1. De un mismo trauma infantil con secuelas teórico-políticas distintas
Cuarenta y tres años, exactamente, son los que distan entre el nacimiento de cada uno de nuestros dos pensadores. No son tantos en términos históricos. Y, sin embargo, el mundo en el que les tocó vivir a cada uno de ellos fue bastante diferente. Carl Schmitt fue testigo del derrumbamiento de la modernidad ilustrada de corte burguesa, aquella que confiaba en el progreso moral irreversible de la humanidad y que se vino abajo en la barbarie de la Gran Guerra, como también lo fue del ascenso de los totalitarismos que surgieron como respuesta ante la crisis social, política y económica del periodo de entreguerras y de la posterior catástrofe de la Segunda Guerra Mundial. Pero de igual modo pudo entrever no sólo esa caída del mundo burgués, sino la llegada, en su vejez, de un mundo nuevo. Aquel en el que irrumpen fenómenos tan variados como la crisis del Estado soberano de corte westfaliano, los procesos de descolonización del tercer mundo o el trasvase del foco de la hegemonía mundial de Europa a los EE. UU. y a la URSS, entre otras cuestiones. Nuestro otro pensador, Richard Rorty, igualmente vivió estos últimos fenómenos mencionados. Pero, sobre todo, fue coetáneo de la restitución del orden liberal por Washington, de las denominadas “batallas culturales” por el reconocimiento y de los valores posmaterialistas a los que se adscribió la “nueva izquierda”, así como de las mutaciones en el modo de producción capitalista (; ), que, a su vez, vinieron acompañados de la cultura posmoderna (). En definitiva, se podría decir que Schmitt encuentra su época de producción teórica en el cenit de la modernidad, mientras que Rorty en la gestación y consolidación de la posmodernidad. El primero abre el siglo pasado; el segundo lo cierra.
También tendrán distintos posicionamientos políticos. Sus diferentes visiones políticas superan a sus figuras concretas, pues se instalan en dos largas tradiciones, a saber: uno en la del liberalismo y otro en la del conservadurismo autoritario; uno en la dimensión del pensar político ético-regulativo y otro en la del realismo político. Rorty se ancla en la tradición política del liberalismo anglosajón, de talante progresista, que va desde John Stuart Mill hasta John Dewey. Schmitt, en cambio, encuentra cobijo en una tradición asociada al realismo político de Maquiavelo o Hobbes, pero que también se nutre de pensadores reaccionarios como De Maistre o Donoso Cortés. Sin embargo, sus distintos acercamientos sobre lo político, así como sus distanciados contextos históricos, no impedirán que puedan ser comparados, como ahora veremos. Podríamos aventurar que estas distintas posiciones políticas provienen de una experiencia que pone en relación sus respectivas vidas. Sus concepciones de lo político surgen de un mismo trauma juvenil que obtendrá respuestas diferentes en sus obras teóricas. Esta herida no es otra que la del sufrimiento que padecieron por culpa de sus compañeros de colegio.
En un retrato autobiográfico, Rorty nos confiesa su sufrimiento. Concretamente señala: “A los quince años pude escapar de los brutales jóvenes que me golpearon regularmente en el patio del colegio” (). De manera similar, si damos por válido el testimonio del romanista Jesús Burillo, Schmitt padeció el maltrato por parte de sus compañeros de pupitre. Burillo pone en boca del alemán las siguientes palabras: “Cuando era niño, a veces me pegaban otros niños protestantes porque yo era católico. Éste es, probablemente, uno de los gérmenes o recuerdos para mi posterior distinción amigo-enemigo” (). Efectivamente, el fundamento de la teoría política schmittiana, la división amigo-enemigo (), una hostilidad política entre un ellos y un nosotros generadora de antagonismo provendría de ese episodio personal. La hostilidad padecida se torna en su reflexión madura sobre la esfera de lo político en el factor constituyente de dicha esfera: aunque no lo desee, uno no puede evitar ser marcado como enemigo político y reafirmarse en su identidad, del mismo modo que él tampoco pudo decidir sobre el ser o no ser objeto de escarnio por parte de los niños protestantes de su colegio, afirmando su catolicidad.
Aventurándonos de igual modo con Rorty, cabrsheiía señalar que esa misma experiencia del sufrimiento es la causante de una aprehensión de lo político contrapuesta a la de Schmitt. Para Rorty, podríamos decirlo así, su posición es la de una política conciliadora. Esto es, una política basada no en trazar trincheras, sino en tratar de buscar lo que nos une con los demás más que lo que nos separa; en tratar de ver a los otros como semejantes y futuros compañeros de viaje y no como enemigos que ponen en riesgo a la comunidad política (). Y es que su experiencia del hostigamiento juvenil le llevará en su madurez a pensar una teoría, quizá más moral que política, dirigida a intentar mitigar el sufrimiento de los seres humanos y las injusticias que padecen, a través de las instituciones liberal-democráticas.
En los subsiguientes puntos trataremos de mostrar sus diferentes perspectivas políticas para, por último, tratar de leer el presente con algunas de sus reflexiones teóricas.
2. Schmitt: lo político como hostilidad y la necesidad del enemigo para el nosotros
Como hemos señalado más arriba, Schmitt funda su concepción de lo político a través de la diferencia amigo/enemigo. Frente a otras esferas con sus respectivas distinciones de carácter fundante y diferencial, como la moral, bueno/malo, la ciencia, verdadero/falso, o el arte, belleza/fealdad, lo político encuentra de igual forma su propia autonomía y lógica (). Ahora bien, lo político es una esfera autónoma más, en la medida que tiene su propia lógica y determinación, pero también goza de la característica por la cual puede adueñarse o irrumpir en otros campos. En este sentido, lo político no tiene un objeto propio, ya que cualquier cuestión puede tornarse política, politizarse. Es aquí donde la cuestión de la intensidad del conflicto generado en la brecha diferenciadora entre los amigos y los enemigos cobra vital importancia. Un asunto, independientemente de su naturaleza, si se agrava en su vertiente polémica, acaba cayendo en el campo político (). Así, por ejemplo, una pequeña tensión religiosa, económica o de cualquier otro signo, si se va agudizando hasta polarizar a los sujetos y agruparlos en torno a un nosotros y un ellos agonístico, deviene política.
El enemigo para la perspectiva política schmittiana es esencial. Sin enemigo no existiría lo político; sería el fin de la política, ya que esta perdería su especificidad (). Ahora bien, ¿quién o qué es el enemigo para Schmitt? El enemigo no tiene por qué ser antipático, eso caería en el juicio del ámbito psicológico o de la valoración personal, ni perverso, cuestión que pertenecería al campo moral, como tampoco encarnarse en un competidor, lo que le desplazaría a la economía, ni ser horrible físicamente (). Estas diversas cuestiones sobre el enemigo, en un principio, no definen al enemigo en términos políticos, aunque puedan algunos serle atribuidos para reforzar la eficacia de la lucha (). No pueden definirle políticamente porque caen en el ámbito privado o en otras esferas que no son la política. Incluso al enemigo político se le puede admirar privadamente, pues su condición es exclusivamente pública. El enemigo en política es el otro, el extraño (): aquel con el que, en el supuesto de máxima hostilidad, mi existencia se ve amenazada; aquel por el que mi autoafirmación e identidad están en duda por su mero existir y, por lo tanto, no me queda más remedio que combatirlo. Cuando ya no se puede apelar a ninguna instancia moral o racional que dilucide las tensiones, lo político irrumpe como una tensión disociativa a la cual sólo puede dar respuesta la lucha entre los combatientes, y que puede proceder mediante la exigencia de sacrificar nuestras vidas o de dar muerte al otro. En la guerra, el caso extremo de la enemistad política, del antagonismo, la muerte irrumpe como la posibilidad absoluta de negación del otro (). Aquel que no está dentro del nosotros debe ser sacrificado. Y aquí no hay diferencia entre guerras externas o internas. La lógica es la misma, sólo cambia el tipo de enemigo. En la guerra interestatal, el enemigo de la comunidad política, esto es, del Estado, es otro Estado; en la guerra civil, aquella guerra que busca reconstituir la unidad política perdida, lograr la pacificación interna, el enemigo es otra facción interna. Pero en ambas los postulados de lo político se presentan de igual forma, a saber: la escisión entre un ellos y un nosotros por el aumento de la intensidad de una discrepancia que no da cabida a una solución dialogada, a una respuesta consensuada entre oponentes, y que necesita de una decisión soberana allende de toda normatividad o moral sustantiva. Lo político se expresa en estas tensiones irresolubles desde la moral o racionalmente y en la decisión soberana que, simultáneamente, nos muestra cómo todo orden normativo y social es producto de un poder político que lo fundó ().
Para Schmitt, “todo orden descansa sobre una decisión” (). El poder soberano es en última instancia el que decide sobre un orden social concreto; el que funda, mantiene o da fin a un régimen, irrumpiendo en momentos de excepcionalidad. En este sentido, el jurista alemán recuerda las palabras de Hobbes en el Leviatán: Auctoritas non veritas facit legem. La verdad en todo caso de lo político es este poder, en ocasiones oculto, pero siempre latente, subterráneo, y que, en los momentos de excepcionalidad, aparece mediante la decisión soberana que surge de la necesidad de generar orden y de acabar con las tensiones que no pueden ser apaciguadas por ninguna racionalidad moral ni jurídica.
Sin embargo, esta acepción de lo político asociada a la decisión soberana, que no depende de nada salvo de las circunstancias concretas que la impulsan, y, sobre todo, fundada en la relación amigo-enemigo como su criterio definitorio, plástico y descriptivo, ajena en principio a toda identificación ontológica, no escapa a la sustancialidad que le impregnará la realidad histórica. En este sentido, por más que la relación amigo-enemigo pueda surgir en cualquier ámbito humano y la decisión sólo sea la muestra del auténtico detentor de la soberanía y resultado de la facticidad, lo cierto es que esta relación amigo-enemigo acaba en una visión política identitaria, sustentada además por el dictum del poder político en la arbitrariedad de la decisión soberana. Así, el enemigo, extraño a toda comprensión normativa según Schmitt, acaba siendo identificado a través de la decisión política, de “la resolución soberana” (). Es ella la que establece el criterio fundamental para la constitución de la unidad política al determinar quién es el amigo y el enemigo (). Sin embargo, esa decisión es la acompañante de un fondo social comunitario, de un intento por definir la unidad política a través de una realidad existencial homogénea que es la identidad del pueblo (Schmitt, ; ). El pueblo emerge como el modo de ser concreto de la unidad política, aquel que le permite a esta disfrutar de una identidad y voluntad concretas, siendo identificado con el poder constituyente, el detentor de la soberanía que dota de legitimidad a la constitución bajo una igualdad sustantiva (Schmitt, ; ). Un pueblo, bajo su perspectiva, “indivisible, homogéneo, total y uniforme” (), que es prerrequisito para hacer efectiva esa igualdad de la unidad política.
La evolución del pensamiento de Schmitt hacia lo que denomina “el pensamiento del orden concreto” será un paso más en su obra de esta sustancialización de la política a través de la particularidad, del sustrato profundo comunitario, del nomos , en su caso alemán, como fundamento desde el que opera tanto el normativismo como el decisionismo (). Este modo de pensar trata de fundamentar jurídicamente la especificidad del “espíritu del pueblo alemán”, el cual en su singularidad diferencial se caracteriza por expresarse genuinamente a través de este pensamiento frente a los que disponen otros “pueblos” o “razas” (). Según Schmitt, aun cuando el despliegue de la modernidad desplazó parcialmente el pensamiento del orden concreto en Alemania, primero por el decisionismo salido de Hobbes y después por el normativismo liberal (), como modos extranjerizantes, consiguió mantenerse presente como expresión específica del pensar jurídico del espíritu germano (). Lo que caracteriza al pensamiento del orden es que el modo normativo de pensar y el decisionista van a quedar determinados por él: la norma no va a ser un “deber ser abstracto, sino expresión de un orden” (), el del orden que surge del nomos alemán; mientras que el decisionismo ahora no va a ser un simple poder desnudo, una mera voluntad de poder, pues va a derivar de la necesidad de proteger ese orden o restaurarlo. El decisionismo será garante de esa esencia que singulariza el orden alemán. El derecho se enraíza, se comprende al partir de esta visión siempre “situado” y no abstractamente.
Ahora podemos comprender por qué hemos dicho que la relación amigo-enemigo acaba fundada en una identidad existencial que, a su vez, es protegida por la instancia de decisión soberana. El pueblo, expresión de la sustancia nacional, encarnación de su espíritu, se vuelve el nosotros diferenciado del ellos, de los extraños: los enemigos. Sin embargo, como esa esencia identitaria de lo alemán en la facticidad no puede definirse autónomamente y de manera espontánea, como la igualdad sustantiva de los miembros de la comunidad política nunca es una verdad histórica dada por más que lo pretenda el Schmitt de aquel tiempo, sólo queda el recurso violento de fijarla al partir de la decisión autoritaria (). Esto es, aquella decisión que permite identificar al enemigo frente a la comunidad política de los amigos. Sin enemigo no habría amigo; sin el extraño, no habría esa comunidad de los iguales sustentada en la homogeneidad que encarna el pueblo. De este modo, las diferencias se acaban acentuando entre el pueblo, encarnación de la unidad política, y sus enemigos; intensificándose así la hostilidad hacia los otros al mismo tiempo que la identidad del nosotros y la del ellos se afirman retroalimentándose. La igualdad de los amigos sólo opera a través de la diferencia respecto a los enemigos; el supuesto sustrato que atraviesa a los miembros del pueblo no es una condición autónoma ni una esencia, sino, en realidad, una vinculación heterónoma a la comunidad: lo que los dota de una identidad es su condición distintiva con respecto a los que no son ellos, y que los lleva a mantener una hostilidad ante esos extraños que acaba aglutinándolos de manera más estrecha según aumenta la enemistad.
La visión sobre lo político de Schmitt es, así, una política de la enemistad asentada sobre la hostilidad. Esto es así en la medida que sólo puede concebir al nosotros al partir de un antagonismo radical con los extraños. Desde su perspectiva “no existirán comunidades políticas que carezcan de enemigos y, en consecuencia, tampoco habrá comunidad alguna que pueda vivir en paz por el sólo hecho de que sus intenciones sean buenas” (). El enemigo se vuelve constitutivo de la identidad de cualquier unidad política y, de esta manera, de lo político. Por más que nos señale el supuesto de una sustancialidad identitaria del demos ya dada, heredada por la historia, no tiene más remedio que custodiarla, incluso configurarla, al partir de una decisión política que la estimule en la enemistad. Schmitt, con su teoría, no sólo convierte al soberano en el pastor guardián de una supuesta alemanidad sustancial, sino en el productor de ella mediante la necesidad de un enemigo.
3. Rorty: la política como solidaridad y confraternización con el extraño
La tarea fundamental del proyecto político rortyano es conseguir reducir el sufrimiento humano, aumentando para ello la solidaridad entre los individuos, y sin que ello suponga una merma de nuestro proyecto de vida particular y crecimiento personal (). Ciertamente un objetivo complicado el tratar de aunar lo que podríamos denominar la autonomía pública, el proyecto de la emancipación humana, con la autonomía personal; conseguir conciliar la actitud egoísta y privada de autodesarrollo individual con la pasión política de solidarizarse con los demás en el ámbito público (.; ). Para ello, no tendrá más remedio que situarse en una óptica utópica e ideal, plasmada en la comunidad de los ironistas liberales, la cual le permite plantear su propuesta como un horizonte al que aspirar. En ella se consiguen articular ambas ambiciones, desarrollo personal y solidaridad, paradójicamente a través de una separación clara entre el espacio privado y el público. Nuestros sueños personales e ideas particulares sobre el bien no deben salirse de la esfera privada, mientras que el ámbito público no debiera interferir en el autodesarrollo de los individuos en su espacio privado. Con ello parecería que se pretende huir de todos aquellos proyectos de totalización política del siglo pasado que, como pudo ser el de Schmitt, acabaron minando la autonomía del individuo.
Y, sin embargo, las tensiones entre ambos dominios acabarían siendo, si no salvados, apaciguados a través de una dialéctica por la cual el desarrollo de nuestra sensibilidad individual y de la capacidad de autodescribirnos repercute en una esfera pública que necesita de nuevos léxicos y nuevas formas de entendimiento entre los sujetos que componen esta comunidad liberal. Desde su concepción progresiva de la moral se guarda la esperanza de que, paulatinamente, nos vayamos aproximando a esa comunidad ideal cada vez más solidaria y en la que, a su vez, los sujetos puedan llevar a cabo sus sueños particulares en la esfera privada.
A pesar de que esta concepción pueda recordamos al espíritu ilustrado de la modernidad y del liberalismo clásico, posee su singularidad. Rorty es deudor de esta tradición; sin embargo, a diferencia de contemporáneos suyos como Habermas (), va a rechazar de ella su episteme racionalista y universalista (). También rechazará la tradición filosófica que desde Platón ha tratado de buscar una filosofía primera o esencia supratemporales (); en cambio, abogará por una verdad contextual y contingente, producto de la historicidad (). Rorty se afilia aquí al segundo Wittgenstein y a lo que ha denominado el giro lingüístico (), así como a la tradición del pragmatismo. Esta corriente, asentada en William James, Ch. S. Pierce o John Dewey, señala, siendo muy sintéticos, que la verdad solo puede juzgarse por sus efectos prácticos; la verdad es aquello que es funcional, pues no existe algo así como un conocimiento objetivo.
Podríamos señalar que el proyecto político de Rorty es moderno al tratar de salvaguardar los ideales de emancipación humana deudores de la Ilustración. Igualmente es moderno al nutrirse del liberalismo clásico en la medida que salvaguarda el ámbito privado del sujeto de las interferencias sociales nocivas, tal como sería la versión de Stuart Mill, y, bebiendo en cierta medida de Bentham, aspira a lograr la máxima felicidad para los individuos. Sin embargo, su epistemología será posmoderna, aunque se nutra del pragmatismo. Esto va a suponer, entre otras secuelas, que no sustente la democracia en la justificación racional, en unos criterios de verdad universales, sino en la tradición, en los léxicos y en las formas de vida de una comunidad concreta, pero abierta y contingente (). La labor de los filósofos no sería efectuar sesudas justificaciones racionales en torno a la democracia, sino la de producir narraciones que hagan del sistema democrático una cuestión atractiva para las personas (). No es la mera racionalidad ni la apelación al universalismo, sino la persuasión y la retórica los instrumentos para atraer a más culturas o personas diferentes al nosotros liberal. Así, las novelas, los reportajes periodísticos, el cine… se hacen primordiales para una comunidad política que trata de autodescribirse (); desde luego, más importantes que los intentos por dotar de una fundamentación racional a la asociación política de corte democrático.
El objetivo de su democracia, como se ha dicho más arriba, es reducir la crueldad en el mundo, aspirar a una sociedad mejor, más inclusiva. Y para ello van a ser fundamentales las instituciones liberal-democráticas. Por ello, va a ser contrario no sólo a las visiones totalizantes y revolucionarias, abogando por el reformismo, sino de igual modo a los planteamientos que, como los de Foucault, ven en las instituciones generadas en el despliegue de la modernidad una coacción para el sujeto (). La política rortyana es una apuesta por las reformas a corto plazo, por el compromiso y el diálogo entre personas ancladas a una cultura liberal-democrática. Censuradas las justificaciones racionales, así como cualquier esencialismo, la asociación política democrática surge del sentimiento común de todos los ciudadanos liberales de sentir rechazo ante la crueldad (). Lo que nos une a nuestros semejantes no es el compartir el ser hijos de Dios, la razón o una naturaleza humana, sino sólo “la capacidad de sentir compasión con el sufrimiento por los demás” (). Y, como se dice, este sentimiento no debe entenderse a la manera de un “dato natural”, de un atributo universal e innato en los sujetos. Por el contrario, ha de comprenderse como resultado de un largo aprendizaje histórico, como el producto del carácter contingente de los léxicos morales y políticos de las sociedades occidentales, las cuales han ido ampliando paulatinamente el nosotros frente al ellos (). Aun cuando existan diferencias culturales, étnicas, de clase…, a pesar de su pluralismo, para Rorty, Occidente ha conseguido ir identificando cada vez a más personas como “uno de los nuestros” (). La solidaridad, asociada a estos supuestos de integración, es aquí presentada como una creación sociocultural surgida en el seno del desarrollo histórico y no como una propiedad innata al hombre y atemporal. La solidaridad es para Rorty “la capacidad imaginativa de ver a los extraños como compañeros de sufrimiento (…), es el reconocimiento de que las diferencias con otras personas son menos importantes que el deseo de evitar el dolor y el sufrimiento” (). La teoría política del norteamericano se funda en el aprendizaje social de ir ampliando el número de semejantes que, como nosotros, puedan llegar a sufrir. Intentar reducir el sufrimiento se convierte en la obligación moral de todo ciudadano de una comunidad liberal. Esta no necesita fundarse en un otro antagónico al nosotros, pues lo que pretende es ver a los extraños como futuros semejantes. Tampoco pretende ser heredera de algo así como una substancia eterna, que nosotros debemos preservar ahondando y guardando nuestra identidad. De manera distinta, la comunidad liberal, ciertamente para Rorty, se encuentra entroncada en una cultura y una tradición, pero no fosilizada, pues se constituye en la contingencia y en la apertura al devenir histórico.
4. Tensiones entre las posiciones políticas de Rorty y de Schmitt
A pesar de la distancia temporal entre el alemán y Rorty, podemos observar una línea teórica que iría de Kelsen —contemporáneo del propio Schmitt— a Rorty pasando por Rawls en la travesía liberal a la posmodernidad (). Así, como continuidad de Kelsen, Rorty también se sitúa en las antípodas del pensamiento schmittiano, aunque, evidentemente, en algunos puntos concuerden. Con respecto a estas coincidencias, tanto Schmitt como Rorty parten de cierto historicismo cultural y social que los aleja de las visiones universales que nos plantean una descriptiva social y un individuo desenraizados y abstractos. Sin embargo, las secuelas son diferentes. Mientras que el antiuniversalismo de Schmitt se funda en la particularidad del pueblo alemán, basada en la propiedad de una identidad sustantiva que lo diferencia de otras comunidades nacionales, para el caso de Rorty se reconoce asimismo la singularidad de la comunidad liberal como un producto occidental hecho por la historia, pero que, sin embargo, no posee una esencia inmutable. De manera distinta, es una comunidad abierta a nuevas autodescripciones y formas expresivas, contingente, y que, desde luego, no posee una naturaleza última. Lo único que exige la asociación liberal a sus miembros y futuros candidatos para el ámbito público es la conciencia de la necesidad de paliar el sufrimiento.
Las secuelas políticas derivadas de esto son importantes. Más allá de que la política de Rorty sea democrático-liberal y la de Schmitt autoritaria o democrático-plebiscitaria, la política del pensador alemán se enfoca en el custodio de la alemanidad, de su esencia, para lo cual, si es necesario, por protegerla, se apela a la lucha frente al otro, que puede ponerla en tela de juicio, y a la decisión en forma de dictadura (); en cambio, en el estadounidense, la política se basa no en mantener una supuesta esencia que habría que resguardar, sino en tratar de aumentar el número de personas que podrían formar parte de una comunidad virtuosa que trate de reducir el sufrimiento. Su comunidad es un constructo posmoderno y no tanto una esencia que preservar. En este sentido, la concepción del norteamericano tiende a la universalidad, pese a que ancle sus valores en el Occidente progresista, al tratar de aumentar el número de ironistas-liberales; se pretende convencer al mayor número de personas sobre lo mucho que nos une la lucha por la solidaridad. Aquí no hay un cierre de la comunidad en sí misma, sino que se efectúa una invitación a formar parte de ella a los diferentes. Si la política de Schmitt se expresa en la generación de trincheras antagónicas para así reforzar el nosotros mediante la demarcación clara del ellos, para Rorty se trata de sobrepasarlas, de intentar mediar con los otros, por muy diferentes que sean, a través del diálogo siempre que se pueda, y ver cómo nos aglutina el tratar de acabar con las injusticias. La irrupción del extraño no se concibe en términos de amenaza para la comunidad, sino, en todo caso, como un desafío al que responder mediante la persuasión y la capacidad de ponerse en el lugar del distinto. No se trataría de renunciar a las virtudes de la cultura occidental propias de la comunidad liberal, sino más bien de intentar convencer a los diferentes de los valores que detenta e invitarlos a formar parte de ella. Pese a las diferencias con otras culturas, se debe buscar lo que nos une con los extraños. Ello es factible en la medida que, si bajo su perspectiva todas las culturas albergan el sentimiento de injusticia de los sometidos (), se podría llegar a una comprensión mutua entre unos y otros, entre occidentales y otras culturas, a través de lo que, por ejemplo, en Rawls sería el overlapping consensus ().
La cuestión es que hay ocasiones en que ese suelo mínimo para el encuentro dialogado entre los diferentes no existe. Al no haber en la visión de Rorty un fundamento que apele a la racionalidad dirimiendo las controversias, la idea de “la fuerza del mejor argumento” o una “situación ideal del habla” a lo , ni tampoco una situación abstracta como la “posición original” en , los intentos de persuasión con los muy diferentes pueden acabar fallidos. El diálogo queda bloqueado. No se puede alcanzar una resolución ante las diferencias de criterio. De esta manera, el filósofo norteamericano podría pertenecer a lo que, basándose en Donoso Cortés, Schmitt denominaría “la clase discutidora” (). Esto es, aquella concepción burguesa por la que se dialoga eternamente sin poder concluir las tensiones, tratando de evitar la decisión en términos schmittianos. Por más que Rorty confíe en los puntos en común que guardan las diferentes culturas y en la persuasión para construir acuerdos —y aunque de todos modos reconozca la imposibilidad del diálogo en algunas circunstancias—, la decisión, que implica violencia e imposición sobre los otros, es descartada. A diferencia de Schmitt, Rorty no puede abogar desde su edificio teórico por una resolución decisiva. En la medida que la decisión como resolución a las tensiones supone violencia sobre el otro —convirtiéndose el otro en un enemigo al que incluso se le puede dar muerte—, queda descartada esta posibilidad. El distinto no debería convertirse en un enemigo con el que luchar o, por lo menos, habría que evitarlo, pues sería ahondar en lo que todo buen liberal en su faceta pública quiere evitar: hacer daño. Aquí la moral acaba supeditando a la eficacia política. El conflicto es negado o ignorado por la voluntad de convivencia.
Detrás de estas visiones se esconde una diferencia de juicio sobre la naturaleza humana. El jurista alemán piensa que el auténtico pensamiento político es aquel que sospecha del hombre; que considera que “el hombre es malo” y, en consecuencia, “peligroso” (). Schmitt se reivindica deudor de una tradición que, enfrentada al liberalismo y al anarquismo —los cuales consideran al hombre como esencialmente bueno ()—, emparenta con nombres como Maquiavelo, Bossuet, De Maistre o Donoso Cortés. Su reflexión pretende no llevarse a engaños sobre el hombre y acaba asociando el pensar de lo político exclusivamente a este pesimismo sobre la antropología humana. Las visiones que no tienen en cuenta esta condición del hombre, como las del liberalismo, acaban, a su parecer, negando al Estado, la política y situándose en un universalismo y moralismo vacíos. Rorty, como buen liberal y deudor de la pedagogía de Dewey, pero con su estilo característico, es en este sentido contrario a la postura de Schmitt. Nada más lejano de su perspectiva que la de Donoso Cortés, quien, reivindicado otra vez por Schmitt, señala que “el reptil que piso con mis pies sería a mis ojos menos despreciable que el hombre” (). En Rorty, la capacidad del ser humano de generar crueldad es reconocida; pero igualmente y con más énfasis el deseo por paliarlo. Ciertamente, la capacidad de sentir por los demás es para él un constructo social y no algo innato a la naturaleza de los individuos, pero eso no anula su confianza en que la humanidad puede desembarazarse con esfuerzo de sus desgracias y autoafirmarse en unos ideales de solidaridad, justicia y libertad ociosa.
En definitiva, como se observa, ambos encarnan dos tradiciones muy diferentes en el pensar político. Por un lado, la del liberalismo progresista y, por el otro, la del realismo político de corte reaccionario. Por ello sus diferencias sobre lo político son sustanciales: la apuesta de uno por una política que aspire a la conciliación y la necesidad del otro de una política basada en la enemistad.
5. Observaciones finales para una lectura del presente
Como hemos señalado, pese a la distancia temporal, pese a la pluralidad existente en los dos paradigmas que representan, Schmitt puede ser situado en condiciones de diálogo con Rorty. Así lo hemos hecho, tratando de mostrar las tensiones que albergan sus dos posturas. La obra de Schmitt encuentra además en el presente una gran vigencia. A este respecto pensemos en derivaciones teóricas suyas, como las que hace unas décadas encarnó el conservador o, desde una óptica de izquierdas, la más reciente obra de Chantal Mouffe en alguno de sus aspectos (Mouffe, ; ). De este modo, la obra del alemán encuentra arraigo tanto en la teoría política progresista como en la teoría política conservadora. Es más, muchos de los populismos actuales, sean de carácter reaccionario o emancipador, pueden ser comprendidos desde su mirada. Todo ello sumado también a la vigencia que encuentra su obra en el contexto internacional ante el auge de potencias como China o Rusia.
En el caso del norteamericano, su obra ha casado mejor con la posmodernidad liberal que encuentra su punto más álgido en la década de los noventa del siglo pasado. La política rortyana encuentra sentido en el escenario de un capitalismo que se identifica con la democracia liberal y con la cultura posmoderna. La política de confraternización liberal de constituir una convivencia política entre los distintos sin inmiscuirse en los asuntos privados, al igual que el último Rawls, se volvió muestra de esa hegemonía liberal en el espíritu normativo de un mundo que pretendía ser sólo uno bajo el paraguas americano, manteniendo el pluralismo. Ahora bien, cuando ese orden global entra en crisis o, por lo menos, es desafiado, el conflicto aparece con una alta intensidad. La fórmula democracia liberal más libre mercado, de la cual Fukuyama fue uno de sus máximos abanderados con su “final de la historia” (), se va desmoronando en pro de cierto autoritarismo político y proteccionismo económico. Es aquí donde las premisas de Schmitt están de actualidad al situarse la política como esfera determinante sobre otras como la economía o la moral. Probablemente nunca haya dejado de serlo, pero bajo el dominio de una superpotencia que, al no tener oposición y configurar el mundo a su antojo, ha permitido que la moral o la economía parezcan las más decisivas escondiéndose detrás de ellas.
De todos modos, el despliegue del capitalismo, comprendido ya no sólo como un sistema de ganancia, sino como un sistema de mero control (; ), no sólo pone en tela de juicio algunas visiones de Rorty, pues también afecta a la centralidad del aparato estatal por el que Schmitt tanto abogaba. Concretamente, la posición de Rorty sobre la separación fundamental entre esfera pública y privada, sobre las dimensiones diferentes del sujeto, se ve sacrificada en la facticidad por las condiciones del capitalismo. Así, los dispositivos de control y de dominio del capitalismo posmoderno tienden a borrar esa diferenciación de ámbitos (); el sujeto no encuentra en su espacio interior el lugar donde poder salvaguardar su singularidad y autonomía. Las redes de control y producción de subjetividad, impregnando los ámbitos más íntimos y privados del sujeto, modelan su condición autodeterminativa (; ). El espacio privado queda resguardado de las intromisiones para el desarrollo libre de la subjetividad desde una mirada formal; sin embargo, materialmente es atravesado por todos los dispositivos de dominio. El deseo de Schmitt por el que el Leviatán debiera haber impedido la libertad interior de creencia, la cual supuso a sus ojos el coladero por donde los poderes privados fueron destruyéndolo hasta mutarlo en la forma Estado neutral (), y que intento ser corregido mediante los Estados totalitarios, se ve ahora materializado, pero por el dominio económico. La distinción entre interior y exterior, entre público y privado, acaba siendo barrida no por un poder político soberano, sino por un dominio impersonal asociado al estadio del capitalismo vigente. Como decíamos antes, la capacidad de los dispositivos capitalistas de disciplinar la subjetividad a través de los nuevos dispositivos tecnológicos, de moldear las mentes, permite que, pese a la supuesta autonomía y autodeterminación del individuo que afirman los liberales, el dominio económico no solo imponga sus designios en el espacio público, sino en la conciencia de los sujetos. Lo que el Leviatán, el Estado westfaliano, no pudo lograr parece ser alcanzado ahora por las estructuras de control capitalista. Ellas son las que actualmente producen la creencia interna de los individuos, configurando un poder que penetra en lo más profundo del sujeto.
En todo caso, el espíritu del pensar de Rorty puede situarse hoy como un ideal regulativo al que aspirar. El cual, de hecho, se pretendería fomentar de manera indirecta por algunas instituciones internacionales asociadas a la ONU con su ideario liberal. La actualidad de Rorty surgiría por la urgente necesidad de entendimiento entre diferentes en un mundo global más que, desde luego, por la real implementación de su comunidad ironista-liberal en la facticidad. En cambio, la actualidad de las reflexiones schmittianas, excluyendo sus teorizaciones de época, asociadas a su significación nazi, se encuentran en numerosos aspectos de la materialidad política del presente. La crisis del imperio global posmoderno, de una única potencia dominadora, nos abre la vía a la interpretación del orden mundial bajo algunas reflexiones suyas sobre los “grandes espacios” (). También la crisis de los sistemas políticos liberales, tanto por la polarización política como por los populismos, encuentra una óptima interpretación desde su realismo político, el cual muestra como la lógica antagónica no puede ser evitada por ningún tipo de metafísica moral.
En última instancia, sus distintas posiciones se presentan aparentemente irreconciliables. La respuesta teórica de madurez a esa llaga infantil del hostigamiento comentada al inicio encuentra vías distintas en la esfera política por parte de nuestros dos autores, como hemos expuesto. Por un lado, la de observar la política desde una perspectiva moral que trata de pacificar las tensiones y buscar los acuerdos entre diferentes para lograr una mayor tolerancia. Esta concepción se traduce en una invitación a confraternizar con los extraños para evitar el sufrimiento. Por el otro, la que entiende lo político como expresión de una materialidad de lo social atravesada por la posibilidad de fuertes antagonismos y que, por lo tanto, no puede obviar la necesidad de la decisión política para resolver las tensiones. Además de comprender el antagonismo como mecanismo de configuración del nosotros comunitario. He aquí diferencias definitivas.
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DEL ÁGUILA, Rafael (1993) “El caballero pragmático: Richard Rorty o el liberalismo con rostro humano”, Isegoría, (8), 26-48. https://doi.org/10.3989/isegoria.1993.i8.295
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SCHMITT, Carl (2010) Ex captivitate salus. Experiencias de la época 1945-1947. Madrid: Trotta. https://doi.org/10.3790/978-3-428-51062-7
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Notas
[1] Recordemos cómo pone de manifiesto, mediante la denuncia de la barbarie de la guerra, la crisis de la civilización europea, la cual creía haber superado cualquier tipo de pulsión primitiva y salvaje con su desarrollo moral y técnico. Un poco más adelante, Walter Benjamin señalará, en su tesis IX sobre el concepto de historia, cómo la concepción del progreso histórico estaba definitivamente rota (). Schmitt, desde luego, no fue un observador ajeno a estos hechos.
[2] En este sentido, Schmitt, en su prólogo de 1963 para la reedición de El concepto de lo político, sostuvo el fin de la estatalidad en su sentido decimonónico. Con sus palabras: “La época de la estatalidad toca ahora su fin (…) El Estado como modelo de la unidad política, el Estado como el portador del más asombroso de todos los monopolios, el de la decisión política, esa joya de la forma europea y del racionalismo occidental, queda destronada” ().
[3] Es bajo el espíritu de una concepción posmoderna del mundo —o, por lo menos, en su vertiente epistémica— el modo en que deberíamos comprender la obra de Rorty. Si bien Rorty se sitúa políticamente en la herencia moderna de la tradición liberal y de la Ilustración, al igual que lo hacen otros autores contemporáneos suyos como Rawls y Habermas, su forma de pensar o justificar la democracia es netamente posmoderna ().
[4] En este sentido, por ejemplo, tomemos el caso del propio Schmitt. Si consideramos que, además del liberalismo, es la cosmovisión judaica la encarnación de su principal enemigo, tal y como muestra no sólo su adscripción al nazismo y su antisemitismo (), sino su impresión de que el judaísmo colaboraba en la despolitización y mina de los poderes del Estado soberano en su despliegue durante la modernidad (), vemos cómo, después de todo, el Maquiavelo de Plettenberg admira a su enemigo en su esfera privada. Así, a pesar de que, como le confiesa a Nicolaus Sombart, considere que, en su sentido gnóstico, la modernidad es el campo de batalla secreto entre las fuerzas del orden cristiano y del judaísmo disolvente de ese mismo orden (), su admiración privada por el enemigo se muestra en el hecho de que, por ejemplo, tuviera colgado en su casa de Berlín un retrato del político judío-británico Disraeli (). Para Schmitt, Disraeli pertenece a la historia del campo de sus enemigos, lo cual no quita para que valore sus altas miras políticas y, por ello, lo estime. Ello nos enseña cómo se puede admirar privadamente a quien, simultáneamente, se combate en el ámbito público.
[5] Esta concepción antagonista relacional se encuentra de manera parcial en el marxismo a ojos de Schmitt. Pensemos que la relación denominada capital, teorizada por Marx, se funda en la relación conflictiva entre la subjetividad burguesa y la proletaria. Ambas son constituidas en esa relación y tienden a la lucha entre sí por verse amenazadas mutuamente. De hecho, Schmitt pone en valor esta visión del marxismo como lucha de clases, la cual es en sí una realidad política (). Sin embargo, la pretendida cientificidad del marxismo es para el jurista alemán su debilidad como teoría política ().
[6] Con esto no queremos señalar que Schmitt no tenga una valoración distinta de la guerra civil y de la interestatal, puesto que considera mucho más terrible la primera al ser “la peor clase de guerra” (). Básicamente, lo que tratamos de decir es que, más allá de valoraciones morales, la lógica política es la misma en ambas.
[7] Para ser precisos, Schmitt define la soberanía al partir del caso límite en su conocida apertura de su Teología política: “Soberano es quien decide sobre el estado de excepción” ().
[8] Por nomos debemos pensar en “un orden concreto de vida y de comunidad”. El nomos podríamos decir que es el desarrollo natural en un espacio concreto de una comunidad orgánica, la cual estará apegada a sus formas de vida y tradiciones culturales propias, que expresan su modo de ser concreto como pueblo singular. Después de la guerra, Schmitt seguirá manteniendo estas posiciones, sólo que desplazará el nomos de la especificidad alemana a la del espacio europeo (), presentándose además a sí mismo como el último representante y guardián del ius publicum Europaeum ().
[9] Von Krockow señala cómo la “dictadura decisionista” es la derivada lógica del pensamiento del orden concreto. Además, expone de qué modo el pensamiento del orden concreto, el cual pretendía superar al mismo decisionismo, acaba desbordado por la misma decisión (). No sería la decisión la que dependería de la sustancia de la alemanidad, sino que es el orden concreto alemán el que se sostiene por la solución autoritaria-decisionista.
[10] En cuanto a la cuestión del pragmatismo, puede resultar interesante el capítulo de José Luis Villacañas a propósito de esta corriente ().
[11] Rorty, como él mismo reconoce (), extrae esta máxima de la pensadora liberal Judith Shklar. Según esta pensadora, una de las convicciones fundamentales de cierto liberalismo es la convicción de que crueldad es un “mal absoluto” ().
[12] Podría resultar interesante introducir, para próximas intervenciones, a Leo Strauss como figura intermediadora entre ambos. Al fin y a la postre, Strauss fue profesor del joven Rorty e interlocutor de Schmitt sobre su concepto de lo político. En algunos de sus aspectos teóricos podría ser un mediador político entre ambos teóricos al situarse su obra en un liberalismo conservador que podría mediar entre un liberalismo progresista, como el de Rorty, y un autoritarismo político-conservador, como el de Schmitt.