1. Introducción
Una inquietante crisis de confianza invade las naciones capitalistas. Desde finales del siglo XX, las élites se han replegado de lo público, traicionando la democracia (), al tiempo que el conjunto de la sociedad burguesa parece haber colapsado (), agotando en todas partes su propia reserva de ideas constructivas (). El hundimiento de las clases medías o el deterioro programado y progresivo del Estado de bienestar están minado tanto la capacidad como la voluntad del liberalismo político y de la socialdemocracia de enfrentar las dificultades que amenazan arrollarlos (; ).
Esos hechos no son ajenos a la última transformación del capitalismo y al liberalismo económico que lo rige (). Plantean, por el contrario, una serie de cuestiones ineludibles entre las que estarían las dos principales que fundamentan la reflexión socio-política de este trabajo. ¿Pueden las democracias occidentales no ser socavadas por esos hechos? ¿El capitalismo actual se ha vuelto incompatible con el orden democrático?
Al respecto, no faltan argumentos en nuestro tiempo para advertir manifiestamente ingenuas las tesis del siglo XIX sobre la emancipación y el progreso (). El horizonte histórico ha perdido ante nuestros ojos el objetivo trascendente (). El pasado se ha vuelto irrelevante para examinar el presente (). Las teorías de las ciencias sociales, con toda su diversidad, como afirma , corren el peligro de perder de vista el historicismo de la modernidad y su alarmante poder destructivo. En ella, el capitalismo, sobre todo su moral y semántica de la legitimación del beneficio por encima de todo no se han entendido como un riesgo, un enérgico peligro para la vida de las personas y el planeta (). Sin embargo, substancialmente, desde la primera revolución industrial, lo son.
Lo que se denomina como progreso económico ha sido compatible en el pasado con la esclavitud, la explotación de los niños en fábricas o minas, junto al trabajo extenuante y en unas condiciones infames para mujeres y hombres (). A día de hoy, a pesar del innegable sufrimiento de millones de personas y casi a las puertas de un colapso bioambiental y climático a nivel planetario, sigue utilizando el trabajo forzado donde se le permite, mostrando la misma voracidad fatua, como si los recursos y el planea fueran inagotables ().
En su cualidad de hecho histórico, sin embargo, a pesar de sus numerosos cambios y crisis interminables, el capitalismo ha sabido incorporar y proporcionar perspectivas seductoras y emocionantes de la vida, ofreciendo, a su vez, garantías de seguridad y argumentos morales para poder seguir haciendo lo que se hace (. Esta protección, hoy en día, ya no inspira mucha seguridad, ni su moralidad resulta tranquilizadora. En la era del riesgo global (), por el contrario, se ha orquestado una "desorganización" capitalista cuyas consecuencias suponen un verdadero desafío para las sociedades actuales, incluyendo en ellas sus ecosistemas ().
En realidad, cuando se habla de riesgo, según , se debe relacionar con la toma de decisiones y con quienes las toman. Se debe hacer también una distinción esencial entre los que crean peligro y los que están amenazados. Partiendo de este hecho, como argumentación, se expondrá, en primer lugar, la trascendencia que el mundo del trabajo ha tenido en la articulación de las democracias y por qué una de sus principales amenazas deriva exactamente de su trasformación, tras el fin de la era fordista ().
A su vez, se examinan los procesos que articulan el último capitalismo, convirtiéndolo en un riesgo y en un problema para las sociedades actuales. En ese sentido, desregulación, globalización, deslocalización, precarización, flexibilización o privatización evidencian que el capitalismo actual ya no es industrial. Su última transformación converge hacía una valoración y acumulación del capital que funciona según lógicas diversas, algunas de las cuales llaman la atención sobre el hecho de que esos procesos vienen extendiéndose, cada vez más, como un saqueo mantenido sobre el mismo fondo de la productividad y de la explotación, orquestado por potencias abstractas.
¿Pueden las políticas sociales hacer frente a las consecuencias de este capitalismo desregulado? ¿Puede la democracia existir sin la clase media? ¿Puede estar a salvo como régimen garante de libertades y derechos, frente a la mercantilización de todo? La pobreza no es un escenario favorecedor para unirse en una causa común. Los consumidores expulsados del mercado están solos, como también lo están aquellos que fracasan a día de hoy (). Ninguno de ellos vislumbra cómo puede la sociedad ayudarlos. La apuesta reflexiva de este trabajo, en definitiva, pasa por revelar, argumentalmente, al liberalismo económico como una amenazadora perspectiva para un presente, sin futuro.
2. El mundo del trabajo, el capitalismo y la democracia. Una interacción a debate
Como condición homogénea, el trabajo se afianzó a lo largo del siglo XVIII, junto a la noción de riqueza, producción y la idea de sistema económico. La misma modernidad establece una clara línea divisoria entre actividades que se suponen productivas y el resto, al tiempo que se magnifica el afán de acumular riquezas y excedentes como fundamentos de la fórmula inicial del ahorro y la inversión. Como prácticas, además, derivaron en la acumulación de capital, base del capitalismo moderno ().
A pesar de los nuevos elementos de análisis que se empezaron a generar sobre el capitalismo y de los optimismos desatados ante el proceso emergente de industrialización (especialización, en Smith; solidaridad mecánica y orgánica, en Durkheim, junto a la división del trabajo, diferenciación y una trágica precarización, plasmada por Saint-Simon, etc.), el industrialismo significará, sobre todo, que el trabajo adquiere una importancia central en la construcción y definición de las identidades sociales (), pasando a ser también el medio para relacionarse y promocionarse en el terreno profesional, económico y social ().
Básicamente, la modernidad lo articulará sobre el soporte económico, político y social de la producción (), hasta la década de los setenta del pasado siglo, que marca el inicio de un cambio social trascendental, incluida la última trasformación del capitalismo (). Especialmente evidente en los países occidentales, el mundo es ahora ordenado por una sociedad de consumidores, no de productores (; ; ), algo que, entre otros muchos acontecimientos, ha venido a disipar la fisionomía cohesionada del homo-faber () que, prominente, como matiza , simbolizará el último trabajador del fordismo.
Ese tiempo, enfáticamente productivo y fabril, ya no existe en occidente. El trabajo ya no fija los relatos de vida, ni es su referente principal. Ahora la centralidad no es el lugar social que se ocupa, como la disponibilidad de dinero (). Las identidades se han desvinculado de la clase social y de la centralidad que tuvo el trabajo en el capitalismo industrial, como también del Estado nación como sujeto aglutinante de las mismas (; ). En realidad, las categorizaciones y los referentes laborales no sirven ya para comprender la vida de las personas, entre otras cosas, porque una realidad de mercado externa y en constante transformación perturba las imágenes del yo establecidas por el trabajo (), consignando no una narrativa social, sino un parámetro atomizado, donde cualquier atributo y/o particularidades de sentido son articulados por el consumo ().
En el capitalismo “organizado” fordista, la intervención estructurante del Estado fue fundamental. Poor un lado, tras la Segunda Guerra Mundial, el Estado de bienestar, en ese sentido, fue la solución política a las contradicciones sociales, sirviendo como principal fuerza pacificadora de las democracias capitalistas avanzadas (). Por otro, permitiendo la integración controlada de las reivindicaciones salariales obreras en los mismos aparatos de gestión económica estatal (política de rentas, negociación colectiva, pacto social, etc.), los sistemas legales convirtieron ciertas vertientes de la actividad sindical en complementos necesarios para la racionalización de la economía contemporánea (), generando, a su vez, la expansión de un heterogéneo grupo de asalariados y profesiones liberales que ingresaron en la dilatada referencialidad de las clases medias.
A ese productor/consumidor –privado– habría que añadirle la construcción de una ciudadanía social –pública–, como elemento de soporte, mantenimiento y racionalización colectiva de la relación salarial en la producción (sindicación, negociaciones colectivas y derechos laborales reconocidos por ley), además del propio uso de las mercancías individuales, en el marco de una abundancia creciente (). Todos esos apoyos, complementos y bases organizativas (de tiempos, biografías, espacios y aspiraciones), que fundamentaron la norma de consumo de masas desarrollada, sobre todo, tras el capitalismo de postguerra, articuladores de los modos de vida y materializadores de la fuerza estructural de clase y del trabajo, sin embargo, fundamentan un modelo de crecimiento y orden social que es el que está siendo desarticulado progresivamente ().
En el nuevo contexto político, social y económico que comienza a emerger a finales del siglo XX, la formulación pacificadora del Estado de bienestar se convierte en objeto de dudas, críticas y conflictos políticos. Tras la recesión económica de los setenta, el marco institucional que lo había amparado también se rompe, produciéndose un renacimiento intelectual y político poderoso del neo-laissez faire y de las doctrinas económicas monetarias.
Con esta última transformación del capitalismo, en definitiva, a medida que se expande esa variante de capitalismo privado, mercantilista y transnacional, entra en crisis la economía-mundo que instituyó la edad de oro del fordismo (; ), un periodo de estabilidad laboral y social, fundamentada en el modelo de regulación de postguerra, enfáticamente público y nacional-estatal en su vertiente de generación y reproducción de la fuerza de trabajo, convertido, a su vez, en una variante abiertamente internacionalizada en el ámbito de la producción privada ().
La quiebra de ese modo de regulación supone la afectación de un orden y un estilo de vida que sienta las bases de una nueva convulsión global que los trasciende (; ; ; ; ; ). El efecto de estos cambios sobre las democracias occidentales, incluso sobre el propio Estado-nación resulta innegable y sus consecuencias fundamentan buena parte de los problemas y amenazas actuales a los que se enfrentan.
3. Procesos y transformación del último capitalismo de riesgo. El abocado mundo de las elites
Frente a la experiencia laboral sólida y a ese mundo “estable-organizado” que procuraba el fordismo (), el parámetro de la flexibilidad, la deslocalización, el énfasis globalizador o el fuerte componente desregularizado del último capitalismo han hecho que las personas se encuentren hoy completamente indefensas ().
En el ámbito de lo local, donde sigue prevalecido el orden legal y el amparo benefactor desplegado por el Estado de bienestar, en sus desiguales versiones, sus resortes comienzan a no ser capaces de paliar las actuales quiebras identitarias del fin del fordismo y de la mercantilización de todo. Las políticas públicas de los Estados, en consecuencia, comienzan a tener dificultades para mitigar sus efectos. En este sentido, la deslocalización y la globalización no son únicamente fenómenos geográficos (). Por el contrario, concretan el fin de las viejas identidades de clase y la erosión del universo social unificador e integrador que, tras la Segunda Guerra Mundial, habían servido como referencia ideológica, material y simbólica de las democracias occidentales.
El sistema de bienestar, junto a la norma de consumo de masas en la era fordista, las clases medias funcionales, la clase obrera “integrada”, el pleno empleo industrial, la adscripción identitaria territorial y de clase, el ascenso social generalizado, el acceso impersonal y múltiple a bienes y servicios destinados a un consumidor indiferenciado o el Estado desmercantilizador, todos estos rasgos que venían asentando los sistemas democráticos están siendo socavados por los procesos que fundamentan el actual postfordismo (;; ).
Los niveles de riqueza alcanzados por el extinto fordismo-keynesiano, el Estado de Bienestar (democracia + pacto capital-trabajo), en realidad, fueron articulados sobre la base de una ambivalente y precaria regulación, con una redistribución proporcional de las rentas y el afianzamiento de las políticas públicas de corte moderado liberal y socialdemócrata. Especialmente incisivas en el objetivo de alcanzar la igualdad, redujeron ostensiblemente las desigualdades, asentando un modelo de capitalismo territorial o “localizado” que posibilitaba el acceso de amplias capas sociales a las profusiones de un emergente consumismo, en un contexto productivo de pleno empleo y derechos laborales y sociales estables ().
No sin sus luces y sombres, hasta la década de los 90, occidente parecía haber afianzado unas formas de vida sólidas (), bajo las condiciones más óptimas de la opulencia moderna (). Sin embargo, este marco geopolíticamente globalizado en lo económico, como venía sucediendo desde la primera revolución industrial (; ), comienza a fragmentarse en algunos aspectos, rompiéndose completamente en otros (). La deslocalización es el primer proceso que modificará sustancialmente los territorios (). Entre otras cuestiones, las ciudades, antes industrializadas, ahora tienen que movilizar la cultura, a fin de convertirse en “cebos de capital” ().
Los lugares o los espacios urbanos de las grandes metrópolis comienzan a presentar las improntas de una nueva elite global que vive en la ciudad, pero se retrae de lo público (). El valor de las élites, sobre todo las culturales, residía en su disposición para asumir la responsabilidad sobre el cumplimiento de las normas, imprescindibles para el proceso civilizatorio (; ). Esas élites vivían al servicio de ideas exigentes. No vivían ajenas al entorno ().
Tras la última transformación del capitalismo, sin embargo, la movilidad social la han convertido en movilidad geográfica. Al aislarse de sus redes y enclaves políticos, culturales y educativos, han abandonado la clase media, dividiendo la nación y traicionando la idea de una democracia concebida por y para la ciudadanía (). En este nuevo contexto, el dinero utiliza la ciudad, pero dedica pocos esfuerzos para gobernarla. Este grupo selecto ya no se parece a los hombres nuevos del París de Balzac.
El capitalismo actual, fuertemente interconectado, por el contrario, recapitaliza la geografía y lo humano, recrudece sus condiciones de explotación, continúa siendo un sistema que no habría modificado sus composturas esenciales desde su incipiente nacimiento en el siglo XVI (; ; ), desde su famoso y primigeniamente grito desregulado del laisser faire–laisser passer. Desde entonces, en su nombre, el liberalismo económico viene desertizando, contaminando y privilegiando zonas del mapa, para las que erige fortalezas defensivas y mentales en forma de prerrogativas elitistas, prospecciones monopolistas y abundantes ganancias (; ).
Aquella otra versión en auge del hombre trabajador y burgués, con su dignidad reconocida y amparada por los derechos constitucionales, inmerso en los bullicios y diversificaciones de las clases medias urbanas, que llevaron algo más de dos siglos articular, han sido deslocalizados también (; ). Este nuevo capitalismo financiero transnacional ya no se abastece de lo local y nacional, sino de los flujos industriales y especulativos que circulan globalmente, generando abundantes beneficios ().
El sistema productivo industrial y fabril, a su vez, ha “huido”, desmantelando el vasto e interrelacionado tejido social y cultural de los centros urbanos occidentales (). Las nuevas plantas de producción des-localizadas ocupan ahora a un ingente número de personas sin especialización, en lugares remotos, desprovistas de derechos, despojadas de protección, en condiciones de trabajo infra-humanas, en unos contextos sociales carentes de regulación y de derechos, que recuerdan al más puro y primigenio industrialismo des-humanizado de los siglos XVIII y XIX.
El postfordismo, por tanto, dibuja un planisferio mercantilizado con sus zonas excluidas, zonas-yacimiento, zonas secundarias en descomposición, en remodelación, zonas ya desintegradas o las nuevas zonas neurálgicas e integradas, una estilización del plantea, impulsado por el auge y expansión de los flujos de capital, de sus asociadas infraestructuras de la cultura, las artes y de la publicidad favorable hacia la jerarquización de los espacios (; ). Esto supone múltiples disoluciones, reconversiones y la intensificación mundial de la competencia y la liberación del mercado en materia de inversión, diversión y flujos de capitales que, como matiza , han hecho que las ciudades y los territorios tomen un sesgo más empresarial que en épocas anteriores. En realidad, es un proceso intrínseco al postfordismo, caracterizado como postmodernización (; ), que indica la re-estructuración global de las relaciones socio-espaciales mediante nuevas pautas de inversión globalizadas, cimentadas ideológicamente sobre el liberalismo económico de siempre ().
Deslocalización y globalización, en definitiva, consignan los flujos y rutas de la última versión del capitalismo global. Acrecientan el poder de los que dominan los códigos tecnológicos, culturales y lingüísticos sobre el conjunto de naciones, regiones y lugares incluidos y remodelados por el posmodernismo y el postfordismo, es decir, adscritos a las profusiones del consumo (), frente a las zonas descolgadas, las zonas muertas (), excluidas o completamente fuera de ese modelo de crecimiento intensivo y especulativo (; ; ).
Desregulación, privatización y flexibilización, a su vez, fundamentan el reverso del privilegio. Tras él, la precarización (), el incremento de la más abyecta pobreza (), las expulsiones (), la contaminación o la explotación en las fábricas textiles “deslocalizadas” que se encuentra en Bangladesh, Ceilán o Taiwán, imágenes que atesoran el realismo de la infamia y del retorno de lo des-humanizado. Es el floreciente capitalismo financiero del siglo XXI, re-mercantilizador de todo a través de la especulación plantearía por la ruta “Nasdaq”.
La élite política del siglo XXI no cree en la democracia representativa (; ). Compuesta básicamente por gerentes, funcionarios del más alto rango, graduados por las prestigiosas universidades privadas, tienden a separarse, formando un mundo aparte: en hábitos, convicciones, recursos, aspiraciones o lealtades (). Una elite ávida, insegura, cosmopolita, pero inexplicablemente irresponsable, cuyas decisiones políticas están degradando las instituciones democráticas (; ).
Entre los rasgos característicos del pensamiento liberal hay uno inequívoco y fundamental (; ): la justificación de la libertad, entendida como la limitación del poder del Estado (Piketti, 2018; ). Ideológicamente fundamentado sobre la codicia de siempre, pero fruto del tedio que procura la abundancia, en las elites postmodernas, sin embargo, despunta el primigenio nihilismo del cínico (), ese gran negador de la historia, como lo describe , capaz de encarnar la libertad, incluso, con el tono altivo de un jacobinismo invertido, básicamente, debido al mismo fervor autoritario o por la misma intransigencia de quienes lo tienen todo clarísimo, entendiendo que el mundo les pertenece por derecho ().
4. El hundimiento de la clase media o el viraje hacia un colapso democrático
En la era fordista, como ya se ha expuesto, el trabajo ha sido una de las principales fuentes de identidad y sentido, especialmente en lo concerniente a la organización de la vida y como vehículo de pertenencia o enclasamiento cultural y social (). El éxito del fordismo y su cadena de producción en serie, sin embargo, tuvieron consecuencias inesperadas para su propia conservación como sistema, articulándose a partir de unas circunstancias nada fortuitas.
Desde el 1917 hasta los años setenta, las sociedades occidentales se vieron fuertemente condicionadas por el gran miedo al comunismo. Al producirse la crisis económica de los años treinta, con sus secuelas de paro y hambre, que parecían anunciar el fin del capitalismo, se agravó ese hecho (). El gran miedo a la revolución inspiró, por una parte, la solución autoritaria de los totalitarismos (fascismo italiano, nacismo alemán y el franquismo español). Por otra, ese mismo miedo dio salida a las políticas que querían mantener la versión liberal del proyecto de progreso social de la modernidad, introduciendo medidas reformistas.
Esa lógica del reformismo pasaba por la conveniencia de proteger los derechos de los trabajadores, mejorar los salarios y las condiciones de trabajo y crear un Estado de bienestar para redistribuir la riqueza y financiar bienes sociales –educación, sanidad y una red social de protección– (), dando paso, después de 1945, a una época venturosa de grandes promesas de futuro.
En el plano de las relaciones entre capital y trabajo, al menos, las cosas empezaron a ir muy bien. La articulación del Estado de bienestar supuso un avance continuado de la libertad y la igualdad, convirtiendo en injustificada cualquier propuesta revolucionaria. Principalmente, permitió la creación de una norma de consumo de masas que eliminaría la tradicional pobreza de las clases trabajadoras. Jugó a su favor el creciente papel regulador y protector del Estado, especialmente, ante la crisis de superproducción, derivada del pacto social alcanzado (). Ambos hechos conformarán la base del modelo de bienestar keynesiano, cuya retribución de las rentas y garantía del pleno empleo generarán el surgimiento de unas nuevas clases medias, base de las sociedades democráticas occidentales, que hoy el avance estructural de la precariedad está socavando ().
Desde la década de los setenta, parece claro que el triunfo de la Unión Soviética en la guerra fría era ya imposible (). El temor a una revolución en los países desarrollados se cree improbable. Comienza entonces lo que llama “la gran divergencia”, es decir, el proceso que se inicia en la década de los 70, vigente en la actualidad, consistente en el enriquecimiento gradual de los más ricos y el empobrecimiento de todos los demás.
Progresivamente, la deslocalización desmantela el escenario industrial en occidente. A día de hoy, prácticamente no queda nada de aquel mundo de productores. Paradójicamente, la consolidación de la sociedad de consumo no solo representó una mayor integración de los individuos en el sistema económico y cultural del capitalismo, también hizo posible que el imaginario simbólico del consumo se hiciese análogo a su éxito material, desbordando gradualmente los ideales del trabajo y de la producción (; ; ). A día de hoy, por el contrario, el dinero da acceso a las normas y pautas adquisitivas diferenciadas en la sociedad de consumo, donde los procesos de fragmentación, diferenciación social y precarización de las clases medias son el resultado de los modelos neoliberales de desregulación de los sujetos sociales (; ; ).
Básicamente, es así como se viene produciendo el desmantelamiento progresivo y el deterioro gradual de esas clases medias-trabajadoras. Si el gran logro fordista fue su ampliación, el postfordismo promueve dinámicas que incrementan la precarización, la desigualdad y las expulsiones (; ). Las normas por las que se rige el capitalismo actual ya no se encaminan a conseguir el bienestar general, sino el beneficio privado ().
El escenario principal del postfordismo, por consiguiente, no es el Estado-nación. Es un sistema de economía de mercado que opera a nivel mundial (; ). Todo queda supeditado a ese nuevo ordenamiento. La flexibilización y la precarización promueven la proletarización y el deterioro de un buen número de actividades habitualmente inscritas en ese espacio social tradicional de las clases medias, al tiempo que cuestionan y vuelven insuficientes los modelos de prestación, distribución y reparto de bienes y servicios del Estado de bienestar (). En este nuevo contexto, las políticas sociales se han vuelto insuficientes para paliar las consecuencias y los riesgos que genera el capitalismo actual ().
Con la desregulación como articulador primordial del postfordismo, a su vez, desde la década de los setenta, los procesos de privatización han autorizado también el rápido ascenso de los gestores de la economía de la especulación inmobiliaria y financiera (), desplegándose una postmodernidad neoliberal cuya seña de identidad es una cultura del consumo obsesiva (), basada en la exhibición del éxito como posición social, el esteticismo ostentoso, la compra de lujo y la individualización competitiva ().
Esa nueva cultura del narcisismo (), en consecuencia, rompe con la idea del prestigio universal de clase social, al tiempo que produce una huella ecológica intensificada sobre el territorio (). En primer lugar, al incidir en la explosiva dinámica de la desigualdad (), patrimonializando las diferencias sociales en forma de inversiones inmobiliarias y cargando sobre el medio ambiente y sobre las personas, a nivel global, todas las externalidades negativas de la inversión privada (; ). El coste ecológico y humano de este modelo no se puede ya ocultar, ni es asumible a largo plazo (). Las acentuadas diferencias que se establecen entre el capitalismo regulado (fordismo) y el capitalismo actual desregulado post-fordista evidencian un escenario desbastador y la deriva hacia la que van las sociedades actuales ().
La actual frontera entre la realidad de unas elites satisfechas (), aspirantes a la realización personal, a través de la exhibición estética del lujo () y la de una subclase funcional precarizada, cada vez más extensa y empobrecida (), marca la línea divisoria entre dos mundos antagónicos y dilatadamente diferenciados. Por una parte, alberga los territorios “borrados” por el postfordismo y los hombres “expulsados” que los habitan (). Por otra, contiene la cultura opulenta (), el desprecio de lo público (; ), el socavamiento y ruptura de todos los pactos sociales o la defensa de la mercantilización total (; ), articuladores de una sociedad de consumo, en unos contextos sociales, a día de hoy, alejados de la modernización económica, social y política que preconizó el Estado de bienestar (; ).
Especialmente llamativos en Europa, estos procesos sociales demuestran la enorme destreza de las sociedades de mercado para mezclarse con regímenes políticos diversos, actualmente incluso con los desviados del liberalismo político o la socialdemocracia que tutelaron los modelos industriales y la sociedad de consumo en los últimos treinta años (; ; ; ).
No deviene casual, en definitiva, el deterioro actual de la democracia (; ). La crisis social del siglo XXI no puede reducirse a las consecuencias de la crisis financiera (). No obedece únicamente a causas económicas, sino a un proyecto social que comenzó con la desregulación y siguió con la privatización de lo público, aspirando a conseguir la privatización del propio Estado de derecho. Se trata de un proyecto que no solo amenaza la continuidad de los servicios sociales que proporcionaba el Estado de bienestar, sino que pone en peligro al propio Estado de bienestar, al Estado democrático y la sociedad civil en la que se sostiene ().
Los populismos no están emergiendo de la nada (). El liberalismo económico los auspicia (). La proletarización de las clases medias, su hundimiento, evidencia el deterioro de lo público (), abocado hacia un futuro de retorno a la privatización global, a una feudalización postmoderna, en la que serán las grandes corporaciones, propietarias de todos los recursos y de todos servicios (), las que gestionarán nuestras vidas, en un planeta degradado y a la deriva ().
Como ya ocurrió en el pasado, según , no obstante, no habría por qué resignarse. Revertir la codicia del capitalismo depredador actual pasa también hoy por la acción política, que es la que atesora la esperanza del resurgir de una sociedad decente, en este caso, más humanizada y ecológicamente viable (), frente a la gran desorganización del capitalismo vigente (; ; ).
5. Conclusiones
La última transformación del capitalismo y sus consecuencias trascienden lo económico. Los procesos que lo articulan –desregulación, deslocalización, globalización, flexibilización o privatización– confirman el control social que ejerce el liberalismo económico en el siglo XXI. Reseñan también el cambio operado en el mundo del trabajo, por consiguiente, en las identidades y en los propios territorios. Indican, además, los problemas y retos a los que las sociedades actuales se enfrentan, al tiempo que expresan los riegos de la búsqueda del beneficio por encima de todo.
Esos procesos distintivos de la era actual prescriben y han modificado la configuración espacial, simbólica y real del mundo, orquestando una gran desorganización. Fenómenos como el de las expulsiones, a través de la deslocalización, el desmantelamiento del Estado de bienestar, a través de la privatización de lo público, el hundimiento de las clases medias, mediante su proletarización, a través de la precarización, o el propio deterioro de las democracias, como consecuencia de todo eso, está mermando la capacidad de las políticas sociales para hacer frente y paliar las consecuencias de una desregulación globalizada, que trasciende la esfera del Estado nación.
Estos procesos devienen en los síntomas de la amenaza de un capitalismo que, en el siglo XXI, lo ha mercantilizado todo. Revertir esta situación, como muestra la historia, pasa por reactivar la acción política, no sin tener presentes los peligros de las derivas reaccionarias y populistas o los límites ecológicos, ineludibles. No cabe duda que las consecuencias globales de la gran desorganización del último capitalismo suponen un gran reto: pobreza, migraciones, desigualdad, desertizaciones, contaminación, explotación, etc.
En definitiva, la conciencia de crisis no solo ha permeado globalmente las poblaciones. El incremento de las desigualdades y la conservación del planeta plantean un reto obligado. El liberalismo económico ha llegado un punto sin retorno, en el que no puede seguir haciendo del capitalismo un riesgo social, enriqueciendo a unos cuentos y poniendo en peligro todos lo demás, incluidos los sistemas democráticos. Según lo expuesto, por tanto, revertir la desregulación, revisando y cuestionando la máxima liberal del beneficio por encima de todo, se han convertido en uno de los retos inaplazables en el siglo XXI.
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Notas
[1] Para que la idea de productividad prosperara y el trabajo se convirtiese en un eje fundamental dentro del orden social, por un lado, los cambios producidos en el contexto social se entrelazaron con la asimilación por parte de la sociedad del valor de acumular riquezas, debiéndose levantar, a su vez, el veto moral que antes pesaba sobre ese hecho. Por otro, la noción de riqueza también tuvo que transformarse hasta posibilitar tal acumulación, siendo necesario que el hombre se creyera capaz de producir riquezas y, por consiguiente, que el trabajo pasara a ser considerado el instrumento básico para lograrlo. En realidad, en la Edad Media se pensaba que el hombre era incapaz de producir nada; sólo Dios era capaz de hacerlo. Es en las obras de Ricardo, Smith o Marx donde el trabajo, por primera vez, se erige como el factor principal de la producción de la riqueza ().
[2] El trabajo dotaba de una posición en el espacio social, a la vez que se convertía en pieza clave en la adquisición de un capital económico () y el logro de un capital simbólico ().
[3] Esta trasformación en las identidades, entre otros aspectos, advierte de las diferencias que se establecen entre un capitalismo organizado-regulado (fordismo) y el nuevo capitalismo post-fordista desregulado que ha cambiado radicalmente el mundo del trabajo (), sus encuadres ético-morales (), sus fundamentos organizativos (), su centralidad en la vida de las personas (), incluso las identidades basadas en el lugar han visto modificadas sus sustancias principales ().
[4] Como matiza el propio , eso significa una red de consumos sociales que organizan, socializan y codifican los costes de reproducción de la fuerza de trabajo, desarrollados principalmente en dos direcciones: los gastos infraestructurales de asentamiento, educación, movilidad de la mano de obra (vivienda, escuela y cualificación, remodelación urbana, medios públicos de transporte, vías de comunicación, etc.) y los programas destinados a la protección de la inseguridad económica y de gestión del riesgo (signos de desempleo, invalidez, vejez y jubilación, etc.) con el efecto añadido de erradicación del miseralismo laboral.
[5] En realidad, el liberalismo económico concibe el Estado de bienestar y las políticas protectoras como un desincentivo laboral. Esta idea abrió la puerta a la desregulación de los reglamentos y derechos relativos al intercambio capital-trabajo en la que ahora misma están inmersas todas las sociedades occidentales ().
[6] , de manera gráfica, usa la palabra “abandono” como rasgo distintivo de la nueva élite urbana emergente de la era “post” y para describir el fenómeno de retirada del ámbito público de esta élite. Dicho abandono se ve, sobre todo, en la transformación del centro urbano, el lugar geográfico dentro de la ciudad, al que más ha afectado la nueva economía. Los enormes ingresos de las gentes que ocupaban los escalones superiores expulsaron a la clase media y baja del centro de las grandes ciudades megápolis, como Londres y Nueva York. Después del 2010, este proceso trasformador está ya presente en la mayoría de las ciudades occidentales.
[7] La rebelión de las elites no es un asunto nuevo. Entronca con esa consecuencia tardía de la gran transición europea del siglo dieciocho y con la idea de desencantamiento del mundo que atraviesa, en verdad, toda la cultura occidental (). Muchos de los vicios y anomalías de las élites que denuncia aparecen en los textos de Rousseau y, posteriormente también, ya de una manera más explícita y elaborada en el Romanticismo alemán.
[8] En la Comédie Humaine, se muestra a los hombres y mujeres nuevos, llenos de empuje, que quieren arrebatar el control de la ciudad a una clase dirigente arraigada; quieren gobernar el lugar en el que viven ().
[9] El New Deal probablemente sea el ejemplo más claro de esas medidas que continuaron vigentes tras la Segunda Guerra Mundial
[10] describe en su libro a los Workampers, una nueva comunidad nómada de decenas de miles de trabajadores temporeros, muchos de ellos jubilados norteamericanos, ahogados por las hipotecas y los seguros sociales insuficientes, que emergen a partir del 2008. Viven en caravanas y están condenados a seguir trabajando. ), por su parte, explica cómo, en el capitalismo actual, el empleo para toda la vida y en una misma compañía es una cosa del pasado. Como consecuencia, las personas no pueden identificarse con un trabajo concreto o con un empresario determinado. Por su parte, ese perturbador desarraigo postfordista de las identidades se produce, habitualmente, lejos de los lugares privilegiados que, cada vez más, son el hogar de una élite mundial, en fuga de los espacios públicos (), que contrasta con los migrantes más pobres, que huyen de ella, buscando una oportunidad con accesos difíciles a lo público e instalándose en una precarización sin salida ()