1. Introducción: ¿información o propaganda? La tesis del panpropagandismo
El auge de las redes sociales y el impacto que tienen en la configuración de la opinión pública han puesto en primer plano los conceptos que se relacionan con la veracidad que el público puede conceder a la información que le llega por determinados cauces. Gracias a la aparición de las redes sociales, el individuo deja de servir como el mero receptáculo de información que Walter Lippmann prefiguró en su célebre tratado sobre La opinión pública (), para convertirse en un auténtico sujeto agente, productor y “propagador” de todo tipo de “informaciones” –de contenido muchas veces sospechoso y no siempre veraces– que han pasado a convertirse en su cotidianeidad. La “aldea global” que prefiguraba se ha convertido en el “pseudoentorno” () de una parte muy importante de la población mundial.
Con ello, conceptos como el de “propaganda” han dejado de ser elementos teóricos a disposición de un número escaso de profesionales de la comunicación, para convertirse en un aspecto nuclear de la vida de cualquier persona. El acceso a Internet se concibe cada vez más como la entrada en un mundo real, “más real” que el propio mundo físico. Como ha señalado recientemente , lo virtual llega a usurpar el lugar que otrora tuviera el espacio físico, donde las redes recuperan el protagonismo político que en otro tiempo correspondía al ágora o la plaza pública. Como si se tratara de la efectiva materialización del mundo platónico de las ideas, el mundo virtual de los algoritmos y los perfiles ha canalizado tanto el acceso a la información como a una parte importante de la actividad social; ello ocurre hasta el punto de producir un opacamiento sobre la realidad material, donde los individuos, lejos del acceso a las redes, se encuentran aislados, incomunicados y casi inexistentes.
Contra los discursos que preconizan lo supuestamente “impredecible” que era el impacto social que, en efecto, ha producido la tecnología (así, el propio ), otros autores han incidido en que muchos de los elementos característicos de la actual “sociedad del conocimiento” han sido pergeñados desde hace décadas por parte de las principales instituciones internacionales, que han dedicado un sinfín de informes, documentos y reuniones de todo tipo a la prefiguración de un modelo social, laboral y pedagógico que recoge algunas de las aportaciones teóricas de autores como MacLuhan o Tofter.
A ello se suma la comparativa con las prácticas de lo que, por oposición, ya se consideran medios de comunicación “tradicionales”, en referencia a la radio, la televisión y la prensa escrita. Su progresiva pérdida de influencia, así como la dificultad para establecer criterios de confianza en los trasvases de información que se producen en los nuevos medios (dificultad para contrastar la veracidad de las informaciones, carácter manipulador de los contenidos virales), impulsa el reto de establecer una serie de criterios y catálogos de buenas prácticas que permitan aproximar los contenidos digitales a los ideales de neutralidad y veracidad que se consideran propios del periodismo tradicional ().
En contra de esta posición se sitúan las consideraciones de ciertos autores, que niegan la posibilidad de distinguir entre “correcta” información y “malintencionada” propaganda. Los que defienden esta postura, aunque no pueden dudar de que el auge de las redes sociales ha adquirido una importancia fundamental, sostienen que el debate acerca de las exigencias éticas de los mass media tiende a invertir los términos. Pues, de acuerdo con esta postura, el problema no radicaría tanto en que las redes sociales hayan abierto un nuevo espacio de acción para la propaganda, sino que, más bien, serían ellas las que están construidas sobre un tejido socio-ideológico que habría sido previamente moldeado de forma eminentemente propagandística.
Según esto, se hace forzoso entender que en la red debe haber algo constitutivo, que precede a la propia red; algo que funciona más bien como su condición de posibilidad que como un efecto de las normas que ella instituye. Y ese concepto, de acuerdo con las tesis de sus autores clásicos (especialmente, de Lippmann y de Bernays), no puede ser otro que el de una “información” que es bastante menos neutra y veraz de como habitualmente se la supone.
Nos ocupa aquí, pues, el hecho de que la información tendría una estructura determinada que la hace proclive para ciertos usos, a los que nos referimos como propagandísticos. Estas tesis se inscriben dentro de un posicionamiento teórico conocido como panpropagandismo o monismo propagandístico, es decir, “la afirmación teórica de que todos los fenómenos comunicativos generados en un sistema político determinado tienen una naturaleza propagandística”, como bien lo ha explicado entre nosotros . Este autor distingue el panpropagandismo, característico de las teorías críticas de la democracia (esto es, que ponen el acento en el fundamento ideológico de toda información), de las teorías funcionales, que sostendrían un enfoque meramente procedimental (). Por su parte, introduce la distinción (de inspiración bernaysiana) entre vieja y nueva propaganda para señalar la diferencia entre una concepción de la propaganda como “elemento extraño” y, por lo mismo, pernicioso, y otro concepto de la propaganda “nativo”, donde el receptor se identifica con la propaganda y la percibe con valores morales:
A diferencia de nuestras experiencias con la propaganda en una cultura de masas, los productores y consumidores de propaganda en una cultura popular perciben sus propagandas como morales más que inmorales, son indígenas (más que extrañas) en su génesis y difusión, y las defienden como veraces más que como exageradas o falsificadas. Esto está completamente en desacuerdo con las definiciones de la vieja propaganda, que afirmaban que toda propaganda era extraña, inmoral, y mentirosa. Aquellos que han sido escolarizados en la vieja propaganda podrían encontrar difícil llamar “propaganda” a algo que se considera moral y veraz, pero eso es lo que este libro pide al lector en muchos lugares (; cit. ).
En el mismo sentido, señala la completa “imposibilidad” de distinguir información y propaganda (cit. ). También el concepto de “industria cultural”, de , o las posiciones críticas de , se pueden entender como formulaciones panpropagandísticas o monistas. Recordemos que este último entiende por “propaganda”: «todo el sistema doctrinal, que incluye a la industria del espectáculo, a las empresas de los medios de comunicación, al sistema educativo, al político y todo lo demás»; en el contexto de este sistema total de propaganda, «los medios de comunicación (…) son una pequeña parte de este sistema» (; cit. de ambas ). Otros autores como , o han sostenido la tesis de la ubicuidad de la propaganda en los actuales sistemas liberales (). En todos estos casos, encontramos una posición política convergente con lo que, entre nosotros, Rey Lennon ha definido como «funcionalismo: no importa lo que la gente piense mientras se comporte “como debe”, dentro de unos parámetros “socialmente aceptables”» ().
Las tesis panpropagandistas abarcan, pues, una horquilla muy abierta, pero en la que siempre se parte de un presupuesto crítico establecido: «los criterios monistas difieren, pero todas las tendencias panpropagandistas comparten la idea de que hay un fenómeno denominado “propaganda” que tiñe el conjunto de la comunicación social». A pesar de que en nuestros días ocupa un lugar un tanto marginal, de escasa presencia en espacios académicos, algunas de las primeras formulaciones teóricas que se desarrollaron sobre la propaganda eran claramente monistas; especialmente, por lo que nos interesa en este artículo, tanto la de Walter Lippmann como, sobre todo, la de Edward Bernays.
2. El realismo democrático de Edward Bernays
Destacar un autor como Bernays implica resaltar el pensamiento de uno de los personajes más influyentes de la historia reciente. Él mismo dedicó un sinfín de publicaciones a explicar en qué había consistido su labor como fundador de las relaciones públicas, disciplina que definía como “el campo de ajuste entre intereses privados y públicos” (íd.), esto es, un “proceso continuo de integración social” (íd) para el que no dudó nunca en dar muestras de su habilidad para “manipular la opinión pública”; término este (manipulación) que Bernays siempre usaba en sentido positivo (cf. id.).
En sus tesis se pueden ver muy claramente la incidencia de dos referencias contextuales clásicas; son estas, por un lado, el cuento de Hans Christian Andersen El traje del emperador; y, por el otro, el Leviatán de Hobbes. La referencia al primer texto obliga a una formulación irónica (cuando no “cínica”, como lo entenderían y ) según la cual aquel que cree que gobierna no es el mismo que toma las decisiones. En este sentido, lo interesante del cuento de Andersen es que la estrategia de manipulación desplegada por los dos supuestos sastres pone el objetivo en conseguir que el rey desee lo que no le conviene a él mismo (en tanto que individuo, pues sí que le conviene en tanto que miembro de la sociedad). Como veremos, este supuesto es cómodamente adoptado por las posiciones de Bernays, pues encuentra su eco en la creencia de que en la sociedad (particularmente en las sociedades democráticas) son las élites las que deben moldear las creencias de las masas, para convencerles de que su comportamiento responde a sus propios deseos, y no al de las propias élites.
De esta manera, no deja de partir de una consideración leviatánica del Estado muy particular, en cuyo punto de partida establece una escisión entre quién detenta el poder y quién opera como agente de las decisiones (que solo a posteriori ejecuta el poder). Así, la formulación bernaysiana consigue situar en el contexto democrático una fundamentación puramente realista que es capaz de enlazar con la teoría clásica hobbesiana. Por ejemplo, veamos el comienzo del segundo capítulo de su Propaganda, donde dice: «Cuando los reyes eran reyes, Luis XIV hizo este humilde comentario: “L'Etat c'est moi”. Estaba casi en lo cierto» (p. 27). Y a continuación aclara cuál es, a su juicio, la verdadera diferencia que podemos encontrar entre la Europa de los grandes reinos absolutistas y la política actual:
Pero los tiempos han cambiado. La máquina de vapor, la rotativa y la escuela pública, triunvirato de la revolución industrial, usurparon el poder de los reyes y se lo entregaron al pueblo. De hecho, el pueblo ganó el poder que perdió el rey. Pues el poder económico tiende a arrastrar tras de sí el poder político, y la historia de la revolución industrial atestigua cómo ese poder pasó de manos del rey y la aristocracia a la burguesía. El sufragio y la escolarización universales reforzaron esta tendencia e incluso la burguesía empezó a temer al pueblo llano. Pues las masas prometían convertirse en rey (; cursiva nuestra).
Es en este sentido en el que las aportaciones de Bernays se vienen a sumar a la definición de la propaganda como conjunto de instrumentos para la producción del consenso, idea del sociólogo W. Lippmann que presupone, en palabras de Ángel Badillo, “la voluntad finalista de influir en el público, por un fin (ideológico, político) superior que justifica utilizar información —sin importar si es verdadera, completamente falsa o parcialmente modificada— para persuadir” (). De ahí la relación que el mismo Badillo encuentra entre las tesis de Bernays y «la “mentira noble” que Platón atribuye explícitamente como prerrogativa del Gobierno y que “han de usar muchas veces nuestros gobernantes por el bien de sus gobernados”» (; entrecomillado: ). Esta referencia no es anecdótica, pues para Bernays, como para Platón, el “gobernante” en la sombra debe mantenerse ajeno a las preocupaciones de la masa, para ser él quien moldee la mentalidad de la masa, y no a la inversa:
El político puede evitar convertirse en rehén de los prejuicios de grupo del público si aprende a moldear la mente de los votantes de conformidad con sus propias ideas sobre el bienestar social y el servicio público. Lo importante para el estadista de nuestro tiempo no es tanto saber cómo agradar al público sino saber arrastrarlo ().
Con ello, el concepto de “propaganda” que maneja Bernays trasciende los límites de la teoría de la información y la comunicación, y trae consigo una auténtica reflexión sobre el poder en la democracia, contraria a los “dogmas” (convendría preguntar si propagandísticos) de los sistemas democráticos (S. ): «Poco importa qué opinión nos merezca este estado de cosas, constituye un hecho indiscutible que casi todos los actos de nuestras vidas cotidianas […] se ven dominados por un número relativamente exiguo de personas» (). Estos postulados de Bernays desdicen de plano el fundamento característicamente ilustrado de la autonomía de los individuos, ya sean estos considerados en su condición de sujetos epistemológicos, morales o políticos (cf. ). El pueblo no se da la norma, sino solo se la aplica. Por eso, en palabras de Prior:
Puede que Walter Lippmann y Edward Bernays no hayan utilizado los neologismos posverdad y fake news, pero es importante subrayar que fueron los precursores de técnicas capaces de manipular la mente del público, “cristalizar la opinión pública” a través de una ingeniería del consentimiento de formulación de hechos y de construcción social de la realidad ().
Por decirlo en términos freudianos, siempre hay “otro” que precede y da forma a la vida anímica del sujeto individual. El Leviatán sigue siendo una figura atroz, pero quien manda no es él, sino su espada. El arjé, el orden, es lo que ponen las élites; mientras que el demos, el pueblo, recibe la consideración de Leviatán, detentador del poder. Sin embargo, se trata de un poder equiparable al de un rey holgazán y manirroto, un rey puesto al servicio de los verdaderos gobernantes, las ocultas élites aristocráticas.
La cuestión de la escisión subjetiva es determinante, así como el auténtico motivo de ruptura con la tradición ilustrada occidental y sus postulados cognitivistas. Bernays concibe la sociedad como un cuerpo informado del que la conciencia (moral o epistémica) no es necesariamente un aspecto fundamental. El ciudadano no necesita saber para actuar como debe; postura esta que S. Ewen (entre otros autores) ha denominado “realismo democrático” (). Lo necesario es que se produzcan ciertos consensos, para que las decisiones alcancen el estatuto de decisiones plenamente políticas, que logren escapar a la imaginería conflictiva del homo homini lupus, característica de la fundamentación paritaria del poder ciudadano en la sociedad liberal. Mientras que en Hobbes el individuo cedía voluntariamente parte de su poder a cambio de una mejora en su libertad (que era la que le propiciaba la protección del monarca absoluto), el ciudadano en la democracia bernaysiana no tiene necesidad de ceder. Él es el auténtico Leviatán. Realiza con pleno convencimiento aquellas acciones que le son sugeridas a conveniencia de las élites que, estas sí, piensan por él.
Pero, igual que no necesitan convencerle, tampoco se imponen por la fuerza. Como en el cuento de Andersen, se sirven de la sugestión para ayudar al “monarca” a pensar lo que le conviene. Para ello se sirve de todos los “aparatos ideológicos” (que diría ) que encuentra a su disposición: las iglesias, los colegios, el cine…, y, por encima de todos ellos, la prensa. Sin todos estos medios “informadores”, sería totalmente imposible el anhelado autogobierno de las democracias; la masa social no podría formar un solo cuerpo y no sería más que una confrontación continua de intereses diversos, incapaces de reunirse en torno a único fin, orden o mandato –arjé .cf. )–. Por fin, el individuo, no la masa, es aquel homo homini lupus que denunciaba Hobbes: un auténtico peligro para el funcionamiento de la sociedad.
3. El concepto de “masa” como sujeto político
«Los deseos humanos –dice Bernays– son el vapor que hace que la máquina social funcione» (). En la concepción de Bernays, la propaganda es el medio que permite establecer una articulación entre lo privado y lo público, la psicología individual y la social o de las masas. De este modo, el propagandista realiza un verdadero papel para la sociedad, ya que es necesario que alguien module esos deseos y les dé la orientación adecuada para que la sociedad prospere y no colapse. Como bien lo ha explicado Stuart Ewen:
El punto central de esta visión estribaba en el problema de cómo intermediar entre las aspiraciones democráticas de la gente ordinaria y la convicción de que las elites debían ser capaces de gobernar sin el impedimento de un público activo o participativo […], la habilidad de «manufacturar el consentimiento», de emplear técnicas que permitieran obtener el apoyo de las masas a las decisiones del poder ejecutivo, era la clave para resolver este moderno rompecabezas ().
En efecto, la idea de de la “manufactura del consenso” (o del consentimiento) entiende que la labor principal de la prensa, en las sociedades democráticas, no es otra que la de dar forma a los estados de opinión que pueden contribuir a su gobernabilidad. No solo se trata de encauzar los datos, sino de hacerlos comprensibles, “asimilables” por parte de la mayor parte de la población. En este sentido, tales tesis presuponen un concepto de “público” que opera con carácter normativo con respecto a la información que se le aporta, es decir, el mensaje está condicionado por el receptor ideal al que va dirigido, así como por las creencias que se pretenden inculcar en él. De este modo, resulta que no hay información como tal sin un receptor objetivamente determinado, cuyos individuos se difuminan por toda una serie de identificaciones (imaginarias o fantasiosas, por remitirnos a las ideas de ), a cuyo servicio se presta, precisamente, esta información.
El ideal psicológico de Bernays hereda este objetivo de modelar conductas al gusto de lo útil y funcional. De otro modo no se explicaría una idea de propaganda que «se define por la voluntad finalista de influir en el público, por un fin (ideológico, político) superior que justifica utilizar información —sin importar si es verdadera, completamente falsa o parcialmente modificada— para persuadir» (). El sujeto “dirigido”, en el que todo individuo ve comprometida su supuesta autonomía, es al que nos referimos como “masa”. Esta, al estilo de lo que ya había adelantado previamente Walter Lippmann, es delimitada como un “caos” que necesita ser manipulado, “informado”. El resultado de esta “información” es, entonces, lo que permite el establecimiento de un determinado orden social. Ese público no es otra cosa que lo que la sociología del momento venía teorizando como la masa.
Por lo tanto, las masas, para existir, necesitan de unas élites que “miren” por su interés. Por ello, Bernays se refiere a estas últimas como “las minorías privadas en el proselitismo, en las que el interés privado y el interés público coinciden” (). Esta es la razón por la que la propaganda se presenta más como un sistema de gobierno que como un arte o conjunto de técnicas destinadas a producir convicción: «La minoría ha encontrado una poderosa ayuda para influir a las mayorías. Ha sido posible moldear la mente de las masas con objeto de canalizar su empuje en la correcta dirección. La propaganda es el brazo ejecutivo del gobierno invisible» (; cit. ).
Como bien ha señalado , el concepto de “masa” de Bernays está fuertemente influenciado por los trabajos de su tío Sigmund Freud. El estudio que el padre del psicoanálisis dedicó al problema de la psicología social tenía como referencia principal a uno de los autores también citados por Lippmann y el propio Bernays, esto era, la obra Psicología de las multitudes del sociólogo Gustav Le Bon ( ). Así, en Psicología de las masas y análisis del yo, Freud señala con acierto que el problema a considerar es el de “la oposición entre psicología individual y psicología social, o colectiva”, esto es, por qué los individuos parecen comportarse de manera distinta cuando actúan como pertenecientes a una colectividad, a la “masa” (). De hecho, apoyándose en Le Bon, formula una definición de masa que se funda en la “imposición” que la influencia del grupo ejerce o modifica el comportamiento del individuo, volviéndolo menos “previsible”, lo que en contexto quiere decir menos racional. En este punto, Freud cede la palabra a Le Bon:
El más singular de los fenómenos presentados por una masa psicológica es el siguiente: cualesquiera que sean los individuos que la componen y por diversos o semejantes que puedan ser su género de vida, sus ocupaciones, su carácter o su inteligencia, el solo hecho de hallarse transformados en una multitud les dota de una especie de alma colectiva. Esta alma les hace sentir, pensar y obrar de una manera por completo distinta de como sentiría, pensaría y obraría cada uno de ellos aisladamente.
Ciertas ideas y ciertos sentimientos no surgen ni se transforman en actos, sino a los individuos constituidos en multitud. La masa psicológica es un ser provisional compuesto de elementos heterogéneos, soldados por un instante, exactamente como las células de un cuerpo vivo forman por su reunión un nuevo ser que muestra caracteres muy diferentes de los que cada una de tales células posee ( []; cit. ).
Ciertas ideas y ciertos sentimientos no surgen ni se transforman en actos, sino a los individuos constituidos en multitud. La masa psicológica es un ser provisional compuesto de elementos heterogéneos, soldados por un instante, exactamente como las células de un cuerpo vivo forman por su reunión un nuevo ser que muestra caracteres muy diferentes de los que cada una de tales células posee ( cit. ).
Así, esta consideración del individuo en la masa como un “soldado”, y por ende dispuesto al enfrentamiento (“el individuo integrado en una multitud adquiere, por el solo hecho del número, un sentimiento de potencia invencible, merced al cual puede permitirse ceder a instintos [Triebe] que antes, como individuo aislado, hubiera refrenado forzosamente” [Le Bon, , ; cit. , viene a coincidir con otras posiciones que han preferido entender la masa como sujeto revolucionario (esencialmente la marxista; aunque véase sobre todo la formulación de Benjamin), aunque no es esta, precisamente, la posición de Le Bon, que a este respecto despliega una auténtica caracterología taxonómica para clasificar los modos de ser posibles de ese tipo de sujeto social que representa la “masa”; mientras que a esta la que entiende, por lo tanto, como colectivo definido en el que el individuo pierde “la personalidad consciente y la orientación de los sentimientos y los pensamientos en idéntica dirección” (). La masa se convierte así en un tipo de “sujeto”, y como tal hereda las “complejidades” propias de la subjetividad de los individuos que la conforman:
Lo que realmente tiene lugar es una combinación seguida de la creación de nuevas características, al igual que en química ciertos elementos puestos en contacto – bases y ácidos, por ejemplo – se combinan para formar una nueva sustancia con propiedades bastante diferentes de las que han servido para formarla ().
Vemos que la concepción de Le Bon se inspira en una metáfora de tipo químico, para la que la comunidad se conforma como el resultado de la adición de una serie de miembros, de modo que adquiere, consecuentemente, el conjunto de propiedades que ha heredado de tales “elementos”. En esto se diferencia ligeramente de la formulación de Freud, pues este ya no pone el acento tanto en la condición “elemental” de los individuos, sino en los mecanismos inconscientes que operan como “lazos” para la conformación material de la colectividad. No sigue entendiendo a la masa, por lo tanto, como el resultado de una mera adición, sino por referencia a algún tipo de elemento externo, que al mismo tiempo le da su razón de ser al conjunto, el sentido que mantiene unidos a los “elementos”. Esto le lleva a afirmar que “lo inconsciente social surge en primer término y lo heterogéneo se funde en lo homogéneo” ().
Este es el motivo por el que Freud incide en el carácter esencialmente manipulable, y por lo mismo alienado, de esa especie de sujeto abstracto, indiferenciado, en que se convierte el individuo cuando forma parte de la multitud. Lo que más sorprende al padre del psicoanálisis, en este punto, es lo acertado de la comparación que el sociólogo francés establece entre la especie de “sopor” que caracteriza al individuo cuando forma parte de un colectivo, con el “adormecimiento” característico de los sujetos que se encuentran bajo los efectos de la hipnosis:
[…] Le Bon no se limita a comparar el estado del individuo integrado en una multitud con el estado hipnótico, sino que establece una verdadera identidad entre ambos […]. Como mejor interpretaremos su pensamiento será, quizás, atribuyendo el contagio a la acción recíproca ejercida por los miembros de una multitud unos sobre otros y derivando los fenómenos de sugestión identificados por Le Bon con los de la influencia hipnótica de una distinta fuente. Pero ¿de cuál? […] ().
A partir de aquí, los análisis de Freud se centran en dos tipos distintos de “masas”, que le permiten desentrañar los esquematismos profundos de esta especie de disolución psicológica que sufre el individuo como miembro de la masa: por una parte, la Iglesia, por otra, el ejército; ambas con una misma estructura jerárquica y con escaso o nulo espacio para la crítica individual y el cuestionamiento de la norma. Freud toma de este análisis la idea de que la asimilación del individuo se produce por un efecto de identificación inconsciente, equiparable a la que se puede observar entre el hipnotizador y el hipnotizado; en estos casos, según lo analiza el autor, el hipnotizado cede su propio narcisismo y lo entrega al hipnotizador, de manera que ya no se percibe a sí mismo más que a través de los ojos del terapeuta. Lo mismo ocurriría en los casos en los que se puede señalar fácilmente a un Führer que acapara los afectos de la población. La consecuencia es una especie de fraternidad fundada en el afecto común por el caudillo, que ejerce como una especie de padre espiritual. Por último, la propia pertenencia al grupo acaba sirviendo como elemento de refuerzo de esta identificación.
Estas tesis de Freud, por lo tempranas, tuvieron gran repercusión y sirvieron para analizar los gobiernos personalistas que se dieron a lo largo del siglo xx. Sin embargo, los trabajos de Lippmann o Bernays parecen mostrar que los análisis sobre la identificación en los grupos no solo serían característicos de las sociedades totalitarias. Además, también a juicio de ambos, la identificación imaginaria con un caudillo sería igualmente un factor sobredimensionado de la teoría. Pues, entre otras razones, la teoría bernaysiana de la propaganda pretende servir de escuela para el aprovechamiento de este tipo de identificaciones, que no necesariamente tienen por qué aparecer de forma totalizada, en torno a un único personaje.
Ya lo advertía el propio Freud en su texto: «En la vida anímica individual aparece integrado siempre, efectivamente, “el otro”, como modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la psicología individual es al mismo tiempo y desde un principio psicología social, en un sentido amplio, pero plenamente justificado» (. El individuo se difumina sin saberlo en todo tipo de identificaciones que le hacen pertenecer a toda una variedad de grupúsculos. Sin embargo, el arte del propagandista va a consistir menos en producir esa identificación, que en localizarla allí donde ya sea posible para aprovecharla. Bernays no encuentra contradicción entre este gobierno invisible y los ideales de la democracia; al contrario, los califica como necesarios “para el buen funcionamiento de nuestra vida en grupo [...]” ().
4. Panpropagandismo y (des)información
Aunque el término “propaganda” tiene su origen en la institución fundada en 1621 por la Iglesia Católica para combatir ideológicamente a la Reforma Protestante (cf. ), no adquiere su sentido actual sino hasta después de 1914, con la consumación de la Primera Guerra Mundial y, más importante aún, “la consolidación de una nueva profesión: la de los periodistas” (; refiere a Auerbach et al., 2014). Ya en pleno contexto bélico, el término “propaganda” adquirió pronta relevancia como una serie de estrategias necesarias para “alfabetizar” de algún modo a la población, y el recurso al periodismo se convierte en una secuencia “natural” en una época donde los diarios representaban auténticas “escuelas de lenguas para los millones de inmigrantes que cambian de continentes” (). Por esta razón defiende Bernays que «“propaganda”, en su sentido correcto, es una palabra sin tacha, de honrado linaje, y con una historia distinguida» ().
Que hoy conlleve un sentido siniestro no hace sino mostrar cuánto del niño conserva el adulto medio. Un grupo de ciudadanos habla y escribe en favor de una determinada forma de actuar en una cuestión sometida a debate, con la convicción de que les impulsa el mejor interés de la comunidad. ¿Propaganda? Ni mucho menos. Simplemente, una convincente declaración de veracidad. Pero si otro grupo de ciudadanos expresa un punto de vista opuesto, sin dilación serán tachados con el siniestro nombre de propaganda […] ().
Bernays argumenta que, si la propaganda, consciente o inconsciente, es “legítima”, se debe a que, en el fondo, “cualquier sociedad, ya sea social, religiosa o política, que esté animada por ciertas creencias y las exponga a fin de darlas a conocer, sea de viva voz o por escrito, practica la propaganda” (). En este sentido, producir “propaganda” para el adversario (informaciones que el adversario identifique como “propaganda”) tiene valor con independencia de que tengan un fundamento verdadero, o se trate de mera ficción (al fin y al cabo, decía Lacan [Seminario 10] que toda verdad tiene estructura de ficción): “Resulta difícil encontrar un sólo artículo en cualquier diario cuya publicación no beneficie o perjudique a alguien” (p. 186). “Ésa es la naturaleza de las noticias. Lo que el periódico trata de conseguir por todos los medios es que las noticias que publica sean fidedignas y (puesto que debe seleccionar de entre la masa de materiales noticiables disponibles) que sean interesantes e importantes para extensos grupos de sus lectores” ().
Tal como lo ha analizado Ewen, esta concepción de las noticias no tiene en cuenta su posible servicio para la transmisión de conocimientos, sino solamente su capacidad para persuadir: «Bernays llamó a esta estilizada versión de la realidad “noticias”. Desde su punto de vista, cuando la realidad es destilada en su interpretación más “simplificada y dramatizada” y es capaz de “apelar a los instintos” de la mente pública, “se la puede llamar noticia”» (). De esta manera, la función del publicista es crear noticias (actos, eventos, escenas…) que puedan ser “noticiables”. ¿Y qué puede ser noticiable? Lo que puede despertar el interés del público (). Solo que, como el interés del público ha sido dirigido a través de los numerosos mecanismos de propaganda que lo moldean como consumidor, se trata de la pescadilla que se muerde la cola. Las tesis de Bernays desmienten que haya una “buena prensa” que se está perdiendo hoy día con las prácticas virales de la comunicación de redes: «La primera página de The New York Times del día en que escribo estas líneas contiene ocho noticias destacadas. Cuatro de ellas, es decir, la mitad, son propaganda. El lector indolente las considerará como crónicas de sucesos espontáneos. ¿Pero lo son? […]» (). Aunque el término “clikbait” sea de invención reciente, su uso responde a una lógica que es tan antigua como el propio periodismo.
No se trata de hacer una lectura “conspiranoica” de las tesis de Bernays. Si su postura panpropagandística resulta evidentemente polémica, ello no se debe tanto a los postulados políticos sobre los que descansa, sino más bien a que contradice algunas creencias que se consideran fundamentales en la actualidad de los medios de comunicación. En concreto, el concepto bernaysiano de “propaganda” redunda en la sospecha sobre la muchas veces pretendida neutralidad de la información, sobre la que recae la confianza que suscita este concepto: «[…] existen numerosos medios de comunicación […]. El periódico, desde luego, será siempre el medio principal para la transmisión de opiniones e ideas, es decir, en otras palabras, de propaganda» (). Esta unión íntima entre los términos de “información” y “propaganda” es sin duda una constante en la obra del autor, heredera de la idea lippmanniana de la “manufactura del consenso” (cf. ).
Los “dirigentes invisibles” –escribe – a través de los medios de difusión cumplen una función social fundamental: son quienes aseguran el “consenso” en la compleja sociedad contemporánea; una sociedad en la que ya no existe ningún punto arquimediano, que se caracteriza por un vínculo social discontinuo; una sociedad, en definitiva, donde el espacio público se ha fragmentado en diversos espacios particulares, en sistemas de valor e intereses varios. En su concepción del gobierno invisible, Bernays le otorga al “comunicador” (consultor en relaciones públicas) un papel social principal: el de “formador”. Ya no se trata sólo de informar sino de moldear a la opinión pública, de guiarla hacia el “redil” correspondiente.
Según esto, las tesis que lamentan la ocurrencia de una supuesta “degradación” del oficio de periodista, a partir del menoscabo que implica su “vulgarización” en el juego viral que ha puesto sobre la mesa la aparición de los nuevos medios de comunicación de masas (esto es, la postura que sostienen las teorías “funcionalistas”, o contrarias al panpropagandismo [según la terminología de Pineda, 2007 –cf. supra, nota 3 a este trabajo]), estas teorías, decimos, tienen una significación más bien práctica que teórica: por una parte, de acuerdo a los postulados panpropagandísticos, incurren en un idealismo incompatible con el análisis de la verdadera utilidad de la prensa en las sociedades democráticas (esto es, en pocas palabras, la creación de consensos mediante el uso de estrategias de manipulación sobre la masa); por otra, sí que permiten comprender el modo como los nuevos medios digitales han recrudecido la batalla que se juega entre bloques ideológicos. Allí donde es posible adivinar algún tipo de intencionalidad en la elección, interpretación o incluso redacción de una determinada “noticia”, es legítimo (y de hecho ocurre) que se conduzca la disputa al terreno de la propaganda (cf. ; cit. ).
En estos casos, se presenta al lector el elemento propagandístico como si se tratara de una suerte de accesorio “parainformativo”, aunque al mismo tiempo inherente a los medios de comunicación; solo que ese accesorio es siempre una mácula que solo menoscaba las informaciones del adversario, sin perjuicio alguno para la propia corriente de opinión a la que uno mismo se adscriba (). En este sentido, la facilidad para utilizar conceptos como “fake news” (noticias falsas), “desinformación”, “hechos alternativos” o “posverdad” con fines recusatorios, más bien que teóricos, pone en primer plano, ante el espectador de la noticia, la referencia a la supuesta intencionalidad implícita de las informaciones (). Al mismo tiempo, se contribuye con ello a la desvaloración del oficio de periodista, que queda convertido en un mero representante de determinados intereses corporativos. Pues, de cara al público actual, son los intereses, y no la voz autónoma y crítica del informador, los que bregan por establecer una versión de los hechos que ha de ser conveniente, antes incluso que convincente. A este respecto se pronunciaba Badillo en un informe publicado en 2019:
Hay dos razones para que [el rol del periodista] se haya deteriorado de manera intensiva en los últimos años. La primera tiene que ver el impacto de la digitalización en los medios de comunicación, la reducción de ingresos por publicidad, la disminución de las redacciones y la degradación del trabajo periodístico. Los periodistas de muchos medios no pueden ser verificadores simplemente porque sus condiciones laborales apenas se lo permiten. La segunda tiene que ver con el hecho de que en demasiados casos los medios de comunicación responden a intereses empresariales o estatales que sustituyen el ejercicio de un periodismo libre por la producción de informaciones funcionales para sus propietarios. No nos referiremos solo a los medios privados, sino sobre todo a la constelación de medios estatales transnacionales que han tratado de proteger los intereses nacionales ocupando el espacio público mundial en los últimos años. Con mayores o menores presupuestos, con mayor o menor influencia, muchos Estados han utilizado la máscara de los medios públicos para crear instituciones destinadas a servir de eslabones en el modelo de desinformación ().
5. Conclusión: la relación entre información y propaganda
De los análisis de Bernays no se deduce necesariamente que toda noticia sea propagandística; pero sí el hecho de que no parece posible que haya propaganda sin que esta se apoye en el periodismo, de modo que acaba por entenderse a la prensa como un elemento indispensable para la producción y divulgación de la propaganda, así como su medio consustancial. No es tanto que la propaganda se “disfrace” de información, es que sin información la propaganda no cumple de forma efectiva con su papel. A fin de cuentas, si el periodista “no se pregunta si un determinado artículo es propaganda o no. Lo importante es que sea noticia” (), entonces la constitución de un hecho como noticiable o no es un aspecto relativamente independiente de su contenido.
De esta manera, debe entenderse que el interés por el hecho “noticiado” es secundario respecto a la intención oculta o disfrazada con respecto a la que opera como propaganda. En otras palabras, para Bernays la prensa existe como un medio necesario para la transmisión de la propaganda. Ello no exige concluir (como pretendía la crítica de ) que sea imposible distinguir entre informaciones y propaganda, si entendemos esta como la capacidad de producir ciertos efectos en las creencias y deseos del público, que son capaces de moverlo a la acción sin que pierda la convicción de actuar por propia voluntad, con una aparente autonomía. De este modo, resulta difícil no entender que “propaganda” es al producto tanto como “información” al espectador. Hace falta para eso entender la existencia de algún tipo de “sustrato”, a saber, que el mensaje debe producir, manipular, por igual al emisor y al receptor, de otro modo, modifica al producto y a su usuario. El mensaje crea y reproduce la entera realidad. Quizás, el concepto de “pseudoentorno” de no es capaz de comprender esta capacidad totalizadora que tiene el concepto de “propaganda” tal como lo desarrolla Bernays; entre otras razones, porque Bernays incluye en sus reflexiones al peso propagandístico de los textos no-téticos:
Hoy día, el cine estadounidense representa el más importante vehículo inconsciente de propaganda del mundo. Es un gran distribuidor de ideas y opiniones.
Las películas pueden estandarizar las ideas y los hábitos de la nación. En la medida en que las películas están diseñadas para satisfacer las demandas del mercado, reflejan, recalcan e incluso exageran las tendencias populares más generalizadas, en lugar de fomentar nuevas ideas y opiniones. El cine sólo se sirve de ideas y realidades que estén de moda. Así como el periódico trata de abastecer el mercado de noticias, así el cine lo abastece de entretenimiento” ().
Por fin, es fácil entender de qué modo la implantación mundial de Internet y las redes sociales ha significado la extrapolación de esta lógica, que es la de la supeditación del mensaje a su interés propagandístico. Puesto que en una situación en la que los individuos llegan a “su” información a través de las diversas “reacciones” a las que (según cálculos algorítmicos al servicio de la monetización y la economía de la atención) son más propicios a interactuar, el aspecto formal y propagandístico de la comunicación se hipertrofia en perjuicio de su posible referencia significativa y verificable. Por su parte, en esta situación, la voz del individuo aislado solo puede alcanzar a su público (algún tipo de público) a condición de prestar servicio a intereses propagandísticos, conducirse a través de ellos y, finalmente, adecuarse y constituirse como un mensaje que, en sí, es fundamentalmente propaganda. De este modo, se cumple finalmente la profecía de Bernays, según la cual: «La propaganda nunca desaparecerá. Las personas inteligentes deberán reconocer que la propaganda es el instrumento moderno con el que luchar por objetivos productivos y contribuir a poner orden en medio del caos» (); esto es, a “informarlo”, a darle forma.
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Notas
[1] Hasta series de televisión han parodiado la situación que se da cuando un individuo decide “desconectarse” de las redes sociales para escapar de las campañas de acoso y derribo que, por desgracia, sabemos cada vez más habituales. En particular, cf. la temporada 20 de la serie estadounidense Southpark (). En el capítulo 2, uno de los personajes decide abandonar la plataforma Twitter, lo que es interpretado por todos como un auténtico “suicidio” social; a su vez, en el capítulo 3, otro de los personajes sufre de forma repentina la privación forzosa del acceso a Internet, lo que en seguida es equiparado con un misterioso asesinato, digno incluso de ser investigado por la policía.
[2] Así, entre nosotros, explican la influencia que documentos como el “Informe Bangemann” tuvieron en el marco europeo para la difusión de las “Tecnologías de la Información y la Comunicación”, con el objetivo expreso de convertir los dispositivos electrónicos en un auténtico puerto de acceso imprescindible para la vida en sociedad: «[…] Se dejó de hablar de “información sobre el mercado” y se impuso la “sociedad del conocimiento”; del concepto “Sociedad de la información” se pasó al de “Autopista de la información”. // Los neologismos promovieron una recepción favorable por parte de la ciudadanía. Se impulso la introducción de las TIC en el mundo educativo creando una ficción, la del “Ciudadano Europeo” que, dotado con las nuevas herramientas tecnológicas permitiría que [sic]: “la nueva sociedad basada en el conocimiento que debe estar abierto a todos”. En este sentido, cualquiera capaz de utilizar un ordenador podía participar en la vida social» (p. 123, cursivas nuestras; las comillas cit. el mencionado “Informe Bangemann” []).
[3] clasifica la posición de Edelstein como “monista funcionalista” de tipo “nominal”, es decir, que “lo que hace es extender el término propaganda a fenómenos muy distintos”: «Una muestra de su panpropagandismo es que formula el término infoprop, que parte del hecho de que “la propaganda contiene información, y la información contiene propaganda”. Lo mismo pasa con mediaprop, dado que “los medios inevitablemente contienen propaganda” (), u otros términos similares como adprop (advertising + propaganda), rockprop o filmprop. Desde este punto de vista –incide Pineda Cachero–, cualquier expresión pública sería propaganda» ().
[4] Según la web Edwardbernays.es (), sirvió a varios presidentes de los EE. UU., incluidos Calvin Coolidge, Dwight D. Eisenhower, Reagan o G. Bush. También trabajó para otras figuras importantes en la vida social estadounidense como Alfred P. Sloan, Herny Ford, Al Smith, Thomas Edison, Herny Luce, David Sarnoff, Eleanor Roosevelt, Enrico Caruso, Nijunsky, el Ballet Ruso de Diaghileff, Samuel Goldwin y la princesa Grace Kelly de Mónaco. Sobre la importancia histórica de las figuras de Edward Bernays y Walter Lippman, cf. : «Históricamente, Walter Lippmann y Edward Bernays fueron los precursores de una nueva forma de manufactura o ingeniería del relato político en las democracias occidentales. Lippmann y Bernays formaron parte del United States Comittee on Public Information, un comité gubernamental creado por el presidente Woodrow Wilson en 1917 para justificar ante la opinión pública la participación americana en la Primera Guerra Mundial. El Comitee on Public Information tenía la función de movilizar ideológicamente los americanos y, en ese sentido, reclutó expertos en propaganda y profesionales de los medios de comunicación que tenían la función de controlar e influenciar las disposiciones emocionales de la opinión pública respecto a la participación del país en el conflicto» (p. 51).
[5] Un muy buen ejemplo de este trasvase entre lo privado y lo público se encuentra en la anécdota que él mismo explicaba para ilustrar sus inicios en el ámbito de las relaciones públicas y la propaganda: siendo él todavía el editor de la revista médica Medical Review of Reviews, supo de la existencia de una obra de teatro de contenido moral, titulada Damaged Goods, cuyo mensaje pretendía prevenir contra los problemas asociados al encubrimiento de las enfermedades de origen sexual. Dado lo delicado de la temática, Bernays temió que la obra pudiera ser censurada por las autoridades. Por esta razón, convencido de la importancia de que se transmitiera semejante mensaje contra los valores victorianos de la época, tuvo la ocurrencia de impulsar la fundación de la Medical Review of Reviews’s Sociological Fund Committee, cuyo objetivo había de ser el de aportar información sobre las enfermedades venéreas. Esta asociación consiguió el apoyo de algunas de las personalidades más destacadas del momento, y solo después de ello asoció su nombre al estreno de la mencionada obra, en unas condiciones en las que esta jamás habría podido recibir ningún tipo de censura (sino, por el contrario, una importante cobertura mediática). Bernays mismo cuenta esta anécdota en varias ocasiones (; ). También en se puede encontrar un breve resumen de esta historia, de la que comenta: «En un periodo en el que una obra como Damaged Goods podría haber sufrido fácilmente el acoso de las brigadas defensoras de la moral, la bendición de un supuestamente oficial grupo de presión y la furtiva aunque consciente movilización de redes privadas de influencia transformaron la pieza en un virtuoso instrumento de “ilustración”. Trabajando en la clandestinidad, explotando el prestigio de determinadas personas que ya habían demostrado su habilidad para dirigir las opiniones ajenas, Bernays demostró la genialidad como ingeniero social que definiría toda su carrera y lo situaría en el foco del desarrollo de las relaciones públicas» (íd., p. 89).
[6] , siguiendo a , señala que un principio ateo motiva esta creencia de Bernays, que concibe el mundo como un “caos informe” dispuesto a ser ordenado por el hombre, al modo como los antiguos griegos consideraban que el mundo había nacido de la reorganización de un caos primordial, por parte de los dioses mitológicos, o incluso del arjé ya filosófico. Los hombres serían los nuevos “dioses” capaces de organizar el caos social, o en otras palabras, de “informarlo”. Este es el sentido que subyace a la connotación positiva del uso bernaysiano del término “manipulación”, que en su caso significa siempre “informar”, “dar forma”.
[7] La página web Periodista Digital le dedica un interesante análisis a este texto, al que se acerca desde un prisma empresarial. En él pone énfasis en que el supuesto “traje” del rey permitía distinguir a los necios, y cómo la población había participado voluntariamente de semejante autoengaño: «Es como si tácitamente se acordara un escenario o situación ideal y todo lo que no se corresponda con ella se hace desaparecer del análisis empresarial. La realidad simplemente se adapta a los deseos del que manda» ().
[8] Con la oposición entre élites y masa, Bernays se mueve en un marco conceptual heredado de Walter Lippmann (), y por cierto muy similar al que utiliza Ortega y Gasset en textos como La rebelión de las masas () y España invertebrada (). Todas estas, a su vez, tienen cierta deuda con los análisis sociológicos de Gustave Le Bon, cuyas tesis fueron ampliamente discutidas por el propio Walter Lippmann y por Sigmund Freud ().
[9] Como ejemplo de algo muy similar, en España existe el dicho de que “El rey reina, pero no gobierna”, para explicar que en su sistema político el jefe del Estado no toma las decisiones, sino que estas corresponden al gobierno elegido por el pueblo, demos, masa que supuestamente sería el verdadero agente de la democracia española. Según la visión de Bernays, en cambio, el “rey que reina, pero no gobierna” sería el propio pueblo, el demos llamado a las urnas para dar su conformidad a medidas ya decididas por las élites. Solo estas serían los verdaderos gobernantes.
[10] Recordemos que, en Hobbes, incluso la fundamentación de la monarquía absoluta descansa, en realidad, en el presupuesto de la igualdad esencial (en su caso, “natural”) de todos los hombres: «[…] la naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades de cuerpo y de alma que aunque puede encontrarse en ocasiones a hombres físicamente más fuertes o mentalmente más ágiles que otros, cuando consideramos todo junto, la diferencia entre hombre y hombre no es tan apreciable como para justificar el que un individuo reclame para sí cualquier otro beneficio que otro individuo no pueda reclamar con igual derecho […]» (). Esta es, a su vez, la razón profunda del inevitable enfrentamiento entre los individuos, que no solo compiten entre sí, sino que lo hacen en igualdad de condiciones (cf. ).
[11] Aunque analizamos a continuación la herencia freudiana del concepto bernaysiano de “masa”, este ideal psicológico no se puede considerar propiamente psicoanalítico, sino más bien de corte behaviorista. Ewen explica que este aspecto de la propuesta de Bernays es fruto de la influencia del instintivismo de Trotter (1921; cf. ).
[12] Así, la “nueva propaganda” de Bernays se aviene mejor con el concepto de “modelo de mundo” de , aunque en los presupuestos teóricos de este último, fuertemente influenciados por el psicoanálisis, no cabe la idea de que una “élite ilustrada” sea la que planifique o controle conscientemente las creencias y actitudes a implementar en la mente del público: «La reducción alegórica es el medio mediante el que el texto alcanza performativamente al sujeto afectado por el modelo de mundo de dicho texto. La clave de esa capacidad performativa reside precisamente en el hecho de que el modelo de mundo no es el mundo, sino […] una versión del mundo determinada por una posición suturada del sujeto autor» (). Sobre la relación entre “información” y el asensiano “modelo de mundo”, cf. .
[13] Sobre el uso abiertamente propagandístico de esta “razón algorítmica” se puede encontrar ya abundante bibliografía. Así, por ejemplo, es interesante mencionar el propio texto de , al que ya nos hemos referido anteriormente en estas páginas, o los libros de , o , todos los cuales relatan ejemplos del uso propagandístico que las instituciones económicas o políticas, ya sean públicas o privadas, dan a las redes sociales para manipular a la opinión pública, con el objeto de ganarse adeptos o perjudicar los intereses rivales; cf. a este respecto el artículo de Sanabria Zaniboni (2019) sobre la desinformación como herramienta política. La estructura tendenciosa que ha supuesto el actual panorama de comunicación de masas lleva a una situación en la que todo mensaje debe pasar a través del “filtro” de las redes sociales. Estas, en consecuencia, actúan como las catalizadoras necesarias para la conformación de un esquema comunicativo meramente formal, que entiende al destinatario solo en tanto que sujeto dispuesto a “reaccionar”. Debido a ello, el contenido mismo de todo mensaje queda necesariamente opacado por los efectos que produce (cf. ).