En este artículo se analizan algunas de las implicaciones que tienen las prácticas de triaje para la ética de desastres. Se considera la centralidad técnica de la cuantificación en los modelos algorítmicos y numéricos de triaje y se incide en la prevalencia normativa de los criterios consecuencialistas, incluso cuando éstos hayan de ajustarse a sistemas de múltiples principios. Finalmente se sugiere que una concepción ética de los desastres precisa de una perspectiva compleja y integral de la gestión de los desastres que no se limite a la fase de respuesta inmediata a los mismos y que supere a la par que integre los principios de la bioética y la indispensabilidad de los criterios consecuencialistas en las decisiones de triaje.
This article discusses some implications of triage practices for disaster ethics. The technical centrality of the quantification in the algorithmic and numerical triage models is considered and the normative prevalence of consequentialist criteria is emphasized, even when the latter have to be adjusted to multi-principle systems. Finally, it is suggested that an ethical conception of disasters requires a complex and comprehensive perspective of disaster management, which is not limited to the immediate response to them and exceeds and integrates the principles of bioethics and the indispensable consequentialist criteria in triage decisions.
En este artículo se discuten algunas de las implicaciones que tienen las prácticas de triaje para la ética de desastres. Se comienza haciendo referencia al cambio de perspectiva que conlleva el paso desde los planteamientos centrales de la bioética estándar al modo en que se enfocan y enmarcan las cuestiones moralmente relevantes y dilemáticas en los ámbitos de la salud pública. A continuación se mencionan algunas características generales y un par de tipologías de los desastres y se sugiere que el enfoque apropiado para una concepción ética de los desastres es el que contempla todo el ciclo de gestión de los desastres y no se limita a la fase de respuesta inmediata a los mismos. Después de eso se considera, en el tercer apartado, la relevancia de las prácticas de triaje en tanto que constituyen un componente esencial de la respuesta
En términos generales, la bioética tiene por objeto dilucidar problemas éticos, políticos y legales que surgen por doquier con los constantes avances en las ciencias de la vida y las biotecnologías. La bioética clínica, a su vez, se centra en cuestiones éticas, políticas y legales relevantes para la atención clínica y la toma de decisiones en los entornos de intervención médica, y se refiere principalmente a las interacciones entre profesionales de la salud e investigadores con sus pacientes y con participantes en sus investigaciones. No es exagerado afirmar que el “principialismo” ha sido el punto de vista dominante en la bioética clínica durante los últimos cuarenta años (
Con todo, el enfoque principialista muta cuando la bioética se adentra más allá de la ética clínica en áreas diversas de la salud pública como son, entre otras, la asignación de recursos y el establecimiento de prioridades, la prevención y el control de enfermedades, la vulnerabilidad en las poblaciones humanas, la colaboración en temas de salud pública a nivel internacional o, lo que nos ocupara en este artículo, las emergencias y desastres masivos. Por supuesto, los cuatro principios siguen siendo relevantes en dichas áreas en la medida en que se tienen que adaptar a los contextos específicos de las intervenciones de salud pública (
Los incidentes con múltiples víctimas, tales como las grandes emergencias y desastres, constituyen en muchos países de nuestro entorno un área cada vez menos desatendida de la salud pública que plantea y enfrenta desafíos éticos distintivos. En las páginas que siguen nos centramos en algunos aspectos destacados de la ética de desastres, si bien la aproximación que se ofrecerá será necesariamente limitada y selectiva. Será selectiva porque no se considerará de manera desagregada la amplitud de deberes específicos que emergen con las actuaciones en contextos específicos y en prevención de desastres y que atañen tanto a las prioridades y las necesidades de los profesionales cuanto a las tareas de mitigación y preparación para los desastres. Tampoco habrá espacio para detenerse en otras cuestiones que serían igualmente insoslayables en una visión más comprehensiva de la ética de desastres, como son la angustia y el estrés moral de los profesionales o la ética en la investigación de desastres. La aproximación que se va a ofrecer es además limitada porque se restringe a una inspección de los contornos normativos generales de las prácticas de triaje aplicadas a contextos de desastres, sin adentrarse en situaciones problemáticas y casos concretos de la aplicación de tales prácticas. Queda igualmente fuera del alcance del artículo el análisis pormenorizado de otro tipo de aplicaciones de triaje en situaciones de emergencias, como las que se dan en pandemias en países con sistemas públicos de salud más o menos robustos y resilientes (
Con todo, para comprender cuando menos la especificidad de la ética de los desastres y la relevancia de dichos contornos normativos generales es necesario primero tener una visión general de la clasificación de los desastres, así como de su recorrido cíclico.
No siempre coincide lo que de ordinario entendemos por desastre con lo que se conceptúa por tal entre los expertos. Lo que el lego percibe como un desastre podría a menudo describirse como un acontecimiento trágico, horrible y pavoroso. En ocasiones se usa en los medios de comunicación la expresión “escena dantesca”, en referencia a la imagen espantosa del infierno en
En la literatura especializada se encuentran varias clasificaciones que despliegan esa noción genérica en variadas direcciones. Aquí citaremos tan solo dos de ellas. La más común es la que distingue entre desastres naturales y antropogénicos e identifica las principales causas generales de los desastres, haciendo a su vez subdivisiones de acuerdo con descriptores etiológicos. Cabe, por ejemplo, compartimentar los desastres antrópicos en razón de sus desencadenantes de tipo químico, biológico, radiológico, nuclear, etc. Sin embargo, la nitidez de esa clasificación dualista y sus derivaciones se ve empañada, si no abiertamente cuestionada, por el hecho de que existen tanto factores naturales como humanos involucrados en la mayoría de los desastres y porque a menudo cabe rastrear la concurrencia de causas de distinto orden. Es difícil desentenderse del notable atractivo que comportan las implicaciones epistemológicas y ontológicas de la complejidad e hibridación de los desastres, máxime en una época tecnocientífica como la actual, uno de cuyos signos llamativos en los últimos años ha sido la proliferación de las discusiones en torno a la hipotética época geológica del Antropoceno. Con todo, en este artículo no nos internaremos en tales jardines.
Los desastres también se pueden desglosar atendiendo a la severidad de sus impactos en las sociedades en que suceden o irrumpen. Según una clasificación (
El enfoque predominante durante décadas en el manejo de los desastres consistía en buscar los modos de responder de la manera más adecuada y eficaz al azote del desastre de turno, de contener ante todo la pérdida de vidas humanas, y en asegurar las tareas subsiguientes de recuperación de la comunidad dañada y de rehabilitación y reconstrucción de las zonas afectadas. Sin embargo, en la actualidad se contempla cada vez con mayor intensidad no ya la conveniencia, sino la indispensabilidad de acometer las acciones preparatorias y anticipatorias de los posibles desastres, sobre todo en zonas y sociedades que son vulnerables a la ocurrencia de los mismos (pongamos por caso, los protocolos de evacuación de edificios ante incendios, o ante terremotos en zonas sísmicas). Tales intervenciones tratan de minimizar el riesgo de sufrir un desastre o los riesgos que previsiblemente sobrevendrán con los desastres, así como planificar con antelación los mecanismos y los tipos de respuesta. Hoy en día la gestión de desastres no se limita, pues, a disponer los medios con los que reaccionar de forma inmediata a un suceso catastrófico y con los que llevar adelante la fase, a medio y largo plazo, del retorno a la normalidad. Antes bien, el buen manejo de esas fases reaccionales precisa de que estén precedidas por las fases de mitigación y de preparación, las cuales deberían contar con procesos deliberativos y participativos (
Es obvio que no se puede anticipar los desastres en sus contornos perfilados y específicos, y que la preparación procederá de manera distinta según el tipo de desastre a prevenir y la probabilidad del mismo. Se trata siempre de escenarios de incertidumbre en los que se hace inevitable la gestión del riesgo y en cuya delimitación no se debería soslayar la deliberación pública, con los beneficios y las contrariedades que ésta puede comportar. Sin embargo, en la medida en que puedan desarrollarse medidas preparatorias y anticipatorias de mitigación y planificación de desastres en sus contornos amplios y generales, lo cual dependerá seguramente entre otras cosas de su viabilidad económica, es más probable que la sociedad implicada pueda, llegado el momento, reducir el grado y la potencia con que tales sucesos restringirán o cercenarán los esfuerzos de rescate y que pueda incluso compensar hasta ciertos niveles la escasez de sus recursos materiales y humanos. En este sentido, la ocurrencia de un gran “desastre bien circunscrito” no está por completo fuera del control humano ni, como argumentara en su día
Con todo, es sobre todo en estos últimos escenarios donde se aprecia el extraordinario valor ético de las organizaciones humanitarias y los equipos de atención médica que se encuentran operativos en medio de la calamidad, puesto que son ellos los actores que están involucrados en la intervención inmediata ante situaciones en las que el número de víctimas excede las capacidades ordinarias (institucionales, técnicas y humanas) de brindar atención y asistencia médica. La ética de desastres se ocupa principalmente de aportarles marcos evaluativos a dichos esfuerzos humanos y proponer recomendaciones para que los individuos y colectivos implicados hagan frente a los desafíos y dilemas éticos que comporta la ayuda de emergencia con múltiples víctimas. En lo que sigue ajustaremos aún más el foco para concentrarnos únicamente en las prácticas de triaje.
El término triaje se refiere en medicina, de manera genérica, a una práctica habitual de clasificación, categorización y establecimiento de prioridades. El precedente de esta práctica contemporánea en la medicina militar, que se remonta a tiempos napoleónicos, se amoldaba a la necesidad de distribuir a las víctimas de la guerra en grupos diferenciados con objeto de sistematizar la atención médica en el campo de batalla. Después del desarrollo de sistemas médicos de emergencia desde la década de 1970 surgieron múltiples sistemas de triaje civil destinados a priorizar a los pacientes en contextos hospitalarios y a racionar la asignación de recursos escasos, por ejemplo, en casos de donación y trasplante de órganos. En medicina de emergencia, el triaje se refiere a los protocolos y técnicas de clasificación y selección de los heridos también en contextos extrahospitalarios con vistas a su tratamiento y transporte de acuerdo con su gravedad y pronóstico vital. Con carácter general, el triaje identifica una serie de métodos estandarizados para la intervención eficiente en las situaciones de emergencias. Ahora bien, existe una diferencia sustancial entre las emergencias ordinarias y aquellas otras que sobrepasan las capacidades y recursos disponibles de una comunidad para enfrentar situaciones críticas desde los puntos de vista clínico y epidemiológico, como ocurre en los desastres con elevada concentración de víctimas y en epidemias de altas tasas de letalidad. En contraste con lo que ocurre a menudo en las prácticas de triaje bajo las circunstancias manejables de las emergencias ordinarias, en las intervenciones en respuesta inmediata a incidentes con víctimas en masa las probabilidades de recuperación y de supervivencia pueden entrar -junto al orden de gravedad, la necesidad terapéutica y otra información médica- en la ecuación de triaje, y llegar a ser decisivas. Bajo las abrumadoras y estresantes condiciones en que han de desenvolverse los equipos que trabajan sobre el terreno para atender a las múltiples víctimas de un desastre, la evaluación y la clasificación de los pacientes, con la que se determina el tipo y la prioridad de la atención y traslado que recibirán en cada caso, suelen llevarse a cabo con suma presteza y en función no solo de la urgencia y la gravedad de aquellos, sino, llegado el caso, también de su potencial de supervivencia en relación con (el tiempo de uso de) los recursos disponibles, que a menudo escasean, particularmente los de cuidados intensivos. Como veremos, en la implementación de las prácticas de triaje en tales condiciones puede resultar decisiva la exigencia de que con estas prácticas se maximice el salvar o restituir vidas e incluso, en vista del largo plazo, salvar años de vida recuperables. No está de más señalar que las decisiones sanitarias y humanitarias que se adoptan con respecto al racionamiento de recursos, al orden de tratamiento y a la clase de atención crítica de los pacientes en las prácticas de triaje siempre deben basarse en –y ser justificables por referencia a- criterios técnicos y éticos, también en las aplicadas en respuesta a los desastres con múltiples víctimas.
Existen múltiples métodos y protocolos de triaje que han sido adoptados por los sistemas de salud de diferentes países. En términos generales, estos métodos y protocolos pueden clasificarse al menos de tres maneras diferentes (
Las clasificaciones con arreglo a dos y tres polos por lo general son menos infrecuentes en las fases caóticas iniciales. Pero tan pronto como entran en acción los profesionales capacitados con habilidades avanzadas de soporte vital se suelen implementar métodos y protocolos más sofisticados con los que llevar a cabo una evaluación rápida, reproducible y fundada en datos objetivos sobre aspectos fisiológicos y/o anatómicos. Estas otras clasificaciones operan en base al examen inicial de las funciones vitales básicas y / o las lesiones de las víctimas y son las que determinan y dan sentido a la adjudicación del código de color antes mencionado (así como de otros códigos que cuentan con tres o con cinco colores). Volveré sobre este extremo en breve.
Finalmente, una clasificación común en los servicios de emergencias se basa en la ubicación y el nivel de cuidado en el que se realiza el triaje (
Los métodos de triaje practican formas de representación cuantitativa de los seres humanos (y también de otros organismos, como sucede, por ejemplo, en la conservación de especies en peligro de extinción). Para empezar, la numeración es característica del registro y el etiquetado, en particular en las llamadas tarjetas o etiquetas de triaje de emergencia médica, las cuales permiten identificar a los sujetos lesionados y visualizar su clasificación, normalmente con el código de colores. En términos más generales, la cuantificación en términos de grados o niveles y de calificaciones o puntuaciones es un procedimiento habitual con el que los sistemas de triaje objetivan los juicios pronósticos sobre el estado de los pacientes. Algunos de estos instrumentos categorizan y etiquetan a los sujetos humanos de acuerdo con los resultados numéricos obtenidos al medir sus signos vitales y puntuar la gravedad de sus lesiones y fallos orgánicos.
Los siguientes sistemas de triaje se encuentran entre los más utilizados y acreditados a nivel internacional (
Existen también sistemas de triaje de carácter numérico. Es el caso de Sacco Triage Method (STM), que utiliza una puntuación global de 0 a 4 para simplificar en cada caso las medidas de la respiración, del pulso y de la respuesta motora, con objeto a su vez de determinar o predecir las probabilidades de supervivencia y las tasas de deterioro de los pacientes. Este sistema patentado de triaje no solo tiene en su base una modelización matemática, sino también una computarización que permite tener en cuenta el grado de oportunidad y la información actualizada acerca de los recursos disponibles, como el transporte y las instalaciones, dentro del territorio de Estados Unidos. Baste aquí con recordar que STM cuantifica las posibilidades de recuperación y deterioro de las personas lesionadas, asignándolas en consecuencia a uno de los tres grupos siguientes: aquellos con una puntuación global entre 0 y 4 obtienen una tasa de probabilidad de supervivencia de menos del 35% y quedan etiquetados en negro, los puntuados de 5 a 8 y con un 49-85% de probabilidad de supervivencia son probables candidatos a recibir tratamiento en breve y, en fin, quienes puntúan de 9 a 12 pueden alcanzar una tasa de probabilidad de supervivencia de más del 90%. Por otro lado, Secondary Assessment of Victim Endpoint (SAVE) y Triage Sort son sistemas secundarios que evalúan a las víctimas en el orden de gravedad que ha quedado asignado por las herramientas de triaje primario. SAVE calcula la probabilidad de supervivencia para identificar y discriminar entre las que son aptas para recibir atención y las que no, dados los recursos disponibles; y Triage Sort, originalmente el método secundario de Triage Sieve, es un sistema que procede en cuatro pasos para clasificar la gravedad de las víctimas y establecer la ordenación de éstas. A pesar de sus diferencias, todos estos sistemas numéricos asignan un cierto número a cada criterio examinado “y, después de evaluar todos los criterios, se le da un número total a la persona herida. Según esta puntuación final, la persona lesionada se colocará en una clase particular de acuerdo con colores específicos” (
Algunos sistemas de triaje incorporan herramientas de puntuación independientes. Por ejemplo, el segundo paso del Triage Sort consiste en el Revised Trauma Score (RTS), un conocido sistema de puntuación fisiológica diseñado para clasificar los signos vitales de cualquier paciente. La suma ponderada de las tres puntuaciones del RTS (escala de coma de Glasgow, presión arterial sistólica y frecuencia respiratoria) indica la gravedad de las lesiones y hace posible la consecuente asignación numérica de prioridades. Otras herramientas de puntuación existentes son el Prehospital Trauma Index (PTI), la Injury Severity Score (ISS) y la Sequential Organ Failure Assessment (SOFA). En el PTI, se puntúa a las víctimas atendiendo a la presión arterial sistólica, la frecuencia respiratoria, el pulso y la conciencia, lo que da como resultado una suma ponderada entre 0 y 24, donde 24 identifica el peor resultado y las puntuaciones inferiores a 3 indican un trauma menor. Por su parte, ISS evalúa la gravedad de las lesiones traumáticas y representa en números la amenaza vital asociada con ellas mediante el uso de la Abbreviated Injury Scale, un sistema de codificación que se basa en rápidas comprobaciones anatómicas y que está diseñado para clasificar las lesiones en cualquier región del cuerpo en una escala ordinal de seis puntos. Finalmente, la SOFA emplea un rango de puntuación de 0 a 4 para cuantificar el número y la gravedad de los fallos orgánicos en seis sistemas orgánicos (respiratorio, sanguíneo, hepático, cardiovascular, renal y neurológico), y ayudar con ello a predecir la mortalidad en pacientes en situación crítica.
En resumen, la mayoría de los sistemas de triaje, algorítmicos y numéricos, clasifican y ordenan a las víctimas después de la evaluación de sus parámetros fisiológicos. Además de comprobar los signos vitales, examinando la frecuencia respiratoria, la frecuencia cardíaca y el pulso o la presión por sangrado (el tiempo de llenado capilar), a veces también se miden otros criterios fisiológicos como la respuesta motora, el estado mental y el nivel de conciencia. Algunos sistemas de triaje contabilizan y computan las lesiones y traumas. Mediante el registro numérico de los aspectos funcionales y anatómicos, algunos sistemas de triaje proporcionan la cuantificación de las escalas de gravedad y, en algunos casos, el cálculo de las probabilidades de supervivencia. Desde el punto de vista técnico, esta objetivación permite a los profesionales de la salud implicados adoptar decisiones fundadas sobre la priorización y canalización de las víctimas y el racionamiento de los recursos, pero también parece hasta cierto punto legitimar que, en caso de necesidad, sólo se destine a algunos de los pacientes los medios efectivos y tratamientos factibles.
Las prácticas de triaje se han convertido en un componente esencial en los equipos y las estrategias de ayuda en situaciones de emergencias y desastres. En la respuesta a los incidentes con afluencia masiva de víctimas, la evaluación de los pacientes sometidos a triaje tiene como objetivo maximizar –en número y calidad de condiciones- a cuantos tienen expectativas objetivas de sobrevivir, lo cual significa priorizar a los pacientes críticos y potencialmente recuperables, etiquetados en rojo, y ocasionalmente a aquellos cuyo tratamiento se ha pospuesto y que portan la etiqueta amarilla, demorar la atención a los pacientes de baja prioridad debido a la levedad de sus lesiones y, llegado el caso, (recomendar) retirar o rechazar la atención y los cuidados a aquellos otros que se encuentran en estado crítico con ínfimas posibilidades de recuperación. Ahora bien, es evidente que en tales prácticas son criterios éticos implícitos los que deben hacer explícita la solidez y la legitimidad de una toma de decisiones tan arriesgada y de consecuencias tan serias. Por decir así, los valores son indispensables para que los números cuenten.
Son varios los criterios normativos que se pueden aplicar en la selección de pacientes en vista a su tratamiento y transporte. Algunos de ellos pueden operar en los protocolos de triaje realizados en circunstancias de emergencias ordinarias, vale decir: cuando hay suficientes recursos técnicos y humanos disponibles.
Ese es el caso de la regla “el primero en llegar es el primero en ser atendido” (“
“Salvar a cualesquiera, con independencia de su condición y a tantos cuantos sea posible” es una regla igualitaria que tiene como objetivo proteger las demandas y necesidades de todos y cada uno de los afectados en una emergencia desde una visión imparcial de la justicia. La razón detrás de este criterio es la idea del respeto a la persona. Sin embargo, esta regla de “todo para todos” obliga a los profesionales a preocuparse por la integridad de cualquier persona en la medida en que sea humanamente posible. Como es obvio, esta regla mantendrá su obligatoriedad mientras las intervenciones humanitarias y de emergencia dispongan de los recursos suficientes para atender a todas y cada una de las víctimas que los necesitan. En numerosos incidentes con víctimas en masa, esa norma puede dejar de ser vinculante si el hecho probable de tratar -más o menos indiscriminadamente- a “tantos cuantos como sea posible” implica que se dejan atrás a muchas víctimas recuperables.
Este último criterio presupone que todas las víctimas deben tener la misma oportunidad de ser cuidadas y salvadas. Otro criterio establece explícitamente que la mejor manera de dar a todos la misma oportunidad de ser cuidados y salvados es dejar la decisión de a quién tratar al azar. Aunque este “criterio de igualdad de oportunidades” fue concebido para personas en condiciones similares (
En lugar de implementar un mecanismo de sorteo para salvaguardar la equidad entre las víctimas, una regla imparcial exige organizar y priorizar a las víctimas de acuerdo con el criterio de objetividad que se basa en las necesidades y, por tanto, ayudar primero a los que están peor que otros, incluso a los más enfermos o a los heridos más graves. Según este punto de vista prioritarista, los más necesitados deberían ser los primeros en recibir ayuda debido a su desventaja comparativa, con lo que deberían beneficiarse de un mayor nivel de atención y cuidados con respecto a los escasos recursos (materiales, técnicos y de personal) de que se dispone.
Los cuatro criterios anteriores para priorizar a los pacientes y decidir el tipo de atención que merecen parecen coincidir en considerar la eficiencia máxima de los resultados como algo secundario. Por el contrario, tal consideración es central en la orientación por los resultados de la regla consecuencialista que insta a “hacer el mayor bien para la mayoría de la gente”. Los resultados que busca el cálculo consecuencialista remiten a presupuestos sustantivos sobre lo que es o se considera objetivamente bueno (restituir la vida recuperable, evitar muertes innecesarias) a la vez que se pretende retener aún una idea de trato igualitario. No son pocos los académicos y profesionales en desastres que sostienen que la regla consecuencialista triunfa sobre aquellos otros criterios cuando se aplica en las directrices del triaje con las que se trata de dar respuesta médica y humanitaria a un incidente de múltiples víctimas. El triaje en desastres tiene como objetivo salvar tantas vidas como sea posible mientras se hace el mejor uso de los limitados recursos disponibles. Si bien -se puede argumentar- los criterios antes mencionados buscan que sea la equidad lo que oriente la selección de las víctimas a las que hay que ayudar en los desastres y la consecuente distribución de los escasos recursos, incluso cuando el resultado probable sea que se pierdan vidas que podrían haberse salvado (
Por supuesto, las reglas imparciales de “todo para todos” o “los casos más graves deben ser tratados primero” pueden ser no ya válidas en primera instancia, sino las preferentes en las prácticas de triaje en emergencias ordinarias en la medida en que sea manejable el problema de la asignación de los recursos. Sin embargo, tal como lo expresara Georges
Como en otras áreas de la salud pública, el criterio bioético prevaleciente en tales casos de asignación de recursos y establecimiento de prioridades no es el principio de autonomía, según el cual cada individuo debe ser tratado como una persona única e irremplazable y con capacidad plena (o delegable) de decisión, ni se requiere de manera explícita el consentimiento informado para legitimar las intervenciones médicas. Tampoco la relación de confianza entre médico y paciente se considera tan fundamental, al menos a efectos operativos, ni la confidencialidad de los datos personales tan inviolable como en las situaciones clínicas normales. En cierto sentido, los derechos y los cuidados de las poblaciones triunfan sobre la protección absoluta de la integridad personal de individuos concretos. En el contexto de desastres a gran escala es habitual que los profesionales de la salud trabajen aplicando el consentimiento presunto como norma predeterminada. Además, no es impensable que en tales insólitas circunstancias algunas víctimas reciban solo terapia y cuidados terminales o sean confortadas según lo estimen oportuno y necesario los proveedores de atención médica. En otras palabras, la satisfacción de las demandas normativas de autonomía es menos frecuente y menos exigible que las directivas profesionales durante los desastres a gran escala, en los que un número abrumador de víctimas puede no dejar a los trabajadores de la salud sobre el terreno la opción siquiera de escuchar la voluntad informada de las víctimas, o de rechazar de manera razonada o consensuada con otros colegas la voluntad de los allegados. Entonces, desde un punto de vista moral, no ya un paternalismo médico razonable, sino la discrecionalidad por buenas razones salubristas puede tener más peso ético que el consentimiento explícito y las demandas y deseos de las víctimas.
En la respuesta inmediata a las víctimas del desastre prevalecen los criterios consecuencialistas que son consistentes con la cuantificación de los cuerpos, criterios que instan a buscar el mayor bien para el mayor número y que dan prioridad a la reducción del sufrimiento y de la pérdida de (calidad de) vida y a la selección y cuidado de los pacientes que tienen más probabilidades de sobrevivir y más años en buen estado por vivir (
Con todo, los sistemas de triaje se aplican en contextos muy dispares y la justificación de las numerosas consideraciones moralmente relevantes no se satisface con un único criterio, sino que precisa de la concertación de diversos principios (
El enfoque bioético estándar y convencional basado en principios, centrado en situaciones clínicas comunes y orientado por puntos de vista individualistas y liberales, muestra limitaciones evidentes cuando ha de vérselas con situaciones de emergencia con múltiples víctimas y en las situaciones aún más excepcionales de los desastres. Una de las razones de tales limitaciones es que la bioética contemporánea tiene por lo general en alta consideración las elecciones y los derechos individuales, mientras que los desastres requieren un enfoque más amplio que abarque los derechos y el cuidado de grupos, comunidades y poblaciones. Otra razón es que los recursos materiales y personales suelen estar sobrepasados en los escenarios de desastres, lo que obliga a considerar primordial una visión consecuencialista desde la que, por así decir, se reordena el conjunto de los principios bioéticos. En cierto sentido, este punto de vista abarca los principios bioéticos de buscar el bien y evitar los daños de las víctimas al tiempo que hace que las estimaciones de costo-beneficio sean a su vez operativas para esos dos principios. Que esa perspectiva es un elemento clave para la ética del desastre se manifiesta en el hecho de que el consecuencialismo funciona como una suerte de regla por defecto para las decisiones de triaje en emergencias con afluencia masiva de víctimas, decisiones en las que suele engranarse con otros criterios subalternos.
Sin embargo, un enfoque consecuencialista unilateral y restrictivo debe dar paso a una visión más compleja e integral de la ética en situaciones de desastre. Las intervenciones destinadas a garantizar una pronta asistencia a las víctimas de un desastre tienen restricciones y especificaciones tanto de orden temporal como estructural, e incluso para las prácticas de triaje ajustadas con arreglo a un enfoque multiprincipialista se requiere la visión de conjunto que proporciona la ética de la salud pública. Esta visión más amplia contempla de manera integral los numerosos y complejos problemas éticos que surgen en todo el ciclo interrelacionado de la gestión de desastres. La concepción reduccionista y cortoplacista del desastre, que es, dicho sea de paso, la que normalmente transmiten los medios de comunicación centrados en las consecuencias inmediatas, enmarca también el enfoque dominante para los problemas (éticos y técnicos) de las prácticas de triaje. Las cosas son diferentes cuando la gestión de desastres aborda las cuestiones morales y los tipos de acciones y deberes apropiados en atención a todas las etapas del ciclo. A pesar de la centralidad del consecuencialismo ético en el triaje realizado por los equipos humanitarios y médicos en medio de incidentes de múltiples víctimas, la implicación, la coordinación y la integración de actividades y mejoras durante las fases de mitigación y de preparación previas al desastre también son cruciales para definir y lidiar con las cuestiones éticas que conllevan los trabajos sanitarios y humanitarios en el terreno. Dado que la ética del desastre no se limita a la reacción durante y después del desastre, la respuesta adecuada consiste en parte en la responsabilidad y el compromiso colectivo previo. En suma, se precisa una perspectiva compleja, plural y multifacética (diacrónica, estructural y holista) que otorgue la mayor relevancia a la norma solidaria de “la responsabilidad de responder” y que reformule la ética del desastre junto con las políticas de salud pública y, debido al impacto de estas últimas en -y a su interrelación con- otras políticas públicas legítimas, también con la determinación democrática de la dirección futura de la comunidad política.
La investigación que ha dado como resultado este artículo está vinculada al proyecto
Agradezco a David Rodríguez-Arias la advertencia sobre la imprecisión de subsumir bajo la noción de paternalismo la exigencia ética salubrista de salvaguardar el bien común por encima del interés de las personas, aun reconociendo que éstas son competentes. Tal es lo que ocurre cuando los profesionales que hacen frente a la calamidad en situaciones extremas asumen la autonomía de las víctimas a quienes tratan, pero no la respetan porque entonces triunfa un valor superior.
Otra diferencia radica en el distinto alcance con que el principio de solidaridad puede activar los deberes de preparación. Los desastres en sociedades sin infraestructuras consistentes o con deficientes sistemas públicos de salud y, en particular, los que acaecen en sociedades donde impactan “por partida doble” debido a su situación de pobreza e inestabilidad hacen precisa de suyo la ayuda internacional antes, durante y después del suceso. Esa respuesta solidaria puede tener en principio un alcance distinto al principal tipo de respuesta preventiva a las epidemias y pandemias en sociedades menos desarticuladas, puesto que la opción más común al preparase y enfrentarse a ellas hasta la fecha ha sido, en primera instancia, de corte nacional y estado-céntrica. Agradezco a Joaquín Hortal y Ángel Puyol sus comentarios sobre las citadas diferencias, si bien soy consciente de que mi exposición precisaría de más aclaraciones.