos o colectivos, no se reconocerá la condición de víctima, a los efectos de esta ley, a ninguna persona o ente, público o privado. No obstante, las Administraciones públicas, cuando hayan sufrido un perjuicio patrimonial directo, podrán ejercer la acción penal y civil conforme a lo previsto en esta ley.”.
[130] Ello iría en la línea de una mayor implicación de la ciudadanía en la gestión del “interés público” mediante procesos restaurativos, como ya se ha señalado en caso de delitos medioambientales. Vid.
[131] Ello, a mi juicio, no implica quebrantar el principio fundamental de la confidencialidad de los procesos restaurativos, porque el nivel y la forma en que dar publicidad al proceso restaurativo y a sus resultados pueden ser objeto de debate entre las partes. En todo caso, una vez recogido el acuerdo en la sentencia, el principio de confidencialidad de la justicia restaurativa se vería superado por el principio de publicidad de las resoluciones judiciales.