“El ajá del traductor” (pp. 9-11): bajo esta divisa coloca Miguel Marinas los nueve ensayos, los capítulos de este libro, en los que reflexiona sobre el traducir, a partir de su experiencia como traductor y de su encuentro con la traducción. Entiende y examina esta, en sentido amplio y con perspectiva alargada, yendo del quehacer del traductor (el primer ensayo), a las condiciones, circunstancias y consecuencias de la traducción, i.e., de las relaciones entre lenguas y dentro de una misma lengua, para concluir regresando al hecho, mejor dicho, al acto, de traducir (los dos últimos ensayos). En el último, como reza el subtítulo de este libro, cuenta “con un comentario y versiones de Pablo Marinas” (pp. 209-235). A lo largo de toda la reflexión, resuenan, como un eco, las traducciones realizadas, de las que se ofrece una sucinta relación al final (“Algunos libros traducidos”, p. 237).
En el primer capítulo, “Oficio de traducciones” (pp. 13-35), Marinas presenta las líneas maestras de su reflexión sobre la empresa de la traducción. Primero el “ajá” del traductor, como exclamación que surge cuando las piezas encajan, las variantes u opciones desplegadas en el acto de traducir, sea al modo de una intuición, un hallazgo, sea al modo de una escansión, una fabricación. En el primer caso, con la intuición o entendimiento, las piezas desordenadas se ordenan de un golpe; en el segundo, la escansión y fabricación produce una organización del desorden, facilitando una composición. Después, el traducir como pasaje de una lengua a otra, como trazar recorridos y salvar distancias, revisitando lo propio y lo ajeno, desconociendo lo uno y reconociendo lo otro, etc. Con Ortega, subraya la distancia entre las lenguas. Con Borges, examina las alternativas, literaria y literal de la traducción. Que, en última instancia, remite como paradigma a la traducción poética: no sólo de la palabra, también del ritmo o la rima, etc. Con el poema aparece, agudamente, la cuestión de la traducibilidad (e intraducibilidad), lo equivalente y lo irreductible, de unas lenguas a otras. Lo mismo cabe decir del concepto (y el discurso) filosófico. En estas reflexiones iniciales, y a lo largo del libro, Marinas toma a Fray Luis (de León) como maestro de traductores, i.e., como ejemplo del mester de la traducción.
“Primeras mezclas” (pp. 37-58) contiene una exploración, un deambular, por textos en que conviven lenguas, unas florecientes, otras germinales. En concreto, el griego y el latín (las “inscriptiones”), el latín y los romances (los “indovinelli” o adivinanzas), el latín y el castellano (las glosas, en particular, las “emilianenses”), el árabe y el castellano (las “jarchas”). La reflexión, con ejemplos significativos, gira sobre la mezcla, la traducción, el nacimiento de lenguas, paradigmáticamente, el castellano.
En “Las tijeras, la corteza, el símbolo del nombre” (pp. 59-89), el tercer capítulo, Marinas inventaria y escruta las enjundias de la traducción. Primero, con Dom Sem Tob y, modernamente, Aharon Appelfeld, explora el silencio como origen y contexto en el que se erige el decir y se mueve el traducir. Usar las tijeras significa traducir recortando, dejando huecos: la traducción como síntesis, reducción, abstracción. Por otra parte, cuidar la corteza quiere decir atender al significante, mayormente, a su forma, a sus formas. Fray Luis da el concepto, “la corteza de la letra”, y muestra ejemplarmente su plasmación práctica, con su traducción del
“América hablada, América hablante” (pp. 91-112) es un acercamiento a la mirada, al interés prestado por dos personajes de excepción, Montaigne y Cervantes, al hecho americano. Marinas espiga, selecciona y comenta, algunos indicios en su vida y obra, mostrando el horizonte político (Montaigne) e ético (Cervantes) que se abre, ya mismo, y no apenas en lontananza. El contexto de este doble acercamiento, la propuesta de ver esas dos miradas, es la consideración de América como el/lo otro de España, resultando esta incluida en aquella, i.e., lo español en lo americano.
“La lengua por las paredes” (pp. 113-133) es una visita a las inscripciones que se conservan en las paredes y la techumbre del castillo de Montaigne. De estas inscripciones, que originalmente están en griego y latín, Marinas ofrece la traducción, junto con la versión francesa, así como la localización de la procedencia y, si es el caso, su aparición en la obra de Montaigne. Suman, en total, 75 inscripciones, sentencias breves, algunas borradas o ilegibles. Poseen un marcado sabor escéptico, con tono estoico.
“Barthes gran reserva” (pp. 135-150): bajo este título, nuestro autor actualiza el texto “Toda una ética de la escritura”, publicado como estudio preliminar a la nueva edición de R. Barthes,
“Traducir la vida” (pp. 151-161) actualiza “¿Se puede vivir sin Barthes? Semiología y vínculo social”, originariamente de 2006 y publicado en 2010, que, a su vez, recogía y prolongaba “Barthes, gran reserva: ética de los signos masivos”, de 2005. Según nuestro autor, Barthes, envejeciendo como un gran reserva, se ha convertido imprescindible para leer la cultura y la sociedad del siglo XXI, en suma, para traducir la vida. Cabe sintetizar su lección, siguiendo a Marinas, en no olvidar que toda operación de montaje encierra, aun no queriéndolo, la opción del desmontaje, porque consumir es ya empezar a desmontar, casi siempre sin saberlo. Por ello, el usuario, capaz de desmontar, puede convertirse no en productor, a lo que ya está obligado, sino en hacedor, propiamente en emisor. Esta posibilidad de bricolaje (de logotesis, diría Marinas en sintonía con Barthes), para el consumidor y trabajador, poco más allá va de la virtualidad. Sin embargo, es el punto en el que adquiere sentido la tarea del analista e intérprete, del filósofo. Hallamos ahí, en apariencia (o sea, en parte), la respuesta a la pregunta ¿Se puede vivir sin Barthes? Marinas no se pronuncia, pero sí sugiere: sí y no; más exactamente, sí, pero no. Sí: de hecho, todo el mundo, o casi, lo hace (incluso si reducimos el mundo a la comunidad de los filósofos). Pero no lo debería hacer, porque se pierde mucho: al entender, al proyectar y comunicar, al realizar.
“El
Por último, en “Huellas y cicatrices” (pp. 189-235), Marinas retoma, como en los capítulos iniciales, la teoría de la traducción, i.e., la forja y el examen de aquellas categorías con las que, en su quehacer, se encuentra el traductor. De esta vez, contempla el estilo (que substancia en la escucha, la escucha del otro) y lo propio y lo ajeno en el trabajo de la lengua en la traducción (un devenir, devenir extraño), tomando como referencia, entre otros y sobre todo, además de Lacan, Barthes y Deleuze. De fondo está, como viene subrayando nuestro autor, la labor de construcción (retórica) y de composición (musical) en que consiste la traducción. Concluye este capítulo y el libro, con una muestra de traducciones, de ejercicios de traducir: del poema “Tenebrae” de Celan, del cual recoge varias versiones, entre ellas, una propria y otra de Pablo Marinas (“Pablo Marinas comenta