I. A modo de introducción: la visión de Concepción Arenal sobre los cuidados que se dispensaban a los locos en el siglo XIX.
“Otra clase de infelices, los dementes, han sido también víctimas de preocupaciones fatales; en sus crueles torturas, como en todos los grandes dolores de la humanidad, la ignorancia puede reclamar su desdichada parte. El plan curativo de la enajenación mental partía de este principio: El loco por la pena es cuerdo, y la práctica correspondía perfectamente a esta horrible teoría. El mísero demente era conducido a un hospital, donde le esperaban una jaula, el palo, la correa, el hierro y el aislamiento, que basta por sí solo para privar de razón a los que la tienen más cabal. Si la locura no se consideraba como un crimen, se trataba como tal, dejando su castigo a discreción de hombres brutales y desalmados. Ni los cabos de vara en presidio, ni los domadores de fieras, pueden darnos idea de lo que era un loquero. Armado con el duro látigo y con un corazón más duro todavía, arrojaba a sus víctimas la comida entre imprecaciones y golpes. Perverso o inexorable, podía ejercer las mayores crueldades impunemente; los que habían de quejarse estaban locos: la persona más cabal perdería la razón, si recibiera el tratamiento que se daba en España a los dementes. Y esto no sucedía allá en tiempos bárbaros, sino en el siglo XIX; y los que no somos muy viejos, hemos podido ser testigos de escenas horribles, cuyo solo recuerdo estremece e indigna; de crímenes sin nombre y de tal género, que no pueden escribirse sin faltar a la decencia y al pudor”.
Continuaba Concepción Arenal diciendo: “Solía haber en los hospitales un departamento para los dementes, y en algunas poblaciones casas exclusivamente destinadas a recibir a estos desdichados; pero, de cualquier modo que fuese, el método curativo era el mismo, y el temor el único medio que se empleaba para volverlos a la razón. Demás está decir que no la recobraba ninguno. El monomaniaco se volvía loco, el loco tranquilo se hacía furioso, el furioso sucumbía: dichoso al menos si sucumbía pronto. La sala de cirugía en un hospital, el cementerio en tiempo de epidemia, el campo de batalla después de una lucha en que no se da cuartel, no son espectáculos horribles si se los compara al que presentaba el departamento de locos en un hospital destinado a recibirlos. Aquellas jaulas inmundas; aquellos lechos de paja medio podrida; aquellos hombres demacrados y desnudos; aquellas voces desacordes, expresión terrible de un dolor sin nombre; aquellas miradas siniestras, extraviadas, irresistibles, abrasadas con el fuego de un delirio crónico, que hacen clavar los ojos en tierra o volverlos al cielo pidiendo misericordia para el que así mira; aquellas manos débiles y amenazadoras al través de la dura reja; aquel terror a la vista del carcelero, que hace huir a los míseros reclusos al fondo de su estrecha prisión…”.
II. Los orígenes de la atención hospitalaria de los locos en España.
Prescindimos, pues no viene al caso, de antecedentes más remotos sobre el tratamiento de la locura en España –especialmente la referida al mundo árabe que fue la más avanzada, con el Maristán Nazarí y el Hospital de Moriscos en Granada-, y nos fijamos en el que se considera el precedente “más cercano” a nuestros actuales establecimientos psiquiátricos, nos referimos al “Hospital de los Inocentes” de Valencia, primer sanatorio psiquiátrico existente en el mundo, fundado por Gilabert Jofré en 1409.
En cuanto al nombre que recibió el hospital valenciano, señala VENTOSA ESQUINALDO que “En este periodo todas las instituciones dedicadas a enfermos mentales se llamaban de inocentes, nombre con que la Iglesia designa y celebra el sacrificio de aquellos menores de edad que sufrieron la muerte por el Rey Herodes. Por analogía eran inocentes los enfermos mentales, ya que habían perdido la luz de la razón, y Casa de Locos, Casa de Orates, Casa de Inocentes eran llamados los hospitales fundados para estos enfermos. El nombre de inocentes tiene un sentido protector del enfermo mental, que sólo el cristianismo supo valorar en toda su amplitud. El concepto romano de locas, furiosas, mentecatas, encajaba en su criterio de clasificación con relación a los actos de la vida jurídica. El concepto posterior de orates, endemoniados y posesos, entrañaba exclusivamente un sentido de peligrosidad y de perjuicio. El sentido inocente expresa mejor la idea caritativa de protección y amparo, con una comprensión más adecuada y justa de lo que es la enfermedad mental”.
El Hospital valenciano se creó no sólo con la finalidad de dar tratamiento a los dementes, sino también de evitar problemas de orden público, y así se pone de manifiesto en el Privilegio otorgado por el Rey Martín el Humano en marzo de 1410, fundacional del Hospital, en el que se decía: “En nombre y gracia de la Santa Trinidad: por ser obra de misericordia y muy pía atender a los que tienen de ello necesidad, y más aún si es mental, por debilidad, del juicio o discreción, por ignoscencia, locura u oradura, ya que estos seres ni pueden ni saben subvenir a su vida aunque sean robustos y fuertes en su cuerpo, pues están constituidos en tal ignoscencia, locura u oradura, su libre trato con las gentes origina daños, peligros y otros inconvenientes”. Esta orientación a evitar los problemas de orden público es lo que justifica que este Hospital haya sido caracterizado como de “recogida de locos”.
El Hospital no dispensaba un tratamiento como tal (por más que se procuraba estuvieran ocupados los locos, pero no tanto como terapia sino como virtud contraria a la ociosidad) tratándose más bien de un lugar de amparo en el que se ingresaba más por pobre que por loco, pues el establecimiento era concreción para los dementes del espíritu caritativo que con carácter general se extendía a todos los menesterosos. Más, desde luego, acogía también a los furiosos a los que destinaba una sección especial en la que los collares, cadenas, argollas, bozales de hierro…, estaban presentes (donde se manifestaba lo que más atrás se apuntó: la contribución del Hospital al mantenimiento del orden público). Asimismo, se daba acogimiento a los que realizaban algún hecho penal -furiosos o no- como lugar de encierro al que debían someterse los locos ante la inexistencia de responsabilidad criminal por su demencia. En efecto, en los Fueron otorgados a Valencia por Jaime I (1261) se incluía la siguiente cláusula: “Lo que […] un furioso que carezca de cordura haga, no debe ser penalizado, pero el furioso debe ser vigilado diligente y cuidadosamente por sus familiares, o debe ser encarcelado a fin de que no pueda causar daño a nadie por su furor o por su locura”.
En el Privilegio ya citado, otorgado por Martín el Humano, se empoderaba al Hospital para que “tenga licencia y poder, para por sí o por mensajeros o ayudantes de la Casa, conducir a ella a aquel o aquellos, hombre o mujer de cualquier edad que sea, notoriamente loco u orate y por tal tenido y reputado antes públicamente”. Esta habilitación viene a clarificar la función específica que tenían los hospitales para locos en el siglo XV: hacerse cargo de lo excepcional, pues la demencia que podía disolverse en la sociedad no debía ser objeto de apartamiento (de ahí que la norma apenas acabada de reflejar aluda a los “notoriamente” locos y al reconocimiento social como tales). Ese encierro tampoco procedería en los supuestos de locos, delincuentes o no, cuando la vigilancia adecuada y diligente podía llevarse a efecto en el propio ámbito familiar.
Sobre la planta de este “hospital de locos” se terminaron unificando, en 1512, todos los hospitales entonces existentes en Valencia –excepto el lazareto-, que se organizó, tras su reconstrucción después del incendio sufrido por la institución en 1545, dividido por sexos, males y secciones-; con un edificio aparte para, precisamente, los locos, que, a su vez, estaba dividido en dos secciones: la primera para los “furiosos” y peligrosos, que generalmente estaban enclaustrados en celdas y engrilletados, y en otra sección los “pacíficos” que estaban “sueltos”. Pues bien, esta reorganización en un solo hospital de los diferentes “hospitales” existentes, se observó también en otros casos, y los locos llegaron a ocupar, generalmente, un departamento apartado. En el Hospital General de Valencia continuaron los locos hasta 1867 en que fueron trasladados al nuevo manicomio ubicado en el Convento de Jesús –desamortizado en 1835- donde permanecieron, nada menos que, hasta el último tercio del siglo XX…, en un edificio absolutamente inadecuado para las necesidades del siglo XIX e imposible para el XX.
Algún otro manicomio nació, sin embargo, como mero “departamento” de un Hospital General. Es el caso del de Zaragoza surgido en 1425 como iniciativa de la Corona, en el que existían dos lugares para los locos divididos por sexos. En este sentido señala ROYO SARRIÁ: “La fundación del Hospital de Nuestra Señora de Gracia marca el punto desde el cual los dementes dejaron de ser considerados como seres extraordinarios, y a la antigua apreciación de considerarlos como poseídos del demonio, o como abortos de la Naturaleza, sigue la de considerarlos como enfermos, tanto que eran asilados junto a los mismos enfermos comunes”.
El Hospital de Orates de Valladolid (1489) es otro de los referentes históricos de los establecimientos de recogida de locos en España. Se trataba de un establecimiento de misericordia, donde se acogía a los pobres del territorio que abarcaba el Hospital (contribuyente al patrimonio del fundador), pero también “de pago” (alimentistas) que en caso de escasez de plazas tenían prioridad frente a los anteriores. En cuanto al tratamiento, no existía previsión alguna en el acta fundacional más allá de disponer que los locos, cuyo estado lo permitiera, trabajasen.
Deben mencionarse también otros hospitales cuya fundación corrió a cargo de un particular, como fueron los casos de “San Cosme y San Damián” (Casa de locos) de Sevilla, cuya andadura seguramente ocurrió en 1436, y tenía una peculiaridad que no hemos visto en otros casos: en la puerta del hospital figuraba un preso atado con cadenas pidiendo limosna. También deben citarse los de Valladolid (1489) y el del “Nuncio”, de Toledo, fundado en 1483.
Llama la atención que, con la excepción del de Valencia cuya iniciativa fue de un religioso, aunque los fondos los aportaron los comerciantes, estos hospitales fueran todos fundados por iniciativa “laica” –por la generosidad de uno o varios mecenas-, y que posteriormente sólo dos de ellos integraron a la jerarquía eclesiástica en su regencia (Toledo y Valladolid).
Por cierto, las apreturas económicas que pasaron algunos de estos centros dio lugar a que se les otorgara licencia para pedir limosna, siendo en este sentido muy conocida la costumbre habida en la “Casa de locos” de Sevilla de llevar a los “inocentes” por la ciudad y los pueblos cercanos a mendigar, acompañados de un vigilante (o hermano ermitaño).
Más allá de la reivindicación de alguno de estos hospitales como lugares “adelantados” históricamente en el tratamiento de locos, lo cierto es que, al menos alguno de ellos, sirvió más como lugar de reclusión que otra cosa. Así ocurrió con el de Sevilla -donde si no hubo en algunas ocasiones para alimentarse mucho menos existió para tratamientos-, o con el “Nuncio”.
En todo caso debe señalarse que la multiplicación de hospitales de locos (exclusivamente dedicados o no a estos enfermos) corrió pareja a una medicina muy evolucionada para la época en relación con la que se practicaba en Europa, lo que seguramente fue consecuencia del estrecho contacto de castellanos y aragoneses con el mundo árabe, así como de las influencias recibidas de las incipientes universidades. Así, aunque en este caso no por contagio árabe, fueron habituales las disecciones de cadáveres en Aragón ya en el último tercio del siglo XV (Privilegio Perpetuo del Rey Don Fernando de Aragón de 28 de enero de 1488, concedido a la Cofradía de San Cosme y San Damián de médicos y cirujanos de Zaragoza), y es también en ese reino donde se realizaron, en el siglo XVI y con ocasión de la peste que se desató en el territorio (1564), importantes estudios epidemiológicos y de anatomía patológica sobre la base de decenas de disecciones realizadas por el médico Juan Tomás Porcell; asimismo se trata de un castellano quien edita uno de los primeros libro de anatomía: (Andrés Laguna, 1535, París, quien también se enfrentó a la peste en Francia y a quien la práctica clínica le comenzó a alejar de Galeno) que antecedió a , obra capital en el desarrollo de la anatomía.
III. La justificación ética de la dedicación a la beneficencia.
La vinculación de la iglesia a la beneficencia es indudable, y ello se hacía con una cosmovisión en la que los “pobres”, categoría que acogía, o podía hacerlo, a una masa muy dispar de personas y que era sinónima de “necesitados”, incluía a los pobres en sentido estricto, a los enfermos, los desvalidos, dementes, leprosos, etc. La íntima vinculación de la iglesia a ese universo le dotó, paradójicamente, de un gran poder que la permitió atesorar un gran patrimonio como “gestores de pobreza”.
En efecto, CAVILLAC, refiriéndose a la Edad Media, significa que “[E]l problema de la mendicidad se conceptuaba exclusivamente en términos éticos. Lejos de aparecer como una lacra social, la pobreza era una gracia divina, pues permitía, además, que el rico se salvara merced al poder purificador de la limosna. En la práctica, tan necesarios venían a ser los indigentes como los poderosos”. Ricos y pobres se hallaban, así, unidos en la misericordia que santificaba a ambos, y es en este sentido en el que BUOMPADRE dice: “Los pobres contaban con la caridad de otras personas que seguían las doctrinas vigentes de la limosna entendida como un intercambio y un contrato según la predicación del fraile dominico Giordano da Rivalto (Pisa, 1260-1311): ‘a cambio de los bienes temporales, el mendicante ofrece a su benefactor la oración, y tiene el deber de mantener los términos del contrato”.. Ello, desde luego, no excluía, que los pobres, por su vestimenta y su aspecto en general, despertaran siempre recelo y fueran personas poco de fiar, ávidas de riqueza, que tendían al delito y la traición y de las que era mejor apartarse. En todo caso, y como apunta CAVILLAC, los pobres poseían una gran capacidad subversiva impulsada por el hambre; y en estas condiciones las órdenes mendicantes, especialmente los frailes menores, cumplieron un destacado papel de agitadores al denunciar la avaricia de los ricos y la ilegitimidad de sus riquezas.
Mas ese ideal del mutuo “aprovechamiento” entre pobres y ricos, comenzó a quebrar ya a mediados del siglo XIV cuando las necesidades productivas llevaron a condenar la ociosidad. En este último sentido FOUCAULT, diría: “El Renacimiento ha despojado a la miseria de su positividad mística. Y esto por un doble movimiento de pensamiento que quita a la Pobreza su sentido absoluto y a la Caridad el valor que obtiene de esta Pobreza socorrida”. Lutero se alzó con vehemencia contra esa santificación de las obras: éstas no sirven para la santidad, no son necesarias, dijo: ¡Sola fides!; y Juan Luis VIVES reclamó un cambio frente a los falsos pobres.
Es, sin embargo, evidente que ese abandono radical de la caridad como tarea de salvación para el cristiano, no cuajó de la misma manera en la Europa protestante que en la católica, y alguno de los protagonistas de Trento lo evidenciaron con fuerza. Ese fue el caso de Domingo de Soto en la polémica entablada con Juan de Medina que tuvo como referente la llamada Ley Tavera o Ley de Pobres de 1540 (a cuya elaboración sirvió de inspiración la obra de Juan Luis Vives), de aplicación en la Corona de Castilla, con la que se pretendió el control de la mendicidad en una época de malas cosechas (y en la que se introducían las “licencias” para pedir limosna en un cierto territorio). De todas formas, ese entramado “de caridad”, a cargo generalmente de religiosos, resultó ser muy extenso, hasta el punto de que, como señala COMELLES citando a Carasa: “Aun en pueblos muy pequeños es posible ver el antiguo hospital u hospicio que acogía a los pobres y los menesterosos del lugar”. En todo caso debe tenerse en cuenta que, desde luego, ya en el siglo XVIII los “pobres” (en el sentido amplio al que nos acabamos de referir) no estaban legitimados –ni servían a otros para legitimarse-, como sí había ocurrido siglos atrás por el mero hecho de ser “pobres”, y ello a pesar de las críticas que otrora formularan Vives y otros contra semejante planteamiento, y de la legislación dictada a esos mismo efectos desde siglos antes (en realidad, la iglesia se había estado moviendo en una evidente contradicción: por una parte reivindicaba la pobreza y la caridad -que había salido muy reforzada del Concilio de Trento y que se constituía en el gran sostén ideológico y económico de aquélla- y por otra condenaba la ociosidad pero sin deslindarla de la anterior, con lo cual le daban cobertura; y contra esa ociosidad, sin embargo, que tan fuerte rémora era para el país cargaron todos los modernizadores de España, incluidos los arbitristas).
En definitiva, sobre los pobres, la caridad, la misericordia, había construido la iglesia su poder durante siglos, y también en los tiempos en que su capacidad mediadora con dios, con la penitencia como estandarte, había sido puesto en cuestión. En efecto, afirma FOUCAULT que, en el cristianismo primitivo, y tras un primer momento en el que la confesión no era un acto, sino que constituía un status –el de penitente, ordo penitentium-, otorgado por el obispo a solicitud del sujeto, por lo que la “pena” que significaba ese status era “auto infligida” -que se adquiría sin necesidad teórica de explicación de los “pecados”-, se pasó –más o menos en el siglo VI- a la penitencia “tarifada”. Se produce, pues, un cambio radical de modelo en el que el régimen de la “satisfacción” por la infracción cometida introduce un sistema en el que el acento fundamental se pone en el acto de la aceptación de la infracción y no en la sanción misma: a partir de ese momento la penitencia es la, en cada caso, precisamente fijada. Esa determinación se establece sobre criterios de proporcionalidad entre la gravedad de la infracción y la penitencia a cumplir, y se hallaba plasmada en catálogos llamados “Penitenciales”. En este sentido se constituyó en toda una referencia el llamado “Penitencial de Finiano” (muerto en el año 549): se trataba de un verdadero “código” de infracciones y sanciones. Pues bien, es evidente que en un sistema como éste el papel del “confesor” puede terminar siendo muy escaso, y el poder de la iglesia (sacerdotes y obispos) disminuir paralelamente. Ciertamente a partir del siglo XIII la iglesia recobra el mecanismo de la confesión e instituye al sacerdote como el necesario mediador para alcanzar la remisión de los pecados, lo que exige el terminar con la penitencia “tarifada” y recobrar el cumplimiento de la penitencia para la centralidad del sistema. La inmediata consecuencia del cambio de tecnología es que el hombre, el “fiel”, pierde automáticamente autonomía y pasa a una dependencia personal, del sacerdote, más acusada.
Así, esa “restauración” de la confesión que se inicia claramente en el siglo XIII y se consolida definitivamente en el XVI, tras Trento, viene a coincidir con el “siglo de oro” de la pobreza y la caridad. Dos instrumentos, confesión y caridad, que contribuirán decididamente a incrementar el poder y la riqueza de la iglesia. Sin embargo, los sujetos pasivos de los mismos sufrieron un dispar destino: para los pobres había una mayor exposición al pecado y a la penitencia, pesando más ambos instrumentos sobre ellos que sobre los ricos pues estos tenían un acceso privilegiado a dios, quien les exigía menos por su riqueza y castigaba con mayor contención. Pobreza y caridad se requerían mutuamente y sus actores podían esperar recompensa en la vida eterna, pero en la terrenal unos estaban condenados a una vida miserable y otros a santificarse por sus limosnas.
En esa dinámica los locos estaban hospiciados, los furiosos cubiertos de hierros y los más cuerdos custodiados pero sueltos, salvo los que estaban confundidos entre las procesiones de menesterosos.
IV. Locura e Ilustración.
Seguramente la visión de Concepción Arenal -formulada en el último tercio del siglo XIX- chocaba con la idea motriz de los establecimientos en los que se internaba preferentemente a los locos en el siglo XVIII –alguno de los cuales tenía sus orígenes en el siglo XV-, así como de la de otros de carácter asistencial, en los que también encontraban puesto algunos locos, lugares todos ellos que se concibieron más como lugar de apartamiento, de encierro, de discriminación, que de recuperación. En este sentido, GONZÁLEZ DURO ha afirmado: “Aquellos ilustrados, hombres de razón, discretos, desinteresados y fraternales, rechazaban todo cuanto se presentaba como necio, irracional, erróneo, supersticioso, primitivo, desordenado, estúpido o simplemente inútil. Deseaban eliminar de la circulación social a cuantos fueran idiotas, insanos, vagos, ociosos, criminales o locos, considerados como seres nocivos, como un estorbo o amenaza para el ordenado funcionamiento de una sociedad racionalmente organizada, progresiva y eficaz. Por eso contribuyeron a la segregación de los hombres socialmente envilecidos, humanamente degradados, inferiores a las bestias, víctimas de su ceguera, de sus pasiones desordenadas y de sus vicios, faltos de decencia, de público decoro y de honestidad”. En esta misma dirección añade AZTARAIN DÍEZ: “La actuación del estado absolutista durante el siglo XVIII, al igual que sucediera en Francia un siglo antes, llevó a manicomios, hospitales, casas de misericordia, cárceles y depósitos, a locos, pobres, vagabundos, mendigos, niños abandonados o ancianos sin fortuna, prostitutas, delincuentes, criminales, libertinos y otros marginales”.
Pues bien, el estado de cosas según el cual los pobres “son una bendición” ya había cambiado en la época de la Ilustración, y los pobres venían a ser una lacra que debía ser purificada no por medio de la caridad, sino por su sujeción al trabajo (aquí comienza a producirse el tránsito desde la caridad a la beneficencia pública). Debe tenerse en cuenta a este respecto que el número de mendigos llegó en algún momento hasta casi el cuarenta por ciento de la población, lo que explica la necesidad que sentían los ilustrados de encontrar un aprovechamiento social de tanto “pobre fingido”. En este sentido, relata RODRÍGUEZ MOLINA, como en Úbeda, a mitad del siglo XVIII cuando esta ciudad contaba con once mil habitantes, se censaba a cuatro mil pordioseros (no pobres, sino mendigos), es decir: casi, como decimos, el cuarenta por ciento de la población.
Había, en todo caso, que apartar de la exposición pública a los marginados, ocultarlos, y –sobre todo- evitar los posibles problemas de orden público (y de contagio de todo tipo de enfermedades) que pudieran plantear, lo que se evidenció especialmente tras el Motín de Esquilache. Por ello no fueron casuales las disposiciones de Carlos III en las que tomando como “cuestión de estado” la necesidad de controlar a pobres, vagos, ociosos, gente peligrosa (entre la que se encontraban los locos), etc., se disponía la adopción de medidas, de enérgicas medidas de orden público (jurisdiccionales, organizativas, administrativas, de salud pública…entre las que se encontraban levas para dotar de hombres al ejército y la marina), que suponían un verdadero cambio respecto de la situación anterior. Así, y en lo que ahora nos importa, los hospitales, hospicios, etc., pasarán a formar parte integrante del aparato de control estatal, inaugurándose algunos –como el de San Fernando en Madrid- y reforzando los existentes en búsqueda de hacer útiles a los “pobres” para las nuevas realidades económicas, y de ahí la disciplina en talleres u otros empeños que reasignara a los pobres para una renovada función. En este sentido CABARRÚS diría: “Por una parte tenemos caminos y canales que abrir, ríos que hacer navegables, lagunas que agotar, puertos que construir. Por otra tenemos millares dé pobres que mantener y que en efecto mantenemos. Vean qué operación tan sencilla: combine el gobierno estas necesidades, y ambas quedarán atendidas, mantenidos los pobres y ejecutadas las obras”.
Junto a medidas de carácter “estructural” como las ya indicadas que suponían un cambio en la tecnología frente a las multitudes menesterosas, equiparando el nuevo hospicio –que no en vano fue dirigido por Olavide- a las “Houses of Correction” inglesas o a las “Ras-puis” holandesas…aunque un siglo después, para educar en el trabajo, y que vinieron a ser un momentáneo epígono de las disposiciones que ya habían comenzado a dictarse mucho antes para controlar a los pobres en las Cortes de Valladolid de 1351, bajo Pedro I, se tomaron otras de índole puntual pero que ponían bien a las claras cuál era la estrategia a seguir con los “pobres”. En efecto, el nuevo Presidente del Consejo de Castilla, el Conde de Aranda, decidió la expulsión de Madrid de masas de pobres (vagabundos), de mujeres de “vida airada”, de clérigos extranjeros que habían pululado extraordinariamente, y finalmente de los ignacianos.
Al lado de lo anterior, o mejor: como consecuencia de los planteamientos de los ilustrados, se impulsó durante el siglo XVIII por los escritores al cierre de multitud de, dicho en general, “casas de caridad”, que a lo único que contribuían -se decía- era a perpetuar masas ingentes de “vagos” que ningún provecho suponían para la nación, y a su cambio por “hospitales” como el gestionado por Olavide. Se trataba, en definitiva, de redireccionar a esas multitudes improductivas y perturbadoras hacia las exigencias de la “nueva economía” (debe tenerse en cuenta que de los siete millones y medio de habitantes que tenía España en 1750, dos millones eran pobres). Todo ello suponía, en definitiva, la sustitución de toda la infraestructura que no era más que concreción del medieval concepto de “caridad” y que abarcaba una verdadera epidemia de establecimientos de muy diversa índole, por los nuevos hospicios o casas de reclusión, que, sin embargo, no se llegaron a fundar en la cantidad y calidad necesarias, por más que se crearan decenas de ellos entre los cuales destacaron el ya referido de San Fernando y el de San Antonio ambos en Madrid, los Toribios de Sevilla o San Juan Bautista en Toledo. Alguno de estos establecimientos, dice A. PONZ, como la Casa de Misericordia de Cádiz, tenía un pabellón dedicado específicamente a los locos.
Sin embargo, –a pesar de lo acabado de indicar y de lo que señalara FOUCAULT- ni en España ni en ningún otro lugar de Europa la política “asilar” alcanzó las proporciones que se lograron en la Francia del XVII y a la que se refiere este último autor. Así se termina el siglo XVIII, y comienza el XIX, con establecimientos que no eran otra cosa más que depósitos de seres humanos, ya se llamaran casas de misericordia, hospitales, asilos u hospicios, donde también se guardaba a los vagos y ociosos, y se trataba de llevarlos a disciplina, de convertirlos en algo que fuera útil a los nuevos tiempos. Es decir: se produce una culpabilización de la ociosidad, de la pobreza, que se sanciona con el trabajo (o con la expulsión de las ciudades) a través del cual se espera conseguir la reeducación (y posterior reinserción en la sociedad) de los miserables (en todos los sentidos).
A este empeño contribuyeron los “nuevos” médicos, personas de ciencias alejadas de las viejas prácticas de los vendedores ambulantes, curanderos, barberos, etc., y a quienes se les entregó no sólo el control de los hospitales sino también el de los departamentos en los que se habían dividido las ciudades, convirtiéndoles de esta manera en los regidores de la salud pública que tanto convenía para el crecimiento de la población y para tener a ésta adecuadamente preparada para incorporarse al trabajo.
En realidad, y por lo que se refiere a la política asistencial, en el siglo XVIII se llevó a cabo una “reforma de la contrarreforma”. La victoria del borbón en la Guerra de Sucesión impulsó el centralismo, los decretos de nueva planta, ..., y también el establecimiento de un control sobre la población que en lo que importa a los pobres, a los enfermos, a los locos, caminó de la mano de la medicina de la que se valió para realizar esa vigilancia de las masas de indigentes a las que nos hemos referido, y desplazar de esa tarea a la iglesia y a su “corte de los milagros”: la ciencia venía a sustituir a la superstición.
En cuanto al concreto “tratamiento” otorgado a los dementes en los lugares en que se guardaban en el siglo XVIII, era, fundamentalmente, de custodia, disciplinario. Esta idea llegaba al paroxismo en el ámbito militar, pues se partía de la idea de que la locura se correspondía con la flaqueza de espíritu, pensamiento muy propio de la esfera castrense. En este mismo sentido dice GERONA LLAMAZARES, que la enajenación en el servicio de armas se consideraba plasmación de una “debilidad moral”, “adoptándose frente a ellos [los locos] con frecuencia medidas de castigo y disciplinarias. No existiendo un verdadero tratamiento del enajenado, entre otras cosas porque en aquel entonces apenas existía y las medidas coercitivas se empleaban con asiduidad, terminando internados en calabozos de castigo, en las clínicas de presos de los hospitales militares y la minoría en los pocos manicomios existentes”. En este último sentido debe tenerse en cuenta que no se contaba con manicomios militares, por lo que si tras un período de observación (Real Orden de 12 de julio de 1800) el enfermo no “volvía a su ser” se disponía su ingreso en los hospitales de locos existentes (Real Orden de 31 de mayo de 1802), y durante el tiempo de estancia en tales establecimientos se les abonaría la cantidad que correspondiera en concepto de “retiro” (Orden Circular del Ministerio de la Guerra de 18 de Febrero de 1819, en la que se declaran los sueldos y asistencia que deben tener los oficiales, sargentos, cabos y soldados calificados de dementes). El período de observación frecuentemente se superaba en las estancias previstas para los presos en los hospitales militares (clínicas de presos), al no disponerse de salas específicas para dementes (la primera Clínica Psiquiátrica Militar no se inauguró hasta 1920 en su ubicación de Ciempozuelos).
Pero al margen del ámbito militar donde el tratamiento consistía en la ausencia de este y su sustitución por el encierro hasta que se producía el traslado hasta un manicomio civil, es lo cierto que ya desde el siglo XV, y como se indicó más atrás, algunas de las instituciones que se encargaron de custodiar a los locos aplicaron, como ocupación para los internados, el trabajo manual. Esto está comprobado que ocurría en el siglo XVIII en, por ejemplo, el Hospital de Zaragoza (y de ello se hizo eco PINEL). Mas esta afirmación debe matizarse en varios sentidos.
En primer lugar, hay que decir que, en efecto, las “Ordinaciones del hospital Real y General de Nuestra Señora de Gracia de la ciudad de Zaragoza, hechas en la visita que con autoridad y comisión de la Majestad del Rey N. S. Felipe IV (que Dios guarde) hizo el Obispo de Lérida, de su Consejo, incoada en 10 de Febrero de 1655. Y también las que con autoridad Real hizo el obispo de Albarracín, del Consejo de S. M. en la visita que hizo en 26 de junio del año 1681, Zaragoza, 1836”, disponían un trato humano para los dementes, así como que se efectuaran los necesarios esfuerzos en su curación tanto por el trabajo como por otros métodos que los médicos encargados de la misma dispusieren. Existen testimonios (entre otros de PINEL, aunque no hay certeza de que personalmente hubiera conocido el Hospital de Zaragoza) que, sin lugar a duda, establecen que los locos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza se empleaban en trabajos al exterior de la institución. Pero existen también dudas de si se trataba de terapia o, más bien, de cruel explotación de mano de obra barata. Así, se relatan jornadas agrícolas agotadoras, o participación de locos en obras públicas que la institución hospitalaria se adjudicaba dado los precios sin competencia que ofrecía al utilizar a los enajenados en su propio provecho (la explotación laboral de los locos que se ubicaban en determinadas salas del Hospital había venido siendo habitual en épocas anteriores; así, se apunta cómo durante, al menos, el siglo XVII, los locos llevaban el peso del Hospital y cómo corrían a su cargo las labores más duras en inagotables jornadas laborales “siendo considerados como mano de obra no remunerada, absolutamente dócil y no libre, siendo mal vestidos y alimentados, lo que se acusa y refleja en su elevada mortalidad, hasta un 36% de promedio en los años 1680-1694”).
De todas formas, y a pesar de lo acabado de manifestar, existen testimonios de que el trato ofrecido a los enfermos mentales era el adecuado y adelantado a la época, así FERNÁNDEZ DOCTOR y MARTÍNEZ VIDAL refieren: “[N]o debemos considerar el ‘Departamento de Dementes’ del hospital como un simple lugar de reclusión de los locos. Además, en este sentido, tenemos constancia de que en 1767 tuvo lugar un acontecimiento singular. La Sitiada decidió nombrar al Dr. Pedro Thomeo como médico especialmente encargado de la asistencia a los enfermos mentales. Los Regidores tomaron esta decisión porque los tratamientos esporádicos parecían ser infructuosos e incluso perjudiciales para la salud de los locos, y no se estaban aplicando en los enfermos de ‘manía’, ni en el ‘delirio de los furiosos’. Para remediar esta situación, se dispuso que dicho médico visitara todos los días a los dementes de ambos sexos, ‘...recentándoles lo que convenga a la curación de su locura, con orden en la Botica, para que se entreguen todos los medicamentos que este propinase a dicho fin’. También estaba encargado este médico de informar sobre los enfermos mentales que sanaban y, nos consta al respecto, que con mucha frecuencia daba ‘licencias para restituirse a su casa los curados’”.
Seguramente lo que sucedía es que existían varios niveles terapéuticos. Primero, a los locos que fueran capaces de trabajar y para atender los gastos que ocasionaban –lo que como hemos reflejado más atrás ya se había previsto en algunos de los establecimientos abiertos en el siglo XV, lo que afectaba únicamente a los locos pobres-, se les sometía a jornadas de trabajo bien en el interior bien en el exterior de la institución; trabajos que, en ocasiones, llegaban bastante más allá de la inexistente finalidad terapéutica y se convertían en abusivos y agotadores para los alienados. Sin embargo, a los “locos furiosos” (o resistentes a la disciplina o que hubiesen cometido alguna infracción) o que no fuesen susceptibles al tratamiento, a esos les esperaba la jaula, los golpes y el maltrato, tal y como exponemos más abajo de la mano de Iberti, Lejeune y Goya.
Por lo que se refiere a la psiquiatría, a la ciencia psiquiátrica, ésta no alcanzó su autonomía hasta entrado el siglo XIX, y ya no sólo en España sino ni siquiera en la Francia de Pinel (la primera cátedra de psiquiatría en España se fundó en 1843 -aunque vinculada a la medicina legal, pues como tal no se hizo hasta 1933 en Barcelona-, en Francia veinticinco años antes). Ello determinó que, durante el siglo XVIII, al menos hasta el último tercio de este, la psiquiatría siguió siendo ejercida por los “médicos generales”, que en cuanto a las afecciones de la mente seguían aferrados a los planteamientos, todo lo matizados que se pretenda, de Galeno. Así, no es hasta finales del siglo XVIII y principios del XIX cuando se comienzan, y no en España sino en Inglaterra -y hecha excepción de los planteamientos de la más tarde denominada “escuela francesa” o de lo producido en Alemania más tardíamente-, a editar las obras que comenzaron a escribir la nueva era de la psiquiatría.
La nueva “psiquiatría ilustrada” reunirá las siguientes características que sistematiza REY GONZÁLEZ: a) entendimiento de la enfermedad mental como una alteración funcional del sistema nervioso; b) metodología fundamentada en el empirismo inglés; c) orientación esencialmente clínica y terapéutica; d) concepción de la locura como pérdida de la razón impulsada por las pasiones; y, e) optimismo terapéutico que avalaba la idea de la recuperabilidad de la enfermedad.
V. El cambio en el tratamiento de la locura durante el siglo XIX.
Con carácter general, en España, se estaba lejos de recibir los ecos del cambio metodológico para el tratamiento de la locura que se había puesto en marcha en Francia de la mano de PINEL a finales del siglo XVIII. Se trató, al decir de STAGNARO quien cita a Swain y Gauchet, de poner “el acento sobre el concepto fundamental de la empresa de Pinel: cualquiera sea el grado de locura del alienado, este último no está nunca completamente ajeno a sí mismo; el paciente no adhiere jamás totalmente a su propia alienación. Es precisamente esa distancia entre el loco y su propia locura lo que hace posible en los hospicios de Bicêtre y La Salpêtriere emprender el ‘tratamiento moral’; ya que se podrá establecer con esa parte sensata del insensato el diálogo terapéutico. Mientras Michel Foucault en su Histoire de la folie à l’âge classique (1961) hace de Pinel un heredero directo de toda una tradición, Swain y Gauchet subrayan, por el contrario, el valor de ruptura teórica de su propuesta. Si bien es cierto que retirar a los locos del Hospital General para alojarlos en asilos específicos dio testimonio de una voluntad de exclusión, también debe reconocerse que ese aislamiento en las instituciones monovalentes constituyó a la locura como objeto teórico a parte entera. Y es, entonces, en ese momento, en el que el loco devino el objeto de una verdadera investigación científica que se impuso la presencia de la parte inalienable de su subjetividad”.
PORTER expone experiencias en Inglaterra, y algunas en Francia y Alemania, donde se abole la sujeción. Gardiner Hill, que introdujo la falta de sujeción en el Lincoln Asylum, en 1830, contestando a sus detractores, decía: “¿Qué tipo de tratamiento adopta usted, pues, en vez de la sujeción física? ¿Cómo prevenir los accidentes? En pocas palabras, me preguntarán cuál es el sustituto efectivo de la coerción. La respuesta puede resumirse en unas cuantas palabras, a saber: clasificación adecuada de los pacientes; asistencia y vigilancia por parte de los encargados día y noche sin cesar; afecto; ocupaciones para los pacientes; atención a su salud, limpieza, comodidad y ausencia absoluta de cualquier otro tipo de ocupación asignada al encargado. Este tratamiento, en un edificio apropiado y construido especialmente para sus propósitos, con un número suficiente de encargados fuertes y activos que siempre estén en su puesto, se estima que es el mejor para la recuperación del paciente, de modo que todos los instrumentos de coerción y tortura se vuelven en todos los casos absolutamente innecesarios”.
A España, como decimos, tardó tiempo en llegar ese aludido cambio metodológico, y tardarían todavía más en arribar los grandes principios de la Ley francesa de 30 de junio de 1838, que selló el tratamiento psiquiátrico en Francia por 150 años y que se resumen en los siguientes: “a) Creó condiciones decentes de recepción y de tratamiento para los enfermos mentales, imponiendo a cada Departamento geográfico de Francia la organización y la carga financiera de esas estructuras hospitalarias: los asilos de alienados. b) Dictaminó una serie de medidas de protección social contra los riesgos de la peligrosidad de los enfermos mentales sobre la población general. c) Reglamentó de manera precisa las circunstancias en las cuales un ciudadano podía ser encerrado en un asilo de alienados contra su voluntad, y las medidas de protección legal para la persona, tanto en lo relativo a sus bienes como a su libertad individual”.
Valorando todo lo anterior, señala CASTEL: “El nacimiento de la psiquiatría en el siglo XIX fue, sin duda alguna, una innovación considerable: la creación de una institución nueva —el manicomio—, de una legislación especial nueva, de un cuerpo de especialistas nuevos —los médicos psiquiatras—, de un nuevo estatuto del loco convertido ahora en enfermo, etc. En estas decisivas transformaciones, los historiadores de la psiquiatría suelen ver de buen grado una ‘revolución’ y el comienzo de una era radicalmente nueva. La importancia del cambio respecto a la situación anterior no debe, sin embargo, ocultar que tal cambio reconduce determinados rasgos fundamentales de dicha situación y que estas permanencias tienen, por lo menos, tanto peso como las innovaciones en la comprensión del significado del fenómeno. Así, la necesidad del ‘aislamiento terapéutico’, en cuyo nombre todo el nuevo sistema se pone en marcha, reconduce la segregación anterior de los alienados en los hospitales generales y en las prisiones; el estatuto de minoría legal del enfermo mental es homólogo al estatuto del condenado, tal como aparece en el código penal, puesto que tanto uno como el otro se ven privados de sus derechos; la tutela médica de la razón sobre la locura se ejerce con la misma buena conciencia que la tutela jurídica del juez sobre el delincuente, etc. La primera `revolución psiquiátrica´, la que se produjo en el momento de Pinel […] supone el paso de una lógica directamente represiva (salvaguarda del orden público – arresto – juicio – secuestro) a una lógica médico-humanista (interés del enfermo – aislamiento – ingreso en un establecimiento especial – tratamiento médico)”.
VI. Terapia, establecimientos psiquiátricos y sus titulares en el siglo XIX.
El retraso “teórico” de España en el tratamiento de la locura era evidente a fines del XVIII y principios del XIX. Pero al mismo hay que añadir que el siglo XIX arrancó en España con una serie de determinantes que sellaron la evolución del tratamiento a los locos en nuestro país, en cuanto que privaron de medios económicos –y durante el primer tercio del siglo, al menos, también de bastante inteligencia- al Estado e inmediatamente, por consiguiente, a los más necesitados para que se hubiera llevado a cabo, también en nuestro país, la revolución manicomial que se produjo en el siglo XIX en otras partes de Europa. Los referidos determinantes fueron los siguientes: 1º) La Guerra de la Independencia, que sobre el hecho de la des-gobernanza propia de la situación bélica que impidió el destino de los recursos necesarios para el tratamiento de los alienados, se alzaron los daños que en las batallas se causaron a las salas psiquiátricas de algunos hospitales, como sucedió con el histórico de Zaragoza que resultó totalmente destruido en el “sitio” de 1808, o en otros edificios utilizados como “dispensadores” de caridad. 2º) El reinado de Fernando VII, durante el cual la dura represión llevó a buena parte de la inteligencia –la de los afrancesados primero y la de los liberales después- a abandonar España, lo que afectó gravísimamente a las filas de los alienistas; además, no debe olvidarse que el nacimiento de la psiquiatría moderna estaba en consonancia con los ideales de la Revolución, obviamente denostados por el rey. De lo que Fernando VII representó para la psiquiatría da buena idea la indicación de REY GONZÁLEZ de que hasta 1821 la producción psiquiátrica fue prácticamente nula, y de que hasta la muerte de Fernando VII sólo se publicaron veinte artículos sobre psiquiatría en España. Es evidente que en semejantes condiciones la psiquiatría en España durante el siglo XIX sólo pudo transitar de la mano del empirismo, la buena voluntad, la habitual “excepción” española, acentuada tras “La Gloriosa” (y ahí la cita de nombres como los doctores Mata, Pi i Molist, Esquerdo o Giné i Partagás, entre otros, son obligados) … y sobre todo de la maldad en el tratamiento de los locos en los manicomios públicos -con excepciones como las de Málaga, Cádiz y alguna otra-. 3º) La independencia de las colonias americanas que provocó la suspensión definitiva de las riquezas que provenían de ellas, con la consiguiente reducción de las disponibilidades presupuestarias. 4º) Las considerables cantidades que exigieron, primero las guerras americanas hasta la independencia, y posteriormente las guerras en Cuba y Filipinas hasta 1898, y Marruecos por siempre. 5º) Las tres guerras civiles carlistas, que más allá de sembrar destrucción y muerte exigieron cuantiosísimos desembolsos al Estado. 6º) Las consecuencias de los continuados combates habidos durante todo el siglo XIX, casi perpetuados desde el mismo principio de siglo –hablando únicamente de los desarrollados en territorio peninsular-. 7º) Las desamortizaciones, consecuencia del inmenso patrimonio acumulado por la iglesia con su inteligente manejo del “más allá”. En efecto, la vinculación entre donaciones a la Iglesia y sus instituciones y apertura de las puertas del “paraíso”, llevó a muchas personas a trasladar a manos eclesiásticas buena parte del patrimonio de los particulares, generalmente tras la muerte de estos. Ello se hacía no sólo a título de “propietario” sino también de “mero administrador” (a través de figuras como la del censo), quien debía destinar las rentas de esos bienes a determinadas finalidades, en muchas ocasiones de caridad. De esta forma la iglesia, o concretas instituciones, se hicieron con un rico patrimonio que, en ocasiones, les permitió financiar holgadamente las finalidades de aquéllas.
La primera de las desamortizaciones a la que nos queremos referir fue la de Godoy, llevada a cabo a finales del siglo, en 1798. Se planteó como un intento de enjugar la cuantía de la deuda pública acumulada y el pago de los “vales reales”, y fue instrumentada a través del dictado de tres Reales Órdenes firmadas, las dos primeras, en 21 y 26 de febrero, y la última, que es en la que queremos fijarnos, el 25 de septiembre de 1798. En cuanto a su contenido, supuso incorporar a la “Caja de Amortización”, y por lo que ahora nos interesa, los bienes raíces pertenecientes a “Hospitales, Hospicios, Casas de Misericordia, de Reclusión y de Expósitos, Cofradías, Memorias, Obras pías, y Patronatos de legos”. Es decir: las referidas instituciones (que fueron las más afectadas por la desamortización, pues desde el poder político se optó, a pesar de estar habilitado para ello, por evitar un enfrentamiento directo con la iglesia) quedaron privadas de buena parte de los ingresos -hecha exclusión del “limosnero”- que las sostenía, lo que evidentemente afectó de forma directa a los ingresados en ellas. A través del “ataque” a esta clase de bienes raíces, el Estado “quiso poner en claro desde un principio, que los bienes que administraban las instituciones religiosas procedentes de donaciones no eran propiedad de la iglesia a pesar de reportarles elevadas rentas”.
Por lo que importa a las desamortizaciones llevadas a cabo en el siglo XIX, se trató de un factor que aceleró la secularización de las instituciones de asistencia, privaron de numerosos recursos a las instituciones dedicadas al auxilio caritativo (debe tenerse en cuenta que los hospicios, hospitales, etc., eran, como ya se ha indicado, depositarias de importantes legados, y que algunos de ellos administraban considerables propiedades), y dejaron también una inmensa reguera de pobres, de excluidos sociales, muchos de los cuales terminaron engrosando las filas de la locura. 8º) Un desarrollo raquítico de la psiquiatría -con excepciones gloriosas, aunque sólo a nivel nacional- que llevó a LAÍN ENTRALGO a hablar de “esa pobre y pintoresca ciencia psiquiátrica en esos penosos y apasionantes años que corren desde el día que precede a Trafalgar hasta el día que sigue a Cavite”.
Los anteriores factores unido a lo que se consideraba un necesario cambio de modelo en la asistencia, sustanciado en sustituir la regencia de la iglesia católica –a través de sus muchos brazos- por la de las instituciones públicas y más en concreto por el Estado, supuso un cambio decisivo –al menos nominal-, andando el tiempo, en la atención psiquiátrica -aunque al final del siglo terminó produciéndose, como se verá, una cierta reversión de la situación en alguno de sus aspectos-. Ese cambio vino de la mano de la Ley General de Beneficencia de 20 de junio de 1849 y su Reglamento de desarrollo aprobado por RD de 14 de mayo de 1852, con los que se pretendió, fundamentalmente, ordenar económicamente la beneficencia, algo en lo que, como se verá más adelante, se fracasó lamentablemente, y asimismo darle un cierto impulso secularizador aunque con límites (obviamente con la oposición de la iglesia que veía cómo se recortaba su poder e influencia en la sociedad), lo que tampoco se consiguió plenamente, y se explica, entre otras razones porque la Ley, y especialmente su Reglamento, otorgan carta de naturaleza a los establecimientos privados de beneficencia entre los que tendrían especial peso los de la iglesia. Pero, además, la Ley integraba en la Junta General, Provincial y Municipal de Beneficencia a arzobispos, patriarcas, obispos, párrocos, etc. (véanse los artículos 6 y ss.), los que, evidentemente, darían el enfoque eclesial que les resultara más conveniente a los dichos órganos administrativos.
De la Ley y el Reglamento sobresale, por lo que ahora interesa, que el Estado reclamara para sí la competencia plena -más allá de eventuales auxilios- sobre los establecimientos dedicados al cuidado de “locos, sordo-mudos, ciegos, impedidos y decrépitos” (artículos 1º y 2º del Reglamento); aunque esta decisión no pudo mantenerse por causa de las dificultades económicas a las que se vio sometido el Estado, que terminó delegando en las provincias (con el tiempo las diputaciones) y en los municipios el cuidado de los dementes. De los pobres (inculpables, artículo 4º) se ocuparían los municipios.
Esa legislación coincidió, no casualmente, con la presencia de toda una generación de psiquiatras formados, o al menos conocedores, en las más modernas corrientes provenientes de Europa; fue el caso, entre otros, de E. Pí i Molist en Barcelona o de A. Vieta y Sala en Zaragoza, etc., los cuales influyeron en la elaboración de los nuevos modelos psiquiátricos, que, desgraciadamente y como se ilustrará a continuación, no fue posible que se implantaran.
En efecto, la situación económica y social, referida más atrás, impidió durante el siglo XIX la construcción de los necesarios manicomios. En este sentido, Madrid estuvo sin manicomio hasta 1852, y la construcción de otros, comprometidos en las distintas provincias, fue muy limitada y constantemente postergada.
Debe tenerse en cuenta, en todo caso, que la “cultura hospitalaria” no vivió sus mejores momentos en los dos primeros tercios del siglo XIX español; es más, se alentó la atención de los enfermos en sus propios hogares, pues los hospitales se habían ganado una merecida fama de lugares insanos más propagadores de enfermedades que sanadores de estas, pensamiento que ya había sido impulsado por los ilustrados decenios antes. Este planteamiento llevó a la creación, en las villas, de plantillas médicas contratadas por las entidades locales y encargadas de visitas domiciliarias. Así, únicamente los menesterosos o aquéllos que, en todo caso, no podían procurarse una adecuada atención familiar, eran ingresados en los hospitales (no debe olvidarse que la ausencia de la abrumadora tecnología médica con la que contamos hoy en día en los centros hospitalarios para la atención clínica ordinaria hacía menos necesarios a los hospitales para el cuidado de los enfermos), aunque también para ellos estaba prevista la atención de los “facultativos municipales”. Prueba de lo anterior es el artículo 61 de la Ley de Organización y Atribuciones de los Ayuntamientos de 14 de julio de 1840, según el cual: “Es privativo de los ayuntamientos: 1º. Admitir bajo las condiciones prescritas en las leyes o reglamentos, los facultativos de medicina, cirugía, farmacia y veterinaria, los maestros de primeras letras y los de otras enseñanzas que se paguen de los fondos del común”. El texto de este precepto se correspondió, literalmente, con el artículo 79.2º de la Ley de Organización y Atribuciones de los Ayuntamientos de 1 de enero de 1845. Legislación que tuvo su claro precedente en el artículo 12 -y siguientes- del Decreto XLV de 3 de febrero de 1823, por el que se aprobaba la Ley para el gobierno económico-político de las provincias, y asimismo en el artículo 102 de la Ley de Beneficencia de 1821.
Desde luego que esta legislación municipal se corresponde con la política de “des-hospitalización” de los enfermos (excepto de los pobres -y algún otro supuesto excepcional más- que no habitaran en el Ayuntamiento de que se tratara) plasmada en la Ley de Beneficencia de 27 de diciembre de 1821 que señalaba a los hospitales como centro de imputación subsidiaria ante la imposibilidad de atender a los enfermos (de todo tipo) en sus casas.
Pero el caso de los locos era especial. En este supuesto sí se establecía, con carácter general, su internamiento en “casas públicas”, que tenían la encomienda no sólo de “recoger” sino también de “curar” a los locos “de toda especie” (artículo 119 del Reglamento General de Beneficencia Pública de 1821), y en las que el “encierro continuo, la aspereza en el trato, los golpes, grillos y cadenas jamás se usarán en estas casas” (artículo 122). Vanos deseos, como podremos volver a comprobar más abajo.
Desde luego que esa situación propició que no se pueda, en lo que respecta a España, aplicar en nuestro siglo XIX y en relación con los manicomios, planteamientos como los sugeridos por FOUCAULT en relación con Francia donde sí se contaba con una amplia red de manicomios públicos. En nuestro país, al contrario, y desgraciadamente, los locos siguieron hacinados y en unas condiciones –Concepción Arenal lo atestiguaba tal y como hemos recogido al principio de estas páginas y leeremos después- que se aproximaban más a las del siglo XVIII que a las del siglo XIX francés. La razón del fracaso la atribuye COMELLES a la “custodialización [sic] de las instituciones privadas, y la imposibilidad de crear una estructura institucional pública que asegurase la investigación, y la formación de nuevos alienistas”. Este parecer del autor acabado de citar lo confirma otro de los grandes alienistas españoles que trabajaron en el último tercio del siglo XIX, Jaime Vera, quien refiriéndose a la formación que se les daba a los médicos psiquiatras decía, tomando como ejemplo su curriculum en los estudios de medicina: “Tenemos muy cerca de nosotros un doctor tres veces premio extraordinario y primer pensionado de la Facultad de Medicina, con premios extraordinarios bastantes para empapelar los pasillos de su casa; este doctor…no logró ver un solo niño enajenado en la enseñanza oficial…”.
A la vista de lo anterior no resulta extraño que EC. SEGUÍN, psiquiatra estadounidense aunque de origen francés, tras un largo viaje por los manicomios españoles manifestara que los psiquiatras españoles, con muy contadas excepciones, tenían un nivel intelectual “ínfimo”, no eran capaces de leer las obras que se publicaban allende de nuestras fronteras –más allá de las francesas-, prácticamente ninguno había viajado al extranjero, y los conceptos psiquiátricos que manejaban (como el “non restraint”) estaban, en realidad, vacíos de verdadero contenido. Así, no es de extrañar que el estado de nuestros manicomios coincidiera con lo que señalaba Concepción Arenal.
Esta impresión sobre nuestro sistema manicomial no se debe únicamente a los escritores, sino que también la propia legislación la expresaba de manera coincidente. En este sentido, en la Exposición a SM del Real Decreto, 28 de julio de 1859, convocando á los Arquitectos á concurso público para la presentación de planos de un Manicomio-modelo que había de levantarse dentro del territorio de la provincia de Madrid, se expresaba:
“Seis son los establecimientos de Dementes que, según el art. 5.° del reglamento para la ejecución de la ley de Beneficencia, han de existir como generales en todo el reino; y si bien, procediendo con prudente economía, podrá aprovecharse algo de los de antigua fundación, no todos reúnen las condiciones higiénico-arquitectónicas indispensables para que se consigan en ellos los resultados benéficos que por su índole especial están llamados á producir. Todos han menester de grandes y costosas reformas, de grandes y penosos sacrificios por parte del Estado; pero ninguno como el de Santa Isabel fundado en Leganés, el cual, por lo exiguo de su localidad, por su absoluta carencia de aguas, por su situación y construcción anómala, no es ciertamente digno de figurar como casa general para los Dementes de las provincias centrales de la Monarquía. La creciente población de Madrid, el decoro de la primera capital del reino, en la que brillan para honra suya tantos monumentos levantados á las Bellas Artes y á las Ciencias, exigen que haya uno más que, á la vez que mantenga el buen nombre de su ilustración, enaltezca nuevamente su amor á la humanidad. Por eso, y sin perjuicio de atender prontamente á las demás casas generales de España, es hoy forzoso acudir adonde el mal es más grave, adonde el remedio es más urgente, y adonde, por último, con mayor suma de elementos puede llevarse á cabo una fundación que sirva de modelo á las que de igual carácter se realicen después en las provincias. Grandes son los adelantos que la Medicina ha hecho en el estudio y tratamiento de las enfermedades mentales; portentoso el éxito que con frecuencia se obtiene en los Manicomios edificados de acuerdo con las conquistas de la ciencia, y muy triste y doloroso el aspecto que desde antiguo vienen ofreciendo nuestras casas de locos, en las que no es posible albergar á los enfermos clasificados según las distintas especies y grados de su afección mental, ni aplicar generalmente otros sistemas de curación que la reclusión perpetua, el castigo y el aislamiento. La humanidad, Señora, y la civilización no consienten que se prolongue por más tiempo un estado tan lamentable, y el Gobierno aspira á que bajo el glorioso reinado de Y. M. se inaugure en España la reforma radical de esta clase de establecimientos, á fin de colocarlos dignamente á la altura en que se hallan los muy notables que ya existen en Europa”.
En el mismo sentido se pronunciaban los escritores, tanto a finales del XVIII (y en este sentido el conocido Informe de M. Iberti de 1791: “”, era verdaderamente demoledor) como durante el XIX, en el cual la locura únicamente sirvió como excusa –con las excepciones que se quieran- para, en no pocos casos, maltratar a los enfermos —o a los que se entendía que eran enfermos— hasta límites insoportables moralmente (acudiendo, además, a todo tipo de instrumentos, como las camisas de fuerza, cinturones de cuero, cajas de las cuales sólo asomaba la cabeza del paciente, aislamiento a obscuras en celdas o armarios, máscaras de cuero, purgantes…, métodos todos que hubieran sido envidiados siglos atrás por el inquisidor más exigente). Concepción Arenal, en 1870, en “La casa de locos de Zaragoza”, decía: “La casa de locos de Zaragoza es un ataque permanente a la humanidad, a la justicia, al pudor, a todo lo que respetan los que no son dignos de desprecio, y a esa casa envían sus dementes otras provincias y pagan las estancias, ignorando, sin duda, que a los que han perdido la razón les valiera más perder la vida en el camino que los conduce a una mansión sobre cuya puerta es poco poner lo que puso Dante a la entrada del infierno: Dejad toda esperanza los que entráis...”.
Mas en ese escenario tenebroso no debe olvidarse que algunos locos se encontraban en peores condiciones, aún. En efecto, la ausencia de suficientes instituciones hospitalarias determinó que algunos dementes ingresaran en prisiones, aunque no fueran locos criminales, y allí, en la cárcel, pasaran su enfermedad. Tal cosa sucedía en Asturias, donde “hasta mediados del siglo XIX era la cárcel la institución encargada de custodiar a los locos asturianos”, pero también en las provincias de Guipúzcoa y Orense, tal y como se desprende de la estadística publicada en 1848 y de la que se ha hecho cita más atrás.
Pero insistimos: característica fundamental de la asistencia psiquiátrica en España durante todo el siglo XIX fue la penuria económica, lo que determinó la gestión de los manicomios (o de las salas de los hospitales generales donde se almacenaban los locos) y, por esa vía, la terapia psiquiátrica misma. En efecto, aunque la ya mencionada Ley de Beneficencia de 1849 estableció que debía ser el Estado quien corriera con los gastos de la asistencia a los dementes, es lo cierto que en la alternativa “locos o guerra”, el Estado optó por la guerra, coloniales o carlistas o ambas a la vez, lo que determinó que no hubiera recursos que dedicar a los alienados. Por ello, y a través de diferentes disposiciones, se trató de derivar a, fundamentalmente, las diputaciones provinciales, los gastos precisos para la atención de los insanos. Sin embargo, en buena parte de las ocasiones esos intentos de transferencia patrimonial del gasto destinado a los locos resultaron baldíos, pues las diputaciones ya estaban suficientemente “exprimidas”, amén de que consideraban prioritarias otras inversiones; más aún: resultó bastante frecuente que las diputaciones no abonaran el gasto que correspondía a dementes de su ámbito territorial que eran ingresados en manicomios u hospitales de otras diputaciones por carecer las primeras de capacidad, lo que además de resultar en continuas desavenencias entre diputaciones ponía a las que prestaban el hospedaje en trance de cierre.
El resultado, en todo caso, de ese “abstenerse” de las instancias públicas abonó el terreno a que órdenes religiosas y otros particulares pasaran a reconquistar el terreno de la atención psiquiátrica. Entre las órdenes religiosas cobró especial protagonismo la Orden de San Juan de Dios, que se hizo con los manicomios de San Boi, Valladolid, Leganés, Palencia, Málaga…. Así, otra vez, la iglesia vino a determinar el tratamiento mismo de los enfermos, y no sólo en lo que importaba a la administración de los centros, sino también a la terapia por medio de la introducción de sus rezos como parte del tratamiento. Esta situación de dejación del Estado en lo que importa a la asistencia psiquiátrica –lo que fomentaba que los establecimientos existentes se hallaran abarrotados y mal atendidos en el sentido que apunta Concepción Arenal-, se pone claramente de manifiesto con las siguientes cifras: en Cataluña se pasó de 250 camas psiquiátricas (todas públicas) al inicio de la Restauración a 2500 al final del siglo, de estas últimas 2100 eran privadas. En este período sólo se construyó un manicomio público, el de Salt.
G. LAFORA, en un artículo aparecido en el Semanario “España” en octubre de 1916, y que creó un considerable revuelo también entre la clase médica, reflejaba de forma cruel esta situación aunque ya entrado el segundo decenio del siglo XX: “El atraso que el aislamiento europeo y el misoneísmo de las pasadas generaciones de españoles imprimieron en muchas de nuestras instituciones (universidades, escuelas, instituciones penitenciarias, centros de beneficencia, etcétera), se manifiesta como en ninguna otra en los manicomios, refugios de desgraciados a quienes la sociedad quiere olvidar o ignorar. Muchos de estos establecimientos provinciales asientan en vetustos edificios de tres y cuatro siglos, insalubres, sucios y abandonados, que contrastan por su pobreza con otros vecinos de construcción moderna y suntuosa y habitados por ricas instituciones religiosas o dedicados a la vistosa fiesta nacional. Todos aquéllos tienen una tradición gloriosa: ora fueron fundados por un santo varón, ora alojaron a otro en periodos de perturbación mental, o bien en ellos se iniciaron métodos de tratamiento muy humanitarios para una época ya remota. Hoy, sin embargo, no son más que lugares de atraso y de vergüenza nacional. Su organización entera se mantiene inmutable y de acuerdo con la época de creación. Ninguno de los avances del siglo XIX ha impreso en ellos la más leve huella, y de esto son principales culpables los psiquiatras españoles que, ignorantes o abandonados, no han levantado nunca una voz de protesta que llegase hasta nuestros gobernantes”.
Durante los dos primeros tercios del siglo XX no hubo significativos avances cualitativos respecto de la situación que denunciara LAFORA. En ese sentido GONZÁLEZ DURO, ilustra suficientemente sobre la calidad de los edificios donde estaban almacenados los locos -a menudo mezclados con los “beneficiarios” de otra asistencia social-, sobre la asistencia médica, sobre la institucionalización de los enfermos, etc. VALLEJO NÁJERA termina de dibujar la realidad de los manicomios en esos años: “[N]uestros enfermos de manicomio se hacinan, mal alimentados, peor vestidos, descalzos muchas veces, sucios siempre, en el ambiente desolador de los patios y dormitorios de manicomio… A la escasez de medicamentos, cuyo suministro se continúa regateando… hay que unir la casi ausencia de personal médico y auxiliar… ‘Los cuidadores’. Llamamos así a las personas que pasan toda la jornada de trabajo entre los enfermos. El título oficial suele ser ‘mozos’, y su papel, el de guardianes y mantenedores del orden ‘a cualquier precio’. Del ‘precio’ es mejor no dar detalles… ‘Los edificios’. Viejos, destartalados, sucios, malolientes, inhóspitos, sin calefacción… Ni una pincelada de color. Ni un adorno grato…”.
VII. El final de toda una política de desatención a los locos en el siglo XIX.
Las derivaciones que desde el Gobierno se hicieron a las diputaciones, a los ayuntamientos y a los particulares, causaron una absoluta falta de control de los ingresos, y llevaron a la inseguridad jurídica personal consiguiente. Todo ello provocó que se dictara, siendo Ministro de la Gobernación Romero Robledo, el RD de 19 de mayo de 1885, estableciendo reglas para el ingreso en los hospitales mentales, en cuya Exposición se decía: “De aquí que las Diputaciones provinciales, los Ayuntamientos y los particulares tengan á su cargo un gran número de locos que entran en reclusión sin ninguna garantía eficaz de seguridad individual. Y de aquí también que se promuevan con frecuencia litigios, y aun procedimientos criminales, por haber recluido sin razón, y con fines que atentan á la moral, á personas no declaradas judicialmente en estado de demencia”. Se trataba de una disposición que, en opinión de BERCOVITZ, trataba de terminar con la indefensión de los ciudadanos en materia de libertades, lo que priorizaba sobre los criterios de peligrosidad social. De todas formas, y a pesar de lo acertado de las palabras de BERCOVITZ, si se analizan los artículos 59 y ss., del Real Decreto de 12 de mayo de 1859, se desprende de inmediato la atribución al poder psiquiátrico, sin control externo alguno añadido, de la capacidad de decisión sobre la permanencia de los dementes en los establecimientos.
A todo lo anterior hay que sumar cuatro hechos especialmente importantes: en primer término, el sostenido aumento de la población española -con el paréntesis de la Guerra de la Independencia- desde finales del XVIII, cuando se estimaba que alcanzaba los once millones de personas (censo de Godoy), a los catorce millones cuatrocientos treinta y cinco mil de 1845, a los quince millones a mediados del ochocientos (cuando comienza la serie regular de censos en España -1857-) y los dieciocho millones y medio a finales del siglo XIX. Un crecimiento menor que el de los países de nuestro entorno -con la excepción de Francia- no suficientemente explicado por los acontecimientos bélicos, pero sí, en el último tercio del siglo XIX, por las emigraciones americanas. Se trató de un aumento de la población que hacía indispensable un crecimiento, al menos proporcional, de centros de asistencia a los dementes, incremento que, sin embargo, no se produjo ni en calidad ni en cantidad, como se ha visto más atrás.
En todo caso, ese incremento al que nos referimos no hubiera debido ser uno exclusivamente cuantitativo por relación de población, sino cualitativo a la vista del aumento de las enfermedades mentales que comenzó a producirse en España (salvando la Guerra de la Independencia) en el siglo XIX como consecuencia de la industrialización, la vida urbana, el diferente enfoque social de la locura (integración del loco en instancias sociales primarias), la medicalización de la demencia, el protagonismo de los manicomios, etc. A este respecto hay que tener en cuenta que a finales del siglo XVIII (1797) se censaba a 905 locos en España, número que no se corresponde linealmente ni con los habidos en distintas épocas del siglo XIX ni mucho menos con los actuales enfermos psiquiátricos por más que la población se haya multiplicado por algo más de cuatro.
En segundo término, la ilusión del “tratamiento moral” (una reeducación que se consideraba posible bajo la tutela del Estado, lo que se refleja claramente en las leyes de beneficencia, aunque con las lagunas y contradicciones ya expresadas más atrás) se derrumba en el sentido de que se hace evidente la imposibilidad de la regeneración de todos los alienados, lo que acentuó el carácter custodial de los manicomios. El alienista dejó de razonar con la parte sana del loco y comenzó a “dialogar”, sin diálogo, con su parte insana, y ello lo hizo con las viejas técnicas de la “doma”, imposición de autoridad, intimidación y castigo. Además, la incapacidad del Estado para cambiar realmente el modelo manicomial (más allá de algunas “islas de tratamiento”), hizo que el siglo XIX terminara en España con una estructura de asistencia psiquiátrica francamente deficiente; y es ahí, donde debieron insertarse los delincuentes dementes que no vieron abrirse, como se ha indicado, centros penitenciarios específicos hasta finales del siglo XIX. Hasta ese momento su horizonte fue, primordialmente, custodial en las instituciones psiquiátricas generales (ya se tratara de salas de hospitales generales o de manicomios).
En tercer lugar, el manicomio (público) español, y con las excepciones que se quiera, no fue un espacio verdaderamente medicalizado, pues con harta frecuencia, dada la falta de preparación a la que aludían Vera y Seguín o por la imposibilidad física de los médicos para prestar otra asistencia ante el aluvión de pacientes, el médico se limitaba a atender a las enfermedades comunes de los dementes ingresados. A ello había que añadir el estorbo, más atrás indicado, que implicaba la participación de religiosos en la gestión de los manicomios.
En cuarto término, no debe olvidarse que la Restauración “sentó bien” a la masa clerical que fue apoyada desde el canovismo con sus referentes aglutinadores: el destierro de la libertad religiosa y la exaltación de la monarquía católica y tradicional (dentro de un esquema doctrinario). Así, se hizo paréntesis con lo acontecido en Cádiz y “sus herencias” y con lo sucedido tras “la Gloriosa” (el sexenio). El anticlericalismo resulta encerrado, y vuelve “la caridad como la idea madre de la asistencia y la Iglesia como la principal encargada de la misión asistencial”. En este sentido Cánovas diría: “[L]a limosna, señores, que, quiérase o no, hoy día será siempre la clave de todo sistema economista sólidamente construido y el vínculo más estrecho y seguro entre las diferentes clases sociales”. Una de las consecuencias de esta política clerical consistió en un aumento significativo de religiosos en España, así en 1900 había unos cien mil de ellos en nuestro país, el 1,5% de la población activa, un crecimiento desmesurado en las últimas cuatro décadas si se tiene en cuenta que en 1860 sólo representaba el 0,9% del mismo segmento de población. De esta forma se sigue en nuestro país un proceso inverso al que se recorría en Francia: en ésta la laicización se impone en todos los ámbitos de la vida (enseñanza, hospitales, cementerios…), mientras que en España el “rosario” pasa a ser la fundamental herramienta de vida. No es extraño en estas condiciones que el omnipresente clericalismo incentivara notablemente un radical y sanísimo anticlericalismo. En todo caso, esta reacción antiliberal y antimunicipalista, supuso un empeoramiento de “las condiciones sociales de los asistidos, porque además de limitar la acción social de los municipios, empeora la proximidad y la eficacia de sus escasos recursos asistenciales al ponerlos a disposición de la coerción política caciquil”.
Así se termina el siglo: con la “restauración” de la pobreza, la limosna y la caridad como fundamentos del Estado, y con una posición privilegiada de la iglesia para llevar adelante una política de “beneficencia pervertida” que implicaba un determinado abordaje de la “cuestión social”, que no era más que una “modernización” de la vieja relación medieval entre ricos y pobres, y en esa vinculación las casas de misericordia, los hospicios, asilos, manicomios…, ayudaban a mantener a los pobres dentro del orden público buscado, y a los ricos a consolidar su posición hegemónica en la sociedad.
En cuanto al Estado, tras la Restauración, sirvió no tanto para apoyar con el dinero público la creación y sostén de instituciones públicas, laicas, que abonaran de esa forma una redistribución de la riqueza, sino para asegurar a la iglesia su posición privilegiada. Esa mixtura entre beneficencia pública y caridad privada que propugnaban algunos (y señaladamente Concepción Arenal) como mejor forma de combatir la pobreza (en sentido amplio), en realidad significó preponderancia de la iglesia a través de sus múltiples instituciones y su decisiva (y perniciosa) influencia en el Estado. Esta evidente inclinación del Estado a favor de las fundaciones privadas se pone claramente de relieve en la Exposición al Decreto de 14 de marzo de 1899 (Gaceta de 9 de abril), que no precisa de mayor glosa:
“La Beneficencia particular, orgullo de nuestra patria, porque simboliza las gloriosas tradiciones de su grandeza, perpetuada en numerosas y ricas instituciones, destinada á remediar dolencias sociales, á favorecer piadosos objetos, ó á enaltecer insignes memorias, que revelan una gran caridad nacional, un profundo amor al bien, un alto espíritu de protección al infortunio, efecto de los más levantados impulsos del corazón humano, ha logrado escapar de las grandes vicisitudes originadas por los apasionamientos políticos que tanto han perturbado la Administración española; y al entrar, bajo la acción del Protectorado, en el nuevo régimen, no sin los quebrantos consiguientes al transcurso de los tiempos por que ha permanecido en olvido y en abandono, ha podido recuperar su provechoso influjo y ofrecerse á la conveniencia social á que se debe”.
Era evidente que el cambio de perspectiva -en lo que importa al tratamiento- sólo podía llegar, y no llegó en aquel siglo, con una modificación absoluta en la consideración esencial del objeto del tratamiento. Ya nos refiramos a locos o a delincuentes, a enfermos, acuartelados, educandos o asilados. Esa alteración, que tardaría mucho tiempo en llegar, la tenía que protagonizar, lo que no empezó a suceder hasta décadas más tardías, el enfoque de los derechos humanos: únicamente el convencimiento de que la “sanción” de la enfermedad, de la pena o del sometimiento de los individuos a tareas del Estado (servicio en la milicia), no implica la privación del carácter de ciudadanos de los sujetos, con los derechos que les son anejos, podía inaugurar otro tiempo. A la vez resultaba preciso ofrecer alternativas de modelos manicomiales que no fueran vicarios de una visión como la de la Restauración, en la que la vinculación a la iglesia y a su mundo conceptual condicionaba el todo.
Pero nada de ello podía llegar en el XIX español...
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Notas
[*] En homenaje a quien fue, sin duda, una de las grandes personalidades, sino la mayor, del siglo XIX español, Doña Concepción Arenal: difícilmente puede encontrase en la historia de España una persona tan entregada a la causa de la humanidad.
Esta publicación ha sido realizada con cargo al Proyecto PID2019-107974RB-I00, cuyo título es “Derecho Penal y distribución de la riqueza en la sociedad tecnológica”.
[**] Catedrático de Derecho Penal. ORCID: https://orcid.org/0000-0002-9608-5920
Departamento de Derecho Penal, Procesal e Historia del Derecho. Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas. Universidad Carlos III de Madrid. Calle Madrid, 126, 28903 Getafe, Madrid. E-mail: falvarez@der-pu.uc3m.es
[***] Profesor Colaborador de Derecho Penal. ORCID: ttps://orcid.org/0000-0002-6241-559X
Departamento de Derecho Procesal y Derecho Penal. Facultad de Derecho. Universidad Complutense de Madrid. Campus de Moncloa (Ciudad Universitaria), Avenida Complutense s/n.Madrid E-28040. E-mail: aventura@ucm.es
[1] En realidad, este dicho tiene, que sepamos, su origen (al menos legislativo) en el Fuero Real (1254) de Alfonso X el Sabio (edición del BOE, Madrid, 2015), donde en el Libro I, Ley I, Título II, se afirma: “..., ca escripto es que el loco en la culpa sea cuerdo por la pena”; por más que haya algún precedente legislativo (aunque con una extensión subjetiva diferente) en el Fuero Juzgo (edición del BOE, Madrid, 2015), Título Primero, XV (D e g a r d a r la salut del rey et de sos filios), Título I, “Ca non fó escripto en vano, que el sandio será mais cordo polla pena”. Sin embargo, el Reglamento General de Beneficencia de 1821 (que ciertamente estuvo en vigor poco tiempo, aunque tuvo una pequeña resurrección en 1836 -el 8 de septiembre de 1836 nace el Reglamento General de Beneficencia que restaura la Ley de Beneficencia del Trienio-) preceptuaba: “El encierro continuo, la aspereza en el trato, los golpes, grillos y cadenas jamás se usarán en estas casas” (artículo 122).
[2] Citando a Fodéré, dice , accesible en https://monoskop.org/images/8/80/Foucault_Michel_El_poder_psiquiatrico.pdf): “En un vigilante de insensatos es menester buscar una contextura corporal bien proporcionada, músculos llenos de fuerza y vigor, un continente orgulloso e intrépido cuando llegue el caso , una voz cuyo tono, de ser necesario, sea fulminante…” .
[3] sabía de lo que hablaba cuando se refería al campo de batalla después de un enfrentamiento, pues no debe olvidarse que esta admirable mujer fue impulsora en España de la Cruz Roja y comandó la asistencia a los heridos tras los enfrentamientos habidos en la última guerra carlista.
[5] Véase la obra de , disponible en: https://rua.ua.es/dspace/bitstream/10045/46618/1/Cultura-Cuidados_41_13.pdf.
Sobre la primacía hospitalaria del Hospital de Inocentes de Valencia, véase la fundamental obra de (también, entre otros muchos, LÓPEZ IBOR, JJ “La fundación en Valencia del primer hospital psiquiátrico del mundo”, en Actas Españolas de Psiquiatría, núm. 36, 2008, passim, disponible en https://www.actaspsiquiatria.es/repositorio/9/49/ESP/9-49-ESP-1-9-857704.pdf). De todas formas, y a pesar de lo que dicen tantos ilustres autores, no creemos que el de Valencia haya sido, atendiendo a criterios estrictamente cronológicos y por la información que hemos podido consultar, el primer manicomio del mundo, pues seguramente otros, en el mundo árabe, se le adelantaron (también los ingleses realizan alegaciones en ese sentido), pero eso es irrelevante pues lo fundamental es que (y tomamos el siguiente y muy acertado argumento de V. PESET -en ) de la misma forma que respecto del descubrimiento de América se afirma que antes de Colón otros pueblos llegaron al continente pero que la historia no giró hasta que arribó el genovés, en el caso del Hospital de los Inocentes de Valencia fue éste el que “marcó el paso” en el mundo en el devenir de los manicomios, y quien extendió este tipo de centros y tratamientos por todo el mundo. Pero lo dicho, efectivamente, no impide que las referencias que efectúan tanto , el delator M. MERENCIANO (“Vida y Obra del Padre Jofré”, en Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina, núm. 2, 1950, págs. 305 y ss.), así como , passim, que puede consultarse en: https://historiasocialdelamedicina.es/pdf/Influencia+Islamica+Padre.Jofre.doc.pdf) avalan la existencia de precedentes claros al Hospital valenciano en materia de establecimientos dedicados específicamente al tratamiento de los locos.
[6] , citando a (disponible en https://culturacuidados.ua.es/article/view/1997-n1-el-enfermo-mental-en-el-siglo-xv-en-espana-conceptuacion-como-enfermo-distinto-y-curable-su-cuidado).
[9] CXXI, De Malfeytors, 31. Hemos utilizado la transcripción de los fueros inclusa por (en la traducción llevada a efecto por , disponible en https://consaludmental.org/publicaciones/Saludmentalyderechoshumanos.pdf).
[10] Debe tenerse en cuenta que, en Valencia, a partir de mediados del siglo XIII –y especialmente en el XV-, se habían construido una buena cantidad de hospitales; véase en este sentido, ).
[13] Idea ésta que persistió en los siglos siguientes, véase en ese sentido, y por referirnos al siglo XVII, , https://digibug.ugr.es/handle/10481/30622
[15] Véanse sobre el mismo . https://realacademiatoledo.es/wp-content/uploads/2014/02/files_anales_0041_04.pdf; de la misma autora https://realacademiatoledo.es/wp-content/uploads/2014/02/files_anales_0043_10.pdf. , y .
[16] Véase la obra, y loc. cit., de LÓPEZ ALONSO, quien llega a señalar (págs. 138 y ss.) que en algún momento (mediados del siglo XVII) la situación de penuria fue tanta que los internos llegaron a morir de hambre y frío. Véase también, en relación con el Hospital de Valladolid, . También los internos (no así las enfermas, pues sobre éstas se ejercía un mayor control) del Hospital de Valencia pedían limosna en las calles ataviados con una curiosa vestimenta (véase, ).
[18] Que se emitió a pesar de las prohibiciones presentes en la Bula De sepulturis, de Bonifacio VIII.
[19] Desde luego precedentes de estas prácticas las hubo en España; en concreto, hay que hacer referencia al Privilegio dictado por el Papa en 1322 a favor de los monjes del Monasterio de Guadalupe, para diseccionar los cadáveres de los peregrinos que allí fallecieran; también Juan I de Aragón dictó un Privilegio (1391) a favor de la Universidad de Lérida (Estudio General) mediante el que se ordenaba a los tribunales enviar a la Universidad los cadáveres de los ajusticiados para su disección (posteriormente se dictaron otros privilegios a favor de diferentes instituciones, como fueron los casos del “Estudi de Medicina” de Barcelona que lo recibió del Rey Martín I el Humano en 1401; más tarde el Collegi dels Barbas e Cirurgians de Valencia, que lo obtuvo de Juan II de Aragón en 1478, etc.]
[21] Tiene una gran importancia la observación de MORENO EGEA, y es reveladora de la preponderancia en aquellos años de los estudios científicos de los hombres de la Monarquía Hispánica, la observación de que los escritos de Andrés Lagunas se volcaron en castellano, y que este científico contribuyó a “imponer” este idioma en el lenguaje en la materia , y bibliografía citada, disponible en https://www.sohah.org/wp-content/uploads/rehah/v4i3/humanistico/humanistico.pdf]. La importancia de la ciencia hispánica resulta avalada por el trabajo de otros grandes hombres, como Andrés Vesalio, Miguel Servet, Luis Lobera, Juan Valverde, etc., en un siglo que fue verdaderamente de oro para la ciencia hispánica.
[22] No debe olvidarse que el reclamo, y éxito, del cristianismo primitivo consistió en su autonominación como “religión de los pobres”.
[24] , accesible en http://studium.unizar.es/n_old/STVDIVM_n7.pdf
[25] Es muy conocido el pasaje en el que el Rey Alfonso VIII, en los prolegómenos de la batalla de Las Navas de Tolosa (1212) y cuando buscaba un paso para franquear el Muradal, se encontró con un pastor que le manifestó que conocía la tal puerta, pero de entrada no fue creído porque “Esto que aquel pastor decía, ningún hombre podría creer que dijera la verdad, por cuanto era un hombre mal vestido y persona no ‘tan aportada” (, http://www.bibliotecavirtualdeandalucia.es/catalogo/es/catalogo_imagenes/grupo.do?path=1014055).
[26] Recuérdese que la iglesia se apartó, en su práctica, de la pobreza; que en la tensión entre ésta y la riqueza siempre apostó decididamente por el dinero, y de hecho los grandes conflictos habidos dentro de la propia iglesia entre los siglos X al XVI estuvieron determinados por esa contradicción más allá de otros camuflajes teológicos (lo que se hizo evidente con los nombres de Hus y Lutero -por más que éste se opusiera decididamente a las rebeliones campesinas, lo que evidenció en muchos escritos entre los que destaca el panfleto “”, http://escriturayverdad.cl/wp-content/uploads/ObrasdeMartinLutero/15211525Contine/1525ContralasHordasLadronas.pdf , donde se expresa con una tremenda ferocidad y clama por la aplicación de la muerte a los revoltosos, y no sólo a sus líderes).
[27] En realidad, desde el primer momento se manifestó una contradicción entre el “estatus” de “pobre” y el de “vago”. A este respecto apunta ): “El elogio de la pobreza y de la limosna, sobre el que se basaba tal sistema, contradecía y debilitaba la obligación del trabajo, que debiera ser, en cambio, el principio fundamental de vida de las clases populares”.
[29] Lutero acoge, así, lo que dijera San Pablo en su Epístola a los Romanos: “Afirmamos, por tanto, que el hombre es justificado por la fe con independencia de las obras de la Ley” (Romanos 3,28).
[31] Más en concreto, según M. CAVILLAC la “Ley de Pobres” “se hacía eco de un edicto imperial de Carlos V que, en octubre de 1531, había instaurado en los Países Bajos un sistema de recogimiento de pobres inspirado en el planteamiento de Vives y en las ordenanzas de varias ciudades flamencas como Ypres o Mons”; véase , nota (5) (https://cvc.cervantes.es/literatura/criticon/PDF/118/118_045.pdf). El dicho Edicto Imperial, dictado en Gante en 6 de octubre de 1531, tuvo un precedente en otro dictado por el Emperador en 1530, en Augsburgo, que fijaba las bases de la política social, y establecía reglas para el control de los mendigos y vagabundos.
[32] Sistema que perduró por siglos (y tuvo inmediata continuidad en Felipe II, como se puede comprobar en cartas dirigidas en 1590 a ciudades andaluzas, y de las cuales da noticia , https://www.ugr.es/~pwlac/G19_14Jose_Rodriguez_Molina.html), y cuyo requerimiento -por escrito- se plasmó, incluso, en la primera legislación general sobe beneficencia de 27 de diciembre de 1821 (artículo 96). Ciertamente que en ese extremo ya hubo antecedentes en las Cortes de Valladolid de 1518 y 1523; en estas últimas se solicitó al rey “que no anduviesen pobres por el reino, sino que cada uno pidiese en el lugar de su naturaleza, ‘porque de lo contrario viene mucho daño y se da causa que haya muchos vagabundos y holgazanes” (, disponible en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/cortes-de-los-antiguos-reinos-de-leon-y-de-castilla--2/html/fefc50d0-82b1-11df-acc7-002185ce6064_106.html). Similares peticiones se formularon en las Cortes de Toledo de 1525 y en las de Madrid de 1528 y 1534.
[37] En este sentido el éxito de la punición, expiación, sólo dependía de la aceptación por dios de los esfuerzos penitenciales desarrollados por un sujeto, que no sólo estaba arrepentido de lo hecho, sino decidido a llevar a cabo la estrategia que fuera necesaria para “reconciliarse” con su divinidad a la que había ofendido con su conducta.
Debe tenerse en cuenta, no obstante, que en los primeros años del cristianismo se frecuentaba el bautismo en la edad adulta, con lo que tal “sacramento” venía a servir como instrumento para la remisión de los pecados que se hubieran podido cometer hasta ese momento. De hecho, en documentos emitidos en torno al año 200 se conceptuaba la penitencia como un segundo bautismo; véase a este respecto, ROUILLARD, P Historia de la penitencia, desde los orígenes a nuestros días, trad. José Luis Arriga, Bilbao, 1999, págs. 25 y s.
En todo caso es de subrayar cómo el estatus de penitente, como el de leproso, apestado, loco, etc., llevaba consigo la expulsión de la comunidad –en el caso del penitente únicamente de la de los creyentes- que se escenificaba en un acto litúrgico público en el que se concretaba la “excomunión” –fuera de la “comunión”, del “común”, de la “comunidad”-. Esa idea de exclusión del “miembro enfermo” poseía el doble significado de exaltación, y preservación, de la concreta comunidad en su virtud, y de etiquetamiento del expulsado, en una ceremonia que es pública.
[38] Sobre la base espiritual y política de este cambio, que procede de la espiritualidad irlandesa, y su influencia en Europa, véase
[39] Véase también el “Penitencial de Columbano” que llegó a gozar de gran influencia en la Alta Edad Media.
[40] Señala ] que “La noción de tarifa conduce a un individualismo penitencial y no a una comunidad de penitentes”, lo que facilitó el apartamiento de los fieles de la comunidad de la iglesia y de sus pastores.
[42] La fecha no es casual; en efecto, debe tenerse en cuenta que es en 1210 cuando San Francisco obtiene del papa la aprobación de su regla, y que a partir de aquel año el desprendimiento terrenal de los franciscanos (y de sus órdenes menores) provocó una crisis –que alcanzó su cima algo más de un siglo después, tras la huida de Marsilio de Padua y Guillermo de Ockham de la plaza de Aviñón- que está en los orígenes de la reacción autoritaria de la iglesia oficial. Por otra parte, la práctica confesional de esta Orden, y de los Dominicos, ejerció también una profunda influencia en las decisiones de los concilios del siglo XIII.
[43] Lo que unido a la obligación anual de confesión con el propio sacerdote (Concilio Lateranense IV, 1215) supone la construcción de las bases para un absoluto control social –ya que la “dirección espiritual”, en la que tanto insistió San Carlos Borromeo en sus comentarios al Concilio de Trento, acabará formando parte de la liturgia de la confesión-, especialmente si se tiene en cuenta que la conculcación de esa obligación llevaba consigo la excomunión, lo que representaba la exclusión de la comunidad de los creyentes, la imposibilidad de ir al cielo, y la prohibición de enterramiento en sagrado; es decir, la “muerte social”. En este sentido se explica perfectamente el por qué el ser confesor de los personajes importantes pasa a ser, y lo continúa siendo, uno de los destinos más ambicionados por los clérigos.
[44] Ello no impide que el acto de “declarar el pecado” constituya, por sí mismo, un inicio de la penitencia; así, en uno de los libros de meditaciones más utilizados en el pasado siglo (elaborado en el ámbito de la “Compañía de Jesús”, ) se afirma: “Vergonzoso es pecar; glorioso, confesar humildemente el pecado. No obstante, cuando se ofrece ocasión de pecar, atropellamos osadamente por todo; más a la hora de confesar el pecado, nos dejamos vencer por la vergüenza. Pues esta vergüenza y este temor los debíamos aceptar como expiación de la facilidad con que pecamos y ofendemos a Dios, y como remedio de la culpa y parte de la penitencia”.
[45] . Pero no todos los locos eran encerrados, sino únicamente, como apuntan ) aquellos que eran molestos, los que se entendían como peligrosos y perjudiciales, para ellos mismos y para los demás (y también en no pocas ocasiones, simplemente los que estorbaban o los enemigos, como se puso de manifiesto en Francia en utilización torcida, como es conocido, de las lettres de cachet), y aquéllos de los que los familiares se querían librar [véase a este respecto, (disponible en http://www.navarra.es/NR/rdonlyres/75A3F123-4396-4BDF-B487-299EF1C5EC36/146494/Asistenciapsiquiatrica.pdf].
[48] Lo que no en todos los supuestos fue afortunado, y la absoluta inexperiencia de la marinería embarcada explica muy bien parte de lo sucedido en Trafalgar años más tarde. En todo caso, véase sobre el asunto la Ordenanza de S.M de 7 de mayo de 1775 (que tuvo como antecedente más claro la Real Ordenanza de Vagos de 1745) en la que se previene y establece el recogimiento de vagos y mal-entretenidos, por medio de “Levas anuales, y se encarga á las Justicias ordinarias, Salas, y Audiencias criminales el orden judicial, que deben observar, y los quatro depositos á donde deben remitirse los que fueren aptos para las armas, derogando…”. Se trataba de una Ordenanza que se dictó, beneficios secundarios aparte, con un propósito claro: “[E]vitar que haya ociosos voluntarios en el Reyno: expuestos á ser delinqüentes, y perjudiciales á la sociedad…”].
[49] Véase, como disposición modelo de lo que se dice, la Real Cédula de SM y Señores del Consejo por la cual se manda que en todos los Pueblos Capitales de Provincia de Corregimiento o Partido en donde haya establecidas Juntas de Caridad, o se erigiesen de nuevo, se observen los autos-acordados, proveídos para Madrid en 13 y 30 de marzo de 1788 para que pueda verificarse el objeto a que termina su disposición del socorro de los pobres impedidos y desocupados, con lo demás que se expresa, la cual preceptuaba: “[Q]ue reconociendo que del abuso de la mendiguez proviene el abandono del trabajo útil y honesto, y nace la multitud de vagos de ambos sexos, con perversión de las costumbres, y se forma un especie de manantial perenne de hombres y mugeres perdidas; habiendo sabido y aun visto con dolor algunas de estás conseqüencias en los mendigos y en otros que no debián serlo dé los que concurrian á pedir limosna en la Corte y Sitios Reales , y hallandome con noticias de que era general el desorden en lo restante del Reyno…” (https://repositorio.bde.es/handle/123456789/3951).
[50] Señala , disponible en http://www.revistaaen.es/index.php/aen/article/view/14922/14790): “…la estrategia de reconversión del pobre en elemento útil para la sociedad está basada en el establecimiento de un método pedagógico disciplinario, que se aplica por igual a los adultos en los hospicios, que a los niños en los colegios o en la familia, a los soldados en los cuarteles o a los obreros en las fábricas y, sólo más tarde, cuando la locura sea ya problema cuantitativo, a los locos en los asilos. Se trata, en última instancia, de instaurar todo un código normativo que unifique comportamientos y que, conforme vaya consolidándose la nueva sociedad burguesa, será más estricto, ensanchando proporcionalmente el campo de la conducta desviada y disminuyendo el de la tolerancia social”.
[51] , disponible en https://repositorio.bde.es/handle/123456789/3084
[53] Véase, . Sobre el nuevo espíritu de los Ilustrados y su política “social” se da certera idea con Jovellanos y ss. http://www.jovellanos2011.es/web/biblioteca-virtual-ficha/?cod=748) y https://books.google.es/books?id=8STfDwAAQBAJ&pg=PA1559&lpg=PA1559&dq=campomanes+%22a+beneficio+de+la+riqueza+nacional%22&source=bl&ots=RWCPagwynN&sig=ACfU3U1erAxmZWYNidog_PyAC0sMvGXKmQ&hl=es&sa=X&ved=2ahUKEwjw_r7o8eTuAhUVQhUIHT2FCDoQ6AEwAXoECBAQAg#v=onepage&q=campomanes%20%22a%20beneficio%20de%20la%20riqueza%20nacional%22&f=false].
[56] Véase la enorme dureza del discurso de Meléndez Valdés “La mendiguez reprobada por la religión, la moral y las leyes: los que las favorecen, malos ciudadanos”, en , http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/discursos-forenses--0/html/fef5fe38-82b1-11df-acc7-002185ce6064_12.html#I_14_).
[57] , disponible en http://alfama.sim.ucm.es/dioscorides/consulta_libro.asp?ref=B1856379X&idioma=0
[59] No se trataba, además, de hospitales “normales”, en no pocos casos. FOUCAULT (Historia de la locura en la época clásica, ob. cit. pág. 39) recuerda el Decreto de La Fundación del Hospital General de París, del año 1656, cuyo artículo XII preceptúa: “Para ese efecto los directores tendrán estacas y argollas de suplicio, prisiones y mazmorras, en el dicho hospital y lugares que de él dependan, como ellos lo juzguen conveniente, sin que se puedan apelar las ordenanzas que serán redactadas por los directores para el interior del dicho hospital; en cuanto a aquellas que dicten para el exterior, serán ejecutadas según su forma y tenor, no obstante que existan cualesquiera oposiciones o apelaciones hechas o por hacer, y sin perjuicio de ellas, y no obstante todas las defensas y parcialidades, las órdenes no serán diferidas”.
[60] Hasta ese momento no habían llegado a España, todavía, los ecos de la Instruction sur la manière de gouverner les insensés, et de travailler à leur guerison dans les asyles qui leur sont destinées, que redactada en 1785 (por orden de Luis XVI a consecuencia de las presiones de los filántropos) por Colombier y Doublet, estaría destinada a cambiar la forma de tratar a los locos, tras haber realizado una fotografía trágica de las condiciones de los establecimientos en los que eran aquellos internados y de las condiciones de vida en los mismos: “Millares de insanos son encerrados en las prisiones sin que nadie piense en el menor de los remedios. El medio insano se confunde con el que está completamente trastornado; el furibundo con el loco tranquilo; a unos se los encadena, mientras que a otros se les deja que anden libremente por la prisión. En conclusión, y a no ser que la naturaleza acuda en su auxilio y los cure, el final de sus males es el de sus días, y desgraciadamente hasta entonces, la enfermedad no hace sino aumentar en lugar de disminuir” (págs. 4 y s. https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k56788m/f5.item).
[62] Todo ello desde una redefinición de lo que se consideraba “pobreza”, en este sentido señalaba . Dese cuenta de que se incluye en la definición a la “imbecilidad”, definición que fue utilizada por la legislación penal en el siglo XIX para designar a la locura, tanto desde la infancia como la derivada de la vejez; pero que se excluye del concepto a los que “no quieren trabajar”: el destino de estos será otro.
[63] Véase en este sentido, vgr., la Real Orden de 21 de noviembre de 1789. Obviamente que en el caso de la expulsión de las ciudades lo único que se lograba era la transmisión del “problema” a otros lugares.
[65] Esto, desde luego, no significó que el “poder” se entregara a la “ciencia”, de hecho, los médicos pasaron a ser fuertemente controlados desde el poder central; véase a este respecto, ampliamente, .
[66] (disponible en http://webs.ucm.es/BUCM/tesis//19911996/D/0/AD0021901.pdf).
[68] Para la legislación militar sobre la materia, véase el Decreto de 15 de mayo de 1907, por el que se aprueba el Reglamento para regular la situación, sueldos y personalidad jurídica en el ejército de los presuntos dementes (más coloquialmente conocido como “Reglamento de Dementes”); Gaceta de Madrid núm. 142, de 22 de mayo de 1907 (https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1907/142/A00685-00687.pdf). Se trató, en realidad, de un texto refundido de toda la legislación militar sobre la materia dictada a lo largo del siglo XIX.
Ciertamente hay que tener en cuenta que la sanidad militar se ha enfrentado siempre, y lo continúa haciendo aunque en mucho mayor grado que cuando existía la conscripción obligatoria, a la simulación de enfermedades para evitar el cumplimiento del servicio; y ello afectó también a la enfermedad mental, lo que obligó a ensayar métodos singulares para detectar la dicha simulación (a esos efectos los seis meses de observación previos al ingreso en una casa de locos constituyó un buen instrumento).
[69] Un comentario detallado sobre las mismas puede verse en en https://ifc.dpz.es/recursos/publicaciones/04/95/05zubirividal.pdf, págs. 93 y ss., especialmente págs. 116 y s.
[70] Semejantes invocaciones se encuentran también en las Constituciones o Reglamentos de otras instituciones similares, así en el Reglamento del Hospital General de la Santa Creu se exigía a los padres y madres “que jamás maltrataran a los locos por cualquier cosa que hicieran” (referencia tomada de , disponible en http://www.tienda-aen.es/wp-content/uploads/2014/10/RAZON-LOCURA-Y-SOCIEDAD-final.pdf). Cuestión distinta es que esas instrucciones se respetaran en todos los casos.
[72] Véase (disponible en http://e-spacio.uned.es/fez/eserv/tesisuned:GeoHis-Mjnavarro/NAVARRO_BOMETON_MariaJose_Tesis.pdf).
Sobre esta temática resulta interesante la investigación de ., sobre la significación del trabajo en los hospitales y edificios religiosos en el Antiguo Régimen y en el paso de éste a la edad contemporánea.
[73] (disponible en https://eprints.ucm.es/id/eprint/3580/1/T17118.pdf).
[74] Esta explotación de los locos vuelve a renacer a finales del XIX con la degradación del tratamiento moral, véase en este sentido, y referido a la experiencia francesa, y bibliografía allí indicada. Este autor ilustra la realización de trabajos forzados a cargo de los enfermos menos pudientes, con la referencia a los manicomios de Sant Boi y de la Santa Cruz (pág. 84).
[75] No pocas sustancias naturales, y preparados fueron utilizados como calmantes, dependiendo, naturalmente, de su disponibilidad en las boticas. Nos referimos al láudano (opio), belladona, alcanfor, beleño, etc.
[77] En cualquier caso, hubo un mal que recorrió toda la vida del Hospital hasta pocos años antes de su completa destrucción durante el Primer Sitio de Zaragoza: la tremenda escasez de recursos económicos que, obviamente, repercutió sobre los enfermos, y que incluso llevó a la suspensión de algunos tratamientos (como el impartido contra el morbo gaelico). Véase en este sentido, por todas, .
[79] “La reforma del tratamiento de los enajenados presenta en Francia dos grandes épocas ; la primera (la de Pinel), que puso término á una barbarie secular, é inauguró un progreso para la civilización; la segunda , que comienza con la ley del 30 de Junio de 1838 , debida en mucha parte á los esfuerzos de Esquirol y de Ferrus, abre magníficos asilos á millares de enfermos que, si en ellos no recobran la razón, en ellos encuentran por lo ménos una subsistencia asegurada , una asistencia esmerada , y un bienestar desconocido para la mayor parte de ellos. Para los que vieron las mazmorras y cadenas de otros tiempos, el mejoramiento es considerable; pero una reforma llama á otra, y las exigencias se hacen cada día mayores. Ya no satisface por completo lo que hemos ganado, ya se cuestiona si es ó no conveniente secuestrar á los locos. El ilustre Dr. Gonolly proclama y generaliza en Inglaterra el sistema del no restraint (abolición dé las trabas ó represiones), y el Dr. Parigot, de Bruselas, se erige en campeón de la idea de Gheel y del tratamiento al aire libre” (nota del doctor A. Brierre de Boismont acerca de la , disponible en https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1861/295/A00004-00004.pdf).
De todas formas, y siendo cierto lo que se dice de Pinel, no debe obviarse que en ocasiones recomendaba el uso de la fuerza y la reclusión como tratamiento; en este sentido, véase su . (https://rodin.uca.es/xmlui/handle/10498/11015). Ese apego al sufrimiento como mecanismo de tratamiento estuvo presente en toda la “Escuela francesa” del XIX. Así, F. LEURET, médico jefe de Bicêtre (y discípulo de Esquirol) diría: “El dolor, es verdad, forma parte del tratamiento que recomiendo para curar a los alienados. Pero decir que lo empleo siempre y para todos los enfermos es una aseveración que desmienten tanto mis escritos como mis actuaciones. El sufrimiento sirve de palanca en estos pacientes, al igual que resulta útil en el transcurso cotidiano de la vida y como resulta oportuno en la educación. Se trata de uno de esos mecanismos que provocan la huida del mal y la persecución del bien, aunque no sea así necesariamente” ).
[80] , disponible en http://www.revistaaen.es/index.php/frenia/article/view/16431/16276
[83] Esta enorme creación asilar que se produjo en Francia a partir de la Ley de 1838, que sin duda dignificó extraordinariamente el tratamiento de los locos, produjo un efecto negativo a sus estructuras de pensamiento que se extendió en el vecino país hasta casi la segunda guerra. Nos referimos a que concedió una enorme rigidez al sistema -por el gran aparato institucional y funcionarial que puso en pie- que impidió la absorción de las “nuevas corrientes” de la psiquiatría que provinieron de Alemania, ligadas fundamentalmente a la neurología, que sin embargo penetraron con mucha mayor facilidad en España, donde no había estructura alguna que guardar (lo que no impidió que manicomios de referencia -como el de la Santa Cruz- siguieran vinculados al “tratamiento moral” hasta bien entrado el siglo XX, y que en otros se siguiera reproduciendo el “corral de locos” de Goya, como denunciara Concepción Arenal; en todo caso tal influencia no comenzó a dar sus frutos en España hasta finales del XIX -véase . La sana incursión en el positivismo, que tan espléndidos resultados aportó en todas las ramas del saber, proporcionó también magníficos frutos en la psiquiatría.
[85] , “adoptó el pensamiento progresista de la Ilustración: si la locura era un trastorno mental, debía ser aliviado mediante procedimientos mentales. La sujeción física era, en el mejor de los casos, inconsecuente y, en el peor una salida fácil y un motivo de irritación. Un tratamiento efectivo debía penetrar la psique”.
[86] Desde luego nadie ignora que la visión de FOUCAULT sobre el ejercicio del poder psiquiátrico a través del manicomio ha ocupado la discusión sobre estos establecimientos durante muchos años. Sin embargo, no hay más que ver la evolución del “tratamiento” de los locos hasta finales del XVIII o principios del XIX con la ocurrida a partir de esos momentos, para certificar que los manicomios no cumplieron, o no cumplieron solamente, el papel que les ha atribuido FOUCAULT (que en cualquier caso demostró ser un gigante del pensamiento en el siglo XX, con su “Historia de la locura en la época clásica”). En este sentido, accesible en http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0185-16592009000100008 ) reflexiona que “Llegados a este punto cabe preguntarse si desde el campo de la historia esta visión que concibe al manicomio como un instrumento del Estado puede dar cuenta de las múltiples experiencias que cabían tras sus muros. No es ocioso cuestionarnos si el manicomio se puede reducir al ejercicio del poder psiquiátrico y la locura a la voz de los excluidos o si este enfoque ha impedido ver la complejidad de una institución que, según interpretaciones recientes, hizo las veces de un lugar de reclusión, desde luego, pero también de refugio, de espacio terapéutico y de producción del saber”; y continúa la misma autora [recogiendo las aportaciones de ; ; ; , diciendo: “La invención del manicomio supuso una ruptura con la tradición de asilo y custodia que mezclaba razones caritativas, médicas y de defensa social para hacer de esta institución un espacio esencialmente terapéutico dirigido por médicos y donde el confinamiento se constituyó en el factor clave de la curación, pues al aislar al enfermo del mundo exterior quedaba alejado de las personas, los hechos o las pasiones que podrían haber originado su locura” (véase también, , y bibliografía allí indicada, disponible en https://www.revistaaen.es/index.php/aen/article/view/15163/15029).
Más allá de lo anterior, y como lógica evolución, el cuestionamiento del manicomio como institución total, la necesidad de desinstitucionalizar el tratamiento de la locura junto con la evidencia de que la atención psiquiátrica puede, y debe, darse fuera de los sanatorios mentales en la mayoría de los supuestos, así como la crítica al poder psiquiátrico, ha llevado a una nueva evolución del tratamiento de los enfermos mentales a partir de los años 50 del pasado siglo, que ha pasado ya por distintas fases.
[88] Véase . No debe olvidarse, en este sentido, que ya en los seis años anteriores al trienio constitucional, Fernando VII prohíbe la publicación de cualquier escrito no autorizado expresamente por el Gobierno, así como los publicados e importados en la época anterior; es decir: consagró el páramo intelectual en España [véase la fundamental obra de ; véase también en el sentido apuntado, ].
En la censura, Fernando VII fue un fiel seguidor de las disposiciones de Felipe II, y algunos de sus sucesores. En efecto, el “rey prudente” antes de prohibir a los castellanos estudiar en el extranjero -con algunas excepciones- por Pragmática de 22 de noviembre de 1559 (prohibición que amplió a la Corona de Aragón en 1658), estableció grandes obstáculos para hacer imprimir libros en la Península y para importarlos del extranjero; ello lo hizo mediante Pragmática de 7 de septiembre de 1558 (dada por la Princesa Juana en ausencia del Rey). Esta legislación -que produjo depauperación para la impresión de libros en España al tiempo que alimentaba la impresión de libros escritos por españoles en Alemania, Italia o Francia- fue continuada por algunos de sus sucesores, como Felipe IV que la actuó de la mano, preferentemente, de la Inquisición, quien firma su importante legislación al respecto en 13 de junio de 1627; Carlos II quien prohíbe la impresión de libros que traten de asuntos de estado” con Ley de 8 de mayo de 1682; el primer “borbón” Felipe V -Ley de 27 de noviembre de 1716-, etc.
Desde luego que la censura -y prescindiendo de las disposiciones de la iglesia- tiene precedentes ya en los tiempos de los Reyes Católicos -Pragmática de 8 de julio de 1502, en Toledo, estableciendo la censura previa- y Carlos I -Ordenanzas del Consejo Real de 12 de julio de 1554, en La Coruña-. Sobre lo anterior, véanse: . (disponible en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=51113); . (disponible en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=4894020); ; muy interesante también, , y bibliografía indicada (disponible en https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=185162).
[90] Se trató de una situación que afectó no sólo a la psiquiatría sino a la medicina en general. En este sentido, . (disponible en https://revistaayer.com/sites/default/files/articulos/7-6-ayer7_LaCienciaEspanaXIX_LopezPineiro.pdf).
[91] No obstante, Marcelino . (disponible en, http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmch9937). Véase, sin embargo, .
[93] Se trató del gran impulsor de la psiquiatría catalana en la segunda mitad del XIX [véase por todas, (disponible en, https://nah.sen.es/vmfiles/abstract/NAHV3N1201519_29ES.pdf].
[94] , refiere, citando a Rubio Vela, cómo en el siglo XIV la mayor parte de los ingresos de algunas instituciones de caridad en Valencia, provenían de las rentas que les proporcionaba los préstamos que su cuantioso patrimonio les permitía hacer al Ayuntamiento de la ciudad.
[97] No debe entenderse que esta decisión sobre los bienes de la iglesia supusiera una novedosa limitación de las potestades eclesiásticas, pues durante todo el siglo XVIII los “encontronazos” Estado-iglesia se habían frecuentado: en el Concordato de 1717 Alberoni hizo promesas a la iglesia que luego no cumplió; el de 1737 no llegó a entrar en vigor para España porque perjudicaba sobremanera los intereses estatales; el de 1753 consagró el regalismo y desequilibró la balanza a favor del Estado; y sobre lo anterior, Carlos III introdujo el exequatur (1762) para los documentos papales, que impedía su publicación en España sin previa autorización real, y finalmente en 1767 fueron expulsados los jesuitas de todo el Imperio (siguiendo una corriente que se impuso en Europa: Portugal, Francia, Nápoles…) e incautadas sus propiedades (véase GIL NOVALES, A “Política y sociedad”, en M. Tuñón de Lara VII. Centralismo, Ilustración…, ob. cit., págs. 204 y ss.).
En todo caso, después de la desamortización de Godoy y durante los años que siguieron, y ya en la Guerra de la Independencia, se siguieron dictando disposiciones en pro del despojo de bienes a la iglesia (véase última obra citada, págs. 270 y ss.); y también, durante el trienio liberal, se puso coto a las posibilidades de la iglesia y sus instituciones de misericordia (aunque también alcanzara la prohibición a otras fundaciones privadas) en lo que se refiere a la adquisición de bienes raíces, para evitar la vuelta a la situación anterior a la desamortización de Godoy (Ley Desvinculadora de 27 de septiembre de 1820).
El problema para las instituciones de la iglesia es que la guerra vino a impedir, o limitar fuertemente, las compensaciones que en la RO de 25 de septiembre de 1798 se habían dispuesto para los propietarios de los bienes raíces desamortizados, que era del 3% de su valor a cargo de la Caja de Amortización, con lo que la penuria en la que ya vivían esos centros se acentuó hasta, en no pocos casos, límites impensables.
[98] Véase en este sentido, . (disponible en http://revistaaportes.com/index.php/aportes/article/view/419/249).
[99] El problema sólo comenzó a ser abordado con la Ley de Beneficencia de 1849, que en lo que se refiere a las compensaciones patrimoniales se incumplieron reiteradamente.
[100] Entre los cuales hay que citar a no menos de treinta mil eclesiásticos como consecuencia, especialmente, de las leyes de desamortización de Mendizábal (de 19 de febrero de 1836) y de supresión del diezmo (de 29 de julio de 1937). Véase a este respecto , https://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0716-54552008000100009#footnote-13716-48-backlink).
[101] Ese empobrecimiento de enormes masas de individuos se produjo –y posteriormente se aceleraría con la Ley Madoz- como consecuencia de que la venta de propiedades, ya fueran de la iglesia o de los ayuntamientos, arrojó a la miseria a personas que desde hacía siglos se mantenían en esas tierras, obteniendo lo mínimo indispensable –nunca tuvieron excedentes- para poder vivir (sobre la desamortización producida por la Ley de 1 de mayo de 1855, véase , y el siempre referente de ; también, ).
Esa vinculación entre pobreza y locura –y el correspondiente apartamiento de las viejas concepciones de la locura como una señal de haber sido elegido de dios, o su contrario, la locura como castigo divino- se extendió, como ya se ha dicho, a partir de la Baja Edad Media; sobre el particular, véase , passim. En cuanto a la vinculación entre guerra y locura, debe tenerse en cuenta, también, que a partir de PINEL y ESQUIROL se vino a admitir que las emociones violentas, como las que se sufre en los campos de batalla, podían ser productoras de locura (las que luego se conocieron como “psicosis de combate” que alcanzaron tanto reconocimiento durante la Primera Guerra Mundial, y que fueron producidas, especialmente, durante los terribles ataques artilleros a las trincheras). DORADO MONTERO, sin embargo, atribuía el alto porcentaje de militares asistidos en las unidades psiquiátricas [que ponen de manifiesto https://raco.cat/index.php/Dynamis/article/view/336033/426827] a que: “Forman parte del ejército no pocos degenerados, epilépticos y, en general, individuos que carecen de la integridad de su personalidad psíquica y de su autodominio espiritual, por lo que fácilmente incurren en faltas y por ello son castigados” (“Errores judiciales. Locos condenados por los tribunales”, en ; también en: , disponible en: http://www.reis.cis.es/REIS/PDF/REIS_047_11.pdf). Desde luego no puede negarse que el eximio penalista tenía una “visión cuartelera” de las psicosis de combate. Pues bien, a pesar de las palabras de DORADO MONTERO es lo cierto, como indica la razón, que no pocos militares –a veces no tanto como consecuencia del combate sino de la disciplina impuesta en los regimientos o de la torpe selección que se hacía de los incorporados a filas- caían en la locura. En este sentido fueron numerosas las disposiciones que durante todo el siglo XIX fueron dictadas para proveer lo necesario cuando tal cosa acaecía; valga por todas, la Circular del Ministerio de la Guerra de 12 de julio de 1864, Gaceta de Madrid, núm. 219, de 6 de agosto de 1864, https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1864/219/A00001-00001.pdf.
[103] Decimos “nominal”, siguiendo a ) porque como expone este autor, “La ley de 1849 consagró la privatización de la asistencia psiquiátrica al aceptar el papel subsidiario del Estado. Privatización que no sólo debe entenderse en los términos en que se producía la gestión de las instituciones durante el Antiguo Régimen (obras pías, patronatos…, etc.), sino en términos de gestión empresarial de las mismas como empresas de servicios con ánimo de lucro…Los efectos de la ley sobre la asistencia consistieron en favorecer a los propietarios de los centros, marginar a los médicos y liberar a los poderes locales de sus responsabilidades”, todo lo cual condujo a un deterioro de la calidad de la asistencia durante todo el siglo. Sobre el modelo de gestión, véase el autor y la obra acabados de citar, págs. 49 y ss.
[104] De hecho, el Estado vino ya a asumir determinadas labores de asistencia como consecuencia directa de la normativa desamortizadora, véase en esa dirección el RD de 29 de julio de 1837, especialmente los apartados III y ss. En este sentido creemos que la desamortización implicó, directamente, una cierta secularización de la asistencia, aunque, desde luego, ello no significa que la vida en el ámbito de la asistencia quedara ya desprendida de la influencia religiosa, pues la sociedad entera estaba impregnada de ella.
[105] Gaceta de Madrid del 24 de junio de 1849. Esta legislación tuvo su precedente en la Constitución de 1812 (artículos 321. Sexto y 335. Octavo), que volvió a regir, además de en el trienio liberal, en 1836, hasta que se dictó la Constitución de 1837; ello posibilitó que al inicio del segundo tercio del siglo XIX se volviera sobre la Ley de Beneficencia de 1822, y que en torno a aquel año los ayuntamientos y las diputaciones asumieran protagonismo en relación con la asistencia, a la que revitalizaron. Todo ello preparó el camino a la Ley de Beneficencia de 1849 que se dicta para, precisamente, poner límites a la acción municipalizadora y conceder el protagonismo a la iglesia.
[106] Gaceta de Madrid del 16 de mayo de 1852. Este Reglamento fue muy criticado por Concepción Arenal, pues vio escasa voluntad política de plasmar sus previsiones y un exceso de centralización (, disponible en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/articulos-sobre-beneficencia-y-prisiones-volumen-i--0/html/fefb4db6-82b1-11df-acc7-002185ce6064_4.html#I_9”), análisis que sirvió a la escritora a la hora de redactar su Proyecto de Ley de Beneficencia que le había sido encargado y no se llegó a discutir (véase, http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/articulos-sobre-beneficencia-y-prisiones-volumen-ii--0/html/fefb5568-82b1-11df-acc7-002185ce6064_5.html#I_50). De ese Proyecto sólo diremos lo siguiente para no caer en una inútil erudición: es producto del conocimiento de la realidad y expresión de una humanidad desbordante.
[107] . Pero más allá de esta obra (sobre la cual Giné y Partagás elaboró un interesante estudio: ) es obligado hacer referencia a la que es una de las más importantes aportaciones sobre asistencia psiquiátrica, nos referimos a su (disponible en https://books.google.es/books?id=coMW-dSdUHIC&printsec=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false). En esta gran obra, sin duda una de las más importantes de la historia de la psiquiatría española, Pi i Molist (influido decisivamente por el tratamiento moral de Pinel, aunque admitiendo la imposibilidad de conseguir curación completa en no pocas enfermedades) constituía al aislamiento en un hospital para locos (págs. 5 y ss.) como el necesario presupuesto de una correcta asistencia psiquiátrica (no resolutivo de meros conflictos de orden público), y en este sentido se daba un vuelco a la tendencia a la “domiciliación” de la enfermedad y al enfoque dirigido predominantemente a la seguridad (aunque fuera para el propio loco). Por ello, precisamente, la construcción de edificios adecuados (que deben cumplir muchas finalidades, véanse págs. 15 y s.), se constituía en el primer peldaño para el combate contra la enajenación. Asimismo deben destacarse las precisas, y preciosas, instrucciones que proporciona en su gran obra Pi i Molist sobre cómo debe construirse un manicomio (que en lo que se refiere a organización arquitectónica supone, en el ámbito de la psiquiatría, lo que el panóptico de Bentham en el penitenciario -véanse páginas 93 y ss.-): estamos por ello, y también, ante una magnífica guía para arquitectos, que, ¡ojalá!, siguieran los profesionales de hoy en día en todos sus proyectos, especialmente los públicos.
[109] El impulsor del llamado “manicomio-modelo” –tan objeto de discusión durante todo el siglo XIX- fue el Dr. Pedro María Rubio, médico de la reina, quien, con ocasión de haber girado, en 1845, una visita al manicomio de Zaragoza -tras la dimisión de Vieta y Sala ocasionada por las pésimas condiciones de habitabilidad del manicomio de Zaragoza, lo que plasmó en su obra acabada de citar- promovió los cambios legislativos necesarios. “Tan desolador debió ser el espectáculo que el médico de la reina contempló en Zaragoza que corrió a participar a SS. MM. lo que había visto, suplicando con instancia que acudiesen al remedio de tantos infelices enfermos, peor tratados que los mayores criminales, y aún peor que las fieras que se les destinan en sus Reales jardines. Conmovido el ánimo de SS. MM. […] dos días después, V. E. [el ministro de Gobernación] acompañado del señor Ministro de Hacienda y el que suscribe, visitaron el hospital general de Nuestra Señora de Gracia y el edificio que existe en el centro de su gran patio destinado a los locos” [Archivo de la Diputación Provincial de Zaragoza, Establecimientos de Beneficencia, 34/20, f. 1., pág. 1178; cita tomada de .
[110] Un problema diferente, al que no podemos dar respuesta, es ¿cuántos manicomios hacían falta? La contestación a esa pregunta debía ser el resultado del análisis de las estadísticas publicadas en la Gaceta de Madrid, núm. 5138, de 7 de octubre de 1848, referidas a los dementes que se hallaban en la Península e islas adyacentes entre 1846 y 1847 - https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1848/5138/A00001-00003.pdf. De acuerdo con los datos reflejados en las dichas estadísticas, y en lo que importa a establecimientos donde se procedía al internamiento de los locos, sólo había 4 especiales para dementes [Casa de dementes de Mérida, Casa de Inocentes dementes de Valladolid, Hospital de Nuestra Señora de la Visitación (vulgo Nuncio) de Toledo, Departamento de dementes del Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza], a los que había que añadir 44 establecimientos generales de beneficencia (hospicios generales, hospicios y casas de misericordia, inclusas y casas de expósitos), 17 cárceles, galeras y presidios donde se internaban a los locos delincuentes, y un convento donde se recluía a las mujeres que habían cometido delito; a estos establecimientos hay que sumar los hogares en los que se acogía a los numerosos parientes locos, que por lo que se refiere a estos últimos eran en número de 5651 por 7277 los acogidos en los establecimientos públicos.
En todo caso, el artículo 5 del Reglamento de la Ley de Beneficencia de 14 de mayo de 1852 estableció que debían ser 6 en todo el reino, número que nunca se llegó a alcanzar. De todas formas, el artículo 92 del Reglamento disponía que a los locos se les acogiera también en los establecimientos de asistencia, incluso en el mismo edificio que a otros asilados, si no había pabellones separados –artículo 93 del Reglamento-. No debe olvidarse, no obstante, el hecho cierto de que la existencia de recursos psiquiátricos incrementa el número de personas necesitadas de ellos (véanse las reflexiones de ). Esta es una cuestión que actualmente ha sido reiteradamente denunciada en conexión con la industria farmacológica, a la que se acusa de inventarse enfermedades mentales, y aún de provocar muertes en la sanación de esas presuntas enfermedades (véase una exposición clara de este problema en ).
[111] Véase en este sentido, . Resulta interesante a estos efectos el estudio de , passim. Tampoco la opinión que se tenía de los médicos que habían de prestar la asistencia sanitaria era demasiado elevada entre los viajeros extranjeros, véase a este respecto la dura crítica (seguramente exagerada, como lo es todo el relato) de . (disponible en http://www.bibliotecavirtualdeandalucia.es/catalogo/es/catalogo_imagenes/grupo.do?path=1011771): “DESPUÉS de tratar de los venteros españoles, nos fué cosa fácil hablar de los ladrones, y no es más difícil pasar de este tema al de los médicos. Aquéllos, al menos, ofrecen una cortés alternativa, puesto que piden ‘la bolsa o la vida’, mientras que los médicos, en la mayor parte de los casos, se quedan con ambas; pero por no vestirse de modo tan pintoresco, ni ejercer su oficio de manera tan dramática, no gozan de tanta reputación en Europa como los bandoleros. Por el contrario, mientras todos los que han escrito y escriben sobre la Península nos advierten que debemos guardarnos de los ladrones que se ocultan en las encrucijadas de los caminos, nadie nos pone en guardia contra el Sangrado, cuyo arte es más mortífero que la insolación, tan corriente en Castilla. ¡Desgraciado del que caiga en sus manos! Ya puede ir previniendo que tomen medida de su sepultura, pues, como suelen decir, tomar el pulso es pronosticar al enfermo la losa”.
Un diagnóstico templado, sin embargo, como es el de ) no llega a conclusiones más halagüeñas, al menos en lo que se refiere al primer tercio del siglo y todo ello como consecuencia de la reacción absolutista contra liberales y afrancesados: “[L]a represión ideológica absolutista se manifestó también en el plan de estudios médicos promulgado por Calomarde en el mismo 1824, que reinstauró el latín como lengua académica, impuso la enseñanza de la religión como asignatura obligatoria y recomendó para el aprendizaje clínico comentarios del siglo XVI a los textos hipocráticos” (pág. 212). En cuanto al periodo isabelino, LÓPEZ PIÑERO lo caracteriza como uno de luces y sombras, aunque fecundo en la entrada de información; sólo en el último tercio del siglo se inició una clara recuperación de las ciencias médicas (págs. 219 y ss., y 227 y ss.).
[112] Es oportuno recordar el importantísimo papel que la familia jugó en el ámbito de la asistencia social durante el siglo XIX, lo que fue favorecido por la estructura que la institución tenía en aquéllos tiempos.
[114] Ciertamente esta Ley -no este precepto- fue, además de causa del levantamiento de Espartero y del fin de la Regencia de María Cristina, de escasa aplicación en un primer momento, pues su vigencia se suspendió por Decreto de la Regencia provisional de 13 de octubre de 1840, y hasta la regencia de Narváez no volvió a entrar en vigor.
[117] Véanse en este sentido, por ejemplo, los artículos 21 y 98 de la Ley acabada de citar. En todo caso esa política de “domiciliación de los enfermos” tiene abundantes precedentes en Carlos III, y de forma inmediata en el Real Decreto de 12 de julio de 1816 https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE//1816/088/A00752-00753.pdf. Sobre el particular véase ).
[118] Por cierto, que es habitual que cada autor le otorgue una fecha diferente a este Reglamento que suelen ir de 1821 a 1823. El origen del problema está en que como era habitual en el sistema de fuentes de aquellos años: primero se aprobó por las Cortes el correspondiente Decreto, lo que se hizo con fecha 27 de diciembre de 1821; luego lo sancionó el Rey, lo que efectuó con fecha 6 de febrero de 1822; y posteriormente se comunicó -mediante Real Orden- por el Secretario de Estado y del Despacho de la Gobernación de la Península, lo que se llevó a cabo con fecha 12 de febrero de 1822. La fecha, pues, del Reglamento es la de su aprobación en Cortes: 27 de diciembre de 1821.
[119] En este mismo sentido asevera que: “En el caso español se sostuvo que durante el siglo XIX la red manicomial fue tan pobre que no pudo absorber la demanda. En algunas regiones como Cataluña, donde prácticamente toda la psiquiatría era privada, los médicos atendían a la burguesía, más por un espíritu de negocio que por un afán de control social. Igualmente resultaba muy difícil que instituciones públicas en manos de religiosos llevaran a cabo el programa del tratamiento moral, ya que muchos de los edificios no se podían habilitar para separar a los pacientes en pabellones. La escasez de médicos alienistas obligaba a que el médico del hospital, por falta de preparación, sólo atendiera las enfermedades comunes de los internos. Estos rasgos de la psiquiatría española han llevado a concluir en el desinterés del Estado por la locura y en la muy baja probabilidad de que ésta se convirtiera en un problema social”. Efectivamente, y en cuanto a instalaciones, fue en Cataluña donde se instalaron más temprano sanatorios mentales particulares, en concreto el primer sanatorio mental privado fue la llamada “Torre Lunática”, en Lloret de Mar, fundado por Francisco Campedra en 1844.
[120] Obviamente en algunos centros se proporcionó una asistencia psiquiátrica alejada de los brutales métodos “psiquiátricos” tradicionales que denunciaba Concepción Arenal. Ejemplo de ello fue la Clínica del Doctor Esquerdo, en Carabanchel Alto (Madrid), en la que durante algunos años oficiaría Jaime Vera, en la cual se “Permitía apenas un máximo de dieciocho ingresos, eso sí, dotado espléndidamente de capilla, capellán, médico residente, profesor de gimnasia, dos practicantes y dos ayudantes, amén de hermanas de la caridad y enfermeras. También ofrecía actividades lúdicas, como billar, gimnasio, juego de pelota, música y teatro. Los precios, como es de suponer, estaban lejos de ser módicos, pero la esmerada atención bien lo valdría: respeto, abolición de métodos represivos y máxima libertad posible” ( https://nah.sen.es/vmfiles/abstract/NAHV4N3201683_93ES.pdf).
[122] ; cita tomada de . Sobre la necesidad de que el estudio de la medicina incidiera también en lo psiquiátrico, se había pronunciado, medio siglo antes, .
[123] Cita tomada de: AZCARAIN DÍAZ, F “La asistencia psiquiátrica en España en los siglos XVIII y XIX”, ob. cit., pág. 86.
[125] Véanse las críticas a este manicomio recogidas por ; en el mismo sentido, Pi i Molist se referiría a él como “[U]n ensayo mezquino que por cierto saldría muy mal librado de la crítica del más imparcial frenópata”, en Proyecto médico razonado para la construcción…, ob. cit. pág. XIX.
, hace una descripción verdaderamente siniestra del manicomio de Leganés, (a ella se refiere también ). Pero, en esta ocasión, a nosotros nos interesa más el dibujo que realiza el autor canario de los “loqueros” en el manicomio de Santa Isabel: “Dos loqueros graves, membrudos, aburridos de su oficio, se pasean atentos como polizontes que espían el crimen. Son los inquisidores del disparate. No hay compasión en sus rostros, ni blandura en sus manos, ni caridad en sus almas. De cuantos funcionarios ha podido inventar la tutela del Estado, ninguno es tan antipático como el domador de locos. Carcelero-enfermero es una máquina muscular que ha de constreñir en sus brazos de hierro al rebelde y al furioso; tutea a los enfermos, los da de comer sin cariño, los acogota si es menester, vive siempre prevenido contra los ataques, carga como costales a los imbéciles, viste a los impedidos; sería un santo si no fuera un bruto. El día en que la ley haga desaparecer al verdugo, será un día grande si al mismo tiempo la caridad hace desaparecer al loquero” (La desheredada, Biblioteca Virtual, disponible en https://biblioteca.org.ar/libros/92773.pdf).
[126] Se trató de un Informe –muy citado pero no tanto consultado- encargado por el “Comité de Mendicidad de la Asamblea Constituyente Francesa” al referido médico, y que fue publicado en La médecine éclairée par les sciences physiques, ou Journal des découvertes relatives aux differéntes parties de l'art de guérir, T. II, 1791, págs. 315 y ss., (https://books.google.es/books?id=XnZEAAAAcAAJ&pg=RA1-PA384&hl=es&source=gbs_selected_pages&cad=2#v=onepage&q&f=false) donde se decían cosas como las siguientes: “En el frontispicio del Hospital de Zaragoza figura la inscripción: Urbis et Orbis. Allí se atienden las necesidades de alivio de todo tipo de enfermedades, sin distinción de edad, sexo, patria o religión”; y en efecto, se congregaban allí, y además de enfermos febriles, crónicos y quirúrgicos, otros afectados por la viruela, sarna, etc.; pero las condiciones en las que se tenía a los asilados no eran precisamente piadosas: carecían de colchones, estaban encerrados en departamentos que nunca se abrían, unas decenas de ellos en jaulas…, la comida se la administraban a través de pequeñas ventanas abiertas en la puerta…desnudos buena parte de ellos… ¿cuál era la diferencia entre las condiciones en las que se hallaban estos enfermos y la de los presos más feroces? [sobre el particular, véase ) quien dedica ilustrativos comentarios al Informe y al Hospital de Zaragoza].
En todo caso, Iberti expuso bien a las claras el trato que se propinaba a los dementes en el mentado Hospital, y su relato resulta corroborado por el de un oficial del ejército napoleónico, el barón Lejeune, que cuando se tomó la ciudad y asaltaron las tropas francesas el Hospital, se encontraron a los locos “encadenados, metidos en jaulas que eran demasiado pequeñas y en las cuales aquellos desdichados no podían extenderse, ni ponerse de pie” –-. Ciertamente este relato corresponde a diez años después del extendido por Iberti, y referido a unos momentos bélicos de especial complejidad. Pero también lo avala Goya, quien al comentar su pintura “Corral de locos” –llevada a cabo en 1792 y actualmente ubicada en el Meadows Museum, Dallas- en una conocida carta dirigida a Bernardo de Iriarte el 7 de enero de 1794 decía: “…un corral de locos, y dos que están luchando desnudos con el que los cuida cascándoles, y otros con los sacos (es asunto que he presenciado en Zaragoza)”. Sobre lo ocurrido con los locos internados en el Hospital tras la destrucción de éste y su tratamiento posterior, véase: “Noticia que da la Sitiada o Junta de Gobierno del Real y General Hospital de Nª. Sª. de Gracia de Zaragoza, capital del Reyno de Aragón, a la Real Academia Médica de Madrid sobre el estado de los departamentos de dementes, o locos que existen en el mismo. (Zaragoza, 23-X-1817)”, publicado por . (disponible en https://cdn-cms.f-static.com/uploads/2236286/normal_5cf16f15e586a.pdf).
Ciertamente, en el mismo texto citado, Concepción Arenal sí alababa algún otro centro existente en España, como el de Valladolid, donde no se tenía atados a los enfermos a quienes se trataba humanamente, estaban vestidos, bien alimentados, dormían en colchones…, pero así y todo decía de ese manicomio: “establecido en un edificio no construido para el objeto, al que faltan muchas condiciones para llenarle, y, sobre todo, donde hay más enfermos de los que pueden albergarse y cuidarse con todo el esmero que es de desear. Pues bien: a pesar de estas condiciones desfavorables, en el manicomio de Valladolid, que acabamos de visitar, no sucede nada parecido a lo que pasa en el de Zaragoza…”
[129] Fuera de las estadísticas, y al menos en períodos históricos excepcionales, también se presentaron otros casos, véase en este sentido .
[130] Obviamente ésta no afectaba exclusivamente a los manicomios sino a todo el sistema de beneficencia. Concepción Arenal, mujer (no nos cansaremos de repetirlo) dotada de una gran humanidad, comentó una noticia aparecida en “El Clamor de Baeza” en 1885 y que pone de manifiesto la criminal falta de recursos incluso para los más desvalidos: “La situación en que se halla la Casa de Expósitos de esta ciudad no puede ser más triste. A consecuencia de adeudarse 27 mensualidades a las amas externas y 14 a las internas, no hay quien quiera lactar a aquellos pobres niños, de los cuales solamente 10 han sobrevivido. Se ha dado él caso de morir tres de ellos en un día. Esta época recuerda otra en el año 67, en que se dio el horrible caso de morir de hambre en el mismo establecimiento 28 niños, algunos hasta con los dedos comidos” (, disponible en https://biblioteca.org.ar/libros/70926.pdf).
[131] Las condiciones en las que los alienados se hallaban en las dichas instalaciones eran tales que Giné y Partagás, en el mismo sentido que lo había hecho Concepción Arenal, exclamó: “...los manicomios anexos a nuestros hospitales son pudrideros de locos. Si albergaran personas de razón sana enloquecerían casi todas” ; disponible en, http://diposit.ub.edu/dspace/handle/2445/13012?mode=full).
[132] Clara exposición de lo que se dice resulta del contenido del Dictamen del Consejo de Estado -anexo a la Real Orden de 29 de febrero de 1876, del Ministerio de la Gobernación, Gaceta de Madrid núm. 145, de 24 de mayo de 1876- según el cual: “[Q]ue siendo las casas de enajenados , según la ley, establecimientos generales, debían estar sostenidas por el Estado; pero que por no haber podido establecerlas en número suficiente, las provincias que tenían manicomios venían obligadas á admitir los pobres dementes naturales y vecinos de las provincias que no los tienen con el abono de las estancias que causen, según lo declaró la Real orden de 2 de Julio de 1862: que la Diputación de Madrid debía 15.765 pesetas hasta 30 de Junio de 1872, y para eludir el pago reclama á la de Valencia 1.954 pesetas por estancias de dementes en el hospital de Madrid y 75.567 por las de acogidos en el Hospicio y Colegio de Desamparados, devengadas unas y otras desde 1.º de Enero de 1850 á 30 de Junio de 1872: que si bien la primera partida puede considerarse de legítimo abono, no así la segunda, porque la ley de Beneficencia de 20 de Junio de 1849 y él reglamento de 14 de Mayo de 1852 declararon establecimientos provinciales las casas de misericordia, huérfanos y desamparados, á cuya categoría pertenece el Hospicio y Colegio de Desamparados de Madrid; y que estando dispuesto en el artículo 12 del reglamento citado que los pobres acogidos en los indicados establecimientos deben ser mantenidos por la provincia de donde son naturales, á ménos de haber tomado los mismos, ó sus padres si se trata de huérfanos, vecindad en la provincia en que reclamen el socorro de la Beneficencia, carece de fundamento la reclamación de la Diputación de Madrid, porque si la vecindad es lo primero que la ley tiene en cuenta, debió aquella corporación consignar en los expedientes la de los pobres que acogió para mantenerles con sus propios recursos si eran de la provincia, ó trasladarles á la de Valencia si á aquella correspondían; y que no habiéndose hecho constar tal circunstancia, no puede reconocerse obligada á reintegrar las dietas de 22 años, cuando ni tuvo noticia de la admisión de los pobres que las causaran, ni pudo juzgar de sus necesidades”.
[133] Que había inaugurado en 1876, en Ciempozuelos, un manicomio masculino y en 1881 uno femenino; y que, con el tiempo, a principios del siglo XX, llegó a tener una “clínica militar”.
[134] Éste fue el primer Hospital que cayó en manos de la orden hospitalaria -en 20 de agosto de 1895-, lo que estuvo provocado por la quiebra económica a la que fue llevado por la gran humanidad de su fundador, el Dr. Pujadas (partidario del tratamiento moral) quien se terminó suicidando, y el abuso del Estado que no pagaba sino tarde y mal sus facturas por tantos enfermos que enviaba a la institución.
[135] La presencia de las Hermanas de la Caridad de S. Vicente de Paul fue también una constante en los establecimientos psiquiátricos públicos, habiéndose llegado a encargar de la gestión interna de no pocos de ellos, como el de Leganés de Madrid.
[136] AZCARAIN DÍAZ, F “La asistencia psiquiátrica en España en los siglos XVIII y XIX”, ob. cit., pág. 85.
[137] , disponible en https://www.revistaaen.es/index.php/aen/article/view/16231
[140] Véase, (disponible en, http://diposit.ub.edu/dspace/bitstream/2445/13012/17/b12715098_017.pdf).
[141] Gaceta de Madrid, núm. 141, de 21 de mayo de 1885, (disponible en https://www.boe.es/datos/pdfs/BOE/1885/141/A00511-00511.pdf).
Deben citarse también los artículos 52 y ss. y 59 y ss. del RD de 12 de mayo de 1885, por el que se aprueba el Reglamento Orgánico para el régimen y gobierno interior del manicomio de Santa Isabel de Leganés (Gaceta de Madrid de 15 de mayo de 1885, disponible en https://www.boe.es/gazeta/dias/1885/05/15/pdfs/GMD-1885-135.pdf).
[148] En realidad, hablamos, como es sabido, de ámbitos incomparables. De cualquier modo, véase la Encuesta Nacional de Salud ENSE, España 2017. Serie Informes Monográficos. Ministerio de Sanidad y Consumo, (disponible en https://www.mscbs.gob.es/estadEstudios/estadisticas/encuestaNacional/encuestaNac2017/SALUD_MENTAL.pdf).
[149] Cuando el tratamiento moral fracase por la imposibilidad de mantener un diálogo con la “parte sana” del “yo” del loco, se volverá “a la intimidación y el reforzamiento de la autoridad del médico que ostenta todos los poderes en la institución” (); y otra vez el tratamiento consistirá en la reclusión, en el encierro.
[150] En el mismo sentido, , disponible en https://arbor.revistas.csic.es/index.php/arbor/article/view/197/197
[152] Artículo 11 de la Constitución de 1876: “La religión católica, apostólica, romana, es la del Estado. La Nación se obliga a mantener el culto y sus ministros. Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana. No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado”.
Se rehabilitaba, así, el contenido del Concordato firmado en la década moderada (1851, y el adicional de 1859, que reflejaban el artículo 11 de la Constitución de 1845) que sometía a limitaciones el ejercicio de la soberanía del Estado y se le expoliaba patrimonialmente. Obviamente tales textos chocaron con la Constitución de 1869.
[153] Más una participación de la jerarquía eclesiástica en la estructura del Estado, como se puso de manifiesto en los artículos 20 y ss. del texto constitucional que incorporaban como senadores por “derecho propio” al Patriarca de las Indias y a los arzobispos, y por nombramiento del rey, a los obispos.
[154] Véase, , disponible en https://idus.us.es/bitstream/handle/11441/51602/RevHis910_gomez_1999_entornoal.pdf?sequence=1&isAllowed=y ; y ver, especialmente y sobre todo, los dos capítulos que dedica al tema.
[155] Lo expresado se pone claramente de manifiesto en el tenor de la Exposición al Real Decreto de 27 de abril de 1875: “…, cuando la lógica de los principios gobernantes parecía pedir todo género dé respetos para la acción individual y para las instituciones particulares, se lanzaron contra las benéficas los más rudos ataques; y la ley de 23 de enero de 1822, fruto de una preocupación exagerada en pro de la organización autonómica del Municipio y de la Provincia, les sacrificó toda creación particular. Por el contrario, cuando más pujante parecía, por natural reacción, el espíritu centralizador, obtuvo la Beneficencia particular mayores respetos en la ley de 20 de Junio de 1849. Y en 1888, á las sacudidas dé otra reacción opuesta, se abolieron todas las Juntas del ramo”.
[156] Al tiempo que España se vuelve “tierra de refugio” de las órdenes e instituciones eclesiásticas expulsadas de sus países, como ocurrió en Francia con las leyes laicas de 29 de marzo de 1880 y 2 de julio de 1901 (a las que cabe añadir las leyes de 28 de marzo de 1882 y 30 de octubre de 1886, que garantizaban la separación entre enseñanza e iglesia, o las de carácter funerario de 14 de noviembre de 1881 y 15 de noviembre de 1887 -de libertad de funerales-). Sobre los movimientos laicos en Francia puede leerse: . (https://revistaayer.com/sites/default/files/articulos/27-1-ayer27_ElAnticlericalismo_Cruz.pdf); sobre el exilio y refugio de los religiosos franceses en España,
[158] En, (http://www.bibliotecavirtualdeandalucia.es/catalogo/es/catalogo_imagenes/grupo.do?path=89600); y continúa: “harto sabido es, también, señores, que en aquella ley santa uno de los primeros artículos hace la limosna obligatoria ; y que en aquella perfecta justicia, la caridad ejerce soberana jurisdicción”, id., pág. 40. En realidad, Cánovas vuelve siglos atrás y cede a la “caridad” la centralidad en el sistema económico y social: “…la sublime doctrina de las compensaciones merecidas a que puedan aspirar los pobres allá en los cielos; y la santificación de la pobreza misma, del dolor, hasta de la muerte, y la caridad cristiana o religiosa, sólo agente a propósito para mediar entre ricos y pobres…”, en id., pág. 35.
[161] La beneficencia, en contra de lo que algunos sostienen, tuvo una gran presencia en el siglo XIX, a ese respecto afirma : “…en Salamanca, que según el censo de 1877 tenía 18.007 habitantes, los establecimientos provinciales de beneficencia ubicados en la ciudad acogían entonces a unos 2.000 individuos, repartidos entre aproximadamente 1.300 niños expósitos (algunos internos y otros en manos de nodrizas externas), 600 asilados en la Casa de Misericordia (la mayoría inválidos, ancianos y niños), 70 locos del Hospital de Dementes y unas cuantas parturientas del Salón de Maternidad”.
[162] En este mismo sentido , disponible en https://repositorio.uca.edu.ar/bitstream/123456789/6917/1/asistencia-social-privada-espana-moderna.pdf) apunta: “la Restauración frenó el proceso de separación entre público y privado en la asistencia y produjo un efecto privatizador. Legisló el principio de subsidiariedad y protectorado estatal de la beneficencia que volvió a ser privada, impuso el principio de armonización social, cedió el espacio asistencial a la Iglesia, que volvió a recuperar su hegemonía asistencial privada. Así se frenó la implantación de una conciencia de lo público en la asistencia y se dilató el reformismo social que exigía traspasar el encargo asistencial al Estado. Igualmente, este carácter eclesiástico de la beneficencia (monjas asistentes) de muchos centros sanitarios obstruyó el proceso de profesionalización sanitaria en España, sobre todo de enfermeras”.