1. Consideraciones previas
La cuestión en torno a las posibles fuentes de responsabilidad penal dimanantes de las irregularidades cometidas con ocasión del ejercicio de un acto de tratamiento o de diagnóstico de un enfermo se ha planteado tradicionalmente en relación con la profesión médica, entendida como una actividad eminentemente reglada. Su reconocida utilidad social, pero al mismo tiempo la conciencia en torno a los peligros potencialmente derivados de su incorrecto ejercicio han dado paso a toda una reglamentación al respecto, comprensiva tanto de las condiciones de acceso a la profesión como de las pautas que deben guiar su práctica, de tal modo que su infracción no sólo puede determinar la aplicación de las consiguientes sanciones administrativas o civiles sino también, en su caso, a las penales. De hecho, el legislador de este orden contempla una serie de previsiones específicamente aplicables a los sanitarios, en tanto integrantes de la categoría más amplia de profesionales a la que aquéllas se refieren. Dos son, básicamente, los grupos a los que pueden reconducirse. Entre las primeras se cuentan las ordenadas a garantizar el recto ejercicio de la profesión por parte de quienes están autorizados para ejercerla. En relación con la protección de la vida y salud, a este grupo pertenece la cláusula de la imprudencia profesional, que castiga con una pena de inhabilitación especial adicional a la de privación de libertad que corresponda, la producción imprudente de un resultado de muerte, lesiones, aborto o lesiones al feto cometida un profesional debido a la palmaria carencia de los conocimientos o habilidades exigibles para el desempeño de la actividad. A esa misma finalidad de garantizar el recto ejercicio de la actividad profesional por quien legítimamente la ejerce obedecen otras previsiones a lo largo de la Parte Especial del Código penal. Es el caso de la sanción agravada de la infracción del deber de secreto profesional contemplada en el art. 199 CP para cualquier ejerciente de una profesión, o ya específicamente en relación con los profesionales sanitarios, la omisión del deber de socorro al que están obligados, contemplada en el art. 196 CP. Todavía, y sin abandonar el capítulo de las previsiones especiales aplicables a los sanitarios por las irregularidades cometidas en el ejercicio de su cargo, habría que mencionar la cualificación contenida en el art. 362 quáter CP para los casos en que los delitos contra la salud pública contemplados en los arts. 361, 362, 362 bis o 362 ter –entre los que se cuenta la conducta de fabricación, tráfico, suministro, almacenamiento de medicamentos no autorizados- fueren cometidos, entre otros, por facultativo o profesional sanitario.
Junto con este primer grupo de previsiones, las segundas se desentienden por completo del dato de que se produzca o no eventualmente la lesión de cualquiera de los bienes jurídicos tutelados por aquellos otros delitos antes citados y ponen su punto de mira en el emprendimiento mismo de la actividad médica. Se trata de los preceptos específicamente orientados a la sanción de quienes realicen actos propios de una profesión sin contar con el título habilitante que formalmente garantiza la formación y preparación requerida para ello. Es el caso de las distintas modalidades típicas contempladas en el delito de intrusismo conforme al art. 403 CP.
La lectura conjunta de ambos tipos de previsiones delata una preocupación por sancionar de modo específico, y en ocasiones agravado, la afectación de una serie de bienes jurídicos a consecuencia del ejercicio desviado de una profesión -sanitaria en lo que nos interesa-, en la que no sólo el Estado a través de la concesión del correspondiente título habilitante, sino también el enfermo en el caso concreto, ha depositado su confianza para el tratamiento de uno de los aspectos más sensibles del individuo, su salud.
Paralelo al ejercicio de la medicina convencional o medicina basada en la evidencia discurre, sin embargo, toda una práctica orientada igualmente a conseguir, si no la curación, sí la mejoría o el bienestar del paciente, amparada bajo lo que de forma amplia recibe en la actualidad la denominación de pseudociencias. El término, que evita sustantivar la actividad como medicina o terapia, como sin embargo hacen otras nomenclaturas, resalta el dato de que no cuentan con el respaldo de la evidencia científica ni se basan en métodos que puedan calificarse como tales. De forma precisa, la Asociación Médica Mundial las define como “el conjunto de declaraciones, supuestos, métodos, creencias o prácticas que, sin seguir un método científico reconocido y validado, se presentan falsamente como científicas o basadas en evidencia”. Conforme a la misma Declaración, por “pseudoterapias” habrá de entenderse “aquellas prácticas cuya pretendida finalidad es curar enfermedades, aliviar síntomas o mejorar la salud con procedimientos, técnicas, productos o sustancias basadas en criterios sin el respaldo de la evidencia científica disponible actualizada, y que pueden tener significantes riesgos y daños potenciales”.
Como sea, y aceptando a efectos de este trabajo el uso no sólo de esta moderna nomenclatura sino también de las clásicas medicinas o terapias naturales o no convencionales, lo cierto es que la caracterización anterior de estas prácticas no es, en el fondo, más que una definición en negativo de lo que no integra la medicina convencional, en tanto que nada dice sobre las características o las clases de esas otras formas alternativas con vocación de curación más allá de que tienen lugar “sin seguir un método científico” o “sin el respaldo de la evidencia científica”. A partir de ahí se impone una precisión ulterior, dado que dentro del amplio catálogo de las prácticas incluibles en el elenco de actuaciones paramédicas pueden diferenciarse, a grosso modo, al menos, dos grupos de casos. Por un lado, se encuentran las que carecen por completo de cualquier método, residiendo su pretendida eficacia sólo en los supuestos poderes o capacidades personales de quienes la practican, pero no en las propiedades de la práctica en sí. Pertenecería a este segundo grupo la actividad de los curanderos, sanadores o videntes. Por otro, se sitúan las prácticas con finalidad curativa que se basan en un previo método de estudio y parten de una hipótesis. Aun cuando ésta o sus resultados no tengan respaldo científico, su ejercicio requiere la previa adquisición de los conocimientos teóricos y prácticos en que se basa. De forma paradigmática se cuentan en este grupo, entre otras prácticas, la acupuntura o la homeopatía. Precisamente por descansar en una previa elaboración teórica y pretender un enunciado de resultados, es posible que en un momento dado lleguen a obtener respaldo científico, ya sea de la práctica como tal o, al menos, de su aplicación a determinados ámbitos, esto es, siquiera sea con una eficacia limitada o ceñida a funciones específicas. Entre tanto, las que proporcionen algún indicio de eficacia pueden considerarse medidas terapéuticas en fase de experimentación, mientras que otras, como por ejemplo la cristaloterapia, la biodanza o la aromaterapia, difícilmente alcanzarán siquiera ese estado, limitándose su reconocimiento, todo lo más, al de ser actos inocuos orientados a la procura de un clima de bienestar del paciente. Como sea, la enorme variedad de métodos que integran las pseudoterapias da paso a una amplia gama de prácticas de sistematización a veces compleja, usándose a menudo como criterio la atención a los aspectos en los que inciden así como el método que emplean.
Por encima de las clasificaciones y de la terminología que se emplee, lo que parece indiscutible es que el recurso a sus métodos dista de ser algo marginal o irrelevante por parte de una cuota importante de la población. Así lo ponen de manifiesto distintas estadísticas e informes, que a la vez que ofrecen cifras por edades y estratos sociales de quienes recurren a ellos, explican las principales causas por las cuales estas terapias se presentan en general como atractivas pese a su incapacidad para ofrecer resultados fiables en términos científicos. Suelen destacarse, entre otros factores, la mayor participación del enfermo tanto en la fase de diagnóstico como de tratamiento, su vocación de procurar el bienestar integral del paciente con la consiguiente indagación de todos los aspectos relacionados con su enfermedad y estado -lo que de paso enlaza con una visión más humana y cercana de la relación con el enfermo-, la evitación de los efectos secundarios derivados de la medicina convencional, la confianza en estas terapias para las enfermedades respecto a las que la medicina convencional no puede ofrecer tratamientos eficaces o, simplemente, la ciega creencia personal en esas terapias sin necesidad de verificar científicamente sus resultados.
La extensión entre la población de su uso contrasta, sin embargo, con el intenso debate en torno al modo en el que, en su caso, estas terapias deben convivir con los métodos propios de la medicina tradicional. Se señala por parte de sus detractores el peligro que potencialmente comportan para sus usuarios, no sólo debido a sus posibles efectos adversos, sino a la confusión que pueden generar en quienes recurren a ellas, al transmitir la falsa idea de poseer unas propiedades curativas de las que carecen, o, al menos, de las que científicamente carecen, con el consiguiente riesgo del abandono de las posibilidades terapéuticas ofrecidas por la medicina tradicional. De hecho, esta preocupación no sólo está presente en la amplia literatura al respecto, sino que ha dado paso a distintas declaraciones o manifiestos promovidos por agentes multisectoriales, que ponen sobre el tapete las alertas procedentes de las autoridades sanitarias y denuncian los riesgos de este mercado.
La traducción jurídica de la preocupación que late bajo esas iniciativas es realmente compleja, tal y como tendremos ocasión de comprobar en las páginas que siguen. A nadie debiera extrañar que así sea teniendo en cuenta que, pese a que no han faltado distintas iniciativas para regular la materia, a fecha de hoy no existe un régimen regulador de su ejercicio que en el orden administrativo trazara los presupuestos y límites con los que resulte admisible su práctica en cada uno de los aspectos que implica: las condiciones profesionales o de cualificación para su ejercicio, los centros habilitados para su práctica, las condiciones de comercialización de los productos en que se basan y, en última instancia, la determinación de las prestaciones y métodos permitidos, aspectos todos ellos que requerirían una ley integral reguladora de su ejercicio. Esta legislación debería ser a su vez reflejo de una serie de líneas de armonización trazadas desde la Unión Europea, que sentaran reglas mínimas sobre esos aspectos con vocación uniformadora para todos los Estados miembros, poniendo fin con ello a la variedad de situaciones constatables en la actualidad.
A la vista de la carencia anterior, no es tampoco de extrañar que nuestro Código penal, a diferencia de otros de Derecho comparado, no contenga previsión alguna especial para este tipo de prácticas, de modo que las irregularidades cometidas en su ejercicio y los potenciales efectos lesivos en distintos bienes jurídicos, entre ellos la salud o la vida de los afectados, habrán de canalizarse conforme a los títulos generales de responsabilidad de la mano de las construcciones dogmáticas también elaboradas con carácter general para su aplicación. La conjunción de ambas carencias, esto es, de una regulación normativa propia y de tipos delictivos específicos relacionados con dicha actividad, no sólo va a plantear en la práctica dificultades interpretativas, según veremos a lo largo de las páginas siguientes. Da paso también a importantes lagunas de punibilidad relacionadas precisamente con la exigencia de la condición de profesional -entendiendo por tal el ejerciente de una profesión reglada-, como presupuesto para la aplicación de determinadas previsiones penales. Es lo que sucede, por ejemplo, con la cláusula de la imprudencia profesional, sobre la que volveremos en su momento, o con el apartado segundo del art. 199 CP, relativo a la quiebra del secreto profesional.
Consciente, pues, de las limitaciones y dificultades interpretativas a las que conduce el limbo jurídico de las terapias alternativas, nos ocupamos en lo que sigue de las posibles calificaciones penales en que puede incurrir el ejerciente. En concreto, sus eventuales referentes podrían sistematizarse en torno a tres grandes grupos: en primer lugar, los tipos relativos al patrimonio y al orden socioeconómico; en segundo lugar, los relativos a las conductas falsarias y, especialmente los de intrusismo; por último, los concernientes a la tutela de la salud, tanto individual como colectiva.
2. Pseudoterapias y delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico
Entre los delitos patrimoniales en que pudieran incurrir los ejercientes de las terapias alternativas cobra singular interés la referencia a la eventual comisión de un delito de estafa. El traslado a este ámbito de los requisitos exigidos con carácter general para su apreciación, requiere ante todo identificar la existencia de un engaño bastante sobre las propiedades curativas de un determinado método o terapia, engaño que a su vez produjera una situación de error de la que derivase un perjuicio patrimonial, y en el aspecto subjetivo, que se diera por probada la voluntad de engañar por parte del prestador de este tipo de terapias alternativas, el llamado dolo defraudatorio, así como la concurrencia del ánimo de lucro. Ninguno de esos elementos está exento de dificultades en su apreciación práctica a la vista de las peculiaridades de la fenomenología de los casos que ahora se tratan.
En primer lugar, discutible puede resultar ya apreciar en buena parte de este tipo de servicios un engaño, y en concreto, un engaño bastante tal y como exige el art. 248 CP y la elaboración doctrinal concreta en la existencia de un acto con capacidad ex ante para crear un riesgo relevante de lesión del patrimonio ajeno. De hecho, por ausencia de tal requisito, al margen del precepto quedan sin dificultad los supuestos en los que quien contrata los servicios del practicante de terapias carentes de eficacia tiene pleno conocimiento de la índole del servicio suscrito y es consciente de lo incierto de sus efectos. La opción del enfermo por decantarse pese a todo por este tipo de prácticas debe verse como la manifestación de un acto de voluntad sobre el que desde luego el Derecho nada tiene que decir, y menos aún el Derecho penal. La valoración no cambiaría en el supuesto de que el paciente contratase el acto consciente de su naturaleza por desconocer que la medicina convencional podría ofrecerle alguna terapia. En tanto que el prestador de los servicios no hubiera desplegado una conducta engañosa con actos expresos o concluyentes acerca de la naturaleza de su práctica, habría de descartarse igualmente la existencia de un engaño bastante, de modo tal que la situación de error sería por completo atribuible a la actitud del enfermo que no se ha procurado información sobre otras terapias.
Precisamente estas consideraciones introducen la principal dificultad que se plantea en los genuinos casos de engaño, cifrada en la determinación de la cuota de responsabilidad que pudiera tener la propia víctima por el desconocimiento de la verdadera naturaleza de los servicios que contrata. Sin ser por razones evidentes éste el lugar adecuado para tratar en profundidad las cuestiones que plantea la ya clásica construcción doctrinal de la llamada victimodogmática, se impone realizar alguna referencia al respecto. Sabido es que su elaboración teórica descansa en el reconocimiento de ciertos deberes de autotutela que recaen sobre la propia víctima, cuyo incumplimiento pudiera dar paso al retroceso de la intervención penal con base en consideraciones relativas al merecimiento y necesidad de pena de este orden y, con ello, a su carácter subsidiario y de ultima ratio en la resolución de los conflictos. La aceptación de esta teoría y, de su mano, de determinadas cuotas de responsabilidad de la víctima no supone, sin embargo, atender a lo que ésta individualmente hubiera podido hacer, lo que conduciría a una insoportable maximización de los niveles de exigencia hasta el punto de convertir prácticamente siempre a la víctima en culpable. Por el contrario, la aceptación de esta comprensión no es incompatible con el reconocimiento de que el baremo conforme al cual determinar la adecuación o no de la actuación de la víctima requiere tener en cuenta la figura del hipotético hombre medio situado en la posición de aquélla. Sólo este puede determinar la racionalidad de los deberes de autotutela y, con ello, de enmarcar las exigencias en el canon, no de lo individual, sino de lo socialmente exigible.
Trasladado lo anterior al ámbito de las terapias alternativas, resulta que aun cuando fácticamente hubiera sido posible para el enfermo que contrata los servicios conocer el alcance real de la terapia que se le ofrece, si también ese hipotético hombre medio hubiera incurrido en el error de creer en su eficacia o incluso pensar que ésta formaba parte del elenco de las reconocidas como medicinas convencionales, se mantendrá intacta la adjetivación como bastante del engaño desplegado por el ofertante del servicio. Así sucederá, por ejemplo, cuando el practicante ofrezca explicaciones basadas en un método como aval que acredite estar en posesión de una sustancia con capacidad de curar la enfermedad en cuestión; o cuando, igualmente rodeado de falsas evidencias, exprese o aparente tener la condición de médico y actuar como tal, ya sea generalista o especialista en el tratamiento de la enfermedad, por ejemplo, oncología. Otro tanto habría que decir en los casos en que, sin llegar a atribuirse la condición de médico, se presentase como experto en la enfermedad en cuestión y, con ello, simulase ser poseedor de unos conocimientos habilitantes para su tratamiento.
En ninguno de estos supuestos parece cuestionable la concurrencia de un engaño bastante y de la consiguiente situación de error en que podría haber incurrido el hombre medio, incluso aun cuando existieran mecanismos para advertir el fraude. En tanto que la imagen de aquél se construye necesariamente a partir de su contextualización en el escenario y en las concretas circunstancias en que se encuentra la víctima en cuestión, habrá de reconocerse la especial facilidad para sucumbir a un engaño de quien se encuentra en un estado de temor ante la enfermedad y, en ocasiones, de desahucio a la vista de las limitaciones de las terapias convencionales. Ilustrativa es al respecto, entre otras, la STS de 23 de marzo de 2005, en el caso de quien se autodenominaba “doctor y especialista en biocibernética cuántica y holográmica y medicina neurofocal”, y en su consulta diagnosticaba y prescribía medicamentos a sus pacientes. En concreto, en el ejercicio de las peculiares teorías que había elaborado indicaba a menudo como tratamiento la extracción de todas o parte de las piezas dentarias, por basarse su método en la creencia de que todas las enfermedades tienen su origen en los problemas de la dentadura. Con este tipo de diagnóstico cobró importantes cantidades de dinero a los pacientes. El TS apreció un delito de estafa, considerando que el engaño no podía ser imputable a los propios engañados, sino que fue “bastante, atendiendo las concretas circunstancias personales de los pacientes, que ansiaban por recuperar la salud, por lo que no es de aplicación la teoría del principio de autorresponsabilidad a que en ocasiones ha hecho uso esta Sala para estimar como no bastante el engaño”. De modo más reciente es interesante también la cita de la STS de 19 de mayo de 2020, relativa a quien estando en posesión exclusivamente de un título privado de titulado superior en terapias naturales, se hacía pasar por médico y en tal calidad ofrecía una serie de tratamientos para la curación de enfermedades, algunos incluso con células madre, extracciones de sangre, autotransfusiones, así como pequeñas operaciones quirúrgicas.
Más dudoso parece ya a primera vista apreciar el engaño bastante en los casos en los que la práctica emprendida por el sujeto en cuestión en absoluto aparente basarse en un método científico, siendo por el contrario reconducible de forma amplia a la actividad propia de los conocidos como curanderos, sanadores, chamanes o videntes, casos en los que aquel parámetro de la persona razonable que tuviera en cuenta todas las circunstancias del sujeto arrojaría a todas luces como resultado la inidoneidad de la conducta para producir un error. La irrelevancia penal de tales casos bien pudiera fundamentarse ya en la ausencia de un injusto relevante para su sanción en el orden penal por la imposibilidad misma de adjetivar como bastante el engaño o, caso de que por las circunstancias el engaño se considerase relevante, en la aplicación de las ya mencionadas teorías victimodogmáticas, cuyos planteamientos permitirían identificar un tanto de culpa en quien de modo burdo no percibe la ineficacia de las terapias que se le ofrecen. No obstante, la variedad de situaciones que pueden plantearse en la práctica y, sobre todo, la reiterada necesidad de no desconocer el estado extremo de desesperación en que puede encontrarse quien contrata tales servicios, ha llevado a buena parte de la doctrina así como de la jurisprudencia a distinguir una dualidad de supuestos según el ofertante de los servicios en cuestión entre en contacto con un sujeto que, por su credulidad e ignorancia, le contrata, o bien que la confianza generada en la víctima sea fruto de una específica labor de persuasión realizada a partir de un discurso o actuación en que manipula su situación de vulnerabilidad, ignorancia o necesidad.
Exponente en la jurisprudencia de la evitación de las consecuencias a las que conduciría la estricta aplicación de los postulados victimodogmáticos es, por ejemplo, la SAP de Santa Cruz de Tenerife, de 12 de marzo de 2015. Enjuiciaba el caso de quien ofrecía servicios de “ocultismo, esoterismo y misticismo” en su consulta con el nombre comercial “Yara Magia Azul”. De este modo obtuvo todos los ahorros de un cliente de nivel cultural e intelectual bajo, ofreciéndole a cambio evitarle desgracias, sanar a una hermana epiléptica y solucionar una serie de problemas jurídicos que ponían en peligro la conservación de su finca. El Tribunal apreció la concurrencia de un delito de estafa sobre la base de la distinción entre dos casos distintos. Por un lado, “el ofrecimiento al público de servicios de magia, rezos, conjuros o semejantes, por sorprendente que pueda parecer la adquisición de los mismos” y que “constituye una acción socialmente adecuada de la que no puede derivarse responsabilidad”, en tanto que “quien paga por este tipo de servicios es exclusivamente imputable a su propia cultura y creencia ajenas a la conducta del acusado”; por otro, la conducta de quien “se aprovecha de la credulidad, ignorancia y falta de cultura de un tercero”, y con ello “hace uso de un discurso que incorpora las debilidades del perjudicado y que está especialmente adaptado para, mediante el ataque a sus puntos vulnerables, conseguir mediante engaño o ardid que el mismo acepte una representación errónea de la realidad que le lleve a disponer en su propio perjuicio de su patrimonio”.
Como sea, y dejando de momento a un lado el tratamiento de estos casos de engaños burdos, la cuestión acerca de la eventual subsunción en un delito de estafa de la oferta de las genéricamente llamadas pseudoterapias, reclama, ya sea en su forma intentada o consumada, que más allá del carácter bastante del engaño concurra el resto de sus elementos típicos; entre ellos, la producción de un error en la víctima. En tanto que éste tiene que reconducirse explicativamente al engaño desplegado por el autor, pudiera plantearse dudosa la apreciación de tal requisito en los casos en los que la creencia del paciente en la cualificación, conocimientos o en general acerca de la eficacia de los métodos usados por quien se ofrece al tratamiento de su dolencia, no proceda de afirmaciones o de la publicidad utilizada por éste, sino de un error de percepción por parte de aquél, quien por cualquier razón –por ejemplo, las referencias que le haya dado un tercero-, tenga una percepción errónea de alguno de los aspectos mencionados. La posición del ofertante de esos servicios sería entonces exclusivamente pasiva, limitándose a aprovecharse de aquella situación. En su tratamiento entiendo que asiste la razón a la doctrina que diferencia según haya comenzado o no a iniciarse la prestación. Mientras que en la fase del primer contacto entre el enfermo y su curador no existe posición alguna de garantía por parte de éste que le obligara a sacar del error a aquél, la valoración se tornaría distinta desde el momento en que se inicia el tratamiento, puesto que entonces el compromiso que asume el curador y que descansa en la confianza que le ha depositado el paciente generaría el correspondiente deber de aclararle el alcance real de su cualificación así como de los métodos y prácticas que emplea, sin que pudiera exonerarle de responsabilidad el mero silencio.
Por su parte, la apreciación de un acto de disposición como elemento adicional del delito de estafa requerirá comprobar que el error sufrido por el paciente fue condicionante de la contratación y, consiguientemente, del acto de disposición patrimonial realizado por el sujeto. Este aspecto demanda realizar un juicio hipotético acerca de si, caso de no haber incurrido en tal error el enfermo, habría rechazado el tratamiento o si, por el contrario, su voluntad de someterse a cualquier remedio que le ofreciera la mínima esperanza, siquiera sea en clave subjetiva, habría determinado que, incluso conociendo la realidad, hubiera accedido a ponerse en manos del ofertante de servicios.
Por último y para cerrar el recorrido por los elementos objetivos de la estafa, debe tenerse en cuenta que la concurrencia de un perjuicio patrimonial a consecuencia del acto dispositivo habrá de encontrar su punto de referencia, no en el valor como tal de la prestación, sino en el aspecto subjetivo, esto es, en el valor de uso que posee para el adquirente. Por ello, sin discutir los honorarios que libremente fije quien practique cualquiera de las formas de la medicina alternativa, el perjuicio patrimonial habrá de verse única y exclusivamente en el rechazo del enfermo al método en cuestión caso de haber tenido conocimiento de su verdadero carácter.
Las dificultades para apreciar el delito de estafa en el ámbito que nos ocupa no se agotan en la comprobación de sus elementos objetivos. Otras tantas se presentan en orden a la fundamentación de sus elementos subjetivos, cifrados en el conocimiento y voluntad de realizar los elementos objetivos de la estafa –engaño, error, acto de disposición patrimonial y perjuicio- así como en la concurrencia de un ánimo de lucro por parte del sujeto activo. En concreto, los posibles espacios de impunidad por falta de este elemento habrán de reconocerse en los casos en los que el practicante del método en cuestión actúe en la creencia de su eficacia, siquiera sea de la eficacia incierta pero esperada de un método asimilable a la fase de experimentación, pese a que sin embargo desde un punto de vista objetivo carezca de ella. Singular interés tiene al respecto la creencia que en sus propios poderes sobrenaturales pueden tener los curanderos o sanadores. Con independencia del carácter más o menos disparatado de la práctica desde un punto de vista objetivo, si el tribunal llegase al convencimiento de que quien la ejerce actúa convencido de los poderes que dice poseer, habrá de descartarse la voluntad de defraudar y de enriquecerse injustamente, con la consiguiente exclusión del delito de estafa. Cuestión distinta será que, por las razones expuestas más arriba, en buena parte de los casos que se planteen ni siquiera proceda entrar a debatir la concurrencia o no de los elementos subjetivos de la estafa, en tanto que ésta habría ya de descartarse por razones relacionadas con la imposibilidad de apreciar un engaño bastante.
Si el paradigma de los delitos contra el patrimonio en el ámbito de las terapias alternativas lo representa el delito de estafa, las irregularidades su ejercicio con repercusión socioeconómica encuentra su exponente en el delito de publicidad engañosa, contemplado en el art. 282 CP. Castiga este precepto con una pena de prisión de seis meses a un año o multa de doce a veinticuatro meses a los fabricantes o comerciantes que, en sus ofertas o publicidad de productos o servicios, hagan alegaciones falsas o manifiesten características inciertas sobre los mismos”. La tipicidad de la conducta requiere en todo caso la producción de un resultado que el legislador cifra en términos hipotéticos al disponer que el engaño debe hacerse: “de modo que puedan causar un perjuicio grave y manifiesto a los consumidores”.
Como sostuve en otro lugar, se trata de un tipo delictivo que, lejos de proteger meramente un supuesto derecho a la veracidad, tiene en cuenta en la configuración de su injusto el desvalor instrumental que supone la falsedad publicitaria de cara a la lesión o puesta en peligro de otros bienes jurídicos tutelados en diferentes tipos penales. La razón de ser del precepto sería, en definitiva, la peligrosidad que reviste la conducta falsaria de cara a la efectiva lesión o puesta en peligro del respectivo bien jurídico, sea éste de carácter patrimonial o atinente a la salud -tanto pública como individual- de los consumidores.
Se concluye sin dificultad a partir de esta comprensión que la conducta de quienes predican propiedades terapéuticas de sustancias que carecen de tal efecto resulta subsumible en el precepto. En el recorrido por los supuestos que se han planteado en la práctica, obligada es la cita del conocido caso del Bio-bac. Se trataba de un producto que en su prospecto se presentaba como natural y que enunciaba entre sus propiedades la de ser inmunoestimulante, antimetastasico y condroprotector. La Sentencia del Juzgado de lo penal de Madrid de 4 de julio de 2014 entendió que no procedía apreciar un delito contra la salud pública, en tanto que no quedó acreditado que su comercialización representara un peligro para la vida o salud de las personas. Según la sentencia, tampoco podría identificarse ese riesgo en el hecho de que la prescripción del fármaco supusiera una sustitución del tratamiento médico convencional, puesto que, al contrario, se presentaba como un tratamiento natural complementario de otras terapias. Apreció, sin embargo, el delito de publicidad engañosa, al considerar que las supuestas propiedades terapéuticas del producto no contaban con ningún respaldo acreditativo, de modo que “se vertían manifestaciones inciertas o falsas de los efectos que producía su consumo”.
Alguna mención merece el régimen concursal de este delito con otros, un régimen que aclara el propio precepto al disponer que la pena que contempla se aplicará “sin perjuicio de la que corresponda aplicar por la comisión de otros delitos”. En concreto, en los casos en los que efectivamente la publicidad ilícita del producto en cuestión representara además un peligro para la salud pública procedería apreciar el correspondiente concurso con los delitos que protegen este bien jurídico, específicamente con el art. 362 bis CP. Entre otras conductas, castiga este precepto a quien haga publicidad de los medicamentos a que se refiere el art. 362 CP, artículo que comprende, entre otros, los casos de presentación engañosa de su identidad. Como quedó dicho, cuando se sostiene que el delito de publicidad engañosa es instrumental a la protección de la salud o patrimonio que eventualmente pudiera afectarse, lo único que se indica es que la situación de riesgo que justifica la intervención penal en materia de publicidad engañosa puede encontrar ese doble referente, patrimonio y salud, y que de ese modo se dota de sentido a la exigencia de “perjuicio grave” que requiere el precepto. Ello dista de considerar que el patrimonio o la salud sean intereses tutelados por el precepto, por lo que habrá de apreciarse el correspondiente concurso de delitos, no sólo con los tipos que protegen la lesión a la salud o la vida (lesiones, homicidio), sino también con los tipos de peligro que tutelan de forma anticipada la salud pública, entre ellos, el art. 362 bis CP. Por la misma razón, y ahora en relación con los intereses patrimoniales que pudieran resultar afectados, procederá apreciar el correspondiente concurso de delitos con la estafa, en tanto se dieran sus presupuestos.
3. Pseudoterapias y conductas falsarias: el delito de intrusismo
Se ha venido afirmando a lo largo de esta contribución que buena parte de las dificultades que rodea al régimen de la medicina alternativa se debe a la falta de una regulación que fijase, entre otros aspectos, los requisitos requeridos para su ejercicio y trazara una serie de niveles de exigencia en lo que se refiere a la titulación, formación y capacitación de quienes la practican. En tanto que esos aspectos se encuentran en el limbo normativo, las posibilidades de calificar conforme al tipo penal de intrusismo a quienes practican exclusivamente estas actividades alternativas se reduce prácticamente a la nada.
Cuestión distinta es, obviamente, la posibilidad de calificar conforme a este delito a los ejercientes de dichas terapias que se exceden en su práctica y realizan actos propios de la profesión de médico, con la consiguiente lesión del interés de la sociedad en exigir la posesión del correspondiente título para el ejercicio de la profesión. Recordemos que el art. 403 CP castiga con una pena de multa de doce a veinticuatro meses a quien ejerciere actos propios de una profesión sin poseer el correspondiente título académico expedido o reconocido en España de acuerdo con la legislación vigente. En el caso de que la conducta profesional desarrollada requiriese un título oficial “que acredite la capacitación necesaria y habilite legalmente para su ejercicio, y no se estuviere en posesión de dicho título”, la pena sería la de multa de seis a doce meses. Conforme al apartado segundo del precepto, la pena será de prisión de seis meses a dos años si el sujeto se atribuyese públicamente la cualidad de profesional o bien si realizara los actos en un local o establecimiento abierto al público en el que anunciare la prestación de los servicios propios de aquella profesión.
Ninguna duda alberga descartar la responsabilidad por este delito allí donde el ejerciente en cuestión se limite al ejercicio de prácticas como la aromaterapia o la reflexoterapia. En tanto se trata exclusivamente del ejercicio de actividades propias de las denominadas Pseudoterapias, no se usurpa ninguna cualidad profesional ni, en consecuencia, puede decirse que el sujeto que las practica se atribuya ni pueda atribuirse una cualidad profesional reglamentada, de cuyo título carece. Entre otros tantos fallos puede citarse para ilustrar lo anterior la STS de 23 de marzo de 2005, que recoge lo que había sido una tradición en la práctica jurisprudencial anterior, o ya antes, entre otras, la STS de 5 de julio de 1992, en el caso de quien siendo poseedor del título de ATS venía ejerciendo medicina naturalista. El TS consideró que no existía delito de intrusismo en tanto que, por un lado, el sujeto no se atribuyó nunca la cualidad de médico y, por otro, en la Guía de Especialidades Médicas “no aparece la medicina naturalista, ni la acupuntura ni la aplicación de rayos láser…”, por lo que su empleo “por quien no ostente la cualidad de médico, no puede constituir o dar vida al delito de usurpación de funciones, en cuanto que falta el requisito esencial para que se pueda entender cometido este delito.
Frente a la impunidad de prácticas como las de estos ejemplos, la calificación como intruso de quienes la practican requiere comprobar que el sujeto en cuestión realiza actos propios de la profesión médica, como exige el tipo base de intrusismo, así como en su caso, adicionalmente, que se atribuye la condición de médico, lo que daría entonces paso a la aplicación del tipo cualificado. Ilustrativa es al respecto, entre otras, la cita de la ya mencionada STS de 23 de marzo de 2005, en el caso de quien se autodenominaba “doctor y especialista en biocibernética cuántica y holográmica y medicina neurofocal”, y en su consulta diagnosticaba y prescribía medicamentos a sus pacientes. En concreto en el ejercicio de las teorías pseudocientíficas que había elaborado, indicaba a menudo la extracción de todas o parte de las piezas dentarias, por basarse su método en la creencia de que todas las enfermedades tienen su origen en la dentadura. Todo ello, además, acompañando en muchos casos la recomendación de abandono del tratamiento convencional. El Tribunal apreció el delito de intrusismo, en la modalidad de tipo base, por realizar el sujeto actos propios de la profesión de medicina para la que no estaba acreditado (no así el tipo cualificado, en tanto que no se atribuía la condición de médico). Estimó igualmente concurrente un delito de estafa, planteándose el concurso entre ambos tipos delictivos, que resolvió a favor de la apreciación de un concurso de delitos. De fecha más reciente, es interesante también la ya citada STS de 19 de mayo de 2020, relativa a un sujeto que estando en posesión exclusivamente de un título privado de titulado superior en terapias naturales practicaba en su clínica actos propios de la profesión médica; en concreto, el diagnóstico de enfermedades y su tratamiento, algunos con células madre, extracciones de sangre, autotransfusiones, así como pequeñas operaciones quirúrgicas. Todo ello, además, tenía lugar rodeado de la apariencia de estar en posesión de la titulación de licenciado en medicina, tal como podía deducirse del trato de doctor que le dispensaba la recepcionista y esposa del acusado, los títulos enmarcados en su despacho, o el uso de la bata blanca propia de los médicos, habiendo incluso personalmente afirmado a algún paciente tener aquella condición. Además de por un delito de estafa, la Sentencia le condenó por un delito de intrusismo agravado del art. 403 CP por haberse atribuido de manera pública la condición de médico.
Partiendo de las premisas anteriores, entre los casos en que pudiera venir en consideración la calificación como intrusismo de los actos cometidos por practicantes de cualquiera de las modalidades de las conocidas como pseudoterapias merecen una mención especial los que eventualmente tengan lugar al hilo del ejercicio de especialidades que se prestan a realizarse con fines distintos a los terapéuticos, siendo así que en tal caso requieren una específica titulación. Ilustrativa es al respecto la osteopatía, no regulada como profesión sanitaria independiente, y en la que convive su ejercicio con fines sanitarios por parte de quienes son profesionales de la salud con su práctica por quienes simplemente han realizado algún curso o estudios no oficiales y la ejercen con fines diversos, como la relajación o la procura de un bienestar en general. Resulta de lo anterior que el ejercicio de los métodos en que se basa esta práctica con fines terapéuticos por parte de quienes tan sólo han superado cursos de formación que dan lugar a la obtención de diplomas de academias podrá dar paso a la apreciación de un delito de intrusismo. Otro tanto hay que decir del quiromasaje, cuya realización con fines terapéuticos por quien no ostenta la cualidad de fisioterapeuta, fundamentará la condena por intrusismo. Cuando, por el contrario, quien sólo está en posesión de diplomas y en general de estudios no oficiales la practique con fines alternativos a los terapéuticos (básicamente, con fines de bienestar, relajación y ocio), no procederá la condena por aquel delito. Sirva de ejemplo la SAP de Salamanca de 28 de junio de 2019, que enjuiciaba a quien en un balneario utilizaba métodos físicos propios de la especialidad de fisioterapeuta, pero sin que conste que lo hiciera con fines terapéuticos, lo que llevó al Tribunal a excluir la apreciación del delito.
4. Pseudoterapias y delitos contra la salud
Entre los posibles títulos de responsabilidad penal en que pueden incurrir quienes practican las genéricamente denominadas pseudociencias, reclaman singular atención los tipos relativos a la vida y salud de las personas. Así se explica sólo con tener en cuenta que al tratarse de terapias finalísticamente orientadas a la curación o mejoría de quien padece una enfermedad, sus posibles efectos adversos van a incidir, ante todo, en el estado de salud del paciente, planteándose entonces la traducción penal que, en su caso, deba tener el empeoramiento del enfermo e incluso su muerte.
Tratamos en lo que sigue la eventual responsabilidad dimanante por los daños a la vida y a la salud, entendida como salud individual, esto es, referida exclusivamente al sujeto que se somete a terapia, sin perjuicio de hacer referencia más adelante a la posible incidencia de estas prácticas en la salud colectiva, tutelada por los correspondientes delitos contra la salud pública.
4. Pseudoterapias y delitos contra la vida y salud individual
Se trata en este apartado las posibles fuentes de responsabilidad del ejerciente de la medicina alternativa derivada de los eventuales daños que su actuación cause a la salud o incluso a la vida del sujeto sometido a tratamiento.
Aun cuando no puedan descartarse supuestos en los que el sanador actúe con dolo eventual de producir un resultado, lo normal será que obre desde el convencimiento personal de sus poderes o de la eficacia del método que pone en práctica, de tal modo que desde su punto de vista el resultado haya de valorarse con un fallo o accidente azaroso de la supuesta terapia, cuya validez general no se afecta por ello. Se plantea entonces si realmente procede equiparar su actuación a la de cualquier otro sujeto que comete un delito de lesiones u homicidio por imprudencia y, de forma singular, si para la comprobación de esa responsabilidad son aptos los mismos parámetros que con carácter general maneja la dogmática penal para determinar cuándo existe imprudencia en los más variados ámbitos, también en el relativo a la actuación del profesional sanitario que por inobservancia del deber de cuidado provoca en su quehacer un resultado lesivo. De todo ello se ocupan las consideraciones que siguen.
1.a.- La determinación de la infracción del deber de cuidado en el caso de las terapias alternativas
Al igual que sucede en general en cualquier otro ámbito imaginable, también en el que ahora se trata la responsabilidad por imprudencia puede encontrar su origen tanto en un comportamiento activo como omisivo. El primero es, tal vez, el más fácilmente identificable, al menos cuando la práctica provoca un claro empeoramiento del estado de salud del paciente o incluso su muerte. Obvio es que la dificultad que se plantea en estos casos tiene que ver con la complejidad en general de la prueba de la relación causal y normativa entre el acto en cuestión y el resultado, pero también es cierto que esta no es distinta a la que se suscita en general cuando se trata del enjuiciamiento de un acto médico propio de la medicina convencional que produce igualmente aquellos efectos. Tal vez sólo convenga añadir que en la mayoría de los casos de ejercicio de la medicina alternativa la responsabilidad por un comportamiento activo se va a plantear en relación con aquellas terapias que exceden de la procura de un bienestar a quienes las reciben y presentan un cierto carácter invasivo, al pretender influir en la salud mediante distintas técnicas, ya sea el suministro de sustancias, ya sea la manipulación del cuerpo o el empleo de técnicas con incidencia física en él.
Más complejo es el juicio acerca de la eventual responsabilidad del practicante de terapias alternativas conforme a los esquemas propios de la comisión por omisión, responsabilidad que de forma paradigmática pudiera plantearse en el caso en que indicara al enfermo que debe abandonar las terapias convencionales y confiar por completo en las posibilidades del método que le ofrece. Desde luego las dudas no se presentan a la hora de fundamentar el presupuesto de tal juicio, a saber, la posición de garantía del practicante, que en estos casos habrá de hallarse la mayoría de las veces en un acto de previa injerencia, no ya al asumir el tratamiento del paciente, sino al indicarle apartarse de las posibilidades de la medicina convencional. Las dificultades proceden de la complejidad de imputar el empeoramiento del enfermo o incluso su muerte a la ausencia de la terapia aconsejada por la medicina tradicional; esto es, de determinar que dicha omisión represente desde un punto de vista ex ante un riesgo relevante de producción del resultado, así como, ya desde un punto de vista ex post, que el resultado sea imputable al comportamiento omisivo.
Es cierto que dicho título y las consiguientes dificultades a él asociadas están también presentes en la calificación de los profesionales practicantes de la medicina tradicional que optan por un tratamiento convencional con menos posibilidades de éxito que otros de la misma naturaleza, o que simplemente omiten el tratamiento debido. Ambos escenarios comparten la dificultad de tener que recurrir a juicios hipotéticos en torno a lo que habría sucedido caso de haberse prestado el debido comportamiento. Ocurre, sin embargo, que en el caso de las terapias alternativas dicho juicio hipotético adquiere una complejidad singular, al multiplicarse los factores que entran en consideración en su formulación. En efecto, en la medicina tradicional tal juicio hipotético reclama la comprobación de lo que habría sucedido si el médico hubiera administrado la terapia considerada en general como más adecuada al estado del paciente, comprobación que sin duda presenta ya un importante grado de complejidad por razones relacionadas con la dificultad de determinar a ciencia cierta su efecto en la evolución de la enfermedad debido a las singularidades de cada paciente. En el caso de las terapias alternativas ese juicio sobredimensiona la inseguridad que comporta, en tanto que obliga a tener en cuenta, además de lo anterior, factores adicionales tales como si el paciente efectivamente habría recurrido a las terapias convencionales caso de no haber recibido la indicación de abandonar la medicina tradicional o incluso a si, caso de haber acudido a un médico, éste habría diagnosticado y tratado correctamente la enfermedad y, sobre todo, si el estado de la misma permitía augurar algún éxito en su tratamiento médico.
Nos ocupamos en lo que sigue de las premisas generales para la apreciación de la responsabilidad penal por negligencia en el caso del empleo de las terapias alternativas, tanto por acción como por omisión, distinguiendo a efectos expositivos según la cualidad del sujeto ejerciente. Aun cuando el prototipo de su ejercicio corresponde a quien no ostenta la condición de profesional sanitario, ya señalábamos líneas más arriba al denunciar la ausencia de una regulación específica en la materia, que también es perfectamente imaginable su práctica por parte de quien sí lo es, ya sea por prescribir este tipo de terapias no convencionales como medicina alternativa, o bien como complementaria a aquella propia de la especialidad de su competencia.. Por ello, para clarificar la exposición de los distintos casos nos referimos por separado a la responsabilidad en que pueden incurrir los practicantes de las terapias no convencionales según sean o no profesionales sanitarios.
a.- La práctica del ejercicio de pseudoterapias por un profesional de la salud.
El ejercicio de los métodos propios de la medicina alternativa por parte de un profesional sanitario plantea el trazo de los límites dentro de los cuales respete los cánones propios de la lex artis a la que está obligado. Al igual que sucede con la práctica de la medicina convencional, la legalidad de la prestación de las terapias alternativas reclama de entrada el respeto de dos coordenadas básicas. La primera, la correcta elección de la terapia en cuestión entre las disponibles, por presentarse como la más aconsejable, ya sea por su mayor seguridad, posibilidades de éxito o en general por su adecuación al paciente concreto, así como, una vez elegida, su correcto ejercicio; la segunda, la concurrencia del consentimiento informado del paciente.
En primer lugar, en lo que se refiere a los límites y presupuestos de la licitud de la prestación de las terapias naturales, debe recordarse el generalizado reconocimiento acerca de que el médico goza de un necesario margen de libertad a la hora de elegir el concreto método terapéutico, para lo cual, y como en parte se ha anticipado, debe tomar en consideración el conjunto de circunstancias concurrentes. En esa valoración puede inclinarse por utilizar, por ejemplo, un método con una eficacia más limitada que otro pero que sin embargo carece de los graves efectos secundarios que este podría tener para el paciente en cuestión. Desde esta perspectiva, suele reconocerse que el recurso a terapias no convencionales pero con cierto respaldo científico forma parte igualmente de los métodos por los que puede optar el profesional sanitario. También el médico, en efecto, puede recurrir al ejercicio de determinadas formas propias de la llamada medicina alternativa en tanto las crea adecuadas para el paciente y siga en su prescripción las pautas, indicaciones o modo de aplicación que prescribe el método en que se basa y respecto al que ha sido instruido.
El enunciado anterior encierra, en definitiva, la exigencia de que la prescripción respete las reglas de la prudencia que en general debe inspirar la actuación del médico, que reclama como parámetros de la comprobación, junto al juicio de previsibilidad, la infracción del deber objetivo y subjetivo de cuidado. Como sucede en tantos otros ámbitos, el traslado de esta elaboración al que ahora interesa está necesitado de una labor eminentemente valorativa que debe ser, además, adaptada a las singularidades de las pseudoterapias. Para empezar, hay que tener en cuenta que la permisibilidad del riesgo adquiere en ella tintes singulares. Sabido es que tal juicio descansa tradicionalmente en una ponderación que compara, por un lado, los efectos esperables o la utilidad que reporta socialmente una conducta que en general se considera peligrosa y, por otro, los posibles riesgos esperables de ella, resultando que el juicio de su permisibilidad supone reconocer la inclinación por sus ventajas en el balance frente a sus riesgos. Las premisas lógicas de un razonamiento de este tipo se desvanecen en buena medida en el ámbito que ahora se aborda, en tanto que, o bien se trata de prácticas carentes por completo de rigor, o bien, aun contando con cierto reconocimiento en torno a los efectos de ellas esperables -siquiera sea con base en los datos de la experiencia-, su elevado componente de incertidumbre determina que no resista una comparación riesgos/beneficios en idénticos términos a los que son propios del ejercicio de la medicina convencional. Vaya por delante que no se desconoce con la afirmación anterior el dato de que también en éste resulta prácticamente imposible asegurar resultados, incluso tratándose de terapias con sólida tradición y eficacia demostrada. La gran cantidad de factores que inciden en el proceso de curación, empezando por las propias características del paciente, impide formular una ecuación que arrojase resultados exactos. Siendo cierto lo anterior, a nadie escapa, sin embargo, el modo en que se multiplica el factor inseguridad como elemento de ponderación cuando ni siquiera la práctica en cuestión cuenta con respaldo científico. Más que de beneficios esperables que se confrontaran con los riesgos temidos habría por ello de hablarse, todo lo más, de esperanzas, un elemento de difícil traducción valorativa y que en cualquier caso resulta incompatible con el binomio riesgos/ventajas en que se basa el método científico.
En el terreno de pseudoterapias el juicio de permisibilidad es, por ello, por completo inverso. No procede, en efecto, hablar de ventajas o beneficios y, con ello, de formular un juicio de indicación que prevalezca sobre los riesgos que eventualmente comporte. Al encontrarnos ante terapias sin eficacia demostrada lo que procede, por el contrario, es hacer un juicio de “no contraindicación” para que pueda hablarse de tolerancia del Derecho hacia una práctica que carece de evidencia científica. Su enunciado no sólo habrá de tener en cuenta las características propias de la terapia alternativa, sino también -y, sobre todo- la relación que guarda con las posibilidades que ofrece la medicina tradicional, en tanto que la no contraindicación de la primera reclama no sustraer al paciente de los beneficios de la segunda. Sin pretender agotar la casuística que pudiera presentarse, y desde una consideración meramente abstracta y apriorística, pueden enunciarse ciertos grupos de casos en los que sería posible reconocer la “no contraindicación”. El primero lo integrarían aquellos caracterizados de modo amplio por el dato de que la medicina convencional no puede ofrecer un tratamiento eficaz al paciente. Se incluyen aquí los supuestos en los que no exista una terapia indicada por aquella medicina para la enfermedad en cuestión; así como aquellos otros en los que el tratamiento convencional resulte, por sus efectos, no indicado en el caso concreto para el paciente. Se cuentan también en este grupo los casos en los que la solución que ofreciera la medicina convencional se encontrase todavía en fase de experimentación, resultando por otra parte que pudieran identificarse una serie de indicios acerca de los eventuales efectos beneficiosos esperables de las terapias naturales. Es precisamente en ellos donde cobra sentido asimilar el régimen de la terapia no convencional al de la experimentación científica con humanos, cuya característica principal es la incertidumbre o el desconocimiento tanto de la capacidad curativa de un determinado medicamento como de los posibles efectos adversos que puedan asociarse a él. Se trata, dicho de otro modo, de los supuestos en los que la solución propuesta por la medicina alternativa se plantea como un recurso residual ante la ausencia de terapias convencionales, de modo que, aun sin descartar su fracaso e incluso algún posible efecto no deseado, se valora como un riesgo de asunción tolerable o adecuado. Presupuesto para ello será la concurrencia de los requisitos que suelen exigirse para admitir la experimentación humana; básicamente y además del estado de enfermedad actual, la plena información del paciente acerca de los posibles efectos y riesgos asociados a su práctica y, a partir de ella, la prestación de su consentimiento.
Junto con este primer grupo de casos, la “no contraindicación” de las pseudoterapias habría de apreciarse allí donde el tratamiento alternativo presente exclusivamente carácter complementario al convencional, sin que por otra parte su aplicación conjunta merme los efectos de éste. En tanto que la práctica se considere por completo inocua, de modo que lo único que se ponga en tela de juicio sea la consecución de las propiedades que dice tener, habría de considerarse como tolerada sin necesidad de recurrir siquiera a los parámetros propios de la medicina experimental.
En cualquiera de los supuestos, la licitud de la práctica en las condiciones descritas requerirá, al igual que sucede en general con la aplicación de cualquier tratamiento médico, la concurrencia del consentimiento informado del paciente, punto de partida de cualquier acto médico. Así lo exige con carácter general el art. 2 de la Ley 41/2002, conforme al cual, “Toda actuación en el ámbito de la sanidad requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o usuarios”, cuya validez precisa a su vez -siguiendo la terminología del mismo precepto-, una información adecuada. En el caso de las terapias alternativas, ello demanda, al menos, que el paciente haya sido informado de la condición de no convencional de la terapia, de sus posibles riesgos y beneficios esperados en comparación con los propios de la medicina convencional y, caso de presentarse de modo complementario a ésta, el conocimiento de los posibles efectos o interacciones con los resultados esperables de ésta. De faltar aquella información y el consiguiente consentimiento del enfermo, la actuación del médico habría de considerarse como no permitida. Cuestión distinta será la discusión en torno al título de responsabilidad por el que debieran discurrir estos casos de la práctica de terapias alternativas, como tal realizada correctamente, pero sin mediar el consentimiento del afectado por carencia de cualquiera de los extremos arriba referidos.
A diferencia de otros Códigos de Derecho comparado, el nuestro no contempla el delito de tratamiento médico arbitrario, un tipo delictivo que por lo demás y en los términos en los que tuve ocasión de pronunciarme en otro lugar, evitaría una práctica jurisprudencial que en casos por completo ajenos a los que ahora se tratan -aquellos en que a consecuencia de un tratamiento médicamente indicado pero no consentido se produce un resultado lesivo-, aplica los delitos de lesiones. Dejando a un lado las razones político criminales que pudieran avalar su conveniencia en estos casos, lo cierto es que su ausencia, de lege lata, en nuestro Código penal determina que no exista ningún tipo delictivo específico al que reconducir los que ahora se tratan. Por ello, y con la salvedad puntual de que, por las especificidades del caso sometido a enjuiciamiento fuera posible aplicar un delito contra la salud pública, habrá que concluir afirmando que la eventual responsabilidad derivada exclusivamente del peligro propio del ejercicio incorrecto de la profesión habría de discurrir necesariamente al margen de los cauces penales, ya sea en el orden disciplinario o incluso en el civil.
Mayor complejidad plantea el caso en el que el sanitario prescribiera una terapia de eficacia no probada fuera de los supuestos antes acotados de permisibilidad del riesgo; en concreto, con carácter excluyente de las posibilidades que ofrece la medicina para la enfermedad en cuestión, así como en los casos en que existan indicios o sospechas acerca de la posible merma de los efectos de ésta en el caso de su prescripción con carácter complementario. En relación con lo primero, puede decirse que, como regla general, la renuncia al recurso terapéutico convencional y de reconocido respaldo científico habría de considerarse extramuros del ámbito de libre elección de la terapia de que en principio dispone el médico, debiéndose valorar, por tanto y a salvo de una justificación singular en el caso concreto, como una actuación contraria a la lex artis de la que podrá derivarse, en su caso, responsabilidad penal por los eventuales resultados lesivos que llegaran a producirse. Como tales habrían de considerarse, no sólo los asociados a la terapia en cuestión, sino también los derivados de la omisión de la medicina convencional, responsabilidad que discurrirá la mayoría de las veces a título de imprudencia. El tratamiento del enfermo sin respetar dichas exigencias bien pudiera dar lugar, incluso, a la apreciación de la cláusula de la imprudencia profesional allí donde aquella prescripción se considerase por completo incompatible con la pericia y habilidades esperables de quien debe poseer la formación, conocimientos y capacidades propias de un profesional de la sanidad, y a consecuencia de ello se verificase la producción de un resultado de muerte o lesiones. Se trataría, en definitiva, de aplicar en este contexto las reglas generales de la lex artis que gravan a los profesionales sanitarios, y cuyo análisis cotejado con la actuación que ha tenido lugar en la realidad arrojará el correspondiente juicio en torno a la existencia y gravedad de la mala praxis, con la consiguiente eventual apreciación de los tipos de homicidio o lesiones a título imprudente allí donde llegara a producirse un resultado lesivo.
Distinta es la cuestión que plantean los casos en que el resultado lesivo no se produzca o o bien resultara imposible atribuirlo normativamente a la omisión del debido tratamiento. En ellos surge la pregunta acerca de si debiera ya merecer un reproche penal el mero hecho de que el profesional apartara al paciente de las terapias convencionales, algo que a todas luces debiera considerarse un ejercicio desviado de la profesión. Se plantea, en definitiva, la procedencia de apreciar algún título de responsabilidad por lo que pudiera denominarse en alguna medida como el negativo de un delito de intrusismo, esto es, por el desempeño de una actividad por parte de quien ostenta formalmente la condición de sanitario y que, sin embargo, en sus métodos secunda prácticas propias de quienes, sin poseer dicha cualificación, se dedican al ejercicio de las pseudoterapias.
En realidad, a la hora de identificar un tipo penal al que reconducir estos casos habría que tener en cuenta la eventual lesión de, al menos, dos tipos de intereses y objetos de protección distintos. El primero de ellos, que es propiamente el que interesa a este apartado, sería el relativo a la preservación de la vida y salud del paciente, bienes jurídicos afectados a la vista del peligro que comporta la prescripción de métodos alternativos que le privan de una prestación asistencial con respaldo científico. En tanto que el castigo por lesiones u homicidio imprudente reclama en nuestro sistema penal la producción de un resultado lesivo, decaerían las posibilidades de calificación penal conforme a estos tipos en la fenomenología de casos que nos ocupan. De hecho, tampoco su procedencia quedaría asegurada aun cuando fuese posible descubrir en el sanitario una cierta actitud de indiferencia respecto a la eventual producción del resultado, esto es, una suerte de dolo eventual referido al daño que pudiera causarse, pero que no ha llegado a producirse. La dificultad tendría que ver entonces con la complejidad propia de la construcción de la tentativa con dolo eventual, que si ya resulta en general de difícil aceptación teórica se presenta como de más que improbable aplicación en el contexto propio de la medicina.
El segundo interés que pudiera resultar potencialmente lesionado en función de las circunstancias del caso es la salud pública, interés protegido en las distintas modalidades de los delitos farmacológicos. Entre ellas se cuenta la de imitación o falsificación de un medicamento, que bien pudiera apreciarse cuando, por ejemplo, el sanitario dispensara productos sin reconocida eficacia bajo la apariencia de gozar de ella, pero también cuando se pusieran en circulación sustancias carentes de respaldo científico pero que sin embargo se presentan con propiedades curativas de enfermedades graves, con el consiguiente peligro de abandono de las terapias convencionales. De los supuestos de este tipo habrá ocasión de volver más adelante al tratar los delitos contra la salud pública, por lo que remitimos a aquel apartado la referencia a las posibles calificaciones.
Dejando de momento a un lado las dificultades para derivar responsabilidad penal en estos casos de no producción de un resultado lesivo a la vida o salud del paciente y volviendo de nuevo a aquellos en que se verifica dicho daño, debe tenerse en cuenta todavía una consideración adicional. Es la relativa a que el juicio acerca de la mala praxis médica por la prestación de medidas propias de la medicina natural con carácter excluyente de la convencional sin una justificación médica para ello quedaría desvirtuado allí donde la contemplación de los hechos a la luz de la segunda coordenada que referíamos al inicio de este apartado permitiera la justificación de la conducta. Se trata, en concreto, de la eventual concurrencia de la voluntad del paciente que, de modo espontáneo, libre y expreso solicitara al médico un determinado tratamiento alternativo sobre la base de su rechazo por razones personales a las posibilidades que le ofrece la medicina tradicional, y sobre las que en cualquier caso tiene que estar adecuadamente informado. La singular gravedad de los efectos que para la salud del paciente puede tener aquella renuncia reclama que su consentimiento se adjetive, según se ha descrito, como espontáneo, libre y expreso. En primer lugar, con la exigencia de espontaneidad se exige algo más que el simple asentimiento a la práctica en cuestión. Requiere, en concreto, que la opción por un tratamiento sin eficacia probada frente al que le ofrece la medicina tradicional sea, ante todo, expresión de una opción personal solicitada por él, y no mero asentimiento a una posibilidad que le plantea el médico. La singular posición de éste y la consiguiente confianza que, en base a ella, deposita el paciente, impide considerar suficiente para eximir de responsabilidad al médico, el mero asentimiento o conformidad de aquél a la propuesta que éste le presenta. Es razonable partir de que el paciente recibe la propuesta del médico con una actitud de confianza ante su criterio, de modo que su aceptación está inevitablemente vinculada a una suerte de presunción de la corrección de cualquier opción que le proponga, lo que a su vez propicia una inclinación favorable a ella. Frente a esta suerte de asentimiento sobre la base de la confianza, la opción del paciente por esas prácticas alternativas debe presentarse como una verdadera elección personal basada en sus convicciones o creencias, que por ello reclama que la iniciativa del recurso en solitario a ellas con el consiguiente abandono de la medicina convencional corresponda a una petición que nace de él.
Por su parte, la exigencia de libertad en esa elección demanda decididamente que el enfermo haya sido adecuadamente informado de los riesgos y ventajas de la práctica, siendo plenamente conocedor de los efectos que son de esperar del recurso tanto a la terapia alternativa como a las que le ofrece la medicina convencional. A la inversa, no podrá hablarse de un consentimiento válido cuando el paciente no haya sido suficientemente informado del alcance de los riesgos y también de las posibilidades que le ofrece aquélla, o incluso no conozca que la terapia a la que se somete no cuenta con respaldo científico.
Por último, los efectos potencialmente graves que para la salud del enfermo puede tener la renuncia de la terapia convencional exige que tenga lugar de modo expreso, sin que resulte suficiente la simple deducción de indicios conforme a los cuales suponer la conformidad del paciente. De hecho, y atendiendo a lo contemplado en la ley 41/2002, en tales supuestos el consentimiento habrá de ser prestado por escrito, por corresponder a uno de los supuestos previstos en su art. 8; en concreto, por tratarse de la “aplicación de procedimientos que suponen riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa sobre la salud del paciente”. Así habrá de considerarse el caso que nos ocupa, no ya por los efectos eventualmente asociados a la medicina alternativa, sino atendiendo a la renuncia a los esperables de la medicina tradicional.
Concurriendo el consentimiento informado conforme a las exigencias expuestas, el reconocimiento del respeto de la autonomía del paciente, consagrado tanto a nivel deontológico como ya a nivel positivo en el art. 8 de la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, lleva a reconocer el valor prioritario de su voluntad y en consecuencia a entender que la negativa del enfermo al tratamiento convencional legitima que el profesional le preste esas otras, pese a la inseguridad de sus efectos y en todo caso su menor eficacia, con la consiguiente exclusión de cualquier juicio de responsabilidad penal.
b.- La eventual responsabilidad por un resultado lesivo de quienes no ostentan la cualidad de profesional sanitario
Se centran las consideraciones que siguen en la eventual responsabilidad en que pueden incurrir por la producción de un resultado lesivo quienes practican la medicina alternativa sin tener la condición de profesionales de la sanidad y sin impartir su actividad en los centros susceptibles de autorización como sanitarios conforme al RD 1277/2003, de 10 de octubre, por el que se establecen las bases generales sobre autorización de centros, servicios y establecimientos sanitarios. Como señalara ya el documento publicado por el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad del año 2011, gran parte de las personas que practican las genéricamente denominadas terapias naturales tan sólo están dadas de alta como profesionales relacionados con actividades sanitarias al amparo del RD 1175/1990, de 28 de septiembre, por el que se aprueban las tarifas y la instrucción del impuesto sobre Actividades Económicas. Ante la ausencia de una normativa integral que estableciera los requisitos de formación y titulación para practicar estas terapias, conviven en su ejercicio profesionales sanitarios en los términos referidos en el apartado anterior con los no sanitarios, con una formación muy desigual. Se cuentan entre ellos desde titulados universitarios de distintas ramas, pasando por quienes han superado cursos privados, en academias o centros no oficiales, vendedores o dependientes de tiendas de productos naturales –herboristería y centros de dietética- que realizan labores de asesoramiento e incluso de diagnóstico, hasta llegar a quienes carecen de cualquier preparación, entre los que se cuentan quienes dicen aplicar sus poderes personales –o divinos-.
En cualquiera de los casos, se trata de sujetos que no están vinculados por las pautas de actuación genéricamente exigibles a los profesionales sanitarios y respecto a los que se plantea, ante todo, el trazo de los parámetros conforme a los que enjuiciar la conformidad o no a cuidado del concreto comportamiento llevado a cabo.
En el apartado relativo al ejercicio de las pseudoterapias por parte de los profesionales de la salud se han acotado una serie de supuestos en los que su práctica debe considerarse como un riesgo no permitido. A partir de ellos, procede ahora señalar exclusivamente las peculiaridades que en ese diseño introduce el dato de que quien aplique tales terapias no sea un profesional de la medicina. Para empezar, la carencia de tal condición determina que entre los supuestos de no permisibilidad del riesgo deba contarse la asunción de actos de diagnóstico por parte de quienes ni son profesionales sanitarios ni tienen los conocimientos requeridos para ello, siempre que dicha labor la presenten como respaldada en un método con eficacia reconocida y con carácter excluyente de la medicina convencional. Las graves consecuencias que puede tener un falso diagnóstico, ya sea positivo o negativo, impide considerar como permitida la actuación de quienes, con la apariencia de basar el diagnóstico en un procedimiento y con carácter excluyente de la medicina convencional, asumen la fase más compleja, insegura y a su vez más trascendental de la actividad médica. En tales casos podría hablarse ya de culpa por el emprendimiento mismo de la actividad de diagnóstico.
Más allá de dicha fase, también en relación con la de tratamiento sería posible el trazo de una serie de criterios conforme a los cuales mensurar la corrección o no de su actuación en lo que se refiere ya a la ejecución de la específica medida propuesta. Desde luego, si el practicante en cuestión realiza actos terapéuticos también llevados a cabo por los profesionales de la salud, el enjuiciamiento de la conformidad a cuidado de su actuación permite trasladar los mismos parámetros aplicables a los profesionales sanitarios, incluyendo los conocimientos y habilidades necesarios para el ejercicio en cuestión. En tanto que independientemente de la cualidad de quien ejerce la actividad, su práctica requiere la previa adquisición de los conocimientos teóricos y prácticos en que se basa el método, la prudencia o no del comportamiento no depende de la condición del sujeto que lo lleva a cabo, sino del respeto de las pautas en que se basa. Tan sólo por poner algunos ejemplos, bastaría pensar en relación con la acupuntura en la localización de los puntos de inserción de las agujas según las distintas patologías o la duración de tratamiento; o ahora en relación con la homeopatía, en la cuantificación de las dosis de las sustancias en cuestión cuando, como sucede con el aconitum, requieren por su toxicidad no superar las dosis estandarizadas.
Al margen de estos casos, la genuina dificultad surge en aquellos otros en los que la práctica en cuestión, si bien responde a un método, es exclusiva de los ejercientes de las terapias alternativas. Se plantea en ellos si la indagación de la eventual imprudencia puede baremarse conforme a reglas similares a las propias de la lex artis que rigen el desarrollo de la medicina convencional. Si bien no han faltado propuestas en tal sentido y ciertamente es posible tomar como parámetro el modelo ideal representado por el practicante mejor formado y experimentado, lo cierto es que la vaguedad de ese modelo de referencia impide el trazo de referentes sólidos de juicio. En realidad, el único elemento inequívocamente integrante de esa supuesta lex artis específica vendría representado por la exigencia de la formación en el respectivo método y la continua actualización de los conocimientos en la materia, como garantía de la concurrencia de los presupuestos mínimos para su ejercicio. Más allá de ello, a la hora de determinar la conformidad o no al cuidado debido de la actuación del ejerciente en cuestión, el protagonismo lo cobra la atención a las reglas de la experiencia. Esas reglas arrojarán como resultado una actuación imprudente allí donde, por ejemplo, la técnica empleada sea potencialmente lesiva y no se observen las máximas básicas de su uso (caso de empleo de aparatos que pueden producir quemaduras o de sustancias que aun siendo naturales en determinadas dosis pueden resultar lesivas para el organismo), o cuando el ofrecimiento de la terapia en cuestión a otros pacientes tratados con ella previamente hubiera demostrado potenciales efectos adversos a la salud, ya sea con carácter general o al menos bajo determinadas circunstancias.
Singular será la valoración en los casos en que la pretendida terapia carezca por completo de una hipótesis previa con base en la cual pudiera llegar a fundamentarse en el futuro su cientificidad. En ellos, como ocurre por ejemplo con los curanderos, resulta inviable cualquier pretensión de identificar una supuesta regla de procedimiento que sirva de parámetro conforme al que identificar, en su caso, una actuación imprudente. No existe, en efecto, un recto ejercicio de la sanación, ni es por ello practicable un juicio comparativo entre lo que hizo el sanador y el modo en el que debió haber actuado. Simplemente, habría que decir, la conducta de quien ofrece posibilidades de curación basadas en métodos sobrenaturales o en las supuestas propiedades del sanador no encontraría otros parámetros que las reglas generales de experiencia y prudencia en la actuación.
Por otra parte, y en lo que atañe ya a la comprobación de los parámetros propios de la observancia del deber subjetivo de cuidado, sabido es que éste reclama atender a los conocimientos y capacidades singulares del sujeto en cuestión. Su aplicación al grupo de casos que ahora se trata lleva de nuevo a distinguir entre aquellas terapias que se basan en un método y las que no lo hacen. Mientras que en relación con estas últimas pierde cualquier sentido indagar acerca de las habilidades, por ejemplo, del curandero respecto a las prácticas que profesa, la atención a las condiciones subjetivas del practicante resulta indispensable en aquellas actividades no reconocidas científicamente pero basadas en un método y en una hipótesis de partida. En la medida en que hemos afirmado líneas más arriba que quienes la practican deben ajustar su quehacer al procedimiento y a las pautas de administración que requiere, será necesario ante todo que posean los conocimientos y habilidades mínimas para su ejercicio, lo que reclama una continua formación y actualización en la materia, pudiendo hablarse en otro caso de culpa por el emprendimiento mismo de la actividad. Bastaría pensar en el caso de quien practica la acupuntura con la finalidad de tratar una fibromialgia, siendo así que carece de los conocimientos en que se basa el método. Otro tanto habría que decir de quien dispensa productos homeopáticos sin conocer las pautas y modo de administración de la sustancia en cuestión.
Más dificultad pudiera tener la determinación del papel que corresponde a los eventuales conocimientos y capacidades que posea el sujeto sometido a enjuiciamiento cuando éstos se consideren superiores a la media. Dado que se parte de que la actividad emprendida no tiene reconocidos científicamente sus pretendidos efectos, la existencia de conocimientos o habilidades superiores en el sujeto que la practica está llamado a jugar un papel realmente reducido, puesto que si se considera, como creo que debe hacerse, que la virtualidad de tales criterios es la de fundamentar, en su caso, una responsabilidad en comisión por omisión, las bases de tal juicio son difícilmente reconocibles en una actividad que, con independencia del modo en el que se ejerza, no goza de reconocimiento científico en sus efectos. Por ello, se ejerza con los conocimientos o con las capacidades con que se ejerza, no es de esperar de la omisión de una determinada forma de prestarlo un eventual resultado lesivo por el que a título de omisión debiera responder quien no ha desplegado en su práctica todas sus habilidades o conocimientos.
Singularmente compleja se plantea la cuestión relativa a si, allí donde conforme a los parámetros anteriores se afirme el desvalor de acción propio del delito imprudente, sería posible aplicar la cláusula de la imprudencia profesional que, como es sabido, contempla nuestro Código penal para los casos de imprudencia más graves en relación con la producción de un resultado de homicidio, lesiones, aborto o lesiones al feto. Según entiendo, la falta de reconocimiento normativo de la actividad de los ejercientes de las pseudoterapias es incompatible con el sentido de esta cláusula. No le falta razón a SILVA SÁNCHEZ cuando apunta como su posible fundamento el dato de que quien ha asumido el cuidado del paciente “goza de un monopolio, protegido por el Estado, para la realización de ciertos actos, en virtud de una presunción de conocimiento de determinadas materias y dominio de ciertas técnicas. La asunción por profesional determina la inhibición de terceros en general y de otros profesionales en particular”. En tanto que las terapias alternativas no gozan de un reconocimiento normativo ni requieren, por ello, para su ejercicio la superación de pruebas regladas que acrediten los conocimientos y capacidades exigibles, difícilmente podrá considerarse la imprudencia cometida en ese contexto como extraordinariamente grave desde el punto de vista de lo que se exige para el ejercicio de la profesión. Dicho de otra forma, si como suele ser afirmación común en la jurisprudencia, “la imprudencia profesional aparece claramente definida en aquellos casos en que se han omitido los conocimientos específicos que sólo tiene el sujeto por su especial formación”, como mínimo inconsistente parece su apreciación cuando no está estandarizada la formación que requeriría el ejercicio de la actividad. Cuestión distinta será la posibilidad de imponer como pena accesoria conforme a las reglas generales del Código penal la inhabilitación especial del art. 45 CP que, junto a la de la profesión, industria o comercio, contempla la de “otras actividades, sean o no retribuidas”.
1.b.- El específico problema de la imputación del resultado lesivo a la actividad propia de las terapias alternativas
Las líneas anteriores se han ocupado de trazar las premisas conforme a las cuales sea posible identificar en el ámbito del ejercicio de las terapias alternativas tanto ejercidas por profesionales de la salud como por otros sujetos el desvalor de acción que, en su caso, de lugar a una responsabilidad a título de imprudencia por la producción de lesiones o incluso la muerte. Al igual que sucede en relación con cualquiera de los ámbitos en que se trata de conectar un resultado con un desvalor de acción imprudente, también en el que nos ocupa y en cualquiera de las variantes propuestas –ejercicio por un profesional sanitario o no- resulta presupuesto del juicio de responsabilidad la atención a los criterios de causalidad y de imputación objetiva entre uno y otro desvalor.
Por razones evidentes, no es esta contribución la sede apropiada para abordar la compleja cuestión de la prueba de la relación causal en procesos en los que, como es propio de la medicina, se combinan múltiples factores que dificultan la identificación del concreto agente causante del daño. La incertidumbre que en general rodea a cualquier acto terapéutico, convencional o no, plaga de dificultades aquel juicio, al tener que deslindar el efecto propio de la práctica en cuestión de factores que tienen que ver no sólo con otras patologías que padeciera el enfermo, sino con la singular reacción de su cuerpo a la sustancia que se le administra. En esta labor resulta de singular relevancia el dictamen pericial, sin que la elaboración sustantiva pueda aportar más de lo que ya lo hacen los clásicos enunciados de las teorías de la causalidad. Más interés en este sentido parece tener la referencia al modo en que están llamados a operar en la materia que nos ocupa los clásicos juicios de imputación normativa entre el desvalor de acción y de resultado.
El traslado a este ámbito la clásica formulación de ROXIN requiere determinar si realmente la terapia emprendida representó un incremento relevante del riesgo de producción del resultado lesivo, que el riesgo en él plasmado fue realización del riesgo derivado del recurso a las terapias no convencionales, así como que quedaba comprendido en el ámbito de protección de la norma. El primero de los criterios, el de la creación de un riesgo que incrementa de modo significativo las posibilidades de producción del resultado, llevará a excluir del ámbito de la responsabilidad penal por homicidio o por lesiones aquellos casos en los que el producido por la prescripción de la terapia no convencional no fuese decisivo. Tal situación se bifurca en una dualidad de supuestos atendiendo al origen del juicio de reproche que fundamenta el desvalor de acción. El primero de ellos lo representarían los casos en los que la imprudencia se hubiera fundamentado en el carácter excluyente con el que se prescribe la terapia no convencional respecto a la medicina tradicional, que en el caso en cuestión podría ofrecer remedios para la dolencia del sujeto. Allí donde pudiera demostrarse que, dado lo avanzado de la enfermedad o a la vista de las características peculiares que presentaba el paciente, la aplicación de las terapias tradicionales no hubiera impedido el resultado en un plazo temporal próximo a aquél en el que ha acaecido, habría de concluirse excluyendo la imputación del resultado al practicante de la terapia. Sería, por ejemplo, el supuesto de un enfermo terminal en estado avanzado que recurriese en su último mes de vida a la ayuda de un curandero que le aconsejase tratar la enfermedad exclusivamente con remedios naturales.
El segundo grupo de casos corresponde a aquellos en los que el desvalor de acción de la conducta consiste en la prescripción o práctica inadecuada de las terapias no convencionales, tipología que necesariamente remite a aquellas que se basan en un método y siguen un procedimiento con expectativas de verificación científica. Sería el caso tantas veces repetido de prácticas como la acupuntura o la homeopatía. Así, habría de excluirse igualmente la imputación del resultado en el supuesto, por ejemplo, de prescripción por el homeópata de elevadas dosis de acónito contraindicadas para un paciente con enfermedad cardiovascular, si bien su muerte se produce por un ataque cardiaco asociado a los problemas coronarios que ya padecía al inicio del tratamiento.
Por su parte, por exclusión de la realización en el resultado del riesgo contenido en la acción habrá de quedar al margen de la responsabilidad penal el caso, por ejemplo, en el que el empeoramiento de la enfermedad o incluso la muerte del enfermo hubiera de explicarse por razones ajenas a la terapia que recibe o a la ausencia de terapia convencional. Sirva de ejemplo el supuesto en el que el fallecimiento del aquejado de cirrosis que se trata exclusivamente con plantas naturales y acupuntura se desencadenase al contraer una neumonía. Por último, la atención al ámbito de protección de la norma está llamado igualmente a dejar fuera del ámbito de la responsabilidad penal determinados casos que no corresponden a la filosofía y razón de ser de la prohibición. Entre los supuestos que pudieran ventilarse en este último criterio, singular interés presenta la atención al papel que juega el consentimiento del afectado en los delitos contra la integridad física. Formulada la cuestión en términos de la teoría de la imputación, se plantea si la norma que castiga las lesiones comprende en su ámbito de protección la conducta de quien renuncia a su protección. De ello se ocupan las consideraciones que siguen.
1.b.1.- La posible repercusión del consentimiento expresado por el paciente para someterse a una terapia no convencional en la calificación penal de las lesiones
Dos son los posibles referentes del consentimiento prestado por un paciente a una terapia alternativa. Cabe pensar, en primer lugar, en el consentimiento prestado en el riesgo de producción de daños a consecuencia del ejercicio de determinadas terapias. Es posible, en segundo lugar, un escenario en el que el consentimiento del paciente se refiere a la producción de un resultado de segura producción.
En relación con la primera fenomenología de casos, suele gozar de reconocimiento la afirmación de que el consentimiento en una puesta en peligro asumida de modo completamente voluntario y libre por el sujeto y con pleno conocimiento del alcance del riesgo determina la irrelevancia penal de los resultados a ella asociados. El aserto no resiste apenas discusión allí donde es el propio sujeto quien se pone en peligro, esto es, los conocidos como casos de autopuestas en peligro, en los que suele excluirse la relevancia penal del riesgo creado. En el ámbito que nos ocupa sería el supuesto, por ejemplo, de quien en solitario se informa por internet de posibles remedios homeopáticos para su enfermedad, y por el mismo procedimiento los adquiere y personalmente los consume conforme a las pautas que identifica. Por su parte, y aun cuando ciertamente los argumentos para el reconocimiento de esta solución son diversos y más debatidos, suele reconocerse también la impunidad de las denominadas heteropuestas en peligro, casos que corresponderían con la fenomenología que aquí interesa, caracterizada porque es un tercero quien presta o en general asiste en la terapia al paciente. Como quedó dicho al hilo de la exposición del valor del consentimiento del paciente en terapias no indicadas, la impunidad de tales casos reclama necesariamente la previa información del enfermo acerca del alcance de la práctica a la que somete, y específicamente sobre el hecho de que se trata de medidas alternativas a la medicina convencional, debiendo tener un conocimiento, siquiera sea aproximado, de las técnicas y principios en que se basa. Presupuesto mínimo e irrenunciable para inferir la existencia de ese conocimiento es que la oferta de los productos o servicios en cuestión no incluya afirmaciones que puedan llevar a pensar que se trata de medicamentos o que sus resultados cuentan con respaldo científico cuando no es así. La misma ausencia de mensajes equívocos habrá de exigirse en la relación intersubjetiva que establezca el paciente en cuestión con el practicante de la terapia, quien en todo momento debe evitar inducir a aquel error, ya sea con afirmaciones o ya sea simplemente con la puesta en escena desplegada durante la prestación del servicio.
Junto con los casos anteriores, usuales por lo demás, en los que el consentimiento se presta para una situación de riesgo, más complejo se presenta el tratamiento de aquellos otros en los que su punto de referencia es un acto contraindicado para la salud y que da paso a resultados lesivos. Estos últimos, que son los que interesan en esta sede, plantean la cuestión relativa al valor y alcance de la regla contemplada en el art. 155 CP, que dispone una atenuación de la pena del delito de lesiones cuando concurra el consentimiento “válida, libre, espontánea y expresamente emitido del ofendido”. Es abundante la literatura que ha denunciado la dificultad que encierra esta fórmula legal, hasta el punto de resultar cuestionable si realmente enuncia una regla general o más bien la excepción a ella; esto es, si en puridad consagra la ineficacia del consentimiento como eximente de responsabilidad penal en todos los casos o si, más bien, su valor se ciñe a un caso especial que no altera la vigencia de una regla general. Esta segunda postura, que parte de una comprensión constitucional del interés protegido en el delito de lesiones que reclama su interpretación a la luz del reconocimiento de la dignidad y libre desarrollo de la personalidad como fundamentos del orden político y de la paz social, limitaría el ámbito de aplicación de la atenuante a los casos en los que concurra un vicio que, si bien no invalide el consentimiento, le impida desplegar plena eficacia jurídica por no ser expresión del libre desarrollo de la personalidad de quien lo emite.
Como sea, y aun admitiendo este tipo de interpretaciones, ciertamente de difícil cotejo con la redacción legal, entiendo que presupuesto para que se aprecie esta cláusula es que la validez del consentimiento persista, lo que a su vez reclama que el sujeto sea consciente del sentido y alcance de su decisión. Trasladando lo anterior al ámbito que nos ocupa, habrá de apreciarse un consentimiento por completo viciado, y, por tanto, sin margen de aplicación para el art. 155 CP, en los casos en los que el paciente desconozca los aspectos básicos de la terapia a que se somete, entre ellos, su carácter de medicina alternativa, la carencia de cualquier eficacia, los riesgos a él asociados, así como la existencia de otras terapias ofrecidas por la medicina convencional. Los resultados lesivos que de ella deriven en ningún caso podrán quedar ni excluidos penalmente ni atenuados por el consentimiento del paciente.
Resulta ilustrativo al respecto el caso enjuiciado por la STS de 23 de marzo de 2005, relativo a quien se autodenominaba “doctor y especialista en biocibernética cuántica y holográmica y medicina neurofocal”, y en su consulta diagnosticaba y prescribía medicamentos a las pacientes. En concreto, en el ejercicio de las teorías pseudocientíficas que había elaborado prescribía a menudo la extracción de todas o parte de las piezas dentarias, por basarse su método en la creencia de que todas las enfermedades tienen su origen en la dentadura. El sujeto afirmaba la eficacia de la práctica para el tratamiento de las dolencias en cuestión, y en tal creencia los pacientes prestaron su consentimiento. El Tribunal descartó la aplicación del art. 155 CP pese a que las extracciones de las piezas dentarias fueron consentidas por los respectivos lesionados, por entender que “El propio art. 155 supedita su aplicación a la prestación libre, espontánea y expresa del consentimiento del ofendido. Ninguno de los cuatro lesionados era libre en el sentido profundo del término cuando accedió a la extracción de sus piezas dentarias. Donde no hay libertad de elegir no hay libertad de decidir. Obviamente los lesionados querían recuperar la salud y confiados en la credibilidad que les ofrecía el recurrente aceptaron la extracción porque en base a ello esperaban alcanzar el bien superior de recuperar la salud”.
Sólo cuando el sujeto tenga una exacta representación del acto al que se somete, su consentimiento podrá tenerse por válido. La regla general habrá de ser entonces la exención de la pena y, caso de que se aprecie algún vicio de la voluntad no invalidante (por ejemplo, someterse a la terapia alternativa por los miedos creados respecto a los efectos de la medicina convencional), procederá apreciar la atenuación de pena prevista en el art. 155 CP.
4.2 Pseudoterapias y delitos contra la salud pública
Entre los delitos contra la seguridad colectiva recogidos en el Título XVII del Código penal, el Capítulo tercero, bajo la rúbrica Delitos contra la salud pública contempla una serie de tipos delictivos comúnmente caracterizados bajo la rúbrica delitos farmacológicos, y ordenados a la protección de aquel bien jurídico, tipos que pudieran resultar de aplicación en relación con los productos y sustancias con finalidad terapéutica. Su regulación actual es fruto de las modificaciones operadas por la LO 1/2015, por la que se incorporan a nuestro ordenamiento las exigencias derivadas del Convenio del Consejo de Europa sobre falsificación de productos médicos y delitos similares que supongan una amenaza para la salud pública (Convenio MEDICRIME), hecho en Moscú el 28 de octubre de 2011, que España firmó el 8 de octubre de 2012 y ratificó el 5 de agosto de 2013. Incorpora igualmente a nuestro Ordenamiento las previsiones de las Directivas 2010/84, de 15 de diciembre de 2010 sobre farmacovigilancia, y de 2011/62 de 8 de junio de 2011, sobre la prevención de la entrada de medicamentos falsificados en la cadena de suministro legal.
Como delitos farmacológicos contempla el Código penal el contenido en el art. 361, relativo a la fabricación, importación, exportación, suministro, comercialización, ofrecimiento, puesta en circulación o almacenamiento de medicamentos carentes de la necesaria autorización legal, de modo que con ello se genere un riesgo para la vida o salud de las personas; el art. 362, relativo a la elaboración o producción de medicamentos o productos sanitarios con presentación engañosa de su identidad, composición, fabricación, origen o datos relativos a los requisitos legales, produciendo un riesgo para la vida o salud de las personas, así como el art. 362 bis, comprensivo de una amplia gama de conductas que coadyuvan de cualquier modo al tráfico de medicamentos falsificados o alterados. Se incluyen así las modalidades de importación, exportación, anuncio, publicidad, ofrecimiento, exhibición, venta, facilitación, expendición, despacho, envasado, suministro de tales sustancias, siempre que, al igual que sucede con la modalidad anterior, se genere un riesgo para la vida o la salud de las personas.
El presupuesto de aplicación de cualquiera de dichos preceptos reclama dotar de contenido al elemento normativo representado por el concepto de medicamento, cuya definición remite a la normativa administrativa; en concreto, al art. 8 del Real Decreto Legislativo 1/2015, de 24 de julio, Texto Refundido de la Ley de Garantías y Uso Racional de los Medicamentos y Productos Sanitarios. Conforme a dicho texto, solo tienen la consideración legal de medicamentos los de uso humano y de uso veterinario elaborados industrialmente o en cuya fabricación intervenga un proceso industrial, las fórmulas magistrales, los preparados oficinales y los medicamentos especiales previstos en esta ley. Tendrán también la consideración legal de medicamentos las sustancias o combinaciones de sustancias autorizadas para su empleo en ensayos clínicos o para investigación en animales. Según dispone el art. 2 del mismo texto legal, por medicamento de uso humano se entiende “toda sustancia o combinación de sustancias que se presente como poseedora de propiedades para el tratamiento o prevención de enfermedades en seres humanos o que pueda usarse en seres humanos o administrarse a seres humanos con el fin de restaurar, corregir o modificar las funciones fisiológicas ejerciendo una acción farmacológica, inmunológica o metabólica, o de establecer un diagnóstico médico”.
De la definición contenida en el art. 2 de la ley se desprende un concepto material del medicamento, en el que plenamente tienen cabida fórmulas correspondientes a las pseudoterapias, siempre que, en términos de la ley, se presente como poseedora de las propiedades que describe el precepto, pasando por completo a un plano secundario el dato del reconocimiento o no de sus efectos en el ámbito científico. De hecho, el art. 50 del mismo texto legal se refiere específicamente a los medicamentos homeopáticos, entendiendo por tal los “de uso humano o veterinario, el obtenido a partir de sustancias denominadas cepas homeopáticas con arreglo a un procedimiento de fabricación homeopático descrito en la Farmacopea Europea o en la Real Farmacopea Española o, en su defecto, en una farmacopea utilizada de forma oficial en un Estado miembro de la Unión Europea”. Por su parte, el artículo siguiente, el 51 contempla los “medicamentos de plantas medicinales”, disponiendo que “Las plantas y sus mezclas, así como los preparados obtenidos de plantas en forma de extractos, liofilizados, destilados, tinturas, cocimientos o cualquier otra preparación galénica que se presente con utilidad terapéutica, diagnóstica o preventiva seguirán el régimen de las fórmulas magistrales, preparados oficinales o medicamentos industriales, según proceda y con las especificidades que reglamentariamente se establezcan”. El apartado segundo remite al Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad la elaboración del listado de plantas cuya venta esté prohibida o restringida por razón de su toxicidad, disponiendo el apartado tercero la libre venta de las plantas tradicionalmente consideradas como medicinales, siempre que se ofrezcan sin referencia a propiedades terapéuticas, diagnósticas o preventivas, quedando en todo caso prohibida su venta ambulante.
En definitiva, serán de aplicación los preceptos penales contra la salud pública relativos a los medicamentos en la medida en que se presenten con aquellas propiedades y se cumpla el resto de los requisitos de los respectivos tipos delictivos, entre ellos, el denominador que les es común; a saber, la puesta en peligro de la vida o salud de las personas. Cuestión distinta es que la tipificación de estos delitos no contemple de forma específica un precepto en el que subsumir el castigo de uno de los principales riesgos que comporta el recurso a tales terapias y que ha sido denunciado reiteradamente a lo largo de estas páginas; a saber, los derivados de la que se conoce como “pérdida de oportunidad terapéutica”. Al margen de las posibilidades –y dificultades- señaladas al tratar los posibles daños que la misma puede ocasionar desde el punto de vista de la tutela de los bienes individuales vida o salud y de la consiguiente posibilidad de derivar responsabilidad penal conforme a los tipos de homicidio o lesiones, no puede desconocerse la eventual afectación del interés supraindividual representado por la salud pública. El riesgo abstracto que puede generar la recepción de mensajes falsos que ofrecen posibilidades casi milagrosas de curación para enfermedades graves y que desplazan la medicinas basadas en la evidencia científica aconsejaría la incorporación de un tipo que específicamente permitiese su incriminación, en la línea de la proposición de ley presentada en su día por el Grupo Parlamentario Ciudadanos, sobre la base del reconocimiento del peligro abstracto que tales conductas pueden suponer para la vida y salud de las personas.
Como sea, y atendiendo a las posibilidades de lege lata que para la tutela de la salud pública ofrece la actual regulación frente al peligro que comportan las conductas relacionadas con las pseudociencias, resulta ilustrativo el conocido caso del Bio-bac. Se trataba de un producto previamente patentado que fue comercializado sin cumplir con la legislación en materia de medicamentos y sin contar por ello con la correspondiente autorización sanitaria. El producto no sólo fue prescrito por determinados médicos en la creencia de que se trataba de un medicamento, sino también adquirido a iniciativa propia de algunos pacientes. En el prospecto, el Bio-bac se presentaba como un producto natural y se señalaban entre sus propiedades la de ser inmunoestimulante, antimetastasico y condroprotector, refiriendo que su acción se basa en el incremento y activación de los linfocitos T que se produce de forma continuada y sostenida, incremento de los sinoviocitos y acción citotóxica selectiva. Las indicaciones referidas en el prospecto eran las siguientes: “trastornos por inmunodeficiencia celular primaria, SIDA. Como estimulante de las defensas orgánicas; está también indicado en inmunodeficiencias secundarias a enfermedades o fármacos y en general como tratamiento coadyuvante de terapias específicas en aquellos procesos neoplásicos o infecciosos, en los que exista un déficit de la inmunidad celular. Osteoartrosis, enfermedades virales, hepatitis, cáncer, sida”. En la información específica que se entregaba a los médicos que lo prescribían se hacía constar: “en clínica humana en estudios de fase I, Biobac produjo un incremento significativo de las células de la serie blanca en voluntarios sanos; en estudios más avanzados y en pacientes de Sida, con cifras Cd4 inferiores a 200 cels/ml, Biobac incrementa el número de linfocitos aumentando significativamente CD4 y CD8 ( en estos pacientes, después de dos meses de tratamiento, mejora de forma significativa el estado general de los pacientes en su actividad diaria; en enfermos afectos de artrosis (gonartrosis y coxartrosis) disminuye el dolor medido en términos de la escala Evad y aumenta la movilidad y los índices funcionales de las articulaciones afectas. En relación a estos efectos la eficacia se muestra a los 15 días siguientes a la iniciación del tratamiento”.
En el caso sometido a enjuiciamiento y resuelto por la Sentencia del Juzgado de lo penal de Madrid de 4 de julio de 2014 se planteaba la eventual subsunción de los hechos en el artículo 362 CP conforme a su redacción en aquel momento. Castigaba, en concreto, con las penas de prisión de seis meses a tres años, multa de seis a dieciocho meses e inhabilitación especial para profesión u oficio de uno a tres años a quien “con ánimo de expenderlos o utilizarlos de cualquier manera, imite o simule medicamentos o sustancias productoras de efectos beneficiosos para la salud, dándoles apariencia de verdaderos, y con ello ponga en peligro la vida o la salud de las personas”.
Conforme a las exigencias típicas, dos eran, básicamente, las cuestiones que se planteaban en la sentencia y que condicionaban directamente las posibilidades de aplicación del precepto. Por un lado, la consideración o no como medicamento del Bio Bac; por otro, la apreciación de la situación de peligro para la vida o para la salud de las personas en los términos exigidos por el tipo penal. En relación con la primera de las cuestiones, consideró la sentencia que, si bien en el etiquetado se hacía constar que se trataba de un “suplemento dietético”, en la publicidad que se efectuaba para comercializar dicho producto, figuraban las propiedades terapéuticas del Bio-bac, lo que permitiría su consideración como medicamento conforme a la Ley del Medicamento entonces vigente. Se trataría, en concreto, de un medicamento falso, “pues, faltando a la verdad, se transmitía a los posibles consumidores del producto, que el mismo tenía una eficacia curativa que, únicamente puede poseer aquello que se considere medicamento”. Más compleja se planteaba la segunda de las cuestiones; a saber, la relativa a la constatación de la situación de peligro para la vida o salud de las personas a la que el precepto condiciona su tipicidad. Fue precisamente la falta de este requisito el que, en el mismo sentido que otras sentencias sobre casos similares, llevó al Tribunal en el que nos ocupa a la absolución de los acusados por el art. 362 CP, en tanto que ni se asociaban efectos perjudiciales por el uso del producto, ni en ningún momento se instó a sus consumidores al abandono de las terapias convencionales; al contrario, en la información que se les suministraba a los pacientes, incluida la telefónica, se les informaba de que no debían abandonar aquellas.
Distintas se plantearían las posibilidades de calificación allí donde la prescripción del preparado en cuestión al que se atribuyen propiedades curativas se presente de forma alternativa al tratamiento. Es lo que sucedía en la ya citada STS de 1 de abril de 2002, en el caso de un médico que prescribía y suministraba a enfermos de cáncer un supuesto medicamento con propiedades curativas, sin contar con la autorización pertinente de las autoridades sanitarias, compuesto por urea y suero fisiológico. La prescripción tenía lugar a sabiendas de su falta de eficacia terapéutica, acompañada de la indicación de la supresión del tratamiento convencional. En palabras de la sentencia: “la puesta en peligro concreto de la salud o la vida de los pacientes no se produce en este caso por los efectos nocivos de la sustancia en sí misma, sino por el hecho de su absoluta inoperancia y porque, como reconoce el condenado, su administración sustituía al tratamiento médico convencional, con lo cual en una enfermedad de tan acusada gravedad como el cáncer, la confianza de los pacientes en esta sustancia inocua impedía que acudiesen o conservasen otros tratamientos más efectivos, poniendo con ello en grave peligro su salud y su vida”.
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SILVA SÁNCHEZ, J.M., “La consideración del comportamiento de la víctima en la Teoría Jurídica del Delito. Observaciones doctrinales y jurisprudenciales sobre la ‘victimo-dogmática’, en Criminología y Derecho penal al servicio de la persona. Libro Homenaje al Profesor Antonio Beristaín, San Sebastián, 1989.
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Notas
[1] Es el caso de las denominaciones empleadas tradicionalmente para referirse a este tipo de prácticas; por ejemplo, terapias naturales, terapias alternativas, medicinas naturales, medicinas alternativas, o medicinas no convencionales. A nadie escapa la menor carga peyorativa de este tipo de denominaciones frente al empleo del término pseudociencias, etiquetación ésta que como se señala en el texto despoja por completo a tales prácticas de cualquier similitud con los métodos y eficacia propios de la medicina convencional. Señala el valor del uso del lenguaje en la materia . Se trata de un estudio en el que analiza los expedientes parlamentarios en la materia en el periodo de 1979 a 2018. Destaca cómo en los años 2017 y 2018 surgen en el debate parlamentario los términos “pseudociencias” y “pseudoterapias” con connotaciones negativas, subrayando así la intencionalidad de la terminología empleada en el discurso político, pp. 174 s.
[2] En la Declaración sobre pseudociencias y pseudoterapias en el campo de la salud, adoptada en su 71ª Asamblea General, Córdoba, octubre de 2020.
[3] Pueden encontrarse definiciones similares en otros documentos oficiales, como la que ofrece el Plan para la protección de la salud frente a las pseudoterapias, elaborado por el Ministerio de Sanidad, consumo y bienestar social y el Ministerio de Ciencia e Innovación y Universidades en noviembre de 2018, conforme al cual, “se considera pseudoterapia a la sustancia, producto, actividad o servicio con pretendida finalidad sanitaria que no tenga soporte en el conocimiento científico ni evidencia científica que avale su eficacia y seguridad”.
[4] Siquiera sea como métodos distintos a los propios de la medicina convencional. Mientras ésta descansa en el patrón del ensayo clínico aleatorizado, la medicina alternativa busca la evidencia en la experiencia de su uso. Véase el documento del Ministerio de Sanidad, Política e Igualdad citado en la nota anterior, p. 14.
[5] Sirva de ejemplo la acupuntura, recomendada por la OMS como tratamiento para el dolor lumbar crónico, y con eficacia demostrada también en patologías como náuseas y vómitos postoperatorios o producidos por tratamientos de quimioterapia. Si más allá de los ámbitos en que se le reconoce eficacia, quien la practica pretendiera la curación de una enfermedad, la actuación sería improcedente e incluso peligrosa. Otro tanto podría decirse de la hipnosis, cuya eficacia no pasaría de tratar determinados hábitos (como la adicción al tabaco), pero sin que se le reconozca ninguna finalidad curativa. Puede verse el detallado estado que ofrece el ya citado documento del Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad de 2011 en relación con las distintas terapias naturales, donde se señalan las evidencias encontradas con respecto a cada una de ellas y su sesgo en función de las enfermedades a tratar. En relación específicamente con la acupuntura véase las páginas 16 ss.
[6] Sería el caso, por ejemplo, de la apipuntura o aplicación del veneno procedente de picaduras de abeja en determinados puntos corporales. Existen investigaciones que se encuentran en fase preclínica, sin que se haya ensayado aún en humanos.
[7] Puede verse la clasificación que propone el documento publicado por el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad el 6 de julio de 2011, que agrupa las que denomina como terapias naturales en función de distintos grupos: terapias de sistemas integrales o completos, prácticas biológicas, prácticas de manipulación y basadas en el cuerpo, técnicas de mente y cuerpo y las terapias energéticas (www.mspsi.es), pp. 8 ss.
[8] Véase el reciente estudio sobre el uso y la confianza en las terapias sin evidencia científica realizado en 2020 por la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología, disponible en https://www.conprueba.es/node/113.
[10] Así, el plan para la protección de la salud frente a las pseudoterapias en su documento de 2018, de los Ministerios de Sanidad, Consumo y Bienestar social, y de Ciencia, Innovación y Universidades denunciaba los riesgos del recurso por parte de la ciudadanía a este tipo de prácticas a la vez que proponía una serie de acciones que iban desde la elaboración de informes de evaluación hasta la propuesta de modificaciones normativas, pasando por el diseño de ciertas restricciones a su publicidad. (https://www.sanidad.gob.es/gabinetePrensa/notaPrensa/pdf/20181141118135247771.pdf), La preocupación por la concienciación de los riesgos de estas terapias impulsó igualmente al Gobierno a crear una página web para dar cuenta de las acciones gubernamentales frente a las pseudociencias y las pseudoterapias, donde se publican informes que cuestionan la eficacia de determinadas terapias naturales (www.conprueba.es y https://redets.sanidad.gob.es/).
[11] Es el caso del Manifiesto internacional contra las pseudociencias en la salud organizado por 11 asociaciones en el marco de una colaboración internacional y suscrito por 2750 sanitarios y científicos de 44 países en 2020, que alerta sobre los riesgos de las pseudoterapias a la vez que denuncia la permisibilidad de su ejercicio. Puede consultarse en https://www.apetp.com/wp-content/uploads/2020/10/First-worldwide-manifesto-against-pseudosciences-in-health.pdf.
[12] De ellas da cuenta de manera exhaustiva . El estudio comprende preguntas escritas y orales al Gobierno, preguntas orales al Pleno, proposiciones no de ley, proposiciones de ley, comparecencias en comisión y mociones, en .
[13] En el ámbito comunitario debe citarse el Decreto 31/2007, de 30 de enero, de la Generalitat de Cataluña, por el que se regulan las condiciones para el ejercicio de determinadas terapias naturales. Esta norma fue sin embargo anulada por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en el año 2009, y por la Sala Tercera del TS de 7 de abril de 2011, por considerar que vulneraba la legislación estatal en materia de salud. El Tribunal consideró que el decreto reconocía “el ejercicio de actividades sanitarias a profesionales no sanitarios y en establecimientos no sanitarios”.
[14] La única y limitada regulación que existe en la actualidad de la práctica de estas actividades se ciñe a las condiciones de apertura y puesta en funcionamiento de los centros sanitarios contemplada por la Ley 16/2003, de 28 de mayo, y en desarrollo de la misma el RD 1277/2003, de 10 de octubre, por el que se establecen las bases generales sobre autorización de centros, servicios y establecimientos sanitarios. Entre las distintas unidades sanitarias que pueden integrarlo cita como U. 101 las “terapias no convencionales”, que define como aquella unidad asistencial en la que un médico responsable realiza “tratamientos de las enfermedades por medio de la medicina naturista o con medicamentos homeopáticos o mediante técnicas de estimulación periférica con agujas y otros que demuestren su eficacia y seguridad”. Conforme al mismo RD, la autorización, funcionamiento, modificación y, en su caso, cierre de esos centros corresponde a las Comunidades Autónomas. El único efecto que se desprende de esta regulación es que los centros dedicados a terapias no convencionales solo serán considerados como sanitarios cuando exista un médico responsable de realizar los tratamientos. Al margen de esas previsiones queda, pues, la determinación de las condiciones en las que se puedan practicar las terapias naturales en centros no sanitarios.
[15] En relación con los medicamentos homeopáticos y de plantas medicinales, el Real Decreto Legislativo 1/2015, de 24 de julio, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios, que deroga la Ley 29/2006, de 26 de julio, de garantías y uso racional de los medicamentos y productos sanitarios remite en su art. 50 a un desarrollo reglamentario la determinación de los requisitos de autorización de medicamentos homeopáticos y el art. 51 prevé que el Ministerio de Sanidad y Consumo elabore un listado de plantas cuya venta se admita o prohíba. El reglamento que desarrolla las previsiones del art. 50 es el RD 1345/2007 de 11 de octubre, por el que se regula el procedimiento de autorización, registro y condiciones de dispensación de los medicamentos de uso humano fabricados industrialmente. En su art. 2.31 define los medicamentos homeopáticos y en los arts. 55 ss. ofrece una clasificación de los mismos y su régimen de inscripción. La Orden 425/2018, de 27 de abril regula la comunicación que deben realizar los titulares de medicamentos homeopáticos a que se refiere la Disposición Transitoria sexta de dicho Real Decreto.
[16] Si bien han existido iniciativas al respecto. Destaca entre ellas la aprobación de una Proposición no de ley por la Comisión de Sanidad y Consumo del Congreso de los Diputados de 11 de diciembre de 2007, cuyo objetivo era “la creación de un grupo de trabajo entre el Ministerio de Sanidad y Consumo y las Comunidades Autónomas para propiciar una reflexión conjunta que concluya con un informe, a efectos de una futura regulación de las terapias naturales en nuestro país”. Tal proposición dio paso a la creación por el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad de un Grupo de Terapias Naturales, coordinado por la Dirección General de Ordenación Profesional, Cohesión del Sistema Nacional de Salud y Alta Inspección. Su cometido era realizar un informe que permitiera estudiar la posibilidad de una regulación de las terapias naturales en España. El Grupo elaboró un análisis general de la situación de estas terapias en nuestro país, comprensivo tanto de los conceptos de terapias naturales y su clasificación, como de la evidencia científica sobre cada una de ellas, la situación relativa a la formación de los profesionales, centros y técnica y la situación a nivel comparado. Tras distintas labores de trabajo, el 6 de julio de 2011 se presentó un texto definitivo de conclusiones, que se puede consultar en www.mspsi.es. El interés de los resultados que arroja contrasta con la carencia de su traducción posterior positiva.
[17] Es el caso del Código penal argentino, cuyo artículo 208 castiga con la pena de prisión de quince días a un año, junto con las conductas de intrusismo, al que “1. “sin título ni autorización para el ejercicio de un arte de curar o excediendo de los límites de su autorización, anunciare, prescribiere, administrare o aplicare habitualmente medicamentos, aguas, electricidad, hipnotismo o cualquier medio destinado al tratamiento de las enfermedades de las personas, aun a título gratuito; 2.- el que con título o autorización para el ejercicio de un arte de currar, anunciare o prometiere la curación de enfermedades a término fino o por medios secretos o infalibles”. Sobre esta regulación, por todos, .
[18] Si bien no ha faltado alguna iniciativa al respecto. Es el caso de la Proposición de Ley presentada por el grupo parlamentario Ciudadanos en 2018 para tipificar entre los delitos contra la salud públicas como delito autónomo la información falsa sobre propiedades curativas de productos no reconocidos por las autoridades sanitarias para el tratamiento de enfermedades graves, BOCG de 7 de septiembre de 2018, serie B, núm. 304-1.
[19] Como tuve ocasión de sostener en otro lugar al ocuparme en general de los presupuestos aplicativos de este delito, una interpretación teleológica del precepto pasa por requerir que la revelación la realice un profesional ejerciente de una actividad jurídicamente reglamentada, y que el sujeto en cuestión cumpla los requisitos requeridos normativamente para su ejercicio. De hecho, la exigencia de que se trate de una profesión reglada por el Estado se encuentra expresamente recogida en otros Códigos de Derecho comparado que ofrecen una tutela especial para el secreto profesional. Es el caso del parágrafo 203 del Código penal alemán, que si bien junto a la profesión del médico menciona otras relacionadas con la profesión médica (“Angehöriger eines anderen Heilberufes”), requiere una capacitación estatalmente reglamentada (“staatlich geregelte Ausbildung”). Sobre esta limitación y desde una perspectiva crítica con la exclusión del precepto de los ejercientes de medicinas alternativas véase . Sobre la situación y evolución histórica de la regulación en Alemania véase también detenidamente . Volviendo a nuestro Derecho, sostuve en su momento, entre otros argumentos, que sólo la actividad reconocida y regulada públicamente demanda una tutela singular en lo que se refiere a la protección de la intimidad, en tanto que si bien es ésta el objeto de protección, también se implican una serie de intereses relacionados con la garantía de las condiciones del ejercicio de una actividad cuya utilidad se reconoce social y estatalmente. De lo anterior concluía afirmando lo incoherente que resultaría que el Estado se preocupara de preservar las condiciones del ejercicio de una actividad que no reconoce dotándola de un régimen estatutario, como es el caso de la realizada por curanderos o en general de las terapias alternativas que el Estado no ampara oficialmente, .
[20] En la doctrina alemana, gráficamente señala ARZT, G., que todo el mundo tiene necesidad de comprar ilusiones y no existe la obligación de actuar de modo racional, por lo que en estos casos debe excluirse la estafa, en “. Los límites de este “derecho a comprar ilusiones” y la consiguiente impunidad de quien las vende en el específico ámbito de las terapias naturales los sitúa el autor allí donde con esa ilusión se prive al sujeto de un tratamiento eficaz (p. 444). En realidad, habría que decir que en estos supuestos el paciente no conoce la realidad del acto que contrata o, al menos, no cuenta con todos los datos que precisa para emitir un consentimiento válido a una terapia alternativa, por lo que, si tal estado de desconocimiento es causado por el ofertante de los servicios, ninguna dificultad habría para apreciar la concurrencia de un engaño bastante.
[22] Al respecto tuve ocasión de ocuparme en Víctimas culpables: ¿victimodogmática, dogmática penal o intuición?, .
[24] Es lo que sucederá frecuentemente en los casos en que se den los presupuestos de un delito de intrusismo, planteándose entonces la relación concursal entre ambos preceptos, cuestión a la que nos referiremos al tratar este delito.
[25] Por ejemplo, STS de 1 de abril de 2002, en el caso del médico que suministraba a enfermos de cáncer un supuesto medicamento curativo que tan sólo era un compuesto de urea y suero fisiológico.
[26] Entre otros casos enjuiciados en la práctica puede mencionarse la ya citada SAP de Cádiz de 23 de abril de 2010, relativa a quienes se presentaban como renombrados científicos en tratamientos contra el cáncer y otras enfermedades graves, y afirmaban con lenguaje en apariencia científico haber hallado una fórmula contra esas patologías, el Acobiomol.
[27] Con carácter general, sobre el baremo para la determinación del engaño y, en especial, la atención a los aspectos subjetivos, puede verse .
[28] En palabras de la ya citada SAP de Cádiz de 23 de abril de 2010: “no podemos hablar de esfera de libertad a la hora de decidir por parte de dichos perjudicados, quienes nunca supieron a ciencia cierta que el tratamiento no iba a funcionar. Todo el montaje, unido al estado de desesperación en que se encontraba cada perjudicado y el que nadie afirmara con rotundidad que no iba a servir para nada, sirvió para crear esperanzas en dichos perjudicados, que si se decidieron por comprar el tratamiento fue porque al final creyeron en la posibilidad de éxito”. Véase también la STS de 10 de octubre de 2005 en relación con quien falsamente se atribuía la condición de médico y realizaba actos con supuesta eficacia en la curación de la meningitis.
[30] ., para quien “la renuncia a la protección penal se fundamenta en el principio de protección subsidiaria y reserva de la actuación penal para los supuestos más graves de perturbación del sentimiento de seguridad de la comunidad”, por lo que el caso de los sanadores “habitualmente no produce error, y en la mayoría de los casos existe una víctima voluntaria (predisposición a ser engañada), el Derecho penal no debe intervenir”. Véase también ; ., quien advierte acerca de la existencia de una dualidad de vías por las que la conducta de la víctima puede excluir la significación típica del hecho: porque el engaño no se muestre idóneo o no sea bastante para producir el error, o bien porque, aun siendo el engaño idóneo, el comportamiento subsiguiente o concomitante de la víctima determine que el perjuicio patrimonial recaiga en el ámbito de responsabilidad de la víctima (pág. 189).
[31] En la jurisprudencia descartó el engaño bastante como presupuesto de la estafa, entre otras, la SAP de Barcelona de 23 de junio de 2000, en relación con el sujeto que se dedicaba a actividades esotéricas en cuyo transcurso realizaba actos de diagnóstico y terapia a base de unas pastillas compuestas de plantas respecto a las que aseguraba que estaban impregnadas de fuerza; o la STS de 2 de febrero de 2007 en relación con quien se presentaba como médium y decía tener poderes para curar el cáncer.
[33] , quien al trazar el alcance de los deberes de veracidad frente a lo que denomina una “víctima débil” o carente de normalidad volitiva o cognitiva, considera que allí donde la anomalía de la víctima no determine su consideración como inimputable a efectos penales, el deber de veracidad del autor es “el mismo que tendría frente a una víctima normal, salvo que se constate que el autor ha adaptado su comportamiento a la debilidad de la víctima para sacar provecho de la situación… En esos supuestos, el acto de adaptación debe interpretarse como un acto de asunción de mayores deberes de veracidad” ().
[36] , destacando el valor de uso como elemento individual de la concepción económica-jurídica del patrimonio
[38] Cuestión distinta es que en estos supuestos sólo tenga sentido analizar el elemento subjetivo allí donde previamente se haya comprobado que el enfermo no conocía las características del método y pudiera afirmarse que, caso de haber tenido el conocimiento correcto, lo habría rechazado.
[40] Se trata, por ello, de un precepto llamado a aplicarse tanto si la publicidad de la sustancia o producto en cuestión está previamente prohibida como permitida en el orden administrativo, al poner el acento en el carácter falsario de las afirmaciones. Las prohibiciones administrativas de comercialización y publicidad de determinados productos, en lo que nos interesa, los que aparentan tener cualidades terapéuticas, requiere atender a la legislación administrativa correspondiente. En concreto, la Ley del Medicamento considera en su art. 7 actividades prohibidas la distribución y comercialización de productos o preparados que se presenten como medicamentos sin estar legalmente reconocidos. El RD 1416/1994, de 25 de junio, por el que se regula la publicidad de los medicamentos de uso humano prohíbe en su art. 5, entre otros casos, la publicidad de un medicamento destinado al público que contenga elementos que “Atribuya a la consulta médica o a la intervención quirúrgica, un carácter superfluo, especialmente ofreciendo un diagnóstico o aconsejando un tratamiento por correspondencia”, que “sugiera que su efecto está asegurado, que carece de efectos secundarios o que es superior o igual al de otro tratamiento u otro medicamento” o “mencione que el medicamento ha recibido la autorización sanitaria o cualquier otra autorización”. Por su parte, el RD 1907/1996, de 2 de agosto, sobre publicidad y promoción comercial de productos, actividades o servicios con pretendida finalidad sanitaria prohíbe en su art. 4 la publicidad o promoción directa o indirecta, masiva o individualizada, de productos, materiales, sustancias, energías o métodos con pretendida finalidad sanitaria, entre otros, en los casos en que se destinen a la prevención, tratamiento o curación de enfermedades transmisibles, cáncer y otras enfermedades tumorales, insomnio, diabetes y otras enfermedades del metabolismo (num. 1), que “pretendan una utilidad terapéutica para una o más enfermedades, sin ajustarse a los requisitos y exigencias previstos en la Ley del Medicamento y disposiciones que la desarrollan” (núm. 3), que “proporcionen seguridades de alivio o curación cierta” (núm. 4), que “atribuyan carácter superfluo o pretenda sustituir la utilidad de los medicamentos o productos sanitarios legalmente reconocidos”, o “en general, que atribuyan efectos preventivos o terapéuticos específicos que no estén respaldados por suficientes pruebas técnicas o científicas acreditadas y expresamente reconocidas por la Administración sanitaria del Estado (núm. 16).
[41] Comprensión que sin embargo dista de ser unánime en la doctrina. Véase por todos ., para quien sólo debe incluirse en el precepto la publicidad falsa con capacidad para lesionar intereses patrimoniales, no la salud. Argumenta para ello que cuando se trata de este bien jurídico vendría en consideración el art. 362 bis CP, precepto que confirmaría así la improcedencia de incluir en el delito publicitario las ofertas engañosas con riesgo para la salud, p. 309. La posición contraria que aquí se sostiene descansa en que cuando se defiende la inclusión de la salud como posible referente del engaño, en absoluto se quiere decir con ello que sea también ésta un interés protegido por el art. 282 CP.
[42] En este sentido se pronunció la ya referida Sentencia de juzgado de lo penal de Madrid de 4 de julio de 2014: “Finalmente, tiene que tenerse en cuenta que este delito , no obstante, es posible admitirlo en concurso con un delito de estafa, cuando el consumidor concreto, además del perjuicio en abstracto o peligro, sufre un perjuicio patrimonial efectivo, lo que supone que estando más restringido el bien jurídico a proteger en el delito de estafa, por estar constituido por el patrimonio concreto del consumidor, es posible admitir un concurso entre ambos tipos de infracciones penales, en muchos casos medial cuando el publicitario sirva de medio para perjudicar materialmente a algunos consumidores, individualmente determinados… Tiene que tenerse en cuenta que el engaño en el delito de estafa, dada su estructura, tiene mayor capacidad de determinación sobre la voluntad del sujeto pasivo, con independencia de que esa capacidad de viciar la voluntad se haga o no realidad, mientras que en el delito de publicidad fraudulenta el engaño no tiene que llegar a ser la única razón que motive al consumo del producto, bastando con que concurra falsamente como una cualidad que hace más atractivo el producto de cara al consumidor”.
[45] “Ciertamente que en relación al ejercicio de la acupuntura, a la medicina naturista o a la reflexoterapia o rayos láser en cuanto pertenecen a la gama que pudiera calificarse de «medicina alternativa», denominación con la que se designan aquellas prácticas sanitarias que por no estar fundadas en un método científico experimental, ni se enseñan en las facultades de Medicina ni se encuentran comprendidas entre las especialidades médicas para cuyo ejercicio se requiera título, el ejercicio de estas actividades por quien no tenga la condición de médico, tiene declarado esta Sala que no puede constituir ni dar vida al delito de intrusismo por falta de elemento de los «actos propios» en el sentido antes citado – STS de 4 de julio de 1991- pero ya se cuida la STS de 19 de junio de 1989, que «si el que ejecuta cualquiera de estas técnicas, antes de aplicarlas, practica exploraciones o reconocimientos clínicos, diagnóstico, pronóstico y decide una terapia determinada está incidiendo las funciones de la Medicina», incurriendo su conducta en el art. 321 del CP de 1973, equivalente al actual 403-1º CP”.
[46] Por ejemplo, la SAP Valencia, de 8 de febrero de 1999, en el caso de quien realizaba actos propios de Quiropráctica, en concreto, llevando a cabo exploraciones y ajustes manuales en la columna vertebral a pacientes. La sentencia argumenta el fallo absolutorio sobre la base del dato de que no existe en España un título de carácter oficial en la materia, quiropráctica, y de validez en todo el territorio nacional; o la SAP de Barcelona de 23 de junio de 2000, dictada en relación con un sujeto que se dedicaba a actividades esotéricas, llevando a cabo actos de diagnóstico y tratamiento de dolencias, consistentes estos básicamente en la prescripción de unas grageas elaboradas con plantas.
[47] Como la SAP de las Islas Baleares, de 13 de octubre de 1999, en el caso de quien ejercía actividades propias de la medicina amparado tan sólo por un diploma alemán denominado “Heil praktiker”, haciendo constar en su consulta la inscripción “Médico homeópata”, así como en las tarjetas que entregaba a sus clientes. En el desarrollo de tal actividad, diagnosticaba y prescribía con fines terapéuticos medicamentos, tanto homeopáticos como naturales y fórmulas magistrales. El sujeto transmitía así “el mensaje de que era un profesional de la medicina que, no obstante, había optado por apartarse, después de haber adquirido la correspondiente formación, de la Medicina oficial”, y con tal apariencia, realizaba actos propios de la profesión: “emite un diagnóstico y prescribe u ordena un remedio, que si bien muchas veces consistirá en recetar un medicamento, muchas otras adoptará una naturaleza distinta, sin perder por ello su condición de acto médico”.
[48] Aun reconociendo la disparidad de criterios jurisprudenciales en este punto, el Tribunal se decantó por la solución de apreciar un concurso de delitos allí donde, mediando engaño, se hubieran realizado pagos adicionales a los que corresponden a los supuestos honorarios profesionales. Es lo que sucedía en el caso sometido a enjuiciamiento, en el que además de la facturación por los servicios de consulta y diagnóstico, se cobraron a los pacientes cantidades adicionales, incluidas las correspondientes a los tratamientos prescritos. La apreciación del concurso de normas quedaría reservada para el caso en que el perjuicio patrimonial se ciñera al pago de honorarios de la actividad en cuestión, por ser una aspecto consustancial al ejercicio ilícito de la profesión.
[50] La Resolución 2/2009 sobre la ordenación de la osteopatía en la formación y ejercicio profesional del fisioterapeuta, adoptada por la Asamblea General del Consejo General de Colegios de Fisioterapeutas de España, con fecha de 28 de noviembre de 2009, reconoce y establece los requisitos para el ejercicio de la osteopatía: “1. La Osteopatía, como disciplina de la Fisioterapia sustentada en la evidencia científica, es una competencia propia del Fisioterapeuta. Las vías de formación deben exigir la titulación de Diplomado o Graduado Universitario en Fisioterapia como requisito indispensable para el acceso a los estudios profesionalizantes, siendo el marco universitario establecido el más adecuado para tal fin. 2. Toda regulación profesional de la Osteopatía deberá recoger en su postulado la obligatoriedad de la obtención previa del título oficial vigente para el ejercicio profesional de la Fisioterapia”.
[51] Suele manejarse mayoritariamente en la doctrina la fórmula orientada a comprobar si la acción omitida habría evitado el resultado con una probabilidad rayana en la certeza, siendo así que su ausencia es la determinante de su producción. Sobre ella tuve ocasión de ocuparme en La responsabilidad penal del médico, op. cit., pp. 490 ss. No obstante, las dificultades de tomar como referente la evitación del resultado cuando se parte de una situación de enfermedad que puede abocar a resultados más graves, lleva a considerar suficiente el juicio en torno a las expectativas de mejora del paciente .
[53] De hecho, en distintas Universidades españolas se imparten cursos dirigidos a médicos y orientados a su capacitación en terapias naturales, como homeopatía y acupuntura, siendo posible acceder igualmente a formación especializada cursando estudios carentes de titulación sanitaria homologada, como puede ser la quiropráctica. Véase el ya citado documento publicado por el Ministerio de Sanidad, Política Social e Igualdad del año 2011, pp. 38 ss.
[56] Sabido es que el criterio de la infracción del deber de cuidado como núcleo de la imprudencia ha sido objeto de severas críticas por autorizadas voces doctrinales. Es el caso de ROXIN, para quien “El elemento de la infracción del deber de cuidado no conduce más allá que los criterios generales de imputación. Es más vago que éstos y por tanto prescindible. En rigor es incluso ‘erróneo desde el punto de vista de la lógica de la norma’ pues produce la impresión de que el delito comisivo imprudente consistiría en la omisión del cuidado debido, lo que sugiere su interpretación errónea como delito de omisión”, . No obstante, suele reconocerse de forma mayoritaria el valor de la categoría como sede para cotejar el comportamiento realizado con el esperable conforme a las reglas de la experiencia y a las reglas técnicas.
[57] Conformado por los conocimientos y habilidades del sujeto en cuestión que, caso de ser inferiores a las exigidas para el concreto ejercicio de la actividad, darán lugar a la denominada culpa por emprendimiento o culpa por asunción. Sobre los elementos de la imprudencia en el ámbito de la medicina tuve ocasión de ocuparme en La responsabilidad penal del médico, op. cit., p. 329 ss.
[58] Se maneja de este modo el término “indicación” en el sentido de aquello que es aconsejable para el enfermo, y no en el de procedencia o tolerancia de la práctica. Tal vez lo emplee también en este sentido .
[59] Una equiparación que, sin embargo, es frecuente encontrar no sólo para estos casos que se acotan en el texto, sino para todos los que de modo genérico pertenecen a la genérica denominación de terapias alternativas. Según lo interpreto, por ejemplo, , quien refiriéndose a los métodos abiertamente heterodoxos afirma que “todos ellos tienen en común el carecer de la premisa de la mínima plausibilidad intersubjetiva (científica) que, dados los demás requisitos, permitía su inclusión en el ámbito de la experimentación terapéutica”; también , que eleva a la condición de ‘lex artis specialis’ de la medicina no convencional las reglas de la experimentación científica.
[61] Cierto es que pudiera plantearse la eventual exención de responsabilidad del médico por los vicios en el consentimiento si el juez o tribunal llegara al convencimiento de que el paciente habría consentido en todo caso el tratamiento no convencional caso de que hubiera sido correctamente informado de todos sus extremos.
Obviamente lo normal es que el propio paciente esté dispuesto a aceptar esta hipótesis allí donde, ya ex post, pueda afirmarse que el tratamiento alternativo ha tenido algún efecto beneficioso para el paciente, planteándose la mayor dificultad en los casos en que sus resultados fueran adversos. En realidad, a la hora de realizar tal juicio de comprobación hipotética el juez o tribunal puede acoger dos modelos distintos. El primero pasaría por comprobar con una probabilidad rayana en la certeza que el enfermo habría consentido en cualquier caso; el segundo consideraría suficiente la comprobación de que, de haber sido correctamente informado, se habrían incrementado notablemente las posibilidades de que hubiera rechazado la terapia. Este segundo modelo, que conduce a todas luces a una ampliación de la posible responsabilidad del agente es el único que resulta admisible a la vista de la imposibilidad de afirmar con certeza lo que habría realizado el sujeto en cuestión en el caso de contar con la información. En tal juicio, no sólo habrá que tener en cuenta las circunstancias subjetivas de aquel, sino también las que en condiciones objetivas habrían influido en cualquier persona. De forma general, sobre las dificultades de formular juicios hipotéticos relacionados con la voluntad del enfermo puede verse .
[65] Por ejemplo, como se ha referido más arriba, la intolerancia del enfermo a los posibles efectos secundarios del tratamiento. Sobre esta cuestión, por todos, .
[66] Sin ignorar la dificultad que supone determinar el juicio de imputación entre la omisión del tratamiento y el resultado debido al previo estado de enfermedad del paciente.
[67] Si bien no sería descartable el dolo eventual allí donde fuese posible descubrir una actitud de indiferencia frente al resultado dañino que, por las características del método empleado, se presenta con una alta probabilidad de producción.
[68] Sobre su problemática en general tuve ocasión de ocuparme en “Tentativa y dolo eventual: bases para su convivencia”, en .
[69] Ilustra esta situación el caso enjuiciado por la STS de 1 de abril de 2022. Se trataba de un médico que, haciéndose pasar por especialista en oncología, suministraba a los pacientes un medicamento de su invención asegurando sus poderes curadores del cáncer, siendo así que en realidad no era más que una mezcla de suero y urea. La atención y tratamiento de los pacientes tenía lugar en lo que denominaba como “Centro Médico Arizán”, con apariencia de clínica residencial, y junto con la afirmación de las propiedades curativas y consiguiente probada eficacia del producto, lo presentaba como sustitutivo de la terapia convencional. Aun cuando fue condenado por un delito contra la salud pública, no se planteó por la acusación la responsabilidad del médico por los resultados lesivos producidos, lo que se explica, en palabras de la sentencia, “probablemente por la dificultad de acreditar un nexo causal directo”.
[70] El art. 12 del Código de Deontología médica, aprobado por el Consejo General de Colegios Oficiales de Médicos, recoge el deber del médico de respetar el derecho del paciente a decidir libremente, después de recibir la información adecuada, sobre las opciones clínicas disponibles.
[71] “Toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que recibida la información prevista en el artículo 4, haya valorado las opciones propias del caso”.
[72] Al respecto tuve ocasión de ocuparme en La responsabilidad penal del médico, op. cit., pp. 319 ss., en relación con la problemática específica de los casos en que el médico atiende una solicitud del paciente que no está médicamente indicada. Manejaba entonces como argumento para su legitimación el respeto al libre desarrollo de la personalidad del individuo, de modo que allí donde el consentimiento al acto en cuestión pueda considerarse como expresión de ese libre desarrollo de la personalidad, tendrá plenos efectos eximentes de pena incluso si la decisión tomada parece “insensata”.
[73] Esta misma solución suele sostenerse en el Derecho alemán. Entre otros, ;
En este ordenamiento el legislador reconoce expresamente en el parágrafo 226 el valor eximente del consentimiento en las lesiones, si bien con la única limitación de que el acto no sea contrario a las buenas costumbres (“guten Sitten”). Sobre su concepto véase el mismo autor pp. 114 ss., planteando en pp. 116 ss si como tal pueden considerarse las prácticas médicas sin reconocimiento científico, lo que considera que sucedería, entre otros, en los casos en que, pese a mediar el consentimiento del paciente el acto con apariencia curativa carece de cualquier eficacia
[74] Que, según se señalaba en otro lugar, requiere entre los requisitos para su autorización como tal centro sanitario que se halle un médico al frente.
[75] www.mspsi.es, pp. 38 ss.
[76] Inclusivo en su anexo I, como actividad empresarial, de los servicios de naturopatía, acupuntura y otros servicios parasanitarios, y como actividad profesional, los profesionales relacionados con actividades parasanitarias, naturópatas, acupuntores y otros profesionales parasanitarios.
[77] De hecho, es coherente con esta prohibición que la jurisprudencia considere delito de intrusismo la realización por los practicantes de la medicina alternativa de actividades, como la de diagnóstico, que corresponden a los profesionales de la salud.
[78] Sería el caso del supuesto enjuiciado por la también STS de 23 de marzo de 2005, en el caso de quien se autodenominaba “doctor y especialista en biocibernética cuántica y holográmica y medicina neurofocal”, y en su consulta diagnosticaba y prescribía medicamentos a sus pacientes. En aplicación de sus peculiares teorías proponía a menudo la extracción de todas o parte de las piezas dentarias, por considerar los problemas de dentadura como el origen de todas las enfermedades. Distinto sería el caso, por ejemplo, en el que un curandero usando pelos del enfermo e invocando poderes sobrenaturales asumiera la labor de diagnóstico. La falta de cualquiera apariencia de rigor del método llevaría a cuestionar el riesgo real de que un paciente medio pueda desplazar con tal recurso el que le ofrece la medicina convencional.
[79] Todo ello sin perjuicio de que eventualmente pudiera decaer la responsabilidad del ejerciente por razones relacionadas con la imputación del resultado. En concreto, debido a que el paciente fuera plenamente conocedor del carácter acientífico del método y no se le hubieran ofrecido razones engañosas para abandonar la medicina convencional, casos en los que su consentimiento a una actividad de riesgo llevaría a excluir la imputación del eventual resultado que se produjera por no corresponder éste al ámbito de protección de la norma. Bastaría pensar ahora en prácticas alternativas a la medicina que precisamente se basan en su supuesta capacidad de diagnóstico. Es el caso, por ejemplo, de la iridología, que pretende la obtención de información sobre la salud de un paciente a partir de un examen de los patrones del iris del ojo. Aun cuando la actividad encierra el riesgo de que sobre la base de conocimientos acientíficos se diagnostique erróneamente una enfermedad o se desconozca la que padece el sujeto, en tanto éste sea plenamente consciente de las características de la actividad y del riesgo que asume habría de excluirse la imputación del eventual resultado dañoso que eventualmente se llegase a producir.
[80] En la doctrina alemana así lo sostiene ., si bien usando el impreciso y subjetivo criterio de ceñir el reproche penal a los casos en que el practicante a la vista del análisis de sus capacidades hubiera podido reconocer que sus habilidades y conocimientos no eran suficientes para el diagnóstico o tratamiento de la enfermedad del paciente, o bien cuando aun reconociéndolo, confiase en que no causará un resultado lesivo. Frente este criterio, entiendo que si el método no cuenta con respaldo científico la prohibición de actos de diagnóstico excluyentes de la medicina convencional se mantiene con independencia de lo que opine el ejerciente sobre sus conocimientos y capacidades. Cuestión distinta será, como se ha venido sosteniendo, que ese reproche decaiga por razones relacionadas con el consentimiento del enfermo adecuadamente informado.
[81] Entre otros, , quien en el caso de actos invasivos o que comportan un considerable peligro y son practicados también por los médicos remite al deber de cuidado exigible a éstos. En el resto de casos el parámetro para mensurar la imprudencia sería el de practicante sensato (“gewissenhafte Heilpraktiker”), entendiendo por tal quien posee y actualiza los conocimientos necesarios para el ejercicio de la práctica, añadiendo además el conocimiento de los métodos propios de la medicina convencional como alternativa a su práctica. Véase también ., formulando a su vez tal diferencia sobre la base de lo que sean o no métodos invasivos.
[82] Admite la posibilidad de identificar una ‘lex artis’ en las terapias alternativas , basando su aceptación en la similitud con los casos de experimentación terapéutica: “quienes las aplican están obligados a registrar objetivamente sus observaciones y resultados para hacer posible la evaluación de la eficacia de sus métodos”.
[83] En la doctrina alemana, véase por ejemplo . Allí donde se trata de un método practicado exclusivamente por ejercientes de la medicina alternativa, concreta el deber de cuidado en aspectos como la continua formación y puesta al día de los conocimientos en la materia, pp. 156 ss; .
[84] Partimos de esta concepción aun reconociendo que no es unánime. En relación específicamente con las terapias alternativas se decanta por su ubicación en la culpabilidad, por ejemplo, . .
[86] Entre los conocimientos exigibles entienden algunos autores que deben comprender también los métodos de la medicina convencional a disposición del paciente. Es el caso, por ejemplo, de , Frente a esta postura considero que el parámetro de lo que debe conocer el ejerciente se ciñe a la práctica que emplea, siendo suficiente que conozca que no pertenece a los métodos propios de la medicina convencional.
[89] Por ejemplo, STS de 27 de marzo de 2002, haciendo suya una fórmula ya contenida en la STS de 3 de octubre de 1997.
[91] Así, por ejemplo, habría de excluirse la existencia de un consentimiento válido en una actividad de riesgo en el caso de la SAP de Cádiz de 23 de abril de 2010, relativa a quienes se hacían pasar por científicos renombrados expertos en tratamientos contra el cáncer, y en tal condición aseguraban disponer de un medicamento con propiedades curativas de la enfermedad. El producto, conocido como Neovil, lo elaboraban en el garaje de la casa de uno de los imputados. En la información que acompañaban se incluía el supuesto análisis químico del medicamento, ofreciendo igualmente un llamado “informe cáncer” en el que supuestamente se explicaba la teoría en que se basa el método.
[92] Por todos véase : el ámbito de aplicación del art. 155 CP se limitaría “a las lesiones válidamente consentidas o las puestas en peligro de la salud o integridad física válidamente consentidas (en las que el tercero se haya limitado a actuar dentro de lo consentido), que no constituyan la expresión del libre desarrollo de la personalidad del que en tal sentido se manifiesta”. Es lo que sucederá, continúa la autora, “por ejemplo, por haber adoptado su decisión por precio o recompensa en una situación de abuso de superioridad… o porque ha mediado engaño del tercero que ha convertido su decisión lesiva o de puesta en peligro en un sinsentido”.
[93] Definición que reproduce sustancialmente el contenido del art 4 del Convenio Medicrime, que en su punto b) define el Medicamento como “toda sustancia o composición que se presente como poseedora de propiedades curativas o preventivas de enfermedades humanas o animales o toda sustancia o composición que pueda usarse en, o administrarse a, seres humanos o animales con el fin de restablecer, corregir o modificar las funciones fisiológicas ejerciendo una acción farmacológica, inmunológica o metabólica, o de establecer un diagnóstico médico: o un medicamente elaborado para fines de investigación”.
[96] Es el caso de la ya citada Proposición de Ley de modificación de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, sobre la pérdida de oportunidad asistencial por métodos terapéuticos no evaluados ni autorizados por la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, presentada por el Grupo Parlamentario Ciudadanos en 2018 (BOCG de 7 de septiembre de 2018, serie B, núm. 304-1). La propuesta se cifraba en la incorporación de un apartado tercero al artículo 362 del Código Penal, con la siguiente redacción: ”3. Las mismas penas se impondrán a quien difunda públicamente información falsa o no contrastada sobre métodos terapéuticos no evaluados ni autorizados por la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, destinados al tratamiento de enfermedades oncológicas u otras enfermedades graves potencialmente letales, que alienten posibilidades de curación no sustentadas en estudios científicos contrastados, siempre que aboquen al paciente o pacientes al abandono de tratamientos con eficacia clínica probada y evidente probabilidad de éxito en la curación de esta”.
[97] Es el caso de la ya citada SAP de Cádiz de 23 de abril de 2010, en el caso de quienes se hicieron pasar por renombrados científicos que habían encontrado un remedio eficaz para curar el cáncer, tratándose en realidad de un producto inocuo, elaborado en los garajes de una vivienda. El Tribunal absolvió a los acusados por el delito contra la salud pública al considerar que ni la sustancia vendida era dañina y su administración sustituía al tratamiento médico convencional.